Kitabı oku: «Un pacto con el placer», sayfa 2

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Los hombres peludos y los tebeos

Desde siempre tuve claro que me atraían los hombres, sin que por ello me sintiera maricón, porque en absoluto pasaba por mi imaginación que las relaciones sexuales que mantenía con los amigos de mi edad podía tenerlas con cualquier adulto. Masturbarme sin parar, hacernos pajas en grupo y que alguno nos la chupara a los demás, constituía todo el abanico de posibilidades en las relaciones eróticas que conocí durante muchos años. La penetración entre hombres (las aventuras con la cabra no entraban dentro de los mismos parámetros con los que se medían las relaciones entre humanos), era algo tan tabú que ni siquiera llegaba a imaginarla. Así como para muchos homosexuales de cualquier edad, unas relaciones sexuales en las que no exista la penetración, son totalmente impensables, y en absoluto gratificantes, para mí, el uso de mi culo y el culo de los demás, fue algo que iría descubriendo y practicando ya cumplidos los treinta años. Esta posible candidez quedaría probada tras haber vivido dos años en un colegio de curas y, no solo no haber mantenido relaciones con ningún adulto —a pesar de sentirme atraído por el aspecto físico de alguno—, sino por no haberme dado cuenta de que otros chicos mantenían relaciones entre sí y con algunos curas. Yo sabía que había otros grupos de niños en el pueblo, de diferentes edades, que realizaban los mismos juegos sexuales sin que ello tuviera nada que ver con el hecho de ser homosexuales.

Durante cierto tiempo estuve acudiendo asiduamente al Ayuntamiento para intentar aprender a escribir a máquina en una anticuada y preciosa Remington. Inmediatamente me sentí atraído por aquella inmensidad de páginas que atesoraban todos aquellos volúmenes de la Enciclopedia Espasa que estaban guardados ordenadamente en unas vitrinas. Sus páginas me mostraron un amplio mundo desconocido, solo equiparable al que en la actualidad podría suponer adentrarme en las páginas de internet. Allí estaban las biografías de los grandes escritores, los músicos con los guiones de las óperas y, sobre todo, los pintores con las reproducciones de las principales obras en láminas de colores con aquellos antiguos tonos azafranados. Me extasiaba mirando los cuerpos de los hombres en las esculturas griegas y romanas o los musculosos dioses y héroes desnudos o con pequeños taparrabos de los pintores barrocos. A todos ellos les faltaba, no obstante, el vello, casi el elemento masculino que siempre ejerció sobre mí un mayor poder erótico. Para masturbarme no dibujaba enormes pollas, sino que acostumbraba a bocetar un torso cubierto de espeso vello que luego borraba una vez me había corrido. Podría ser que asociara, inconscientemente, el vello con la virilidad y el vigor sexual, pero ¿qué podía saber yo, con aquella edad, qué era la virilidad y el vigor sexual y para qué servían?

Pero esta fijación me lleva hasta recuerdos muy lejanos, cuando en verano, a la hora de la comida, oía que llamaban a la puerta de un primo de mi padre que vivía en frente de nuestra casa y al que había sorprendido un día asomándose a la puerta en calzoncillos para darle a alguien unas llaves. Los golpes en la puerta de la casa de mi primo eran unos aldabonazos en mis fantasías de aprendiz de voyeur que me empujaban irresistiblemente a levantarme de la mesa en donde estábamos comiendo y, cada vez con una excusa diferente, corría hacia la pequeña ventana del sobrado con el tiempo justo de sorprender el momento en que, aquel pecho desnudo con un espeso vello, entreabría la puerta unos instantes para entregar una llave y volvía a cerrarla inmediatamente. Muchos años pasarán para gozar hasta la saciedad de los magníficos pechos peludos de mis novios pakistaníes.

