Kitabı oku: «Construcción política de la nación peruana», sayfa 14

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De acuerdo a la afirmación de Mariano Felipe Paz Soldán (1962), una de las más importantes contribuciones de Riva Agüero fue la abundante y valiosa información logística que proporcionó de los realistas al gobierno de Chile, ayudando con ello decisivamente al plan de campaña de San Martín. Exponiéndose a la delación, remitió al país sureño el plan de campaña de la independencia que se ejecutó totalmente y que fue aprobado por comunicación escrita del Libertador, la misma que fue interceptada por el virrey Pezuela; por este motivo, Riva Agüero fue sumariado por el coronel Fernando Cacho, designado fiscal en el Consejo de Guerra que lo juzgó en 1820. Por otro lado, el escurridizo patriota siempre fue consultado por su criterio y tenido muy en cuenta por la validez de sus juicios y por la seguridad de ser ellos cabal expresión de los hechos. Asimismo, estando en el Perú uno de los más calificados confidentes de San Martín, el italiano José Boqui, mantuvo estrecho enlace con éste, suministrando toda la información a su alcance que no era de poca importancia, pues consistía nada menos que en estados numéricos exactos de las fuerzas virreinales de las armas, detalles de sus buques armados, datos sobre sus corresponsales para que los expedicionarios tuvieran apoyo en la costa, datos y números sobre los patriotas de Lima, claves secretas y descripciones minuciosas de puertos y caletas. Riva Agüero —dice José Agustín de la Puente Candamo en el tomo V (volumen 1) de la Historia marítima del Perú— dictaba las descripciones, mientras que el oficial de marina Eduardo Carrasco confeccionaba los planos; Quiroz, junto con el patriota Menéndez, indagaban a su vez en las mismas oficinas gubernamentales los datos e informes oficiales. Fue, pues, grande la ayuda de Riva Agüero y de sus amigos patriotas a la expedición libertadora para su desembarco y para el éxito de sus acciones inmediatas154.

El 28 de julio de 1821 (como un privilegio particular), Riva Agüero habría de portar en sus manos el estandarte de la ciudad en el acto oficial de la Jura de la Independencia. San Martín, en el ejercicio de la autoridad que se le había conferido, le encomendó el delicado cargo de Prefecto del Departamento de Lima; puesto en el cual puso en juego sus recursos de popularidad de que gozaba en todas las clases sociales155. El éxito fue rotundo, a tal punto que familiarmente se le llamaba el “Niño Pepito”. Sin embargo, la actividad y la energía que desplegó y los logros positivos que alcanzó le hicieron concebir la fantasía de la gloria y del mando. Manuel Nemesio Vargas (1903-1940) dice: “Escaló el poder con la candorosidad del alumno que va a recibir el primer premio y más de una vez se le oyó decir, ingenuamente, que la libertad del Perú la podía conseguir una monja” (p. 114).

Cuando San Martín inauguró el Protectorado (no obstante la estima que le profesó), Riva Agüero quedó postergado y suplantado por los lugartenientes del Generalísimo; pero todavía no perdería la prudencia y la calma, resignando y esperando. Luego cuando el Protector dimitió en setiembre de 1822, el patriota limeño se sintió nuevamente desplazado, esta vez, por el Congreso controlado por los ubérrimos liberales, que le negaba el poder. Entonces, ya no esperó más, porque se sintió injustamente relegado; y viendo en peligro la causa de la patria (por la incompetencia de la Junta Gubernativa) asaltó el poder y ya cuando lo tuvo en sus manos se aferró a él desesperadamente; frente a Bolívar, suicida, no transigió con éste, quien a su vez habría de fulminarlo por la osadía de enfrentarse a su genio y a su espada avasalladora.

¿Cómo era física y psicológicamente Riva Agüero?, ¿qué ideología profesaba? Infortunadamente, son pocas las descripciones que disponemos para elaborar su perfil vital. Pedro Dávalos y Lissón (1924), que le conoció en la etapa final de su vida, nos ha dejado la siguiente pintura:

De estatura mediana y complexión delgada, su rostro agradable lo hacía simpático y receptivo ante sus interlocutores. Instruido, elegante en el hablar y muy dado a componer panfletos y discursos, carecía de paciencia y método. Hacía uso de un estilo lapidario y cortante en sus escritos y peroratas. En su vida cotidiana, manifestaba siempre una sensibilidad social muy elevada, sobre todo, con la gente del pueblo. Lo mismo podía decirse de su acendrado nacionalismo. Honrado en extremo, supo manejar con austeridad y escrúpulo los recursos del Estado. Hombre de brillantes dotes, exhibía muchísimos méritos en su carrera revolucionaria. Dinámico e inteligente, sin embargo su desbocada ambición (nunca disimulada) lo condujo al fracaso y al ostracismo. Con más serenidad de carácter, con más fijeza en las ideas y con mayor criterio en sus propósitos, habría hecho mejor gobierno. (p. 97)

Por encima de todos sus defectos y cualidades —dice el varias veces citado Enrique Rávago (1959)— Riva Agüero en todo momento fue leal a la idea de la emancipación, aunque la vinculara con un sentimiento particular y egoísta, como era el de erigirse nada menos que en rival de Bolívar. Políticamente, no era un espíritu amoldable a las normas republicanas y liberales. Él se había enfrentado al órgano máximo del poder (el Congreso) al que, íntimamente, no le merecía el sagrado respeto de que pretendían estar investidos sus diputados. Para su mentalidad pragmática, ello no era aceptable. De allí que sus relaciones con el Congreso —como ya se ha visto— terminaron en forma infeliz156.

