Kitabı oku: «Un pacto con el placer», sayfa 4

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Los alrededores

Bordeando la iglesia, subía una calle que terminaba en la carretera de Carrión. Un camino a la izquierda rodeaba toda la parte más alta del pueblo teniendo, a un lado, las tapias o las cercas de los empinados corrales de las casas y, al otro, continuaba el cerro de los Silos (de los Siglos para los vecinos del pueblo), hasta terminar en la cúspide coronada por un pozo. Frente al camino, al otro lado de la carretera, se alzaba el «Barraero», un enorme anfiteatro semicircular, de altas paredes de barro amarillo cortadas a pico, de veinte o treinta metros de altura. Al fondo de la oquedad se veía una pequeña y oscura choza que parecía amenazada con ser engullida. Desde la carretera, en medio del barro, un camino tortuoso llevaba hasta la choza. Allí vivía Fermín con su madre Laura, mujer enigmática a la que se le adjudicaban varios «maridos», el último, que vivía allí con ellos, se llamaba Pablo y rasgueaba la guitarra que sonaba lamentablemente retumbando en medio de aquella especie de foso.

La choza de bajos muros de barro pintados de cal con una entrada estrecha tenía una cubierta inclinada de paja y ramas renegridas. Cualquiera que se acercara a la casa se enfrentaba, desde el comienzo del camino, a los insistentes ladridos de un perro. Había en aquella familia algo extraño, ajeno al pueblo, como los campamentos de gitanos o de refugiados que se ven en las afueras de algunas ciudades.

Los campos de los alrededores del pueblo habían sido engullidos, centímetro a centímetro, por el voraz fuego de los hornos de las fábricas de ladrillos de Castilleja o Carrión. La tierra parecía ser excelente para la fabricación de unos ladrillos de color ocre amarillento. Junto al cementerio había otro gran yacimiento de barro que, en aquella época, apenas se explotaba y tenía unos altos barrancos que por algunas zonas bajaban con pendientes levemente inclinadas. Los niños convertíamos estas laderas en vertiginosos y accidentados toboganes que eran la pesadilla de nuestras madres. Tras mearnos varios niños en lo alto, el barro se convertía en una rampa resbaladiza por la que nos deslizábamos, uno tras otros, los más atrevidos y los que menos temíamos las riñas y guantazos de nuestras madres cuando veían los culos de los pantalones destrozados.

Las aguas de las lluvias bajaban de lo alto del cerro de los Silos corriendo hacia Carrión, por un lado y desparramándose por toda Castilleja por el otro. El agua se encauzaba por tres torrenteras que apenas llegarían a perderse en el lejano arroyo que discurre por la campiña, casi siempre seco, señalizado a trozos por raquíticas arboledas.

La torrentera del lado de Huelva bordeaba el pueblo por detrás del corral del Palacio hasta llegar a la carretera, pasando bajo ella por la alcantarilla de la Dura, en donde daba comienzo la cuesta de la Dura, pequeño repecho tras el que comenzaban las tierras del condado de Huelva, una vez pasadas las vías del tren y la vereda de la Carne. La torrentera terminaba en una explanada en donde estaba el campo de futbol junto a un gran manantial que llamaban «el Pozo Aguado» que surtió de agua durante mucho tiempo a todo el pueblo.

Antes de llegar a la alcantarilla, en un lugar llamado el Cerrete, había otras dos o tres chozas, similares a la de Fermín, en la que vivían algunas familias. Una noche ardió una choza, ocasión que permitió a Miguelito dar una exhibición de lo que debía ser «tocar las campanas a rebato», mientras la gente con cubos de agua intentaba apagar el fuego con cubos de agua. Por allí decían que estaba la Venta, donde vivía la amante de mi abuelo Nazario.

Justo al lado, un señor llamado Lombardo, que venía de Jaén, levantó una inmensa, negruzca y humeante fábrica de ladrillos que haría la competencia a la fábrica de Carrión. Este ingenio insaciable socavaría los alrededores del pueblo convirtiéndolos en enormes agujeros como si los hubieran provocado intensos bombardeos.