Echaba de menos que los hombres que aparecían en los tebeos de El Guerrero del Antifaz, aquellos musculosos moros semidesnudos, no tuvieran pelo en el pecho. Pensaba que a algunos —los más lúbricos y los más musculosos, como Olián, Alikan, Kaher Raik, el hermano mayor de los hermanos Kir o los cuerpos impresionantes de los verdugos—, el pecho peludo les hubiera dado mayor potencia y ferocidad. Quizás al dibujante Gago le resultara demasiado entretenido pintar vellos en los pechos o lo considerara, tal vez, impúdico. En cambio, yo disfrutaría dibujando, uno a uno, como si los implantara, cada vello en el sitio correspondiente de los hombres, ya fueran en pechos, pubis, piernas o brazos.

Mi devoción por las aventuras y personajes de El Guerrero del Antifaz era tal, que llegué a tener casi la colección completa, pero siempre me faltaban algunos. Mi amigo Francisco el Pailla fue el único del pueblo que consiguió tenerla completa y no paraba de alardear de ello. Hacía falta disponer de mucho dinero para ir acumulando números y reunir la colección sin vender o intercambiar ejemplares. Los tebeos los vendía o los cambiaba un buhonero de Carrión al que llamaban Riquitrunes que vivía en un cuchitril al fondo de un enorme corral, junto al pozo del Pilar, muy cerca de la casa de mi abuela. Iba por los pueblos con una canastilla colgada de un brazo y un canasto en el otro pregonando «Muñequitos y que bonitooos». En la canastilla llevaba un revoltijo de chucherías variadas, muñecos, cristobitas, silbatos, regaliz, orozuz, figuritas de belén de barro y alambre que él fabricaba toscamente y luego pintaba, y sobre todo, tebeos. Tebeos usados y todas las novedades, los últimos capítulos publicados, los últimos héroes que habían aparecido, las nuevas aventuras. Su pregón era esperado con impaciencia por todos los chiquillos del pueblo que corríamos hacia él, muertos de curiosidad, para ver qué novedades traía ¡Era una pena no tener dinero suficiente para poder comprarlos todos! Y era inútil intentar convencer a mi madre para que me diera dinero porque era enemiga acérrima de este tipo de literatura con cuya lectura consideraba que perdíamos un tiempo que robábamos a los estudios. Tenía que recurrir a los ahorros o al intercambio de tebeos nuevos por otros ya leídos, añadiendo algunas monedas o algunas piezas de hierro, herraduras o tubos de plomo encontrados en el campo. Yo era un devorador de tebeos y seguía con entusiasmo las historias de Las Aventuras del FBI, Toni y Anita o El Cachorro, pero eran Las aventuras del Guerrero del Antifaz las que desbordaban mi imaginación, siendo siempre mis favoritas. También me emocionaba la lectura de los tebeos de princesas y hadas, de príncipes y encantamientos, de palacios, de tocados, vestidos y perifollos rimbombantes, de orlas, cenefas y recortables de la colección Azucena, pero estos, como los de la colección Florita, eran tebeos de niñas y por lo tanto vetados para mí. Amparo era hermana de mi amigo Curro y yo sabía que tenía una gran colección de tebeos. Tanto llegué a insistirle a Curro para que me trajera algunos tebeos de su hermana para leerlos, que un día apareció con un montón ocultos en una bolsa para que ni su hermana ni mi madre los viera. Me relamí de placer al verlos, pero, antes de haberme dado tiempo de leerlos todos, los descubrió mi madre y montó un Fahrenheit 451 con ellos, con el consiguiente drama en cadena: mío, de Curro y de la hermana que lloró desesperada acusando a Curro de habérselos robado. Sin embargo, siempre menosprecié las historias de humor del TBO, de Jaimito o Pulgarcito. No obstante recuerdo haberme reído con las aventuras de Zipi y Zape, de Carpanta, de las Hermanas Gilda, de la Familia Ulises o de Coll y alucinar con los Inventos del doctor Frank de Copenhague y rastrear por los dibujos de Urda en busca de las imágenes ocultas y camufladas en el paisaje.

