Kitabı oku: «Construcción política de la nación peruana», sayfa 16

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Otras medidas o reformas llevadas a cabo por el sagaz ministro huaracino fueron las siguientes: a) la jerarquía administrativa para la recaudación, tutelaje y contabilidad fiscales quedó establecida en sus grandes líneas por varios decretos expedidos por el Consejo de Gobierno, y solo sufrió modificaciones parciales en los años posteriores; b) el decreto de 9 de agosto de 1826 estableció en el Ministerio de Hacienda cuatro secciones: 1) Contaduría general, moneda y minería; 2) Tesorería general y departamentales y crédito público; 3) Contribuciones; y 4) Aduanas y resguardos; c) la recaudación de impuestos se encomendó a las autoridades políticas provinciales y distritales y éste fue uno de los graves defectos de nuestro sistema fiscal. En efecto, en medio de constantes trastornos políticos, esas autoridades actuaban sin control ni garantía alguna, produciéndose abusos y quiebras en la recaudación de impuestos con perjuicio de los contribuyentes y del Fisco. El Tribunal Mayor de Cuentas del coloniaje fue sustituido por la Contaduría General de Cuentas de la República (Ugarte, 1980, p. 105).

En síntesis —afirma el citado Emilio Romero (1970)— fue Larrea y Loredo el primer organizador de la vida financiera nacional, lo mismo que el primer economista y el primer hombre público peruano que pudo afrontar la realidad cuando, deshecho el país con la quiebra del sistema virreinal, carecía aún de los más indispensables elementos en qué asentar su nuevo régimen. Después de grandes esfuerzos presentó al Congreso el estado de las finanzas. Contaba la nación entonces con más de un millón de pesos de rentas de los bienes confiscados a los españoles y más de 6 millones de los secuestrados por razón de censos, obras pías y bienes de los jesuítas. Todas estas rentas fueron la base para la amortización de la deuda a los ejércitos y naciones extranjeras que nos habían auxiliado para consolidar la Independencia.

Por otro lado, comprendiendo la urgente necesidad de mantener el crédito externo y para amortizar la deuda, creó Larrea y Loredo, la “Caja de Amortización”, dándole como medios para realizar su cometido una parte de la contribución general, de los impuestos al lujo y a los espectáculos, de los derechos de importación sobre ciertos artículos y también algo de los antiguos ramos de censos y obras pías. Sus ideas sobre las contribuciones fueron justas, cuando patrocinó su general disminución para ayudar a la recuperación nacional, dando preferencia al fomento de la economía. En este aspecto, reaccionó Larrea y Loredo contra el criterio colonial, basado solo en la minería, y volvió los ojos al agro, planteando la necesidad de estimular y proteger la agricultura, vista hasta entonces con indiferencia. En cuanto al crédito público, el tenaz ministro tuvo ideas sanas, declarán-dose contrario a los empréstitos contraídos para obras improductivas, en lugar de utilizarlos para fomento de la industria nacional (Romero Padilla, 1970, t. II, pp. 65-66).

Para concluir con el presente apartado, es menester señalar que, no obstante las graves y constantes vicisitudes económicas que se vivieron a lo largo del período 1821-1826, al final del mismo en algo se había mejorado. Las palabras que a continuación reproducimos de Jorge Basadre (1968), así lo confirman:

A pesar de todas las dificultades e incertidumbres, la condición orgánicamente saludable del país, por debajo de las huellas de la guerra prolongada y las angustias de la agricultura y la minería, pudo ser superada cuando todas las necesidades de la administración pública, incluso los gastos del largo asedio del Callao y otros extraordinarios, vinieron a llenarse en la época del Consejo de Gobierno en 1826, con solo las entradas naturales de los departamentos de Lima, La Libertad y Junín, sin haber acudido a empréstitos o contribuciones y, antes bien, habiendo disminuido las ya existentes. (T. I, p. 210)

