Kitabı oku: «Construcción política de la nación peruana», sayfa 15

Yazı tipi:

En resumen, no obstante la opinión desfavorable de los mencionados historiadores, juzgamos que el primer Congreso Constituyente no solo tuvo el valor de ser el símbolo de la personalidad política del Perú de entonces, sino que tuvo el mérito de dar la primera Constitución del Estado con los defectos que varios contemporáneos le señalaron. Contó para ello con muchos hombres de positivo talento; pero la figura más lúcida —ya también se dijo— fue Sánchez Carrión, como lo demuestra su pensamiento traducido en las campañas periodísticas para orientar tanto a la opinión pública, como a los propios miembros de la Asamblea167.

3. LA SITUACIÓN ECONÓMICA*

3.1 Consideraciones generales

A la luz de una interpretación global de la economía peruana en el lapso que aquí nos interesa examinar (1821-1826), es fundamental tener presente dos situaciones históricas de carácter interno y externo, respectivamente. Por un lado, la convicción de que la ruptura política con la Metrópoli hispana que se consolidó definitivamente en 1824, no estuvo acompañada de una transformación total de las estructuras económicas, sociales y mentales forjadas durante el dilatado dominio colonial; y, por otro, la aseveración de que sobre ese trasfondo casi intacto de nuestra sociedad, apareció un nuevo tipo de dominación ejercido esta vez por Inglaterra, la potencia hegemónica del momento a nivel mundial. Ambas situaciones, acompañarían al país casi a lo largo del siglo XIX y, en el caso de la segunda, inclusive, se prolongaría hasta el término de la Primera Guerra Mundial168. Al respecto y, a manera de síntesis, Bonilla y Spalding (1972) hacen la siguiente afirmación:

El desprendimiento político externo no estuvo acompañado por una transformación de las estructuras internas de la sociedad establecidas desde la lejana época virreinal. El carácter colonial de la economía y de la sociedad hispanoamericanas se mantuvo hasta más allá del ocaso del siglo XIX. Pero el hecho de que la Independencia no haya significado la conversión sustantiva de la estructura colonial, no quiere decir que el proceso peruano no sufriera algunas alteraciones a lo largo del período 1821-1826. Los cambios ocurridos acentuaron la debilidad de la élite criolla anterior a las guerras, incrementaron sus dificulades económicas, aceleraron la desintegración regional y consolidaron el control económico de Gran Bretaña. La burguesía criolla, ya en crisis en el siglo XVIII, se debilitó aún más por la acción de las largas guerras de la Emancipación. La burguesía comercial se vio maltratada por los sucesivos bloqueos de los puertos y por la invasión de las mercancías europeas; la facción de la burguesía que estuvo vinculada a otros sectores productivos, como la minería o la agricultura, sufrió un impacto aún más fuerte, en la medida en que fueron virtualmente arruinados por la guerra. Parte del capital colonial emigró durante las guerras y el resto salió con la expulsión de los españoles. Además, el nuevo Estado que surge con la Independencia fue un Estado completamente débil, desprovisto de una estructura bancaria y financiera. (pp. 58-59)

Desde esta perspectiva, y tomando como base la afirmación anterior, es razonable preguntarse: ¿de qué modo y a través de qué mecanismos nuestra dirigencia política encaró la crítica situación económica?, ¿puede hablarse de una confrontación o de una subordinación de intereses?, ¿cuáles fueron los patrones predominantes en esta difícil y compleja coyuntura? Para empezar, debemos tener muy claro que la crisis econó-mica no nació ni se originó en la fase de la gesta emancipadora como erróneamente se ha dicho más de una vez; ella, cronológicamente, tiene raíces mucho más antiguas. En efecto, diversos testimonios señalan que la economía peruana ingresó no solo en una violenta depresión sino también en un largo período de estancamiento, por lo menos desde el último tercio del siglo XVIII. Estas fueron décadas de catástrofes para la burguesía criolla. Dos manifestaciones de esta crisis están representadas por la creación del virreinato del Río de La Plata (que significó la ruina del mercado interno y las pérdidas de las minas de Potosí) y por la rebelión de Túpac Amaru II en 1780 (que representó la desarticulación de la actividad intrarregional). En el primer caso, en efecto, la creación del indicado virreinato en 1776 significó un duro golpe no solo para la economía limeña, sino también y, de manera puntual, para la economía regional del sur: el rompimiento de la unidad con el Alto Perú provocó el desplazamiento de los centros o ejes económicos que eran Cusco y Moquegua, por los de Arequipa y Tacna.