Pero era el morbo que destilaban las páginas creadas por Gago lo que hacía que me recreara con sus aventuras y sus personajes. Los hombres eran fuertes, musculosos, con fantásticos muslos y pectorales, sólidos y perversos y las mujeres moras eran excitantes, cubiertas de velos transparentes, todas de una belleza arrebatadora que hacía que los hombres lucharan encarnizadamente por conseguirlas o defenderlas. Y, sobre todo, era la recreación del sádico dibujante en la descripción de refinadas y sofisticadas torturas a las que eran sometidos los hombres y, sobre todo, las mujeres. La maldad y el ensañamiento de las mujeres para deshacerse de sus rivales no tenían límites. Ordenaban a sus esclavas que destrozaran la cara y los pechos de sus enemigas con hierros candentes o las hacían bailar sobre balancines erizados de dagas envenenadas en una mezcla de literatura de Sade y martirologio cristiano.

A mi hermano, ocupado en su vida deportiva y en sus travesuras, no le interesaron tanto los tebeos como a mí y, cuando mi fiebre por ellos desapareció, desaparecieron con ella los tebeos de la casa siendo reemplazados, poco a poco, por novelas de colecciones económicas que editaban obras de Pereda, Palacio Valdés o Pérez Galdós.

Los árboles genealógicos
Un padre sin familia

Hasta que me enviaron al colegio de curas yo había vivido una infancia pegada a la tierra entre Castilleja del Campo, el pueblo de mi padre en donde había nacido, y Carrión de los Céspedes, el pueblo de mi madre en donde vivían mis abuelos. Ambos pueblos estaban a dos kilómetros de distancia por carretera y casi a uno por el atajo al que llamaban la Senda de los Mármoles, entre olivos y viñas.

Cuando murió mi abuela de tuberculosis, a los 43 años, mi padre perdió al único miembro de la familia que le quedaba. Se aferró a mi madre, de la que era novio desde hacía un par de años, como su única familia. Pasó casi toda la guerra en el frente de Córdoba, en Intendencia y, cuando volvió, se encontró con un pueblo semienlutado, hecho jirones, con una casa abandonada y unos campos que habían sido cultivados durante esos tres años, pero de cuya producción ningún familiar quiso responsabilizarse.

Hubo de comenzar solo, desde cero, en el año conocido como «año de la jambre». Volvió a trabajar las tierras con ahínco; ahorró algún dinero; arregló la casa y decidió casarse en marzo de 1943, cuando tenía veintiséis años y mi madre veintitrés. Justo a los nueve meses, a principios de enero, nacía yo.

Durante cuatro años, hasta tener edad para ir al colegio, fui hijo único y hacía las delicias de mis jóvenes tías que se disputaban por pasearme y mostrarme a las amigas. Me mimaban, me festejaban, me cantaban y me hacían bailar con ellas, a lo que yo me prestaba feliz. Luego, un día me cogían de la mano o me llevaban a hombros y, por la Senda de los Mármoles, me devolvían a mi casa en donde era mimado, festejado y paseado por mi madre y sus jóvenes amigas, vecinas y familiares.

En Castilleja no tenía tíos, ni abuelos. El único hermano de mi padre había muerto con catorce o quince años de una grave enfermedad. Los tíos de mi padre me eran bastante ajenos y a sus hijos siempre los consideré algo lejanos y distantes. Evidentemente mi familia era la familia de mi madre y, dentro de la familia de mi madre, la familia de mi abuela.

Mi madre se vio obligada a abandonar su pueblo, a sus padres y hermanos, a sus amigas, sus santos y sus vírgenes, sus fiestas y costumbres, como todas aquellas mujeres casadas con hombres forasteros.