La torrentera central bajaba canalizada por la cuesta del Palacio y continuaba por un profundo regajo que zigzagueaba, abriéndose camino hasta llegar a la carretera general que atravesaba bajo la enorme alcantarilla de la Mora. A aquel regajo desaguaba, por tuberías bajo tierra, el alpechín procedente del molino de la marquesa. Lo llamaban el Chorrito y en la época del prensado del aceite, se veía salir por el agujero un líquido marrón rojizo. La otra torrentera bajaba por el estrecho callejón empedrado que, separando varios corrales (entre ellos el corral del Primales en donde guardaba las cabras), desembocaba casi frente a la puerta del casino de Lucas bifurcándose allí y, tras rodear el bar por calles de gran desnivel, volvían a reunirse terminando por desaguar en otro regajo que había junto a la casa de la Moca, última casa del callejón de la Horca, al comienzo del camino del cementerio.

En el pueblo habían dos «yacimientos» de plantas autóctonas: el poleo y el orozuz. El poleo era una planta en la que nadie reparaba ni sabía para qué podía servir. Era como la yerbabuena, pero de olor más dulce y suave que se arrastraba por el suelo tapizando las torrenteras del Cerrete. Unos hombres aparecieron un día con un camión y comenzaron a cortarlo y a llevárselo. Se dijo que con él hacían aceites para perfumes. En poco tiempo no dejaron rastro de él.

La otra planta de crecimiento espontáneo era el orozuz que se extendía por el llamado cerro de la Erilla, junto al camino del cementerio. Esta planta de hojas pegajosas y largas raíces, que llaman regaliz o paloduz, era curiosa porque proliferaba en un terreno concreto y, unos metros más lejos, desaparecía sin que se pudiera encontrar rastro de ella por ningún sitio. En una determinada época, algunos niños, armados de escardillos, marchábamos en grupos a la Erilla para arrancarlas y conseguir el preciado orozuz. Excavábamos hoyos alrededor de la mata y, tirando con fuerza de ella, íbamos desenterrando las largas raíces que se extendían paralelas a la superficie. Volvíamos al pueblo orgullosos con la cosecha de trofeos que luego limpiábamos de tierra y cortábamos en trozos del tamaño de cigarrillos. El trabajo se hacía en equipo y mientras uno cavaba, otro tiraba. En una ocasión este trabajo se descoordinó y Elías me propinó un tremendo golpe en la cabeza con el escardillo cuando intentaba tirar de la raíz. Conservo una pequeña calva, justo en la coronilla, como recuerdo.

Al estar el pueblo en la falda de un cerro y no tener ningún obstáculo en frente, desde cualquier lugar se podía divisar una extensa campiña recortada al fondo por una especie de barrera, como unas murallas. Por lo que contaban los cazadores que se adentraban en la sierra, se deducía que había multitud de árboles y riachuelos, de peñascos, picos y valles angostos, en donde se podían ver animales salvajes y escuchar cantos de pájaros desconocidos. Los límites de esta tierra mítica, como columnas de Hércules, lo constituían los campanarios de Paterna y Escacena a la izquierda y el promontorio sobre el que se erige Sanlúcar la Mayor, como atalaya del Aljarafe, con el río Guadiamar a sus pies, a la derecha.

Mi madre y yo lamentábamos que desde nuestra casa no se pudiera ver la sierra. Solo una pequeña muestra, como un retal, podía contemplarse desde un ventanuco de uno de los sobrados.

Justo en el límite entre las provincias de Sevilla y Huelva, entre las vías del tren, la carretera general y la vereda de la Carne, había una dehesa con viejas encinas y alcornoques en la que se celebraba la romería y en la que la gente del pueblo solía recoger bellotas. Algunos maestros nos llevaban allí de excursión. Cierto día, cuando disfrutábamos de una de ellas, oímos un ruido de cencerros y un tropel de caballos con garrochistas que nos conminaron a alejarnos de la vereda y nos encaramásemos apresuradamente a las encinas y los olivos cercanos porque se acercaba una manada de toros bravos. Todos corrimos como locos, entre divertidos y muertos de miedo, para alejarnos de la vereda. Subidos en los árboles pudimos contemplar, como en unos sanfermines, cómo corrían los toros y los cabestros, jalonados por los garrochistas, en medio de una nube de polvo.

El lugar con mejores vistas del pueblo era, por supuesto, el campanario de la torre. Sentado en la plataforma en donde estaba el cuerpo de campanas, sorteando cagadas de lechuzas llenas de pelos, plumas y esqueletos de pequeños animales, oyendo el repiqueteo de los largos picos de las cigüeñas mezclados con el bullicio de los gorriones que se cobijaban entre las ramas secas, los jirones de tela, los trozos de plástico y cuerdas que formaban el abultado nido, temeroso de que sonaran las estruendosas campanadas del reloj que ensordecían los oídos durante buen rato, uno podía girar ciento ochenta grados y disfrutar del paisaje panorámico que se nos ofrecía a la vista.