En este sentido, la crisis afectó tanto a la agricultura como a la minería, la industria textil y a la actividad mercantil en su conjunto. Las pequeñas industrias, por su lado, sufrieron el duro impacto de la concurrencia de las mercaderías europeas, que ingresaban por los puertos ahora abiertos al libre comercio y, sobre todo, por el nuevo circuito Buenos Aires - Alto Perú (Bonilla y Spalding, 1972, pp. 23-24). Consecuentemente, a partir de 1821 la crisis económica estará acompañando a nuestros próceres en sus preocupaciones y desvaríos patrióticos. Veamos cómo fue afrontada.

Si en lo político primó la zozobra, la incertidumbre y la confrontación descabellada e inútil entre el Legislativo y el Ejecutivo, en el ámbito económico y fiscal hacia 1821, y en los años subsiguientes, la situación fue angustiosa y extremadamente exigua, primando la falta de organización y estabilidad en las finanzas públicas. En paralelo —afirma César Antonio Ugarte (1980)— subsistieron en gran parte las leyes y las prácticas fiscales del coloniaje. En una palabra, el desorden y la pobreza caracterizaron a la hocienda pública de manera global ¿La causa? Sin duda alguna el alargado y oneroso enfrentamiento bélico entre las fuerzas patriotas y las fuerzas realistas, que no solo demandó ingentes recursos humanos y materiales, sino también la virtual paralización del aparato productivo nacional con sus graves y nefastas consecuencias. En efecto, recordemos que el virreinato del Perú no solo se empobreció notablemente durante la guerra de la Independencia sino también durante la lucha a la que ante-riormente estuvo obligado enfrentar en zonas tan apartadas como Chile, el Alto Perú, el norte de Argentina y Quito, arrancándole dinero, hombres, recursos y elementos de toda índole.

De este modo —sostiene el citado autor (1980)— el gobierno republicano se inició rodeado de una pobreza absoluta y generalizada:

Cuando San Martín entró en Lima en 1821, como dijo el ministro Unanue al Congreso de 1822, encontró barridas las cajas del Estado y de la Casa de Moneda. Las dificultades que había para la recaudación de las rentas, los escasos medios de acción del gobierno, el abatimiento del comercio, la producción obrejera, la agricultura y la minería, acentuaron por mucho tiempo esa penosa y precaria situación. En los primeros momentos críticos, los remedios fueron la reducción del personal de las oficinas, la rebaja de sueldos, los donativos patrióticos, la creación de un banco de papel moneda, el secuestro de los bienes de los españoles emigrados y la restitución de las aduanas e impuestos. (p. 96)

Por otro lado, las donaciones, cupos y otras cargas —dice Basadre (1968)— trajeron consigo múltiples y abusivas exacciones. El desembarco de la expedición libertadora de San Martín dio lugar, a su vez, a que el comercio exterior quedara prácticamente anulado; y en el interior, los reclutamientos de soldados, los empréstitos (forzados o no), las depredaciones y la inseguridad arruinaron la agricultura, la minería y las rudimentarias industrias (obrajes). Sobre el mencionado arribo de San Martín al litoral peruano y su impacto en la precaria economía de entonces y en el estado anímico de sus gentes, es interesante reproducir la siguiente información proporcionada por Bonilla y Spalding (1972):

El paso del Ejército Libertador en su camino hacia Lima fue saludado con calor en las diferentes ciudades costeñas. Pero los propietarios de las haciendas del litoral huyeron con anterioridad al avance a la capital de dicha fuerza, mientras que muchos de sus esclavos abandonaron las haciendas y se incorporaron o fueron reclutados forzosamente a las filas del ejército patriota.