Trasplantada, como emigrante, en una sociedad ajena; teniendo que adaptarse a una casa diferente, ahora suya; con nuevos vecinos y una nueva familia, la recién casada ha de buscarse nuevas amigas y familiarizarse con la nueva iglesia llena de santos y vírgenes diferentes, con un cementerio desconocido y con un nuevo cura confesor que aún no sabe nada de ella. Las primeras en frecuentar la casa serán las vecinas de su misma edad y, sobre todo, aquellas mujeres de su mismo pueblo que la han precedido en la emigración. Pronto, un grupo de jóvenes vecinas de su edad y primas del marido, tomarán la casa como salón de reunión, solidarizándose con la recién llegada. Las horas de soledad, durante las que mi padre estará trabajando en el campo —aunque ella solía acompañarlo hasta que su embarazo de mí ya estuvo demasiado adelantado—, o las horas en que mi padre se iba al casino con los amigos, eran ocupadas por las faenas de la casa o por la presencia de las nuevas amigas.

En el pueblo era frecuente que muchos hombres fueran a buscar novia en los pueblos de los alrededores.

Ahora veo con una mirada el continuo trasiego de mi madre y de mis tías constantemente de un pueblo a otro. Las fugaces visitas de mi madre a casa de mis abuelos y las de mis tías a mi casa suavizaban aquel desarraigo.

En los vídeos de las bodas que me muestran mis amigos pakistaníes puedo observar cómo las jóvenes esposas se despiden entre los llantos desconsolados de toda su familia al partir hacia la casa de la familia del marido, que puede estar en el mismo pueblo o a varios pueblos de distancia.

Mi tata era mi tía más joven y pasaba temporadas en casa acompañando a mi madre y cuidándome. Con mi nacimiento, mi madre sufrió una dolorosa infección en el pecho que casi la imposibilitó para amamantarme. Me contaba que yo no paraba de llorar de hambre y, al final, se arriesgaba a darme el pecho, lo que le producía tremendos dolores y miedo viendo cómo con la leche tragaba parte de pus que le producía la infección. Mi abuela la acompañaba al hospital de Sevilla en donde le practicaban las curas y mi madre siempre recordaba aquellas visitas con terror y repugnancia. Para evitar ver a los enfermos, al tener que atravesar las inmensas salas llenas de camas del hospital de las Cinco Llagas, mi madre contaba que se envolvía la cabeza con el mantón negro de mi abuela, siendo arrastrada por ella.

Tito Hilario era uno de los dos tíos de mi padre, hermano de mi abuelo. Se había casado y, tras tener a mi prima Consuelo, enviudó y había vuelto a casarse teniendo otra hija. Sacramento era unos años mayor que yo y, con el tiempo, se convertiría en una especie de alma gemela en las ansias de libertad y en los deseos de abandonar el pueblo. Mi prima Sacramento jugaba conmigo como si fuera un muñeco, paseándome de un lado a otro y, como aún era pequeña, solía caerme a menudo dejándome la cabeza llena de golpes y chichones.

Siempre pensé que mis padrinos de bautismo fueron mi tío Hilario y su mujer, pero mi prima Consuelito me revelaría un día la verdad sobre mis auténticos padrinos. «¡Es que ellos no habían sido tus padrinos de verdad!» —me contaba mi prima un día que había ido a visitarla no hace mucho tiempo—. «Porque, por aquel tiempo, mi padre no se hablaba con el cura a causa de unos enfados surgidos a raíz de unos comentarios que tito Enrique había hecho sobre “algunas cosas” de la familia del cura. Entonces te bautizamos yo y el primo Manolo el Alguacil». Pero la sorpresa mayor, relacionada con aquel bautismo, fue la que provocó un primo que había accedido a los archivos de la iglesia, cuando me envió el documento escaneado en el que ¡me enteraba de que mi verdadero nombre no era Nazario, a secas, sino que, como las monjas, llevaba adosado un «del Sagrado Corazón de Jesús»!

