Kitabı oku: «Un pacto con el placer», sayfa 5
Carrión de los Céspedes
La casa de mis abuelos
El cuartel de la Guardia Civil estaba en la entrada de Carrión y nunca se sabía si «el cabo más esaborío que había parido jamás madre alguna» —como lo llamaba Adolfo el Chino— estaba en la puerta del cuartel apostado, impertinente y arrogante, para poner multas o para que todos corroborásemos la mala fama que había adquirido en los pueblos de los alrededores. Podía poner una multa por: ir dos personas montadas en la bicicleta; ir montado en bicicleta siendo menor de edad; ir montado en bicicleta sin llevar los papeles reglamentarios; ir a más velocidad de lo normal; ir paseando; o cualquier arbitrariedad que se le pudiera ocurrir para justificar su mala fama.
La carretera de Castilleja a Carrión tenía una pronunciada pendiente, ideal para bajar a toda velocidad con la bicicleta. Tras una primera curva de la que partía un camino angosto que, bordeando el cerro de los Silos, iba a desembocar casi frente al cementerio y el camino que comunicaba con varios cortijos, siendo usado por los trabajadores de Carrión para evitar tener que dar un rodeo pasando por Castilleja, se llegaba a otra curva en donde encontrábamos con Los Huertos, dos fincas cuyas puertas de entrada estaban una frente a la otra. El huerto al que llamaban de La Cartuja tenía el aspecto de una finca señorial, con una cancela de hierro, siempre cerrada, que le daba un aire de misterio y flanqueada, junto a dos torretas blancas, por dos enormes jacarandas, únicos ejemplares de este árbol, que podían verse en muchos kilómetros a la redonda. Tras la verja se veía un paseo bordeado de palmeras que no llegaba muy lejos porque un gran caserón blanco y amarillo esperaba a la izquierda. Toda la finca estaba plantada de naranjos y protegida por una fuerte valla de postes de madera con alambres de púas y maleza. Siempre que pasaba por allí la miraba con una gran curiosidad. Me preguntaba si aquel caserío no sería propiedad de alguna condesa o marquesa como los palacios de mi pueblo.
No sé porqué el fotógrafo de Carrión, al que todos conocían como «el Burra» —fotógrafo oficial de bodas y bautizos, procesiones, primeras comuniones y cualquier otro acontecimiento importante que tuvieran lugar, desde hacía años, en ambos pueblos–, eligió aquella avenida de palmeras, junto al arriate blanco, para hacerme la foto vestido de primera comunión.
Posiblemente fuéramos a Carrión a buscarlo para que me hiciera la foto y nos lo encontramos en el camino. Rápidamente decidió que allí estaba el «marco incomparable» para posar con mi traje blanco. Me introdujo en el paseo de entrada del huerto y me colocó al sol, junto al arriate encalado. ¡El retrato, además de torcido, resultaba de una calidad infame! Los detalles de la banda con el cáliz dibujado, la pajarita del cuello, el cordón con la cruz y la vela rizada, todo, todo, aparecía totalmente quemado, confundido con la blancura de la cal del arriate. Por el contrario la cabeza quedaba en la sombra semioculta por la penumbra de la oscuridad de los arbustos del fondo. Al querer realzar la luz de la cara, la zona soleada había quedado totalmente blanca, apenas sin que se pudiera percibir detalle alguno.
Contaban, con aires de chiste, que en una ocasión en que un cliente se había quejado de que, en la foto que le había hecho a su hijo, no lo había sacado nada favorecido, el Burra, con gran desparpajo y sinvergonzonería, le había contestado: «¡Cómo quieres que lo que tú no has podido hacer con la polla, pueda hacerlo yo con una máquina!».
La historia de mi primera comunión fue un poco triste y humillante. Fue como una primera comunión de película de posguerra ideada por Azcona. Aparte de este infame recuerdo fotográfico y de haberme visto obligado por el cura, con una vergüenza tremenda, a leer un texto plagado de lamentaciones por nuestro incesante empeño en pecar y no ser lo suficientemente buenos como para recibir aquel regalo eucarístico, estuvo la historia de hacer mi primera comunión con un traje prestado.