A los indios de las ciudades costeñas se les dijo que los libertadores habían venido para liberarlos del tributo y otros sacrificios. El general Miller, un testigo excepcional, observó que esta promesa provocó en los indios “un extraordinario sentimiento de patriotismo”. Lima, por otra parte, se mantuvo sólida contra San Martín. Las acciones de sus tropas y el bloqueo impuesto por Cochrane, lesionaon los intereses no solo de los ricos comerciantes, sino también de todos aquellos, como los portuarios, que de distintas maneras estaban vinculados a la actividad comercial. La población de la ciudad confiaba todavía en la protección del virrey, y cuando este decidió abandonar Lima ante el avance de las tropas patriotas, un pánico total se apoderó de ella. Poco más tarde, la presencia del Ejército Libertador fue aceptada por los limeños; en cambio, hay poca evidencia del apoyo decidido de su población criolla a lo largo de todo el período de la Independencia. Los criollos ricos de Lima no estuvieron dispuestos a donar fondos al indicado ejército, de la misma manera en que anteriormente no estuvieron dispuestos a socorrer económicamente al virrey. Ahora, se sintieron poco seguros en su nueva situación, sobre todo, al conocerse los decretos de San Martín que manumitían a todos los hijos de los esclavos nacidos en el Perú desde el ingreso de las tropas patriotas, y que suprimían el tributo indio, la mita y todo tipo de trabajo forzado. El miedo y el descontento eran evidentes. Tampoco les inspiraba confianza la apropiación de los bienes de los españoles exilados, con quienes los criollos de antiguo habían mantenido relaciones de parentesco o de clientelaje. (pp. 52-54)

En términos histórico-militares, hay que recordar que la guerra entre patriotas y realistas duró, prácticamente, cinco largos años. En el interín, Lima fue ocupada y desocupada varias veces por los ejércitos rivales. En el norte del país, para preparar la campaña final, se tomó hasta las joyas de las iglesias, el hierro de las ventanas de rejas y los clavos de los portones de las casas particulares. Por su parte, los españoles convirtieron el sur andino en su bastión, en su almacén y en su granero (Basadre, 1968, t. I, pp. 208-209)169.

Desde otra perspectiva —agrega el ilustre historiador tacneño— el orden y la seguridad que la agricultura, la minería y el comercio reclamaban para florecer, faltaron a partir de aquel año simbólico de 1821. El desgobierno, los motines, las montoneras y los bandidos crearon condiciones adversas para el fomento material y social. No se ha hecho aún el cálculo de la riqueza que fue entonces destruida y que incluía vidas humanas, ganados, viviendas, infraestructura vial (puentes, caminos, trochas), herramientas e instalaciones. Se rompió el espíritu de trabajo y de orden y floreció la holgazanería en el campo y en las minas. En estas, aparte de la escasez de brazos por la guerra y la supresión de las mitas, hicieron sentir sus efectos el atraso de la técnica y la falta de procedimientos mecánicos adecuados.

Al término de la lucha armada por la Independencia, se percibía, pues, un profundo quebranto en la economía general del país. Era el efecto de la constante extracción de dinero llevada a cabo a través de los años: a) para subvenir a las cuantiosas necesidades de España, durante la guerra contra la ocupación napoleónica y el restablecimiento de su administración; b) para cubrir los donativos o los empréstitos forzosos que, alternativamente, exigieron los realistas o los patriotas, a fin de atender a los gastos que demandaba la confrontación; y c) por la acción evasiva de los españoles atemorizados, que fueron abandonando el país con sus familiares y sus fortunas. Tan solo una parte de éstos, que entre 1818 y 1824 viajaron hacia la península en naves inglesas (eludiendo así el control marítimo de los patriotas), declararon un total de 40 millones de pesos. Por otro lado —en opinión del probo ministro Unanue—, “si a fines del siglo XVIII circulaban en el comercio de Lima unos 15 millones de pesos al año, en 1826 se calculaba que apenas alcanzaba ese giro a un millón” (Tauro, 1973, p. 36). En consecuencia, es claro que entonces era solo un recuerdo la antigua opulencia económica del Perú.

