Kitabı oku: «Gloria en el infierno», sayfa 2
Tras un año intenso de confinamiento amoroso y de obsesivo apasionamiento, Mateo consideró que esa historia no podía continuar, había que volver a la realidad. Por supuesto, él no iba a consentir que volviera al club. La verdad es que no sabía qué haría a partir de entonces, pero volver al alterne seguro que no.
Mi amiga Eugenia, la de Málaga, con la que nunca perdí el contacto y la que conoce de mis andanzas desde el principio, me ofreció su casa para alojarme hasta que consiguiera un trabajo. Su madre me abrió los brazos y las puertas de su casa. La llegué a considerar mi segunda madre. Mientras estuve conviviendo con ella, me trató como a una más de sus hijas. Allá dónde esté, le envío el más emocionado recuerdo y mi eterna gratitud.
Apenas pasó un mes y me ofrecieron trabajo en un bingo. Ya tenía veintidós años. Estaba acostumbrada a trabajar de noche y lo encajé bien. Estaba contenta; tenía un trabajo en el que ganaba dinero y no me obligaban a acostarme con nadie. Salía por las noches y me divertía mucho. Unos ocho meses de descoque duró esta etapa. Pude alquilar un piso para mí y esa sensación me gustaba y me sigue gustando hoy, la de vivir sola. Respecto de Mateo, mantuvimos la relación tres años más. Iba a Mérida a menudo y hablábamos por teléfono casi a diario, hasta que la distancia se encargó de darle muerte a nuestra historia. Lo último que me dijo y recuerdo fue: «Gloria, te he querido mucho y siento un cariño inmenso por ti. Estoy orgulloso de haber conseguido alejarte del club. Me voy tranquilo, te dejo en el mundo del que nunca debiste salir».
También se acabó el trabajo del bingo y a través de una hermana de Eugenia me citaron para hacer unas pruebas en una asesoría fiscal ubicada en el centro de Málaga. Superé las pruebas y me contrataron. Tenía veintitrés años. Me pagaban poco, pero tenía que aguantar el tipo y resistir. Intuía que allí estaba mi sitio. Los comienzos fueron duros, de trabajar algunos sábados hasta la una de la madrugada, pero mereció la pena y aprendí muchísimo. Para sacar un sueldo medio digno y poder pagar el alquiler y seguir tirando tuve que llevar tres trabajos al mismo tiempo. La asesoría por la mañana y por la tarde, dos veces en semana limpiaba unas oficinas vecinas a la hora de comer y los fines de semana echaba horas en un bingo de Torre del Mar. Mi jefe de entonces, Aurelio, me decía que era la alegría de la oficina, que estaba siempre como unas castañuelas. Y es que realmente era feliz, tenía una vida decente. Ahora solo faltaba conocer a un buen compañero, a ser posible soltero.
A medida que me iba reinsertando en la vida normal empezaba a darme cuenta y a ser consciente de que lo que hacía antes era cualquier cosa menos normal. Claro que conocía el rechazo de los demás y sabía que no podía hablarlo con todo el mundo, pero nunca tuve la sensación de estar haciendo algo anormal.
Al poco tiempo nos mudamos a otro despacho más grande, con la consiguiente ampliación de socios, un equipo que a fuerza de trabajo y tesón consiguió elevar el nivel de la asesoría y conseguir una buena cartera de clientes. Me renovaron el contrato a indefinido, me subieron el sueldo y a partir de entonces trabajé en exclusividad para ellos. Se fue incorporando gente nueva: Regina, una economista con la que hice amistad; y Nacho, al que le quedaba una asignatura para acabar la carrera, que era guapo y simpático y con el que empecé a salir en noviembre de ese mismo año. Yo ya tenía veinticinco años.