En alguna ocasión don Felipe me había mostrado el potente catalejo plegable, de latón dorado, que guardaba en una funda de cuero. Con él se podían observar, con una gran nitidez, pequeños detalles de las casas, los campos y la sierra. Se rumoreaba que en verano, cuando las mujeres solían ir más ligeras de ropa, el cura se pasaba las horas fisgando desde allí, como un pirata en el mástil de su barco, todos los patios y corrales del vecindario como James Stewart desde su ventana indiscreta. Si era verdad, entre esta labor de fisgoneo y la información que obtenía en las confesiones, sus conocimientos de las vidas privadas de la gente del pueblo podían ser casi absolutos.

De las pequeñas fincas que mi padre tenía distribuidas por el término municipal, una era la que llamaban «la Jeza». Este nombre era, como otra a la que llamaban «el Lejío» deformaciones de Dehesa y Egido. La finca de olivos de la Jeza estaba sobre un promontorio desde el que se divisaba la ribera del río Guadiamar con el pueblo de Sanlúcar la Mayor como una atalaya en lo alto del Aljarafe. Se llegaba por un camino empinado bordeado de altos terraplenes llenos de agujeros por los que asomaban sus cabezas los lagartos o entraban y salían los abejarucos durante la primavera y el verano. Mi padre me enseñaba a distinguir entre los olivos cañivanos, zorzaleños o gordales; me mostraba cómo se cazaban pájaros con encijeras que colocaba sobre los jincos para luego volver a recoger la caza o a cazar pájaros con red en la cercana fuente de Juanín, un pequeño manantial que brotaba de la nada, rodeado de un redondel de verdura de no más de un metro cuadrado, en medio de una ladera de tierra calma. Me aburrían estas cacerías a las que a mi padre le hubiera encantado que me aficionara siguiendo la tradición de muchos hombres del pueblo. Recuerdo lo aburrido y desesperante que resultaba la caza de la perdiz con reclamo a la que mi padre me había llevado un par de veces. Aguantar horas inmóviles y en silencio esperando; encerrados en aquellos escondites que se hacían con varetas de olivos entrelazadas y atadas; mirando atentamente y escuchando al reclamo que no paraba de cantar sin que ocurriera nada, e incluso temiendo que ocurriera algo que ocasionara el horrísono disparo de escopeta que yo temía tanto como el estallido de los cohetes o el estruendoso tañido de las campanas cuando estaba arriba de la torre, que apareciera una perdiz por algún lado respondiendo a las llamadas del reclamo.

Los frecuentes viajes con mis padres a Sevilla —bien por visitas a médicos o bien por estudios—, estaban jalonados de puntos estratégicos que esperábamos y disfrutábamos contemplándolos. El primero y más cercano era la vista de nuestra finca llamada El Verdejo que estaba al lado de la carretera. Nos complacía ver cómo evolucionaban los sembrados de trigo, algodón o girasoles. Más adelante escudriñábamos por el horizonte, entre las encinas, para descubrir la presencia de los toros bravos y luego, al pasar por el puente, contemplábamos la escasa corriente de agua que el río solía llevar. La raquítica corriente en invierno quedaba paralizada en verano formando frescas pozas bajo la sombra de los altos eucaliptus, los álamos y chopos. Los bellos y fieros ejemplares de la ganadería de Pablo Romero, que pastaban por los alrededores de la carretera, separados de ella por raquíticas alambradas, no nos arredraban ni a mí, ni los amigos, cuando nos acercábamos en bicicleta (ocho kilómetros de pedaleo desde el pueblo), para bañarnos en verano.

Yo no sabía nadar, pero era atrevido y me adentraba en el agua dando brazadas. Mi problema era que, cuando intentaba ponerme vertical y comprobaba que no tocaba el fondo con el pie, me ponía nervioso y no sabía cómo salir a flote. Alguien había ideado hacerse de una larga cuerda y atarla a mi cintura de forma que pudiera adentrarme en el agua con la seguridad de que, si me hundía, los amigos tirarían de mí y me arrastrarían hasta la orilla. En el momento en que veían que me hundía, tiraban todos de la cuerda y se partían de risa viendo la cara de sofoco con la que emergía del agua.