Isabelita era una prima segunda de mi madre que confeccionaba ropa de hombre y hacía diversos arreglos de costura en su casa o en casa de los clientes. Había sido víctima de una poliomielitis infantil que le había dejado una pierna más corta que la otra. Una bota ortopédica, que tenía una plataforma de casi un palmo de alto, intentaba suplir la desigualdad haciéndola andar de forma que se desplomaba hacia un lado a cada paso. Mi hermano y yo nos reíamos de su forma de andar imitándola caminando con un pie en la calle y el otro en el escalón de la acera. Como era muy pequeña y menuda, este defecto resultaba más acusado en ella que en Danilo, un músico amigo de mi tío que tocaba el clarinete y que, al ser más alto, la gran plataforma y el desplome no se le notaban tanto.
La prima Isabelita usaba unas gafas de carey para coser y miraba por encima de ellas cuando hablaba con alguien; nunca tuvo novio y vivía con su hermana, la prima Enriqueta, su marido y sus hijos. Venía a casa de vez en cuando y se quedaba unos días para hacernos ropa. Mi hermano dormía en mi cama y ella dormía en la cama de mi hermano.
Cuando se quitaba los zapatos para acostarse, yo miraba de reojo, muerto de curiosidad, por ver si la pierna más corta era igual que la otra o si escondía algún misterio en aquella bota de altura tan tremenda.
Las visitas de mis tías eran festejadas, pero las de ella eran consideradas como una gran contrariedad para mi hermano y para mí. Al margen de la incomodidad de tener que dormir juntos, teníamos que soportar el martirio que suponía estarnos quietos para que nos tomara las medidas y para hacernos las pruebas con la ropa hilvanada: los «Estate quieto y date la vuelta»; los «Quítatelo y espera un poco que voy a encogerle de aquí» y los «No te vayas muy lejos que tengo que probarte otra vez», constituían todo un suplicio y mi hermano, a veces, lloraba de impaciencia y sofoco.
Ella le diría a mi madre lo que costaría un traje de primera comunión y mi madre pensaría que, para usarlo solo un día, aquel gasto supondría un lujo innecesario. La prima le sugeriría a mi madre que le pidiera prestado a una mujer de Carrión el traje que le había hecho el año anterior, al niño que era más o menos de mi misma altura. Total, casi todos los trajes eran parecidos y, además, como el otro niño era de otro pueblo, nadie se iba a dar cuenta, debió decirle mi prima, o pudo pensar mi madre. Y como la madre del niño no puso ninguna objeción, hice mi primera comunión con aquel traje prestado. No creo que protestara. A cualquier otro niño tal vez le hubiera dado igual, pero yo, con mi orgullo y mi vanidad heridos, lo sufrí como una gran humillación.
Los atractivos del pueblo vecino
Durante nuestra infancia, tanto para mí como para mi hermano, Carrión siempre fue una alternativa a mi pueblo y una especie de válvula de escape, una forma de evadirse del férreo control de nuestra madre y de las escasas distracciones que había en nuestra casa. En el fondo, la casa de mis abuelos fue como una guardería donde mis padres nos dejaban mientras duraban las faenas del campo en las que ambos participaban y, a veces, pagaban a una de mis tías para que les ayudara. La recolección de la aceituna o del algodón requería más trabajadores.
En Castilleja, las diversiones para los adolescentes eran escasas. Los domingos la diversión consistía en pasear unos kilómetros por la carretera general con grupos de amigos y amigas de la misma edad bajo la sombra de las numerosas moreras que la bordeaban, o sentarnos en el bar La Granja a charlar y tomar un refresco. Un año decidieron talar todas las viejas moreras con la explicación de que eran peligrosas para la circulación. También prohibieron pasear por el asfalto por el peligro que podían correr los viandantes. Mirar la televisión en el bar La Granja, en el casino de Lucas o ir al cine, cuando proyectaban películas en algún corral o alguna bodega que el dueño del proyector había acordado con sus propietarios, era otra de las pocas opciones para pasar los domingos.
En Carrión, en cambio, había bares con futbolín y billar, un cine de invierno y otro de verano y, sobre todo, había paseos en donde poder reunirse con amigos y amigas; una estación de ferrocarril; numerosas y variadas fiestas y más posibilidades para poder encontrar novia.