Vivía entonces en un apartamento pequeño, ubicado en el centro de Málaga. No pasó mucho tiempo y Nacho se vino a vivir conmigo, no con el beneplácito familiar precisamente. Este hecho enturbió las relaciones con su madre, una mujer autoritaria y a la que en principio no le entré muy bien. Ella esperaba, según palabras textuales que recuerdo, que su hijo algún día saldría de su casa «para casarse como Dios manda, con una chica bien, de su brazo y con toda la pompa que la ocasión se merecía» y no que hiciese todo lo contrario, «salir por la puerta de servicio y a hurtadillas para encamarse con una cualquiera». ¡Uf! ¡Y eso que no conocían, ni conocieron, a qué me había dedicado antes! A mí también me habría gustado que Nacho me hubiera pedido matrimonio. No recuerdo muy bien cómo surgió lo de convivir sin casarse. Entonces mi discurso era que no quería ataduras ni papeles. No sé por qué lo decía. Me gustaba hacerme la liberal y la moderna; en definitiva, la interesante. Es posible que antepusiera esa coletilla precisamente por el miedo a la negativa. Antes de que nadie me dijera que no quería casarse conmigo, me negaba yo. Mi familia, como siempre, se mantuvo al margen de mis decisiones y yo agradecida por ello. Esto era una decisión mía, de adulta, consciente y libre.
Llevábamos poco tiempo viviendo juntos y mi hermano hizo acto de presencia. Vino huyendo del pueblo y de mi madre. Le acogimos en casa una temporada, pero la convivencia se hizo insostenible con Nacho. Me vi obligada a decirle a mi hermano que buscara otro sitio para alojarse. Mi relación estaba en peligro. Aquello me produjo mucha tristeza e hizo que me sintiera francamente mal. Mi hermano estaba pasando una racha muy complicada. A día de hoy me alegro de haber tomado aquella decisión. Él supo salir adelante, se rodeó de buena gente, consiguió un buen trabajo que conserva todavía y una pareja con la que compartió un hogar feliz.
La familia de Nacho poco a poco se fue dando cuenta de que lo nuestro iba haciéndose más sólido y, como muestra de aceptación de nuestra relación, nos hizo un regalo. Nos amuebló el piso, que habíamos alquilado vacío y que estaba muy cerca del despacho. Agradecí el gesto, aunque hubiera preferido pedir un préstamo para comprar los muebles y pagarlos a medias con él. Apenas pude decidir sobre la decoración. Me costó sentir que esa casa era mía, me veía como de prestada.
Era la primera experiencia de convivencia en pareja de ambos y fue una verdadera escuela de aprendizaje. Nacho era un chico inteligente, extrovertido, encantador con la gente y muy divertido, pero algo inmaduro, poco constante, obstinado y débil cuando la madre hacía acto de presencia. Respecto de mí, por aquellos tiempos en cuanto a mi forma de ser y de mi carácter no recuerdo gran cosa. Era mucho menos habla-dora que ahora, más reservada y muy susceptible. Pensaba que el cristal por el que miraba la vida era el correcto y que era el mismo cristal por el que miraba todo el mundo; por eso daba por hecho que la gente que me conocía tenía que saber qué pasaba por mi cabeza. Me enfadaba a menudo cuando no me gustaba algo, me callaba y sacaba un careto de medio metro. Al mismo tiempo era una chica confiada, sin maldad ni malicia, honesta, honrada, con un alto sentido de la responsabilidad y de la justicia, cualidades que en la misma medida exigía a los demás.
Con Nacho llegué a pensar que podía tener esa familia con la que llevaba algún tiempo soñando. Con él, de alguna manera, se iban cumpliendo las metas a las que me había propuesto llegar, las de ser una chica normal y decente. Tenía casa, trabajo, un chico que me quería y con el que estaba a gusto. Me faltaba un hijo. Se lo propuse abiertamente y me dijo que no estaba preparado para ser padre. Ambos teníamos ya veintisiete años. Aquello fue un jarro de agua fría. Aunque no he sentido nunca que tuviera instinto maternal, pensé que podría ser un buen momento. También acababa de nacer mi primera sobrina y la idea de un bebé en casa me seducía. Alguien me llegó a insinuar que si yo hubiera querido podría haber tenido ese hijo. Con artimañas y engañando nunca he querido conseguir nada. O había hijo consensuado o no lo habría.