3.2 La agricultura

Retrospectivamente, el agro durante el incario fue la actividad productiva por excelencia, alcanzando niveles de extraordinaria expansión y preponderancia. En consecuencia, el hombre andino (que vivió de y para la agricultura) no solo logró un dominio estupendo del espacio, sino que también conoció y manejó los pisos ecológicos y los recursos hídricos con inigualable destreza. Por otro lado, la singular tecnología que empleó y la utilización del guano como fertilizante natural (que lo diferenció de otras sociedades), sin duda alguna, coadyuvaron a que la producción y la productividad de la tierra fuesen singularmente óptimas. Lo mismo puede decirse de la energía humana (mano de obra) que no solo era abundante, sino estratégicamente bien distribuida. Sin embargo, con el advenimiento del período colonial y durante los casi 300 años que él tuvo de vigencia, la agricultura fue desplazada por la minería; la explotación de los metales preciosos (impulsada por el mercantilismo vigente en el Viejo Mundo) fue entonces la actividad privilegiada convertida en verdadera prioridad. Así, de una sociedad eminentemente agraria (incanato) se pasó a una sociedad predominantemente minera (virreinato). Pero, hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, ambas actividades —como acabamos de ver— se encontraban en una fase por demás crítica y apremiante.

Sobre la agricultura virreinal (principalmente la dieciochesca), Bonilla y Spalding (1972) nos ofrecen una apreciación extensa que, por su riqueza conceptual, la transcribimos a continuación:

La historia agraria del Perú es todavía desconocida, razón por la cual no es posible precisar las grandes fases de expansión y de contracción de la producción de la tierra. Pero es posible sostener que, bajo las condiciones de producción y comercialización agrícola en el Perú colonial, el estancamiento de la economía minera peruana en el siglo XVII implicó la contracción del mercado principal para la agricultura. Esta contracción del mercado interno fue con toda probabilidad una de las causas primordiales del estancamiento de la agricultura virreinal, proceso que se hace mucho más evidente hacia mediados del siglo XVIII.

Efectivamente, en términos comparativos, en Nueva España desde comienzos de ese siglo, el valor de la exportación de los productos agrícolas fue casi similar al de la exportación de metales preciosos, evidenciándose así una expansión mucho más homogénea que en el caso peruano, donde la exportación comprendió básicamente los metales preciosos. Aquí los productos agrícolas no llegaron nunca a exportarse en una escala considerable; es decir, que no existió una verdadera diversificación. En estas condiciones la producción agrícola estuvo primordialmente destinada a dos tipos de mercado interno: a) los centros urbanos: Lima y, en menor escala, los centros poblados de españoles y criollos de la periferia; y b) los centros mineros: el abastecimiento del mercado interno significó el establecimiento de un radio comercial mucho más vasto que el de los otros centros urbanos. (pp. 32-33)

En este contexto, es fácil entender el estado deplorable en que se hallaba la agricultura al iniciarse la década de 1820. Efectivamente, tanto el agro como la minería y el comercio se encontraban virtualmente paralizados. Sobre la primera actividad (interés del presente apartado), gravitaron diversos factores en contra, sobresaliendo tres: a) las requisiciones dispuestas para asegurar el aprovisionamiento de las fuerzas contrincantes; b) las frecuentes interferencias de los transportes que obstaculizaban su distribución; y c) el abandono de la tierra por la falta de brazos o por los escasos beneficios que ella reportaba186. En tono patético, César Antonio Ugarte (1980) agrega otro elemento igualmente válido. Dice:

Abandonado el sector agrario en manos muchas veces mercenarias e ignorantes, bajo la tiranía de los caciques provinciales, mientras que la gente culta se consagraba en las ciudades a las profesiones liberales y a las luchas políticas, no era tarea fácil entonces la de impulsar su renacimiento y progreso. Al ritmo de este desdén y sometido al abandono oficial, el agro prácticamente desfallecía187. (p. 67)

A este cuadro sombrío e incierto, habría que agregar un último factor que incidió en su escaso desarrollo: la escasez de fuentes financieras Al respecto, la siguiente afirmación de Carlos Aguirre (1995) resulta sumamente esclarecedora:

En medio de la penuria económica que caracterizó a la república temprana, la agricultura costeña padeció en todo momento de financiamiento, lo cual explica las dificultades para ensayar una renovación tecnológica. Es significativa la escasez de medidas favorables a la agricultura que se pueden encontrar en las Memorias de los ministros de Hacienda de entonces, más allá de los consabidos lamentos por la crisis y los paliativos destinados a mejorar la provisión de esclavos. Dentro de la estructura productiva de la naciente república, la agricultura ocupaba un lugar secundario: entre 1830 y 1870, por ejemplo, las exportaciones agrícolas nunca sobrepasaron el 10 % del total, muy lejos de los ingresos producidos por la minería y, más tarde, por el guano de las islas. (p. 45)