Adicionalmente —anota el mencionado autor— el prolongado y complejo desenvolvimiento de la gesta libertaria afectó de manera cuantiosa las fortunas privadas. Como causa eminente de ello suele citarse los frecuentes cupos destinados a financiar las acciones militares de uno y otro bando. Pero un drenaje más cuantioso y persistente se debió, por ejemplo, a la inmediata adopción del régimen de comercio libre, al descenso de la producción y a la penuria fiscal. La introducción de mercaderías prohibidas hasta entonces (principalmente de origen inglés y norteamericano) y a precios aparentemente ínfimos, ocasionó no solo un aumento masivo del consumo y la consiguiente merma de los ahorros, sino también la disminución de la capacidad productiva interna170. La producción, asimismo, experimentó un atraso considerable, debido al reclutamiento de la población en aptitud militar o su movilización en las guerrillas (montoneras), y por la destrucción táctica de las explotaciones que podían beneficiar al adversario171. En medio de esta compleja maraña, lógicamente, el Estado se vio incapacitado por mucho tiempo para satisfacer con puntualidad el pago de sueldos y pensiones a sus trabajadores, aún a pesar de haberlos sometido a reducciones de veinticinco y cincuenta por ciento.

De este modo, la incipiente república tuvo que enfrentarse a una grave crisis económica al iniciar su vida independiente, como consecuencia —repetimos— de las prolongadas y costosas guerras de la emancipación y de contingencias externas. La fuga y falta de capitales, la merma en las transacciones comerciales, la decadencia de la minería, la baja recaudación de las contribuciones directas e indirectas (como con secuencia lógica de la decadencia de las actividades agrícolas, ganaderas e industriales), más la escasez de brazos, determinó una grave postergación en la realización de los anhelados planes de promoción económica172. A tal punto llegó entonces la indigencia de la población de Lima que Pedro Dávalos y Lissón (1924) señala con cierto dramatismo “que por motivo de la escasez y de la carestía, consiguientes al conflicto militar, habíanse acostumbrado las gentes limeñas a tener un solo plato en sus meriendas” (p. 79). Pero, tal vez, uno de los testimonios más elocuentes y menos conocidos acerca de esta afligida situación, corresponde al del marino norteamericano Hiram Paulding, que estuvo en el Callao en la fragata United States en mayo de 1824 y viajó hasta Huaraz con despachos para Bolívar. Paulding, en su opúsculo Bolívar in his camp (Nueva York, 1834) dice “que un huracán desolando la naturaleza en su carrera salvaje, no hubiese sido más ruinoso que la revolución emancipadora en el Perú” (citado por Basadre, 1968, t. I, p. 94). La rapacidad de una y otra facción, las violencias sobre la indefensa población (indígena sobre todo), la conversión de los productos del suelo y de la ganadería en botín de guerra, la ruina y la devastación en los campos le hacen exclamar

que en Roma saqueada y esclavizada por los bárbaros no hubo más trazas de crueldad e ignorancia como aquí (…). Las más ricas familias se hallan totalmente empobrecidas por las confiscaciones, los préstamos forzosos y las vicisitudes de la guerra. Solo los extranjeros, que predominan en el comercio, se encuentran amparados por su condición de neutrales. (Citado por Basadre, 1968, t. I, p. 95)

Igualmente descarnada y convincente es la manifestación del ministro de Hacienda, Hipólito Unanue, quien en su Memoria al Congreso de 1822, da cuenta de la situación lastimosa en que halló al país en agosto de 1821. Dice:

La agricultura alrededor de treinta leguas de la capital no ofrecía más que un vasto y pasmoso abandono; el enemigo ocupaba las minas y, asimismo, el puerto del Callao, cuya aduana era la primera del Estado, impidiendo con ello todo comercio; los recursos de los habitantes habían sido agotados por los multiplicados impuestos de todo género y reducidos al hambre por el estrecho sitio que acaban de sufrir. Se presentaba por todas partes la imagen de la desolación y la miseria173.

En otra parte de su Memoria, condena el sistema económico del Antiguo Régimen: “En tiempo de los virreyes existía con la denominación de Real Hacienda una bancarrota que procuraba cubrirse con la estafa y la mala fe” y “un gobierno ciego que ignoraba que la desorganización de las rentas públicas es el mortal síntoma de ruina y pérdida de un Estado”174. Este importante e interesante documento (que no solamente vale por su contenido, sino también por la forma impecable con que fue escrito, como que Unanue era un eximio hombre de letras), encierra en sus breves pero nutridas páginas la historia de la hacienda pública del país en los dos primeros años de su Independencia. Historia de un caos económico y financiero, tan desconcertante como el político, fruto de la violenta transición que experimentó el Perú entre la Colonia y la Independencia, en que parecía difícil no solo el ordenamiento de las actividades nacionales, sino también la marcha y el funcionamiento normal de los múltiples servicios estatales.