Uno de los escollos importantes de la convivencia fueron las tareas del hogar. Nacho se negaba en redondo a colaborar. Y otro más que lo que empezó siendo pura diversión de fin de semana, como beber unas copas y esnifar alguna rayita, terminó abriendo una brecha importante entre nosotros, porque además le alteraba el comportamiento.
No sé cómo lo hice, pero lo logré después de muchas horas de charlas y de alguna que otra bronca. Recuerdo que estas cosas me las tomaba como algo personal, como si estuviera obligada a enmendarle la plana a mi pareja, a corregirle para que no se saliera del camino. El caso es que Nacho se convenció de que había que rectificar, consiguió dejar los hábitos de fin de semana y se preparó esa asignatura que tenía atravesada hasta que en la última convocatoria la aprobó.
Recién cumplidos los veintiocho, Nacho ya estaba en el buen camino y subiendo enteros en el despacho. Justo en esos momentos dos de los socios andaban a la greña y decidieron separarse. Uno de ellos quería quedarse conmigo y el otro con Nacho. Al final sus dotes persuasivas consiguieron que ambos nos quedáramos con el mismo socio. Así se hizo: cambiamos de despacho, que estaba más cerca de nuestra casa, y además permanecimos juntos. Ya llevábamos algún que otro año compartiendo las veinticuatro horas del día.
Pasó poco tiempo cuando el jefe le hizo un hueco en la oficina a su mujer, que era abogada, para trabajar con nosotros. Se conoce que ella había tenido problemas en el anterior bufete. Con la incorporación de esta mujer mi volumen de trabajo se vio incrementado, ya que ella utilizaba todos los recursos disponibles en el despacho, incluida yo. Traía una considerable cartera de clientes, en vista de lo cual tuve la osadía de pedir un aumento de sueldo para compensar al menos las horas que echaba de más. La negativa fue rotunda. A partir de entonces, con mil y una argucias, me hicieron la vida imposible. Malas caras, Regina dejó de hablarme, no contaban conmigo para reuniones ni en las comidas de despacho. Incluso con Nacho la cosa se puso bastante tensa, porque él estaba en medio. Vomitaba casi todas las mañanas antes de ir a trabajar, iba con miedo (aquello fue lo más parecido a lo que hoy se conoce como mobbing), supongo que somatizando todo esto. La ansiedad que me generaba esta situación me descolocó totalmente. Me hicieron pruebas digestivas y de cardiología, pero todo estaba bien. No dejaba de llorar. Mi médico de entonces, dadas las circunstancias, consideró que un par de meses fuera de la zona de conflicto me ayudarían.
El caso es que no veía el momento de remontar y de enfrentarme a aquella gente otra vez, pero pasados los dos meses me levanté una mañana, me miré al espejo y me vi hecha una piltrafa. Como la Escarlata de Lo que el viento se llevó, me juré que nadie conseguiría hundirme. Tenía que coger las riendas de mi vida, que llevaban ya algún tiempo en poder de otros. Así que temblando como un flan me dirigí a la oficina. Cuando entré, en mi mesa de trabajo había una chica de dieciséis años golpeando la máquina de escribir eléctrica con dos dedos. Entré en el despacho del jefe y le dije que venía a pedir el alta para incorporarme a trabajar. «Muy bien. Vete al archivo y ordena las facturas que están encima de la mesa», me contestó él. El archivo estaba en el hueco de unas escaleras, donde apenas había luz, y encima de la mesa encontré cinco carpetas AZ con cientos de facturas ya ordenadas. ¡Joder! Eso era demasiado. Me eché a llorar otra vez. Me puso a ordenar facturas que ya estaban ordenadas. ¡Se acabó! Volví a su despacho y le dije aquello de: «Fulano, prefiero morir de pie a vivir eternamente de rodillas. Me voy». Abrió el cajón de su mesa y sacó los papeles que ya tenía preparados para firmar la baja voluntaria. Salí de allí con la cabeza muy alta.