Sin negar la preeminencia de los factores señalados, algunos autores, entre ellos Emilio Romero (1970), juzgan que el abandono en que se debatió la agricultura se debió, en gran medida, a los juicios u opiniones en su contra que determinados intelectuales desde los albores del siglo XIX habían publicado. Por ejemplo, las ideas pesimistas de José Baquíjano y Carrillo sobre el agro habían cobrado en 1821 consistencia de doctrina. En el Congreso Constituyente instalado el año siguiente, el diputado Ismael Cuadros exclamó: “Ya está probado que cuando el Perú produce más no tiene dónde vender. ¿Para qué repartir tierras si no tenemos arados? Acá no hay más riqueza que la minería” (citado por Romero Padilla, 1970, t. II, p. 15). Frente a tanta convicción a favor de la minería, el proyecto del diputado Eduardo Colmenares para crear una “Sociedad Económica de Agricultura”, cayó en el vacío ante el silencio despectivo y cómplice de la misma entidad legislativa. Pero hay un dato que menciona el mismo autor y que merece consignarse por su aparente contradicción con lo que venimos expresando. Según él, aunque la guerra emancipadora había paralizado las minas y los campos habían quedado abandonados, en aquel año (1821) la producción minera se valoró en 3 000 000 de pesos y la agropecuaria fue estimada en 6 000 000 de pesos, exportándose la mitad de esta última, compuesta de azúcar, cascarilla, vinos, tejidos de lana, cueros de res y de chivo, lanas y otros productos afines188. A pesar de que la agricultura producía dos veces más que la minería y de lo que el hecho significaba como posibilidad de transformar la vida nacional, los programas políticos hablaban de proteger a la industria en general y a la minería en particular189.

Bajo el entendido de que efectivamente el agro se encontraba en una situación penosa, ¿cuál era el cultivo más extendido e importante entonces? De lejos, la caña de azúcar en los valles de la costa central (coincidentemente ubicados en territorio libre ocupado por los patriotas)190. En efecto, el azúcar —como acaba de verse— fue el principal producto de exportación; ello, no obstante, que entre 1795 y 1824 —según anota Ponce Vega (1998)— el mercado externo se había reducido principalmente por dos motivos. Primero, cuando la competencia brasileña nos arrebató Buenos Aires y, segundo, cuando hacia 1810 las guerras de la independencia americana dificultaron su ingreso en Chile, Bolivia y Guayaquil. Cuando finalmente el conflicto se acentuó en el Perú, hacia 1819, la gran propiedad azucarera se vio doblemente agredida al reducirse también el mercado interno y al ser afectado el patrimonio de la hacienda por los dos bandos en pugna; por un lado, los ejércitos impusieron cupos y sanciones a los propietarios y, por otro, los esclavos y jornaleros libres fueron reclutados y convertidos en soldados, y muchos esclavos fugaron de sus haciendas (Aguirre, 1995, p. 40). El resultado de estos hechos fue una baja en la producción en su conjunto.

Pero, ciertamente, el dilema no quedó ahí. Pocos días después que San Martín proclamó la Independencia, los azucareros recibieron el golpe más duro cuando este decretó la libertad de todos los esclavos nacidos en el país a partir del 28 de julio de 1821. De los 41 228 esclavos registrados en 1821, solo el 20 % estaba dedicado a tareas domésticas o artesanales y los restantes, casi las 2/3 partes, trabajaban en las plantaciones cañeras. Por tal razón, el reglamento de la ley (24 de noviembre de 1821) otorgó casi 25 años a los dueños de los esclavos para acomodarse a la nueva situación. Una vez que Bolívar salió del Perú, la campaña por mantener la esclavitud se acentuó. Entre 1825 y 1854 se pueden encontrar evidencias de esto en casi toda la legislación promulgada, por medio de la cual se recortaban los derechos de los libertos potenciales hasta convertirlos de nuevo en verdaderos esclavos (Ponce Vega, 1998, t. VII, p. 43)191.