La estación del tren, en las afueras, era un bello edificio de ladrillo rojo, de estilo neomudéjar. Siempre me sentía impresionado por las máquinas humeantes que resoplaban, que pitaban y aullaban por las noches, por las enormes ruedas y por el movimiento de las bielas.
En el pueblo había una plaza amplia, alargada, limitada por una calle en un lado y una amplia escalinata, que bajaba a otra calle, en el extremo opuesto. A ambos lados había varios bares que tenían mesas en sus puertas que bordeaban el paseo. Desde ellas la gente observaba a los que paseaban. También estaba, en la plaza, el Ayuntamiento, el cine y una enorme pared con un torreón de algún antiguo molino. A partir de cierta hora, la gente joven tenía por costumbre dar paseos de un lado a otro de la plaza. En grupos de dos o tres chicos o chicas, recorríamos la plaza, y cuando llegábamos al final, dábamos media vuelta y volvíamos a repetir el recorrido, incansablemente, durante horas. Nos acercábamos al grupo de amigas y, colocándonos a ambos extremos, las acompañábamos en las vueltas y revueltas. No disponíamos de dinero para sentarnos en una mesa y, si disponíamos de algún dinero, preferíamos meternos en el cine. Hablábamos y nos reíamos y la gente se insinuaba y maduraban las relaciones hasta que se declaraban y se hacían novios y ya todo el pueblo hablaba de ello: un castillejino ha pretendido a la hija de M; Z está saliendo con P; un pileño va detrás de F o, N ha roto con Y.
Así la plaza generaba infinidad de comentarios como todas las plazas de todos los pueblos y ciudades de provincias. Los jóvenes de Castilleja íbamos a Carrión casi todas las tardes y volvíamos por la noche. Unos iban a ver a las novias, otros iban al cine y otros íbamos a pasear y a charlar con los amigos y amigas. Tanto durante el día como por la noche, en la carretera que unía Castilleja y Carrión, siempre se encontraban grupos de gente que iba o venía.
Y además Carrión era un pueblo que casi siempre estaba en fiestas. La existencia de dos hermandades rivales, cada una con su respectiva imagen de la virgen, convertían el pueblo en un nido de enemistades y rencores, de envidias y contiendas. Cuando no eran las fiestas de una virgen, eran las de la otra y siempre había procesiones y romerías y novenas y triduos y cohetes. Nosotros, forasteros, íbamos indistintamente a sus fiestas de ambas vírgenes aunque yo, al ser toda la familia de mis abuelos de una de las hermandades, participaba más activamente en estas fiestas. Mis tías casi me invitaban a actuar de figurante en las romerías, montando algún penco, tocándome con un sombrero de ala ancha y llevando en la grupa a alguna prima o amiga. Unas fiestas se celebraban antes del verano y otras a principios de octubre. La feria tenía lugar a finales de septiembre.
La iglesia de Carrión era enorme y yo me perdía en ella. No era como la de Castilleja, diáfana, de una sola nave y un par de capillas, sino que tenía una nave central más alta y tres laterales con dos capillas. Aunque era más grande, resultaba más angosta porque las naves eran muy estrechas y bajas y el bello zócalo de cerámica azul y amarilla y los bancos de madera contribuían a darle un aire lúgubre.
En casi todos los pueblos, desde «toda la vida de Dios», la población ha buscado polarizar sus inclinaciones en dos bandos fratricidas que se amparaban bajo la advocación de cualquier tipo de fetiche diferente. En Carrión, la virgen del Rosario y la virgen de Consolación eran, desde que Dios las había traído al pueblo, implacables y acérrimas enemigas. Esos odios ancestrales solo podían equipararse entre caínes y abeles, judíos y árabes, comunistas y fascistas o, en aquel otro pueblo de Sevilla, Cantillana, entre seguidores de la Pastora y de la Asunción, otras dos vírgenes que consumían las pasiones de los vecinos del pueblo. ¡La «gente» del Rosario y la «gente» de Consolación, como los «asuncionistas» o «pastoreños» de Cantillana, llegaban incluso hasta a tener prohibido casarse unos con otros! ¿Qué engendros podrían salir de una tan desnaturalizada unión?