Unanue, hombre de cierta experiencia en cuestiones hacendarias (algunos le desconocen esta condición), hizo lo posible por imponer orden en el desbarajuste nacional. Efectivamente —como ya se dijo en otra parte— por decreto de 3 de agosto de 1821 el ilustre sabio ariqueño asumió la indicada Cartera, en calidad de colaborador técnico en asuntos económicos, financieros y fiscales, en los que tenía algún dominio y en los que había hecho serios estudios desde los tiempos en que asesoraba a los antiguos virreyes175. En este sentido, puede decirse que la presencia de Unanue en el Protectorado, en momentos en que se iniciaba una tarea de organización y ordenamiento total, estaba justificada plenamente por su vasta experiencia administrativa, su extraordinaria cultura (que era polifacética), su dominio en materias tan arduas y difíciles como las ciencias económicas, su lealtad al nuevo orden de cosas y, principalmente, la confianza que en él había depositado personalmente San Martín176.

Ciertamente, Unanue asumió la tarea más difícil e ingrata y la de mayor responsabilidad en un régimen: el manejo económico. Se hizo cargo del portafolio —dice César García Rosell (1978)— en circunstancias especialmente desfavorables y difíciles de atender de manera adecuada y con la celeridad del caso177. El desafío, por lo tanto, era enorme para un ministro de Hacienda, en un país que se encontraba sin recursos, con un déficit presupuestal que sobrepasaba el millón y medio de pesos, sin dinero para cubrir los gastos de la administración pública pues todo el circulante había sido recogido por los españoles al evacuar la capital en julio de 1821, con la Casa de Moneda desmantelada y con las dos terceras partes del Perú bajo el control de las armas realistas y, además, sin aduana y “barridas las cajas del Estado” (Unanue, 1822, p. 6). Y, sin embargo, debió atender las apremiantes subsistencias del Ejército, sostener la Marina de Guerra, cubrir las exigencias civiles y eclesiásticas, satisfacer los servicios administrativos, y atender los gastos indispensables de un país en guerra, y en guerra a muerte178. A pesar de tantos contratiempos, Unanue —dice el citado García Rosell (1978)— respondió con creces a la confianza que se depositara en él; buscó recursos y dinero donde no los había, y logró hacerlo en medio de tan desalentadoras condiciones. Se valió de donativos y emprésetitos privados, de contribuciones extraordinarias y de moneda provisional (papel moneda, aunque suprimido después por Torre Tagle)179. “Sin hacienda no hay Estado”, era su máxima favorita. “Tampoco puede haber hacienda sin ingresos”, respondía a sus opositores. Y esos ingresos los creó el diestro ministro sin agobiar a la desvalida población con tributos o impuestos, sin recurrir a cupos ni a empréstitos extranjeros y, como él mismo repetía, “casi por una especie de prodigio” (Ugarte, 1980, p. 76)180.

En resumen, la política económica, hacendaria y fiscal de Unanue podemos sintetizarla en los siguientes logros: a) reorganización de las aduanas en el territorio libre de enemigos, para asegurar ingresos saneados al Estado; b) apoyo al comercio de exportación mediante la Cámara de Comercio y el Reglamento de Comercio que luego fue flexibilizado positivamente; c) fomento de la actividad minera (fuente tradicional de recursos económicos del Perú desde la Colonia) para lo cual creó la primera Dirección de Minería que tuvo el país; d) establecimiento de un banco emisor de papel moneda, que prestó servicios, pese a sus opositores, hasta el año de su supresión en 1825; e) habilitación de los puertos del Callao y Huanchaco para el comercio internacional, pero reservando el cabotaje a los barcos peruanos; f) apoyo a la agricultura y a las incipientes industrias de su tiempo; j) aplicación de conceptos monetarios tan avanzados como los de cualquier economista europeo; h) declaración libre de derechos aduaneros al azogue, a las maquinarias y a los libros181.