Como se puede apreciar —observa Carlos Aguirre (1995)— a diferencia de lo que sucedía con la producción de víveres (pequeñas y medianas parcelas de panllevar), el cultivo para la exportación sí enfrentó una crisis de gran magnitud. En este sentido, la situación crítica de la agricultura de la caña pasó por varias etapas, que Pablo Macera ha identificado así:

a) Crisis de 1795, producida fundamentalmente por la competencia brasileña en los mercados del Río de La Plata.

b) Crisis de la segunda mitad del decenio de 1810, acentuada de manera dramática en los años previos a la Independencia.

c) Crisis coincidente con las guerras del proceso emancipador, vinculada a los problemas de los mercados internos (citado por Aguirre, 1995, p. 38).

¿Y qué puede decirse de los precios de la producción cañavelera? El mismo autor ensaya la siguiente interpretación:

El azúcar y el aguardiente (principales derivados de la caña), no tenían su principal mercado en la ciudad de Lima ni en las principales ciudades del interior, sino que estaban destinados primordialmente a los mercados hispanoamericanos. Al contraerse dichos mercados y al permanecer saturado el mercado interno, los precios de esos productos cayeron notoriamente. En este sentido, los mercados del aguardiente sufrieron recortes importantes: mientras Guayaquil y Panamá imponían monopolios, el Altiplano producía sus propias bebidas y Potosí era abastecido por la producción de la provincia de Mendoza, la situación crítica se agudizó. Además de ello, deben señalarse los siguientes factores: la destrucción de la flota mercante encargada del transporte del azúcar, la libertad de comercio decretada, la expulsión de los jesuitas (a cargo de muchas haciendas cañaveleras) y la poca eficiente administración de los predios azucareros. (Aguirre, 1995, p. 39)

3.3 La minería

A semejanza de la agricultura, al concluir el período colonial el sector minero se debatía en el más completo abandono y en la más severa indigencia. El portentoso auge alcanzado intermitentemente en épocas anteriores, era ya cosa del pasado192. ¿Las razones? Varias y de distinta naturaleza193. Aquí un resumen de sus principales características.

A no dudarlo, las luchas entabladas por la libertad trastornaron hondamente la situación de la minería; la destrucción de su infraestructura, por un lado, y la expoliación abusiva e indiscriminada de los minerales y el abandono masivo de la mano de obra, por otro, actuaron como agentes impulsores de esta casi paralización total. Los indígenas, atemorizados por ambos bandos, abandonaron en masa las faenas mineras. Los dueños españoles de las minas, a su vez, previendo los resultados de la campaña militar, forzaron la explotación y, de paso, destruyeron su infraestructura: puentes, vigas, túneles, galerías, etcétera. Ello provocó derrumbes e inundaciones irreparables en los socavones. Otros centros fueron saqueados intencionalmente por los ladrones o por efecto de venganzas de terceras personas. De este modo, al iniciarse la vida republicana casi todas las minas del país estaban unas derruidas y otras paralizadas. Ese fue el caso patético, por ejemplo, del pull de minas de Pasco.

El sombrío panorama, a no dudarlo, se complicó con la abolición legal del régimen de las mitas, al cual se había acostumbrado esta industria. Su extinción —de acuerdo a diversos testimonios— produjo efectos deprimentes y la necesidad dio origen a su reemplazo por el sistema no menos pernicioso del “enganche” compulsivo194. El diezmo colonial fue, asimismo, sustituido por una serie de gabelas (modificadas, suprimidas y restablecidas sucesivamente). De otro lado —advierte César Antonio Ugarte (1980)— las condiciones en que se desarrolló esta industria fueron similares a las del período virreinal: falta de vías de comunicación, de instrucción técnica y de capitales frescos, a las cuales había que agregar la inestabilidad política reinante por esos días. Los minerales que principalmente se explotaron continuaron siendo el oro y la plata (más tarde lo serían el estaño y el zinc).

Contrariamente a la agricultura, el sector minero desde un principio mereció el amparo o, cuando menos, la preocupación gubernamental. Recordemos, por ejemplo, que en la sesión solemne del 28 de julio de 1822, Sánchez Carrión, preclaro patriota e hijo del Ande, solicitó de la Comisión de Minería del Congreso, con todo el celo y la urgencia que el momento requería, un plan de explotación minera para hacer “efectiva en el día la riqueza que contienen nuestros yacimientos”. Meses después, en la sesión del 9 de noviembre, el diputado Juan Madalengoitia presentó a la Mesa Directiva unas piedras de jaspe encontradas en las minas de Cajabamba, y Luna Pizarro, lleno de entusiasmo solicitó un premio para el descubridor. Días más tarde, en la sesión del 7 de diciembre, el representante Rafael Ramírez de Arellano exhibió piedras cupríferas ante el asombro patriótico de los legisladores. Era opinión general muy arraigada que solo con la minería podría cimentarse la prosperidad nacional (Romero Padilla, 1970, t. II, p. 23)195.