La catarsis total se completó cuando hablé con Nacho y le dije que había dejado el trabajo y que también le dejaba a él. Había llegado la hora de empezar de nuevo en todos los sentidos. El otro socio, Hilario, que se quedó en el otro despacho, se enteró de que me había quedado parada e intentó rescatarme de nuevo. Le agradecí la oferta y la reiteración de su confianza, pero estaba decidida a romper con todo lo que me recordara a la asesoría. Era necesario. Estaba muy tocada, sin trabajo, sin pareja, sin casa… Todo mi mundo, en el que empezaba a sentirme segura, se me había desplomado. Y otra vez consideré que antes de que ellos me lo echaran abajo del todo lo tiraba yo. Me sentí liberada, la presión que tenía en el pecho desapareció. Se acabó el llanto. No tenía ni idea de lo que iba a hacer ni para dónde iba a tirar. De momento, lo que me preocupaba era recomponer de nuevo el puzle de mi vida, que contaba con infinidad de piezas, y no quería que me llevara mucho tiempo terminarlo.
De todo esto me quedé con la confianza de Hilario y con la gratitud de la madre de Nacho, que al final me aceptó de buen grado, se encariñó conmigo, me dio las gracias por todo lo que había hecho por su hijo y sintió muchísimo que se acabara nuestra relación.
La nueva andadura comenzó cuando acababa de cumplir los vein-tinueve. Una amiga de mi hermano me alquiló una habitación en su casa. No pasó mucho tiempo y encontré trabajo de administrativa en una constructora. No le veía mucho futuro, entre otras cosas porque el constructor gastaba más que ganaba y terminó echando abajo la empresa. No obstante, estuve contratada durante un año y medio, pero aproveché las noches para ir a una academia y prepararme unas oposiciones. Pensé en la seguridad que proporcionaría trabajar para la Administración.
Aquellos años fueron duros; tuvimos una crisis nacional importante y el trabajo escaseaba, así que lo mejor que podía hacer, una vez parada, era formarme. Me recluí durante todo ese tiempo, incluidos los fines de semana, y estudié a conciencia. Hasta me resultaba divertido. Me gustaba mucho el temario, aunque a algunos les pareciera un auténtico ladrillo. El estudio de la Constitución, el Estatuto de nuestra comunidad y los entresijos de la Administración en general me parecían apasionantes. Mozart me acompañó siempre y me lo puso muy fácil. Doy fe de que la música clásica estimula las neuronas y las hace más receptivas a la hora estudiar. Al menos a mí me funcionó. En plena Expo-92 aprobé la convocatoria para auxiliares administrativos de la Junta de Andalucía. Saqué un 9,75. ¡Poco orgullosa que estaba yo! Lo había sudado y lo merecía. Lo que pasó es que el premio estuvo muy repartido; los interinos tenían tantos puntos que era imposible competir en buena lid con ellos. No obstante, por la nota que tuve pude ocupar una plaza en interinidad otro año y medio en un organismo de la Consejería de Servicios Sociales.
Respecto de los hombres, desde que terminé con Nacho no tuve ninguna relación duradera en esos años, solo alguna que otra historia de unos pocos meses. En general, recuerdo aquella como una época de sequía entre trabajo y estudio. Lo cierto es que no tenía mucho tiempo para relacionarme.
También ese mismo año fue cuando mis padres vinieron a vivir a Málaga, concretamente a Mijas, que es donde vivo en la actualidad. Ya se estaban haciendo mayores y mis hermanos y yo pensamos que iba siendo hora de tenerles cerca por si necesitaban cuidados. Aquello abrió una brecha entre nosotros. Curiosamente, el exmarido de mi hermana y la exmujer de uno de mis hermanos, que viven en otras provincias, pusieron todas las pegas del mundo para que mis padres no fueran a vivir a su lugar de residencia, así que no entramos en disputas. Siempre tuve claro que, llegado el momento, había que hacer algo por ellos y por parte de mis hermanos había problemas. Yo me haría cargo de mis padres. Lo primero fue buscarles una casa. Mi hermano, el mayor de los varones, que es un buen hombre y generoso, contribuyó económicamente a ello. Mi hermano menor vivió con ellos hasta hace tres años, cuando se casó. Desde entonces, sobre todo y entre otras tareas, de los temas médicos me encargo yo.