Y a todo esto, ¿cuáles fueron los hechos culminantes en materia de legislación de impuestos durante nuestro período? César Antonio Ugarte (1980), docente sanmarquino de Historia Económica y Financiera, hace una mención de ellos en el siguiente orden:

a) La abolición del tributo personal por decreto de 27 de agosto de 1821, y luego su restablecimiento por ley de 11 de agosto de 1826 bajo el nombre de “contribución de indígenas”, ampliándola con la contribución de castas.

b) El intento de establecer la contribución única sobre el capital, por un decreto de 8 de abril de 1824, firmado en Trujillo por Bolívar y Sánchez Carrión y su sustitución por decreto de 30 de marzo de 1825, por la contribución territorial o predial.

c) El establecimiento de la contribución industrial en 1825, que luego fue sustituida por la de patentes del año siguiente, la cual subsistió a través de leyes y decretos contradictorios.

d) Las reformas sucesivas en la tarifa aduanera: el Reglamento Provisional de Comercio de 1821 fue sustituido por el Reglamento de 1826, de acentuado espíritu proteccionista, luego reformado en 1833 y más tarde reemplazado por el Reglamento del presidente Santa Cruz en 1836 y, posteriormente, por el Reglamento de 1840 que estableció por primera vez un arancel reformable cada dos años (Ugarte, 1980, p. 98).

El mismo autor advierte que siendo estas las únicas reformas importantes en materia tributaria, subsistieron todas las demás contribuciones coloniales con ligeras y sucesivas enmiendas en cuanto a la tasa y a la forma o modalidad de recaudación.

Otro documento importante para conocer la situación económica del país después de la gestión de Unanue, es la Memoria del ministro de Hacienda, Mariano Vidal, al servicio del régimen de Riva Agüero182. En este igualmente breve pero trascendental escrito, se hace una detallada exposición sobre la situación de los fondos públicos, las finanzas del Estado y cómo fueron ambas situaciones encaradas “desde que se recibió el Ministerio hasta que el presidente y el Congreso se trasladaron al Callao ante la inminente ocupación de los realistas”. Según se lee allí, las cosas no habían mejorado sustancialmente durante la gestión de su antecesor (probablemente tratándose de dos administraciones antagónicas, el juicio de Vidal tenía que ser adverso). Por ejemplo, refiriéndose a la Casa de Moneda, revela que mantenía algunos restos de plata de las iglesias que no podían acuñarse por falta de piña para su aleación y respectiva ley. No había fondos en el Banco de Emisión ni posibilidades de crédito; y, sin embargo, “se burlaban los derechos del Estado dejando en muy desfavorable situación al signo monetario” (Vidal, Memoria, 1823, p. 8). La administración de aduanas sufría, a su vez, de la voracidad antipatriótica de aquellos que colmaban sus ganancias, con la introducción ilegal de mercaderías, perjudicando una de las fuentes más importantes de ingresos. Los accionistas del empréstito (garantizado por el Congreso) no perdonaban un solo peso, mientras que la Cámara de Comercio, lo mismo que la Dirección de Tabaco, se encontraban en muy angustiosa situación, no pudiendo esta última ni siquiera cubrir los gastos operativos. El papel moneda enervaba el crédito y auguraba serios problemas. A los funcionarios públicos, en tres meses, no se les había podido atender y, en tales circunstancias, había que mantener a 16 000 veteranos que —reconoce—“había preparado el gobierno anterior con fines patrióticos” (Vidal, Memoria, 1823, p. 9).

Asumidas las funciones por el flamante ministro —dice Enrique Rávago (1959)— el triste estado de cosas se modificó, por su aliento y apoyado por el presidente Riva Agüero. Aunando esfuerzos, se pudo pagar en mayo 1 260 000 pesos, sin que ninguno que dependiera del Estado quedara sin paga: hombres de línea de la ciudad, de los talleres, maestranzas, de las fortalezas del Callao, cajas militares de las divisiones expedicionarias, cuerpos cívicos, deudas atrasadas y amortización del papel moneda fueron los casos favorecidos. Dicho autor atribuye en gran medida el logro de estos asuntos al prestigio y simpatía que irradiaba el mandatario limeño. En este sentido, muchas personas e instituciones prestaron su valiosa colaboración para poner en práctica los planes del gobierno, especialmente el comercio extranjero que prestó toda su cooperación. Se pusieron en juego una diversidad de iniciativas como suscripciones (no solo de dinero sino de especies), corridas de toros, funciones de teatro, actuaciones deportivas y espectáculos múltiples con el propósito de incrementar las arcas fiscales.