El fanatismo con que se sigue a ambos fetiches supera con creces al que otros puedan sentir por los partidos políticos o por el futbol. No hay ninguna otra causa en el mundo que genere más odios y violencias, más fanatismo e intransigencia, que las luchas entre partidarios de fetiches contrapuestos. A los niños se les inculca, a la vez, la devoción por uno y el menosprecio y odio por el otro. Ser de uno o de otro bando marca abismales diferencias.
Pasan todo el año recaudando dinero para intentar superar a los otros: más cohetes y mejores fuegos artificiales; mejores bandas de música para acompañar las procesiones; mejores vestidos o joyas para adornar los respectivos fetiches y calles mejor engalanadas para las fiestas. La arquitectura efímera que decora las calles del pueblo con arcos, cúpulas, toldos, guirnaldas y estructuras variadas recubiertas con flores de papel de seda, es un laborioso trabajo que se va realizando lentamente a lo largo del año. Llegadas las fiestas, se erigirá toda esta arquitectura de madrugada, diligentemente, teniendo cada uno su labor asignada, amaneciendo el pueblo, a la mañana siguiente, con un aspecto colorista único que durará los dos días en que la imagen paseará por las calles. En pocos pueblos esta costumbre ha llegado a un grado de refinamiento tan exquisito como el que aquí se ha conseguido. Tan solo la decoración que realizan en Almonte, cada siete años, para festejar el traslado de la virgen desde el Rocío al pueblo, puede equiparársele. Las mujeres han ido dedicando horas perdidas durante todo el año, comprando las resmas de papel del que alguien ha decidido el color que predominará, dibujando variados modelos de flores que luego recortarán, manipularán con esmero y atarán a finas cuerdas de hilo para hacer guirnaldas o pegarán a las estructuras de alambre o madera de los arcos. Las irán almacenando, colgándolas de cuerdas en sobrados vacíos o en las naves que posee cada hermandad para guardar las estructuras.
Mi vida entre bordadoras de mantones de Manila y costureras
No debía ser frecuente que los niños varones sintieran la irresistible fascinación que sentía yo desde muy pequeño, por el laborioso trabajo que mi madre, mis tías y sus amigas realizaban bordando mantones de Manila. ¡En absoluto nunca me sentí atraído por el trabajo que mi abuelo y mi tío realizaban con el carro y las bestias! Yo me quedaba embobado viendo moverse las ágiles manos femeninas, una que descansaba sobre el mantón y la otra escondida debajo. Los dedos de una y otra se acompasaban como una máquina de coser, llevando y trayendo la aguja, con el misterioso y rítmico ruido que esta hacía al atravesar el crespón tenso, como si lo desgarrara, seguido del suave deslizarse de la seda por el agujero hecho. Los dedos de la mano derecha esperaban atentos, apoyados momentáneamente sobre el crespón, justo en el sitio por donde emergería la punta de la aguja que era atrapada velozmente y, tirando de ella, surgía el hilo de seda que se alargaba hacia lo alto tensando el bordado lo suficiente para que quedase compacto pero no apretado. Los dedos giraban la aguja imperceptiblemente de forma que, ahora, quedase la punta para abajo volviendo a introducirla, justo al lado de la puntada anterior, en donde desaparecía velozmente atrapada por la mano izquierda. El dibujo iba desapareciendo convertido en unas masas de colores que tomaban las formas de margaritas, rosas, mariposas y flores. Sobre el mantón, una montaña de madejas de hilos de seda con brillantes gamas de rosas, verdes, oros o lilas, competía con los bordados. Mi tía, o sus amigas, o mi madre, echaban un rápido vistazo y cogían este o aquel color y lo colocaban junto al bordado reciente y lo desechaban y esculcaban en el montón en busca del color que necesitaban y, una vez hallado, sacaban una hebra de la madeja, ensartaban la aguja y continuaban. Yo no perdía ojo, embelesado, atónito casi, viendo surgir de la nada aquellas rosas grandes con varias franjas de distintos tonos que se iban añadiendo unas a otras, «pisándose», para conseguir un sutil efecto de degradado. Mis tías me veían allí al lado absorto, calladito, todo ojos, y sonreían y cantaban canciones de la iglesia, porque mi tía Antonia y Carmela cantaban en el coro y poseían preciosas voces. En verano bordaban en el patio o en la sesoria (palabra cuyo origen descubro que viene de accesoria, en este caso debía referirse a ser una entrada accesoria), en donde se estaba muy fresco y en invierno colocaban el mantón en el zaguán con la puerta de la calle de par en par para que entrara el sol, y cuando hacía frío, colocaban un brasero entre las piernas, lo que a algunas mujeres producía unas manchas rojas en la piel que llamaban cabrillas. Solo recuerdo haber intentado bordar en un par de ocasiones, en secreto, para darme cuenta de lo difícil que resultaba, y lo aburrido, porque no podía ir rápido. Casi resultaba tan complicado como hacer sonar la trompeta de mi tío. Era más bonito mirar cómo bordaban o manosear las madejas de seda. Algunas veces ayudaba a tensar los bastidores, a poner las puntillas en los agujeros de las tablillas, a traer o llevar los caballetes y, ya mayor, a ensartarle a mi madre varias agujas con sedas de diferentes colores que colocaba clavadas en el crespón en hileras.