3.4 El comercio

Como se dijo anteriormente, el comercio fue uno de los más importantes pilares sobre los cuales reposó la economía del virreinato peruano por un tiempo prolongado, involucrando a la mayoría de los estamentos sociales de entonces (a excepción de los indígenas y los negros esclavos). Sin embargo —advierten Bonilla y Spalding (1972)— desde principios del siglo XVIII, el férreo monopolio ejercido por los mercaderes peruanos sobre el mercado sudamericano, comenzó a resquebrajarse por la acción de los contrabandistas, dentro y fuera de la colonia. En efecto, ese vasto mercado, progresivamente y en línea ascendente, fue siendo copado por el comercio de contrabando realizado tanto por mar como por tierra. En ese sentido, las necesidades de los colonos fueron cubiertas por ingleses, holandeses y franceses; y, al final de la centuria, por los norteamericanos que hicieron crecer el tráfico comercial de manera significativa. Además, la posición de los comerciantes limeños se vio minada por el desafío lanzado por los comerciantes bonaerenses, cuyo comercio de contrabando por tierra hasta Potosí creció rápidamente en volumen, provocando la fuga del dinero a Buenos Aires y desde allí a Europa (Bonilla y Spalding, 1972, p. 34).

Por otro lado —agregan estos autores— los fletes de las mercancías con destino a Potosí, vía Lima, fueron mucho más altos que los fletes hasta el mismo destino (Potosí), por la vía de Buenos Aires. Asimismo, los fletes marítimos fueron más elevados por la distancia geográfica existente entre el Perú y España y por la necesidad de reembarcar las mercaderías a través del complicado y peligroso istmo de Panamá. Del mismo modo, los fletes terrestres, o sea, los implicados en el internamiento de los productos desde Lima, fueron más altos porque el terreno accidentado andino impuso la necesidad de transportarlos a lomo de mula (arrieraje), mientras que la pampa argentina facilitó la utilización de enormes y numerosas carretas.

Desde esta perspectiva —concluyen— puede afirmarse que los comerciantes peruanos pudieron conservar el mercado colonial solo en la medida en que España mantuvo el monopolio. Pero la debilidad creciente de la metrópoli y la pérdida de su control sobre el medio marino, la fueron incapacitando para sostener la antigua posición monopólica de los comerciantes peruanos. Además, la creación del mencionado virreinato del Río de La Plata, al separar Potosí del dominio peruano, representó un golpe mucho más duro para los comerciantes peruanos. En adelante, no solo el comercio entre Buenos Aires y la ciudad altoandina estuvo legalizado, sino que también fue activamente impulsado. A partir de entonces, el mercado de los comerciantes limeños se redujo al Bajo Perú, región de solo un poco más de un millón de habitantes, de los que una gran mayoría apenas si participaba de una verdadera economía de mercado (Bonilla y Spalding, 1972, p. 35).

Ahora bien, ¿qué cambió con el advenimiento del siglo XIX y, concretamente, con la Independencia en este otrora importante sector económico? Sin duda alguna, la actividad mercantil, virtualmente limitada a la importación, no solo prosiguió con su estado de postración, sino que también experimentó un sensible trastorno. ¿Las razones?