Ahora bien —de acuerdo a lo señalado por César Antonio Ugarte (1980)— desde la Constitución de 1823 quedó reconocido un principio fundamental de las finanzas públicas modernas: la prerrogativa del Parlamento a la fijación y balance de las rentas y de los gastos fiscales183. Pero la inestabilidad política y el carácter dictatorial, franco o disimulado de los sucesivos gobiernos, hicieron ilusorio ese principio y discrecional el manejo de la hacienda pública. Los gastos fiscales durante esta época (y hasta la mitad de la década de 1840) no tuvieron, pues, una pauta completa fijada por el poder Legislativo y se hallaron limitados solo por la pobreza de las rentas y la ruina del crédito público. Según un cuadro de los ingresos fiscales durante los seis primeros meses del año 1822, estos ascendían a un total de 1 658 117 pesos, lo que permite estimar la cifra anual en cerca de tres y medio millones de pesos (Ugarte, 1980, pp. 104-105). Esto último, hizo decir a Unanue en su Memoria como ministro de Hacienda en 1825, que si no hay Tesoro Público sin ingresos, ellos “de necesidad deben faltar en un país en que ha desaparecido la agricultura y donde la minería, principal fondo de él, está derrumbada y el comercio de la capital sin puerto y sin numerario”. Todavía en 1827, José Morales y Ugalde presentaba el siguiente cuadro retrospectivo en su Memoria como ministro de Hacienda:

Millares de hombres arrancados de sus hogares e incorporados a las filas de la opresión hacían falta en los campos, en el ejército, en la marina, en los talleres y en las labores de nuestras productivas montañas. Los ahorros que en la economía de tres siglos y medio de zozobra habían reservado los peruanos, los perdieron a fuerza de exacciones y contribuciones las más violentas. Este era el estado de los pueblos que aún lloraban su esclavitud a fines del año 1824: el de los que ya entonaban cánticos a la libertad no era menos triste y aún me atrevo a asegurar, era el más lastimoso. (Citado por Basadre, 1968, t. I, p. 209)

Efectivamente, aún meses después de la batalla de Ayacucho la desventura económica continuaba. El desconcierto, no obstante, empezó a dominarse merced —según la opinión autorizada de Emilio Romero (1970)— a la obra creadora y fecunda del ministro de Hacienda, José de Larrea y Loredo, que incansable en su labor de organización de los cuadros administrativos y en la ordenación de datos y ordenanzas pudo formar un bosquejo económico y financiero del país que sirvió de base por muchos años a los ministros que le sucedieron184. Fue Larrea y Loredo el primer ministro del ramo imbuido de doctrinas liberales puestas al servicio exclusivo de la realidad peruana. Comparativamente, sus ideas resultan más depuradas respecto a las de sus antecesores: Hipólito Unanue, Mariano Vidal y José Morales Ugalde. Por ejemplo, mientras que para éste la moneda constituía la riqueza de las naciones (según la vieja concepción mercantilista), para Larrea y Loredo “es la moneda la medida universal de los valores” (Memoria al Congreso de 1826). De manera análoga, abogó por la adopción de un sistema liberal en las aduanas; ello se plasmó en el nuevo Reglamento de Comercio de 6 de junio de 1826 que estableció el principio de igualdad y de libertad para todas las naciones, reaccionando contra el exclusivismo formulado en el anterior Reglamento de la época del Protectorado. Declaró libre la importación de productos indispensables para el progreso del país (instrumentos para la labranza y la explotación de minas, máquinas agrícolas o fabriles, elementos de la industria pesquera, simientes de plantas y otros); eximió también de impuestos la venta de buques a nacionales, así como el ejercicio de la industria pesquera en embarcaciones modernas. En cambio, gravó con 85 % de derechos ad valorem los aguardientes, jabones, azúcar, tabaco, telas toscas de lana, velas, sombreros, salitre, muebles y otros artículos que se producían en el país en escala suficiente para su propio consumo185.

Türler ve etiketler
Yaş sınırı:
0+
Hacim:
1282 s. 5 illüstrasyon
ISBN:
9789972455650
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

Bu kitabı okuyanlar şunları da okudu