Aunque era Villamanrique el pueblo en donde había más bordadoras y en donde decían que habían tenido origen estas labores —tal vez nacidas a consecuencia de las necesidades e influencias de los empleados que trabajaban para los nobles que frecuentaban el palacio de la Condesa—, en Carrión había fraguado esta costumbre y eran muchas las mujeres que se dedicaban a este trabajo. La mayoría de las mujeres bordaban los mantones en sus casas y otras, más jóvenes, acudían a bordar en talleres.
La jefa mantenía contactos con un señor de Sevilla que se llamaba Foronda que se encargaba de vender los mantones en una gran tienda que tenía en la calle Álvarez Quintero. El señor Foronda le proporcionaba los crespones de variados colores y medidas, las madejas de seda y los papeles con los patrones con los dibujos que debían reproducir calcándolos. Una vez bordados, los llevaba, los cobraba y, a la vuelta, les pagaba a las trabajadoras.
Había mantones grandes, medianos y pequeños. Los grandes los bordaban mujeres escogidas entre las más expertas y tenían enormes rosas y complicados bordados de flores, pájaros e incluso chinos y puentes de inspiración claramente oriental. Los demás solían tener bordados en el centro con una cenefa que rodeaba el cuadrado del mantón quedando el resto sin bordar. Había bordadoras que tenían alguna preferencia por el color del mantón no queriendo casi nadie bordar los crespones blancos porque se ensuciaban fácilmente. Raramente se bordaban mantones monocromos y, en general, independientemente del color del crespón, los colores solían ser vivos y de gran vistosidad. La elección de los colores de los bordados era todo un arte conseguido con la experiencia, y sobre todo, con el buen gusto. Una vez bordados decían que los llevaban a un pueblo llamado Cantillana en donde trenzaban los flecos de seda.
Mucho más tarde me enteré que también los bordaban en otros pueblos del Aljarafe. Era un trabajo considerado «ilegal», por ser clandestino, y perseguido por los inspectores de Trabajo que iban por los pueblos intentando descubrir a los infractores. A estos inspectores los llamaban «lechuzos» y, cuando sonaba la voz de alarma anunciando su presencia, las bordadoras tenían que hacer desaparecer el género rápidamente. Cuenta mi tata que tuvo que correr un día, saltando tapias de un corral a otro, arrastrando mantones y caballetes, para ocultarlos, mientras las demás barrían cuidadosamente para hacer desaparecer los restos de hebras de seda esparcidas por el suelo. Algunas niñas comenzaban a bordar a los 12 años y combinaban el trabajo con la escuela. A otras las obligaban a hacer filigranas con el tiempo y además de ir a la escuela, las obligaban a bordar y a trabajar en el campo ayudando a los padres y hermanos. Era frecuente que un mismo mantón fuera bordado por dos mujeres con lo que, además de estar acompañadas, se emulaban y terminaban más rápido.