En enero del siguiente año la Junta echó a la calle a cientos de interinos. Me tocó ese premio. A los treinta y dos años y después de todo lo que llevaba vivido me vi obligada a volver a casa de mis padres, a su recién estrenada casa en Mijas. Se me hizo cuesta arriba, pero aprendí a convivir con mi madre. De vez en cuando teníamos alguna bronca, por la que podíamos estar hasta una semana sin hablarnos, pero no eran tan cruentas como las que tuvimos durante mi adolescencia.
Seguí preparando otras oposiciones y en septiembre de ese año me presenté a la convocatoria de una empresa pública ubicada en la Costa del Sol. Superé todas las pruebas (menos mal que aquí no había interinos con los que competir) y desde entonces hasta la fecha ahí continúo. Afortunadamente, el tema laboral quedó resuelto.
A los pocos días de incorporarme conocí a Emilio, otro administrativo contratado. Empecé a salir con él. Me entró con lo siguiente: «Ya tengo trabajo. Ahora busco casa y novia para casarme». En fin, pensé que podía ser una oportunidad. En principio, no era un hombre que me desagradara. Diez años duró esta relación. Alquilamos un piso para convivir y a los tres meses dejó este trabajo. Ese fue el momento en que debí dejarle yo a él también. Mi vida habría sido muy diferente, o no… ¿Quién lo sabe?
Hasta que conocí a Emilio me las había dado de liberal y de tener relaciones sin ataduras, pero fue con él con quien descubrí el grado de dependencia emocional que me ataba a los hombres. No hablábamos a menos que Emilio tuviera un par de copas. Con él era prácticamente imposible tener una conversación. Se alteraba rápidamente. Vivía permanentemente a la defensiva. No se relajaba ni en casa.
De esos diez años, los dos primeros la relación fue de sexo puro y duro. Estos encuentros eran bastante primitivos. No recuerdo que fueran totalmente libres, deseados ni satisfactorios, pero los necesitaba. Pienso que a través del sexo tanto él como yo canalizábamos nuestra frustración, posiblemente inconsciente. Era nuestra vía de escape y la única forma en la que nos comunicábamos. Había muchas trabas que me impedían abrirme totalmente, pero con el sexo hallé una vía compatible que me ayudaba a desfogar, con la que salía nueva de aquellas sesiones.
Los años de convivencia fueron difíciles y nos pusieron a cada uno en su sitio. Emilio era un tipo más o menos educado, aseado, ordenado y se organizaba bien como amo de casa. Serio, rígido e inflexible, poco comunicativo, tímido, de mal carácter, inseguro. No se hablaba con la familia, no les conocí. Era incapaz de mantener un puesto de trabajo. Resultaba agresivo en su modo de hablar y de expresarse. Al principio se acercó a conocer mi entorno, a mi familia, pero poco después se aisló de él. Y me costó que no me aislara a mí también. Me sentí maltratada con su lenguaje, sus golpes y sus gestos. Como habitualmente no tenía trabajo, de alguna manera dependía de mí. No contaba con nadie más y me sentía responsable de su situación y culpable de pensar que, si le dejaba, no tendría donde ir. De hecho, me reprochó en ocasiones que él vivía en Málaga por mí, que en otro sitio habría encontrado trabajo y estaría mejor que conmigo. Me sentí chantajeada y culpable casi todo el tiempo. Me producía tanta tristeza que estuviera tan solo…
Mi carácter desde que conocí a Emilio se volvió agrio y copié mucho de su comportamiento. Hasta que no sentí el rechazo de la gente no me di cuenta de lo que me había mimetizado por y para estar con él. ¿Qué puñetas hacía yo entonces con un hombre así? Al hacerme esa pregunta y mantener la relación cinco años más pese a ello, me convencí de que la que tenía el problema, y grave, era yo. Lo positivo que saco de esa historia es que me empujó a plantearme qué papel jugaba yo con los hombres, a preguntarme qué era lo que quería de ellos, a cuestionarme si mi forma de relacionarme era sana y si me hacía feliz o no.