Es muy frecuente que en los árboles genealógicos haya ramas que nos resulten más entrañables que otras, siendo apreciadas las más pequeñas bifurcaciones de unas, mientras otras permanecen casi desconocidas, como si se hubiesen podrido o las hubieran intentado tachar o emborronar. Al pensar en estas anomalías en las relaciones familiares, me acuerdo de aquellas fotografías en las que una mano anónima ha eliminado la presencia de alguien con unas tijeras, o desgarrando el papel, descontextualizando al superviviente que quedaba como mutilado. Desconocidos agravios y antiguas rencillas, de las que a menudo no se suelen dar explicaciones, hacían que unos familiares resulten siempre más familiares que otros. En el árbol de mi padre era la rama de mi abuelo la favorita, quedando la de mi abuela algo confusa. Mi padre solía describirnos algunas historias de sus parientes de aquella forma melodramática que a él le gustaba emplear para narrarlas.

Era escalofriante la historia aquella que contaba de un hermano mayor de mi abuelo que murió de rabia a los dieciocho años tras morderle un perro. La historia comenzaba en unos almacenes de Sevilla en donde su tío trabajaba de sastre. Un cliente acudía a menudo por la tienda llevando un perrito. El joven sastre mostraba un gran cariño por el perro con el que solía jugar. Aquel día funesto, cuando el dueño le advirtió que hacía un tiempo que el perro estaba algo enfermo y su comportamiento era extraño, mi tío lo había acariciado como de costumbre recibiendo un mordisco en una mano. Días más tarde el veterinario diagnosticó que el perro padecía la rabia y lo mataron. Cuando días después mi tío se enteró y acudió al médico ya no tenía cura. No tardó en comenzar a sufrir terribles dolores, echando espuma por la boca —contaba mi padre— y comenzó a deformársele la columna. Los médicos dieron a los padres una dosis de un producto letal para que ellos mismos se la administraran.

Recuerdo un día en que oímos unos gritos y cuando nos asomamos a la ventana vimos a la gente despavorida, asomada a las puertas y subidas en los porches, señalando a un perro que aullaba en medio de la calle mientras se tambaleaba con la boca entreabierta enseñando los dientes y soltando, sin parar, una gran cantidad de espuma amarillenta. Poco después llegó el agente municipal y lo mató de un tiro.

Entre las historias truculentas que habían sucedido en el pueblo y mi padre nos contaba, destacaba una que nos dejó, a mi hermano y a mí, sobrecogidos y al borde de las lágrimas. (No era raro que mi madre, al oírle contarnos aquellas historias tremendas, refunfuñara comentando algo así como: «¡Qué hombre este, cuidado las historias que le cuenta a los niños!»).

Un matrimoniodel pueblo había ido a Sevilla para que el médico viera a un hijo pequeño que estaba muy enfermo. Cuando se dirigían a la casa del médico, ambos se dieron cuenta, consternados, de que el niño había muerto. Como resultaba bastante problemático tener que declarar la muerte en la ciudad viéndose, posiblemente, obligados a enterrarlo allí, lejos del pueblo, decidieron actuar como si el niño estuviera vivo y volver en el tren para decir que había muerto al regresar al pueblo. Mi padre no escatimaba las pinceladas dramáticas sin prestar atención a nuestra congoja —mi hermano debía tener cinco o seis años y yo ocho o diez—, y continuaba contando cómo habían hecho todo el camino de vuelta en el tren, con el niño muerto en brazos de la madre, disimulando su enorme dolor ante la presencia de una pareja de la Guardia Civil que estuvo sentada frente a ellos durante parte del recorrido; cómo tuvieron que contarle la historia a una mujer que se había sentado junto a ellos y les había comentado que aquel niño parecía que estuviera muerto y, por último, la llegada al pueblo en cuya narración mi padre rizaba el rizo de la truculencia. El hombre había seguido a la mujer, que casi corría frenética con el niño muerto en los brazos, los dos kilómetros de la carretera que separaban la estación de Carrión de Castilleja. En silencio llegaron por fin al pueblo donde, la pobre mujer, sin poder aguantar más la tensión, al pisar la calle de las primeras casas del pueblo, comenzó a dar gritos, enloquecida, aferrada con desesperación al cadáver, mientras las mujeres salían de sus casas intentando consolarla.