La bicicleta Orbea de media carrera que había sido azul, un poco oxidada y desconchada, en la que aprendimos a montar tanto mi hermano como yo, metiendo el pie a través del cuadro por no llegar a los pedales sentados en el sillín, era una herencia del malogrado tito Francisco. Las zapatillas de los frenos casi siempre estaban desgastadas y, mientras las arreglaban, frenábamos metiendo la suela del zapato entre la barra del cuadro y el neumático de la rueda, para desesperación de mi madre cuando veía las suelas de los zapatos, destrozadas. La bicicleta se convertiría en el vehículo imprescindible para ir y venir a Carrión.

Otro juguete que los dos hermanos heredamos del tío Francisco fue una escopetilla de balines. Una foto amarillenta lo mostraba en el patio de la casa, sentado en una silla, apuntando con la escopetilla. Aquella arma se convirtió en un juguete inofensivo cuando dejaron de fabricar balines.

La iglesia

Durante el mes de mayo, los niños salíamos de la escuela en fila después de la última campanada de las doce en el reloj de la torre. Las niñas esperaban en la puerta de su escuela a que pasara el último niño para unirse a la fila que, de uno en uno, nos encaminábamos a la iglesia. Separados, los niños en un lado y las niñas en otro, cantábamos la canción «Venid y vamos todos con flores a María», frente a un altar lleno de velas y flores que despedían un intenso olor. Cuatro o cinco gradas escalonadas acercaban el altar mayor a los feligreses. Cubiertos por paños blancos bordados con cenefas de encaje; sobre ellos, un ejército de candelabros de diferentes alturas y blandones con largas velas, pugnaban por asomar entre una caótica variedad de jarros, jarrones, jarras, floreros, vasos y todo tipo de recipientes de cristal, de cerámica, de plata o alpaca rebosantes de flores.

Las palabras de don Felipe el cura, los cantos coreados por los niños mecánicamente y el recitado monótono del rosario, como un lejano eco, acompañaban nuestras miradas que se perdían ante la espesura blanca de las gradas del altar coronada por un retablo rutilante. Era inevitable que las miradas se sintieran atraídas por la imagen que ocupaba el centro: una escultura de San Miguel, patrón del pueblo, pisando triunfante a un extraño e inofensivo diablo rojo, mitad hombre, con unos cuernos como de vaca y largas orejas, y mitad serpiente. Su cuerpo servía de pedestal sobre el que descansaba el pie del arcángel. La imagen era la de un joven fuerte, de mejillas sonrosadas, nariz recta, boca pequeña y mirada perdida, carente de dramatismo. Su cabeza estaba coronada por una especie de turbante formado por una rebujina de joyas sobre las que se empenachaban unas plumas de colores. Inmediatamente la mirada de cualquiera de aquellos niños se podía desplazar hacia su mano derecha, protegida por una ancha y labrada empuñadura que, a la altura de la cara, blandía despreocupadamente una espada de plata, como podía haber portado una antorcha, una lámpara votiva o un manojo de llamas. Su hermoso vientre cubierto por una ajustada malla, se muestra hasta el pubis recortándose por una cinta dorada que remarca su pliegue inguinal. La cintura queda quebrada por una graciosa inclinación de cadera, manteniendo la pierna derecha firmemente asentada, mientras la izquierda avanza, con un giro algo femenino, posándose delicadamente sobre el pecho de Luzbel. La flexión de la cintura y el gesto de la pierna adelantada resultan idénticos a la postura que hacen adoptar los pintores a las Inmaculadas pisando las serpientes. Una corta faldita le deja las rosadas rodillas al descubierto, mientras su mano izquierda se adelanta sujetando una leve balanza de plata del tamaño justo para pesar monedas o corazones. A sus espaldas se adivina un revuelo de alas de plumas multicolores y un manto al viento que se enrosca en el brazo izquierdo.

El hecho de ocupar el retablo todo el frontal de la amplia nave de la iglesia; de haber solo tres tallas relevantes (una pequeña Inmaculada y un minúsculo Crucifijo resultan insignificantes) y, no solo no estar dorado, sino decorado con pinturas de colores suaves imitando mármoles, le dan cierto desvaimiento, como si los colores se hubieran desteñido. Alguien decidió decorar las superficies planas con una confusa mezcolanza de enloquecedoras vetas de mármol pintadas de tonalidades rojizas en el piso alto, con forma de media luna, y de tonos cenicientos, celestes, ocres, naranja y verde claro turquesa, en la parte inferior, pugnando por destacar entre ellas los marcos, volutas, guirnaldas de frutas, jarrones y cabezas de angelitos pintados de albayalde, quizás con la baldía esperanza de ser un día recubiertos de oro. O quizás aquella profusión de vetas, más efectista que real, de tonalidades pontormianas, fuera un capricho del artista, pero resulta bastante improbable que, tanto al artista como a los patrocinadores, les gustara un retablo que no fuera dorado como los de la mayoría de las iglesias. No obstante, cuando uno observa los dos altares laterales, también de estilo neoclásico, decorados con idénticos mármoles veteados y con los mismos colores que el altar mayor y con el único toque dorado en los capiteles de las columnas, de nuevo nos asalta la duda de si fue premeditada esta decoración desde el principio o hubo un ancestro del pintor oficial del pueblo, Macedonio, que se encargó de marmolear las maderas del retablo y de estos dos altares. Casi resulta chocante la diferencia que se observa entre la decoración de la calle central, con dorados y ángeles policromados, y el resto del retablo, como si no pertenecieran a la misma época.