En primer término, por la emigración voluntaria o la expulsión de los comerciantes españoles afincados en estos lares desde épocas pretéritas y, en segundo lugar, por la aparición de los agentes acreditados por los fabricantes de Estados Unidos y Europa (ingleses sobre todo) que iniciaron intensas operaciones a la sombra de la política librecambista adoptada por el gobierno independiente. Como estos —dice Alberto Tauro (1973)— eran comisionados para colocar los productos, sin tener en cuenta la demanda ni la capacidad de compra, muy pronto quedaron abarrotados sus almacenes; y como el Estado, a su vez, carecía entonces de otras rentas saneadas, apeló a una desmedida elevación de las tarifas aduaneras, que en algunos casos fue justificada como protección a la incipiente industria peruana. Así se originó uno de los vicios crónicos de la economía nacional, porque un alto porcentaje de los gastos públicos fue financiado mediante los derechos de importación; y como a veces llegaron estos a ser tan excesivos que su tasa alcanzaba el 90 % (por ejemplo, tratándose de tejidos ordinarios que podían desplazar al tocuyo fabricado en el país), se favoreció el contrabando y, consecuentemente, la disminución de los ingresos fiscales. Pero otras circunstancias agregaron sus influencias negativas a aquella coyuntura, a saber: la ocupación de las fortalezas del Callao, que el brigadier José Ramón Rodil mantuvo hasta enero de 1826, obligando al gobierno nacional a la habilitación temporal de las caletas vecinas, carentes de comodidades portuarias y de vigilancia; la escasez de navíos mercantes para el acopio y transporte de los productos o mercancías que, desde antaño, prácticamente habían monopolizado el tráfico de la costa occidental de América del Sur, permitiendo equilibrar con sus fletes algunos déficits comerciales; y la falta de moneda circulante, cuya acuñación no fue posible normalizar porque las instalaciones de la Casa de Moneda fueron tres veces destruidas durante la lucha emancipadora (Tauro, 1973, pp. 32-33).

Sobre la indicada política del “libre comercio” (que antiguamente algunos historiadores la consideraban causa principal de la Independencia nacional), puede afirmarse que en los años que aquí interesa examinar, los dirigentes fueron poderosamente influenciados por el pensamiento político y económico inglés abiertamente partidario de esa tendencia. Ella no solo fue acogida en los respectivos programas de gobierno, acorde a los principios liberales de la economía capitalista que se iba imponiendo en el mundo occidental, sino que también se constituyó en una verdadera aspiración colectiva.

Ciertamente, la mencionada política preconizada por los países industrializados se vio reflejada principalmente en el ámbito textil. Por ejemplo, las fábricas europeas y norteamericanas producían artículos manufacturados en serie y a precios que no podían hallar competencia con los producidos en esta parte del Continente. Recuérdese que entre las industrias más favorecidas en Inglaterra por la revolución tecnológica se encontraba, precisamente, la textil. La antigua protección que los textiles peruanos habían gozado durante tres siglos —afirma Félix Denegri (1976)— residía en tres factores: las prohibiciones españolas, los recargos de los intermediarios de Cádiz y los altos costos de los fletes marítimos. Desde esta perspectiva, con la consumación de la Independencia, la política librecambista empezó a tener plena vigencia.

¿Cuál fue el espíritu y el alcance de la reglamentación de la actividad comercial en tiempos de la gesta emancipadora?, ¿de qué manera fue acogida por los implicados directamente en ella? Cuando el general San Martín proclamó la Independencia y se hizo cargo de una parte del Perú con el título de Protector, dictó algunos reglamentos y disposiciones de carácter político, económico y social para la zona ocupada por el Ejército Libertador. En el campo estrictamente comercial, cabe destacar el Reglamento Provisional de Comercio, dictado el 28 de setiembre de 1821 que contenía ordenanzas de orientación librecambista, pero también disposiciones proteccionistas ligadas a un nacionalismo incipiente196. Solo por causas de la guerra se dejaron abiertos los puertos del Callao y Huanchaco para los buques peruanos. Los barcos extranjeros —señala Emilio Romero (1970)— debían nombrar consignatarios a naturales del país en el puerto de arribo. Se establecían derechos duplos a toda mercadería cuya importación pudiera ser perjudicial a la industria nacional, prohibiéndose, además, la venta de artículos al por menor a los vendedores extranjeros, privilegios que se reservaban al comerciante peruano. Se prohibió el comercio de importación a los extranjeros. Pero se declaró libre el comercio interno, aboliéndose las aduanas interiores (disposición que, en la práctica, no se cumplió). El comercio de cabotaje fue adjudicado exclusivamente a los buques y ciudadanos peruanos; pero el gobierno podía conceder licencias de excepción siempre y cuando la tripulación de los barcos favorecidos tuviesen un “porcentaje considerable de hijos del país”. Asimismo, la actividad artesanal nacional fue defendida celosamente (artículo 10), sobre todo la pequeña producción de bayetas, tocuyos, cueros, etcétera, contra la producción extranjera. Se prohibió, finalmente, la extracción de oro, plata, etcétera. Diversos decretos complementaron el Reglamento Provisional que solo tenía 27 artículos. Quedaban exentos —según él— de todo derecho: los azogues, cualquier instrumento de labranza agrícola y minera, los artículos de guerra (con excepción de la pólvora), los libros, instrumentos científicos, mapas, imprentas y maquinaria de cualquier tipo. Conviene precisar —observa Félix Denegri (1976)— que entre 1821 y 1826, debido al estado de guerra y a las necesidades perentorias de los gobiernos patriota y realista, las disposiciones referentes a las importaciones se hicieron muy laxas y en muchos casos fueron exoneradas.