Una madre con dos abuelos, cuatro tías y un tío, para mí solo, durante más de cuatro años

Con el árbol genealógico de mi madre ocurría algo parecido pero, en este, era la rama de mi abuela la más allegada, siendo la familia de mi abuelo prácticamente desconocida. Mi abuelo procedía de una familia de clase media que tenían fincas, ganados y buena reputación. Tanto su hermano como su hija, aparecían lejanos, completamente desconocidos para mí. Mi abuelo se había casado dos veces y en las dos ocasiones sus mujeres habían muerto de parto.

La familia de mi abuela era pobre y la formaban cinco hijas y un varón. No sé si en la elección de mi abuelo, a la hora de buscar una tercera esposa, influyó la escasez de medios económicos de la familia de mi abuela o si realmente se enamoró de mi abuela por su físico, pero a partir de aquella boda, la familia de mi abuelo se distanció de tal forma que no creo recordar la presencia de aquel tío José María en la casa de mis abuelos. En cambio, yo sabía que mi abuelo iba a visitarlo diariamente a su casa. Contaba cómo su hermano le ponía un vaso de vino y sintonizaba la radio en donde siempre sonaba música flamenca.

La imagen que conservo de mi abuela es la de las típicas viejas andaluzas retratadas por Echagüe: falda negra hasta media pierna, delantal negro, medias negras y zapatillas, el pelo recogido en un rodete y una toca para salir a la calle con la que cubría los hombros o la cabeza. Su carácter era fuerte y un poco agrio, frente al que mi abuelo, blando y bonachón, nada tenía que hacer, aunque no creo que tuviera nunca intención de hacer nada. Después de sus dos intentos malogrados de tener hijos, esta lo había colmado dándole seis y ya estaba satisfecho. Cuando intento evocar su memoria, son sus riñas, con una voz agria y sus miradas iracundas que emanaban un tufo desabrido, parecido a un mal sabor de boca, lo que me viene al recuerdo. Eso y sus interminables ataques de tos, que resonaban por toda la casa en la oscuridad y que uno terminaba oyendo, sin escucharlos, como el ruido de los trenes que pasaban de madrugada con el cansino sonido de la máquina y sus estridentes pitidos, o las campanadas del cercano reloj de la torre de Castilleja dando las horas y los cuartos día y noche.

Mis abuelos vivían casi en las afueras del pueblo, en una gran explanada que llamaban El Pilar en donde se celebraba la feria para septiembre. La casa de mi abuelo estaba en alto mirando al suroeste, y desde ella se veían unas fantásticas puestas de sol. Como no había casas en frente, tras la explanada que formaba la calle había varias fincas, detrás de las que estaban las vías del tren de Sevilla a Huelva. Un poco más lejos se divisaba una dehesa de encinas, algunos caseríos desperdigados y un horizonte en el que se destacaba un enorme pino cercano al pueblo de Manzanilla. Al otro lado de la explanada había una hilera de casas que terminaban junto a un regajo que recogía las aguas de la lluvia estando bordeado por cañaverales y un camino que llevaba a la estación. Un enorme pozo, el pozo del Pilar, abastecía de agua a casi todo el pueblo; había siempre a su alrededor mucha gente sacando y transportando agua. En invierno toda la explanada se convertía en un inmenso barrizal y había que circular por las estrechas aceras hasta llegar a la calle que subía a la plaza y a la iglesia.