En Castilleja, algunas mujeres procedentes de Carrión que, como mi madre, se habían casado con hombres del pueblo, continuaban bordando para aportar una ayuda a la economía, un poco precaria, de la mayoría de los hogares. Mi madre se levantaba a las seis, cuando Miguelito daba unos golpes en su ventana, antes de entrar en la iglesia para dar el primer toque de campanas para la misa. Cuando volvía de la misa, tomaba café y se ponía a bordar hasta la hora de despertarnos para ir a la escuela o para ponernos a estudiar. Si mi padre tenía que ir al campo, se levantaba con ella. Después, durante el día, en cuanto tenía un momento libre, corría al mantón para dar unas puntadas. Ella decía que no bordaba muy bien, pero que tenía mucha gracia combinando los colores. A veces las niñas de alguna vecina venían a aprender y mi madre disfrutaba, charlando con ellas, al lado soñando con que podían haber sido «sus» niñas. Durante toda su vida mostraría, machaconamente, su gran frustración, repitiendo la misma cantinela siempre que tenía ocasión: «¡La gran pena de mi vida fue la de no haber tenido una niña! Yo lo hubiera intentado una tercera vez pero tu padre decía: —¡Y si sale otro niño!— y así lo fuimos dejando, con una gran pena por mi parte, porque con dos hijos, con un poco de esfuerzo podíamos daros una carrerita, pero con tres, hubiera sido imposible».
Mi madre continuó bordando mientras la vista se lo permitió pero llegó un momento en que sus bordados resultaban un poco tranfulleros y Gracita, la mujer que se los encargaba, no se cansaba de repetirle que estaba muy mayor, que no tenía ya la vista buena, que el pulso... Pero ella se empeñaba con tozudez y cogía otro pequeño y lo iba bordando a trancas y barrancas, con fullerías, borrando algunas flores más complicadas y dibujando otras en su lugar y «estirando» mucho el bordado. «Si no bordo, qué voy a hacer en todo el día, con lo larguísimos que se hacen los días cuando una no tiene nada que hacer». Solo más tarde, y cuando a mi padre lo operaron por segunda vez del cáncer de páncreas y nos dieron a entender que no viviría mucho tiempo, mi madre dejó de bordar.
Además, mi madre hacía pañitos de ganchillo o de crochet y no comprendo de dónde podía sacar tanto tiempo libre para hacer todas aquellas cosas. Algunos paños eran bien grandes y cubrían la mesa del comedor o la mesa de camilla, pero, en general, solían ser de tamaño mediano o pequeñitos para decorar tibores, maceteros, o los colocaba bajo el cristal del tocador de su dormitorio o de las mesitas de noche. Siempre solían ser de hilo de color crudo.
Un pañito redondo de crochet cubría la parte superior de la radio. Durante mucho tiempo el aparato de radio estuvo colocado en un rincón del comedor, sobre una frágil mesita, al lado del aparador. Yo arrimaba una silla y me sentaba a su lado para escucharlo con el oído pegado al altavoz. Era un aparato Philips, de madera color miel, y la tela que cubría el altavoz tenía una trama de mezclilla beige y marrón oscura. Oía novelas, programas musicales, retransmisiones de obras de teatro, óperas o concursos. Al mediodía esperaba con gran impaciencia la emisión de las aventuras de Diego Valor el piloto del espacio y su terrible enemigo el Mekong y por las tardes, a la vuelta del colegio, las historias de Matilde, Perico y Periquín. Más adelante mi madre decidió que el aparato de radio estaría mejor en la cocina, en donde ella pasaba más tiempo, y así poder oír radio Huelva con sus programas de flamenco y fandangos. Miguelito fabricó una tarima sobre la que el aparato de radio quedó colocado junto a la alacena, a metro y medio de altura.
Mi otro espectáculo favorito era mirar coser a mi tía Rosarito, la mayor después de mi madre. Ver cómo manejaba la máquina; cómo cortaba los patrones de las telas con las enormes tijeras sobre la mesa; seguir todo el proceso de hilvanado; montar las mangas, los cuellos, los bolsillos y, sobre todo, contemplar a la clienta probándose el traje. Era un milagro haber visto la pieza de tela; contemplar a mi tía tomando las medidas; escuchar los deseos y dudas de la clienta; el arte de mi tía para hacerle ver, sobre ella, el traje imaginario ya terminado; las sugerencias, las correcciones, las imposibilidades, las formas adecuadas que mejor le sentarían, el vuelo de la falda, un plisado por aquí, unas pinzas por allá y unas mangas japonesas y un cuello que podía ser así, con unos botones como los que te puse en el vestido aquel del verano pasado o como el que le hice a Fulanita...
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