Las dos imágenes adosadas al retablo sobre pequeños pedestales salientes, a ambos lados de la calle central, quedan casi perdidas entre el marasmo de mármoles y vetas de colorines. La figura de un San Juan adolescente, que muestra con coquetería un hombro, es de gran belleza luciendo un exquisito y luminoso policromado original.

En el otro extremo se yergue una apagada, lúgubre y extravagante imagen semidesnuda de San Sebastián. Su cuerpo esquelético, de largas y huesudas piernas, contrasta con los atléticos y jóvenes cuerpos de aquel capitán del emperador con los que la mayoría de los pintores y escultores deleitaban a los fieles. El aspecto famélico y la mirada perdida de esta imagen le da un aspecto de un San Sebastián zombi pintado por Baldung. Las cinco flechas que tiene clavadas sobre el cuerpo y los dos agujeros vacíos, su extrema delgadez y el sucio y sucinto taparrabos que lo cubre, con todo, no resultan tan chocantes al espectador como ese brazo derecho que se eleva a lo alto mostrándose libre de unas ataduras que no aparecen por ningún sitio. Su brazo en alto y la postura de su mano podrían sugerirnos el gesto de un violoncelista zurdo al que hubieran escamoteado el instrumento.

Contaba Miguelito el Carpintero que siendo aún pequeño, a mediados de los años cuarenta, recordaba haber visto cómo levantaban con grandes esfuerzos unos gigantescos andamios erigidos con escaleras de coger aceitunas, atadas una a otras y sujetas a la verja de hierro del altar mayor. Macedonio, aún muy joven, se atrevió a encaramarse en lo alto y a decorar la bóveda del altar mayor. La nave de la iglesia lucía un hermoso artesonado de estilo mudéjar bastante bien conservado.

El pintor oficial del pueblo, Macedonio, comenzó dando una discreta capa base en un tono marrón claro y sobre ella pintó volutas y hojarascas en marrones apagados que con una discreción elogiable, no chocaba con los tonos del retablo. Cuatro medallones en las esquinas con los cuatro apóstoles, sobre fondos celestes y unos círculos y semicírculos radiales que conducían hasta el centro de la bóveda, daban una cierta continuidad a los azules agrisados de los falsos mármoles del retablo.

El cura aún lo animaría a cubrir una gran hornacina vacía que había frente a la pila de bautismo en el coro. Macedonio pintó al fresco un gigantesco San Cristóbal con los pantalones remangados saliendo del agua, llevando una inmensa palmera como cayado, aguantando sobre el hombro a un Niño Jesús con gran revuelo de ropajes y manto. Una ermita con un monje dentro da un toque de misterio a la escena. Un cielo de nubes tormentosas, unas montañas planas y unos cuantos matojos estilizados rematan la obra delatando cansancio, aburrimiento y falta de inspiración.

Este trabajo debió reportarle bastante reputación entre el vecindario en donde vivió de su arte durante toda su vida. Con el tiempo perfeccionó su estilo haciendo hincapié en la pintura de ramos de flores y en la decoración de zaguanes y salas. En el pueblo se hablaba de su homosexualidad, lo que no menoscababa en absoluto sus aplaudidos méritos como jugador de futbol.

A mi madre debían gustarle sus trabajos porque el zaguán de la casa estaba decorado por él y un enorme macetón con estampas rocieras de flamencas y caballos atravesando un río, por un lado, y caminando por la marisma entre pinares, por el otro, destacaba en el centro de la casa frente a la puerta de la calle, mientras en la cocina, junto a un bello plato de Manises —contaba mi madre que, un día, una señora rica del pueblo le ofreció comprárselo y ella se negó a vendérselo alegando que le gustaba verlo colgado en su casa—, también había otro plato del mismo tamaño, pintado con bellas flores por Macedonio.

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