Para septiembre montaban la feria en aquella explanada. Pegando a la acera de las casas de abajo instalaban el paseo con arcos de bombillitas de colores y junto a la acera de mi abuela colocaban dos o tres casetas junto al pozo. Junto al comienzo del paseo ubicaban «las volaoras», como plato fuerte de las atracciones, pudiendo ir acompañadas de una pequeña noria y al final de la feria, frente a la casa de mi abuela, se establecían «las barcas», columpios que eran impulsados por los empleados o por la fuerza de los que se columpiaban. Los jóvenes más fuertes, atrevidos y exhibicionistas, conseguían dar vueltas alrededor del eje mientras los espectadores, admirados, iban contándolas en voz alta. Desde casa de mi abuela oía el tumulto y corría para ver las proezas del héroe de turno. Los chiquillos solo nos paseábamos un rato, impulsados por el dueño hasta que, cumplido el tiempo, elevaba el freno, consistente en un enorme tablero, hasta que la barca terminaba varada. También había una tómbola y numerosos puestos de turrón y de dulces. Cuando se acercaba la feria mi tata iba a recogerme a mi casa y me traía a hombros, por la Senda de los Mármoles, bordeando la viña de mi abuelo y bajando al final por un camino que terminaba justo en el Pilar, muy cerca de nuestra casa. Los jóvenes de Castilleja solían hacer frecuentes visitas al pueblo vecino para ir al cine, para asistir a las innumerables fiestas que se celebraban o simplemente para pasear, saludar a amigos y amigas y, muchos de ellos, para buscar novia.

El hombre simple que era mi abuelo, pobre de espíritu, tranquilo, con barriga un poco pantagruélica, gorra permanentemente calada, chaquetilla gris con cuello de tirilla y pantalones caídos, tenía tres pasiones arraigadas: la Iglesia y la virgen del Rocío; la comida y el flamenco. Despertaba todos los domingos bien temprano y se marchaba a la misa de alba, avisando a varios amigos a los que tocaba en la ventana, al pasar por sus puertas, camino de la iglesia. A la vuelta, en invierno, mis tías lo esperaban con impaciencia porque acostumbraba a comprar en la plaza un papelón de churros recién fritos y los traía apresuradamente metidos bajo el brazo para que no se enfriaran. En vano mi abuela le regañaba un domingo tras otro porque manchaba de aceite la chaquetilla. No lo imagino cometedor de graves pecados. Su fervor apasionado por la virgen del Rocío, que heredaría mi madre, lo hacía atravesar la marisma cada año a caballo, al oscurecer del domingo de Pentecostés, camino de la ermita del Rocío a donde llegaba al amanecer, justo a la hora en que los almonteños sacaban a la virgen en procesión. Mis tías contaban que ni siquiera se apeaba del caballo: veía a la virgen salir de la ermita, se quitaba la gorra, rezaba una salve y cogía el camino de vuelta llegando a su casa a la hora del almuerzo. Un año, sintiéndose quizás ya mayor, decidió dejar de ir.

Mi abuelo se relamía con la comida, como un enorme gato, saboreando cualquier sobra que sacaba de la cocina. Todas las tardes de verano cogía el dornillo con el gazpacho que había sobrado al mediodía y se sentaba, con él entre las piernas, en una silla que colocaba al lado del brocal del pozo. Con una navaja de cachas y hoja ancha, comenzaba a cortar, con parsimonia y ensimismamiento, trozos de pan que iban cayendo sobre los restos de gazpacho al que había añadido un buen chorreón de aceite. Una vez que el pan se había esponjado bien, dedicaba un buen rato a saborear lo que llamábamos bolo, con la mirada perdida y unos prominentes cachetes sonrosados que iban subiendo y bajando al ritmo de las mandíbulas.