A raíz de entonces empecé a documentarme y a leer todo lo que caía en mis manos sobre el comportamiento humano. Libros de ayuda que trataban de la falta de autoestima, sobre la dependencia emocional, el sentimiento de culpa, etc. Básicamente, buscaba respuestas a la forma equivocada de ser y de comportarme. Poco a poco fui entendiendo. Me ayudó muchísimo escribir; aprendí a mirar dentro de mí, rastreando y hurgando en mis entrañas para perderle el miedo a lo que me encontraba: complejos, envidias, frustraciones y otras miserias. La lectura y la escritura me ayudaron a enderezarme. Pensé que había que hacer algo, dejar atrás una vida que no me hacía feliz. Toda mi energía la dedicaría a buscar estrategias para dejar a Emilio. El simple hecho de imaginarme que tendría que hablarlo con él me producía taquicardias, sudor en las manos, se me quedaba la mente en blanco. Por eso la única manera de hacerlo era despacio y con un plan meditado que nos fuera distanciando sin que lo pareciera. Debía marcharme sin dar portazos y sin hacer ruido.
Como mis padres empezaban a necesitar constantes cuidados médicos encontré la excusa perfecta para mudarme a Mijas, aunque me costó dos años prepararlo. De nuevo volvía a casa de mis padres. Aprovechando que estaba con ellos me abrí una cuenta vivienda y ahorré para poder comprarme el apartamento en el que vivo actualmente.
Emilio se mudó a un estudio más pequeño en otro pueblo cercano. Nos veíamos los fines de semana en su casa. Aunque no me resultaba agradable visitarle, seguía yendo. Formaba parte del plan de desconexión.
Por fin Emilio encontró trabajo cerca de Algeciras y se mudó a vivir allí. En principio, parecía que estaba a gusto. Yo me relajé, me envalentoné y me decidí a salir con José Luis, director del centro donde mi amiga Eugenia trabajaba y al que ella me presentó, entre otras cosas para darme un empujoncito con el tema de Emilio. José Luis acababa de separarse, pero seguía enamorado de la que fue su mujer durante treinta años. Me volví a enamorar y Emilio nunca se enteró. Esta historia duró seis intensos meses. Tengo la habilidad de preparar a los hombres para casarse con otra o para volver con la que estaban. Emilio, como en ese tiempo me sentía ausente, hizo méritos para reconquistarme. Se mostraba más cariñoso y más relajado. Aquí no había nadie emparejado: Emilio estaba por mí, yo estaba por José Luis, José Luis por su mujer y su mujer por un compañero de trabajo, la causa de ruptura con su marido. En este estado de cosas corté definitivamente con José Luis, pero seguía con Emilio, que los últimos meses me sirvió de colchón para consolarme.
Se acababa el verano y una de mis amigas me habló de CITA2, una página de contactos en Internet. Me inscribí y conocí a varios hombres. Una experiencia nueva e incluso divertida. Me propuse que a partir de ese momento las nuevas relaciones serían diferentes a las pasadas, a mi manera, basadas en el respeto, el diálogo, la igualdad y la libertad. Por fin le pude decir adiós definitivamente a Emilio. ¡Menuda liberación que sentí ese día! Me temblaba todo el cuerpo, hasta los pensamientos… ¡Pero lo conseguí!