Históricamente, dicho Reglamento cambió la orientación del sistema en función de los intereses del Perú, si bien fijó derechos especiales favorables a los artículos que se importaran o se exportaran en buques con pabellón de Chile, Río de La Plata o Colombia. Sin embargo —afirma Jorge Basadre (1968)— en la práctica resultó el Reglamento un documento inoperante. La escasez de derechos percibidos por la exportación y la importación evidenció que las tarifas eran inconvenientes y que el comercio optaba por resguardar sus intereses mediante el contrabando. El Congreso de 1823 preparó el proyecto de un nuevo Reglamento que no llegó a ser sancionado.

Después de estos primeros pasos, el acto más importante de nuestra política comercial fue el Reglamento de Comercio de junio de 1826 que abolió los derechos diferenciales establecidos en 1821 y elevó la tarifa de importación con un marcado espíritu proteccionista. En efecto, citado el ministro de Hacienda, José de Larrea y Loredo, abogó por la adopción de un sistema liberal en las aduanas. En este sentido, el establecimiento del tráfico libre revestía una importancia singular, si se considera que el régimen entonces vigente provenía desde la época colonial, pese a las declaraciones constitucionales. Prácticamente se aplicaban todavía las normas aduaneras de la época del virrey Amat; el tráfico terrestre se hacía por el sistema del arrieraje y ninguna mercancía circulaba sin guías ni tornaguías; las ciudades tenían puertas y murallas que se cerraban a las seis de la tarde al toque de oración y no abrían los domingos; toda mercancía sin guía era decomisada y cada pueblo ejercía un control estricto que dificultaba el comercio, devengándose además de los derechos de aduana el de alcabala sobre toda venta, con arreglo a una reglamentación minuciosa, realmente confusa. El Reglamento de 1826 mantuvo este sistema para controlar el pago de los derechos de aduana, pero suprimió el impuesto de 6 % que gravaba el tráfico al internarse en las provincias, haciendo lo propio con el odioso gravamen que implicaba para las mercaderías extranjeras la percepción de derechos por una misma mercadería en cada puerto o ciudad peruana cuantas veces transitara por las aduanas terrestres o marítimas. El Reglamento de Larrea y Loredo fue, pues, en suma, la primera actitud liberal a favor del comercio (Romero Padilla, 1970, t. II, pp. 21-22).

La actitud o reacción de los comerciantes es interesante mencionarla brevemente. Para salvar los apuros del tesoro público y atender los apremiantes gastos de la lucha por la Independencia, San Martín (y más tarde de algún modo también quienes le continuaron en el gobierno) dictó una serie de medidas. Una de ellas fue la celebración de contratos con algunos comerciantes, concediendo a determinadas empresas la facultad de introducir mercaderías libres de derechos (con exclusión de algunas) mediante una suma que se adelantaba al gobierno. Estos monopolios tenían que ser odiosos y fueron causa de que muchos se indispusieran con San Martín y su ministro de Hacienda (Vargas Ugarte, 1966, t. VI, p. 183). Otra medida fue la de las contribuciones forzosas. El 27 de setiembre de 1822 se decretó una de 400 000 pesos sobre el comercio de Lima, sin distinguir nacionalidades. La pobreza y la falta de voluntad de los comerciantes, sobre los cuales habían recaído ya muchas imposiciones en los dos años de guerra, produjo el fracaso de esta contribución surgiendo varios incidentes delicados con motivo de la protesta de los comerciantes ingleses y de la intervención del comandante del buque inglés Aurora. Estos ruidosos incidentes terminaron con la aceptación de la oferta de los comerciantes ingleses de dar en calidad de empréstito 73 000 pesos, sin intereses y reembolsables a los seis meses en libranzas contra la aduana.

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