La otra afición de mi abuelo, también heredada por mi madre, era el cante flamenco y concretamente los fandangos de Huelva. Mi abuelo elogiaba la amabilidad de su hermano que le «ponía» fandangos en el aparato de radio cada vez que iba a visitarlo. Me imagino que iría más o menos a la misma hora en la que emitían algún programa de flamenco que el hermano ponía cuando llegaba mi abuelo. En radio Huelva, emisora que mi madre tenía sintonizada constantemente, acostumbraban a emitir fandangos casi ininterrumpidamente.

Una perra ratonera negra y blanca, que se llamaba Pirula, lo seguía como una sombra a todas partes o permanecía tumbada a sus pies.

Siempre me causó una gran admiración el sombrajo que construía en lo alto de un cerro para vigilar la viña que tenía cerca del pueblo. Cuando la uva estaba para madurar, los dueños de las viñas erigían estas especies de torres de vigilancia que consistían en cuatro largos palos, bien clavados al suelo, sobre los que fabricaba una tarima con palos cruzados que se cubrían de ramas y paja para tumbarse sobre ella. También fabricaban con ramas de álamos o eucaliptos los toldos para dar sombra y una pared o dos para resguardarse del viento. La solidez y esmero de la construcción dependían del arte del constructor y mi abuelo no tenía mucho arte con lo que la estructura no quedaba demasiado «fiable», aunque no recuerdo haber oído contar que se hubiera caído nunca. Se subía por una escalera y por la tarde, cuando comenzaba a subir la marea, era placentero estar allí arriba viendo el paisaje y tomando el fresco. Mi abuelo se echaba allí —o en el sobrado de la casa—, unas largas siestas.

El campo ofrecía un curioso aspecto salpicado por aquellas extrañas atalayas. Constituían un leve freno para los ladrones de uva, de melones o de sandías. Contaban que uno de los guardas más celosos y agresivos era Pichín, nuestro vecino de Castilleja, que era capaz de perseguir, calabozo en mano, hasta extenuarlo, al incauto ladrón que sorprendía con uno de sus racimos de uva en la mano.

No recuerdo haber subido muchas veces al sombrajo con mi abuelo como tampoco acostumbraba a molestar subiendo al carro cuando él y mi tío hacían viajes transportando ladrillos. Mi hermano, en cambio, siempre estaba pidiendo que lo subieran al carro o lo llevaran al sombrajo. Yo prefería permanecer al lado de mis tías y sus amigas viendo cómo bordaban.

Mi madre hablaba de los cuarenta como de unos años casi más terribles que los de la guerra porque la guerra era algo lejano que conocían por referencia, pero el hambre de aquellos años era algo cotidiano. La gente no tenía nada para comer y había amigas del barrio que iban a casa de mi abuela a pedir pan o patatas para darles algo a los niños hambrientos.

Una noche desaparecieron dos cabras que tenía mi abuelo atadas a un peral en el corral y, aunque sospecharon y casi tuvieron completa seguridad de quién podía haberlas robado y comido, no se atrevieron a denunciarlos por ser gente muy pobre, por la imposibilidad de recuperarlas y quizás por miedo a las represalias.

Mi tío trabajaba con mi abuelo, desde pequeño, llevando y trayendo el carro y faenando en las pequeñas parcelas de tierra que tenían esparcidas lejos del pueblo. Cuando el trabajo en el campo escaseaba, mi abuelo y mi tío se dedicaban, casi exclusivamente, a acarrear barro y ladrillos para el tejar de Carrión.

Por las tardes, mi tío estudiaba con la trompeta en su habitación, frente a una partitura, las piezas (en su mayoría pasacalles y marchas) que luego ensayaba los fines de semana con la banda de música del pueblo. Esta banda actuaba en los desfiles procesionales locales, en los pueblos de los alrededores y, algunas veces, eran contratados para tocar en las procesiones de Semana Santa de Sevilla. Todos los años, para las fiestas de las Cruces, iban en un camión a tocar en un pueblecito de la sierra de Huelva que se llamaba El Berrocal, de donde volvía cargado de piñonates y alfajores.

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