Una tarde, rastreando CITA2, la página de contactos, me encontré en línea a un chico con cara de bueno y aplicado, con un anuncio atractivo y que despertó mi curiosidad. Era Gonzalo, que se hacía llamar Enigmático. No había tratado antes con nadie más joven (tenía siete años menos que yo), pero me dio por visitar su perfil y enviarle un saludo con algún comentario sobre su anuncio. No contestó. Normalmente, no le daba importancia a ese gesto. Era habitual que la gente recibiera mensajes y no contestara, así como que los enviara y tampoco recibiera contestación, pero a mí me molestó que me ignoraran en esta ocasión.
Al día siguiente volví a verle en línea. Le envié otro mensaje, que además llevaba tirón de orejas. Esta vez respondió y se disculpó. Chateamos un ratito y nos intercambiamos los teléfonos. Me llamó y justo dos días después me operaban de rodilla. Las semanas de convalecencia y rehabilitación me impidieron hacer una vida normal y salir de casa, pero las aproveché para hablar por teléfono con Gonzalo. Horas y horas. Recuerdo algunos días que de una sentada podíamos estar hablando hasta seis horas seguidas. No nos cansábamos y esperábamos con ilusión al día siguiente para continuar. En ese mes y medio intenso hablamos de todo: de nuestra infancia y adolescencia, de nuestras familias, de las exparejas, de política, de sexo, de nuestras ilusiones y frustraciones, de lo que esperábamos de la vida, de la amistad, de nuestros miedos, complejos… Quedaron muy pocas parcelas por tratar. Recuerdo aquella etapa como muy divertida. Gonzalo sabía estimular mi imaginación y a menudo sacaba esa niña ingeniosa que dormía dentro de mí. Como le gustaba jugar, para mantener despierta su curiosidad elaboraba algunos juegos excitantes hechos expresamente para nosotros. Exprimimos al máximo esa situación, sacándole partido y disfrutando de ella en lo posible. Esas largas horas de charlas nos permitieron mostrarnos tal cual éramos y expresar lo que pensábamos abiertamente. Estar parapetados detrás del teléfono ayudó y facilitó la labor de desnudarse. La confianza fue creciendo y algo se iba gestando entre nosotros. Teníamos la sensación de conocernos bien aunque solo nos hubiéramos visto en algunas fotos y vídeos que intercambiamos.
Se acercaba el momento de conocernos en persona. Quedamos el último sábado de mayo en su casa y preparamos minuciosamente ese encuentro. Gonzalo dejó la llave bajo el felpudo del portón de la entrada y hasta que yo llegué se quedó en la calle haciendo tiempo. Entré en la casa, me encontré una nota de bienvenida y a Pink Floyd sonando de fondo. Eché un vistazo rápido a lo que alcanzaba mi vista desde el sofá del salón, donde le esperé sentada. Recuerdo aquel momento de lo más excitante y temblaba como una adolescente en su primer baile, convencida de que este hombre me gustaba tanto por dentro que me daba igual cómo fuera el envoltorio. Así que, para demostrárselo, le recibí con los ojos vendados. A los pocos minutos apareció Gonzalo y nos besamos apasionadamente. Quería sentirle, saborearle y olerle antes de verle. Retiró el pañuelo que cubría mis ojos y ahí empezó esta aventura. Luego necesitamos un tiempo para encajarnos en los moldes respectivos que nos habíamos prefabricado. El perfil virtual había que acoplarlo en la foto real. Descubrimos la otra parte que nos quedaba por conocer: los gestos, las miradas, el tono de voz, los olores… Si interesante fue conocernos delante de un ordenador, detrás de la pantalla las posibilidades fueron inagotables.
Como acordamos en un contrato previo, firmado por ambas partes, vivíamos cada uno en su casa. Decidimos ser novios de forma indefinida y matrimonio a tiempo parcial. Los fines de semana y un par de días laborales nos los reservaríamos para nosotros. Se fue redefiniendo lo individual, lo común, lo que queríamos compartir y lo que no, cómo nos organizaríamos, el trato con las familias… Todo se desarrollaba bajo un clima de permanente negociación. Nunca nos levantamos la voz ni nos faltamos al respeto. Incluso en los momentos más difíciles (que, por supuesto, los hubo también) supimos hablarnos y escucharnos sin sentirnos agredidos. La tolerancia y la comprensión estuvieron siempre en lo alto de la mesa. La convivencia nos puso a prueba en muchos sentidos. Su forma de vida, más o menos anárquica e improvisada, frente a la mía, ordenada, disciplinada y muy apegada a la rutina, nos obligaba a renegociar continuamente para poder hallar puntos y espacios intermedios. La rigidez con la que he podido tratar algunos asuntos tal vez haya podido abrir brecha entre nosotros. Recuerdo etapas de Gonzalo en las que pasaba de un estado de euforia a otro de melancolía en cuestión de minutos, hecho que hacía difícil convivir con él en esos momentos.
Aparentemente, Gonzalo está en un polo y yo estoy en el opuesto, somos muy diferentes. Desde fuera había quien no daba un duro por nosotros y, por el contrario, quien pensaba que nos moriríamos juntos. Lo que ha posibilitado que esta pareja haya funcionado han sido esos espacios invisibles que solo Gonzalo y yo veíamos, donde realmente se desarrollaba nuestra vida en común y que dieron sentido a nuestra historia, tales como una profunda complicidad, una entrañable amistad, una vida sexual satisfactoria, una fuerte compenetración, incansables diálogos, desinhibición, ausencia de complejos, aceptación de las limitaciones de cada uno…
Evidentemente, en el haber también tuvimos nuestros más y nuestros menos. En Irlanda Gonzalo me dio la primera sorpresa. Incumplió una de las cláusulas de nuestro particular contrato. Estaba de vacaciones con él en Dublín, donde vivió durante un año, y descubrí que me había sido infiel un par de meses antes. Adelanté mi viaje de vuelta a Málaga y rompí con él. Podía entenderlo y comprenderlo todo, excepto la infidelidad. Para mí es importantísimo que mi pareja sea fiel. El hecho físico de acostarse con otra mujer escuece, pero lo que realmente lacera es el engaño, la deslealtad y la pérdida de confianza. Aquel momento fue tremendamente doloroso. De Gonzalo era del último hombre que me podía esperar algo así. Aunque conocía sus antecedentes, hasta ese momento no me dio muestras para pensar lo contrario. Además, lo último que puedes imaginar cuando estás tan enamorada de alguien y convencida de que de ti también lo están es que te harán de menos con otra mujer. ¡Qué ingenua!
Un par de meses más tarde, por aquello de que todos merecemos una segunda oportunidad, lo intentamos de nuevo. En ese caso, Gonzalo buscó trabajo en Málaga y se vino para acá en noviembre de ese mismo año. Retomamos la relación. La verdad es que me costó volver a confiar de nuevo en él. Hubo de jurarme que no me engañaría más y que si conocía a alguien me lo diría y acto seguido romperíamos. El regreso de Gonzalo a España coincidió con mi etapa premenopáusica. Ahí los momentos difíciles los aporté yo: cambios de humor, dolores de huesos, depresión, insomnio, sofocos, ausencia de libido… ¡Una racha de órdago, vamos! Valoré enormemente su actitud conmigo. Fue paciente, comprensivo, siempre dispuesto a escucharme y a demostrarme su cariño. Momento también importante para mí fue cuando le descubrí a Gonzalo a lo que me había dedicado de jovencita. Con él desenterré ese fantasma, lo necesitaba, y con él sentí que se evaporó. Hasta el punto de que hemos aprendido a sacarle partido a esta historia. Hemos incorporado a nuestras fantasías las vivencias pasadas. Me siento liberada con respecto a aquello y reconozco que Gonzalo contribuyó a ello. Con él me he sentido querida, respetada, deseada, amante, niña, amiga, madre, libre para hacer y deshacer, para ir y venir, para expresarme sin miedo. Todas estas cosas, entre otras, son las que han inclinado mi balanza para seguir manteniendo y apostando por esta relación.