Por otro lado, Riva Agüero no era evidentemente un hombre de innatas condiciones militares ni tenía la claridad de los hombres geniales. Sin embargo, le impulsaba una ardorosa audacia y un espíritu rebelde y patriótico, fundado en su aristocrático origen, su posición social y económica y sus vinculaciones, así como también en sus propios merecimientos. Abrazó con ardor el ideal libertario, tal vez no tanto por odiosidad a la fórmula monárquica, sino por su innato patriotismo que lo impulsaba a la independencia. Anhelaba para el Perú la dignidad de un Estado independiente y fue en eso, quizás entre los precursores nacionales, el más destacado, pues su indocilidad al yugo metropolitano y al de los virreyes, estuvo siempre testimoniada como excepcional, en aquella época de engreimiento y conformismo cortesanos. Pudo ser tal vez de esencia monarquista, aunque ignorada por él mismo, hasta más tarde, pero nunca un espíritu subalterno o un vasallo resignado al sistema colonial.

Con estos antecedentes, resulta incomprensible e inaceptable desde el punto de vista histórico, la versión aquella que, alegre y ligeramente, los adversarios de Riva Agüero (con Bolívar a la cabeza y con el Congreso como caja de resonancia), le imputaron de traición por haber intentado un acercamiento con el virrey La Serna en 1823157. Riva Agüero, a la luz de múltiples evidencias, no desertó de la causa de la Independencia ni se pasó como un tránsfuga a las filas del enemigo, habiendo renovado tan solo, en sus tratos con los realistas, los viejos planes de una Monarquía Constitucional Independiente; alternativa que también otros patriotas, aquí y en otras latitudes, consideraron como viable. En este sentido, juzgamos que no puede afirmarse de manera alguna que Riva Agüero “quiso entregar el Perú a España”. Lo que quiso —con el pragmatismo que le caracterizaba— fue emanciparlo de veras, tanto de España como de la Gran Colombia; libertarlo de todo yugo extranjero o forastero. La hegemonía de la Gran Colombia y la dominación de Bolívar (al igual que la de España y el virrey La Serna) significaban —en opinión de Riva Agüero y muchos peruanos de entonces— el avasallamiento del Perú. Además, los antecedentes históricos de las mencionadas conferencias de Miraflores y Punchauca y las gestiones recientes del mismo Sucre para entablar negociaciones con los españoles, servían, igualmente, de asidero a la idea de las conversaciones emprendidas por Riva Agüero (sobre la base del reconocimiento de la Independencia). Que las circunstancias propias de cada situación fueran diferentes a las que confrontaba el presidente de Trujillo, o que fuesen más o menos favorables, no pueden invalidar el antecedente histórico, ni tampoco desorientar el juicio respecto a la procedencia del recurso dilatorio tan común de las negociaciones (Rávago, 1959, pp. 66-67). Claro era que el virrey La Serna que contemplaba, probablemente con satisfacción y deseos, la posibilidad de una guerra civil, así como las ventajas militares que había obtenido en el sur sobre el ejército de Santa Cruz, y otras circunstancias igualmente favorables, no iba a aceptar —dice el autor mencionado— entrar en negociaciones, sin que se le reconociese a su partido, la preponderante situación que habían logrado las fuerzas españolas.

2.5 El breve y fallido gobierno de Torre Tagle

En agosto de 1823, a iniciativa de Sucre y encontrándose Riva Agüero gobernando en Trujillo, el Congreso Constituyente designó como cabeza del Ejecutivo a José Bernardo de Tagle y Portocarrero, marqués de Torre Tagle; cuatro meses después (18 de noviembre) lo nombró Presidente de la República, según los términos de la Constitución que se acababa de promulgar. Fue elegido por 45 votos sobre un total de 49; el cargo de vicepresidente recayó en la persona de Diego de Aliaga, que obtuvo 37 (Vargas Ugarte, 1966, t. VI, pp. 300-301). Con esta actitud, el agraviado Congreso castigó la osadía de Pruvonena de haberse impuesto a través de la fuerza militar seis meses atrás en el famoso e ingrato complot de Balconcillo que ya hemos referido; pero con esta conducta, también, la injuriada Asamblea abrió una enorme y profunda brecha entre ambos personajes que, infortunadamente, desembocó en una irreductible malquerencia con graves y evidentes perjuicios para la vida nacional. A diferencia de otros casos posteriores que se sucedieron en nuestro agitado quehacer político, aquí no se trataba de facciones opuestas por intereses económicos o que respondían a móviles personales de carácter doctrinario. No existía aún la poderosa y aciaga oligarquía y ni Riva Agüero ni Torre Tagle poseían un definido perfil político e ideológico que los distinguiese. El germen de la discordia —a nuestro juicio— se encontraba en el recinto del poder legislativo158.

Pero, ¿quién era este personaje que intempestivamente aparecía encumbrado en la más alta magistratura de la nación? Los pocos datos de que se dispone nos permite trazar la siguiente síntesis biográfica159. Torre Tagle nació en Lima el 31 de marzo de 1779; es decir, era cuatro años mayor que Riva Agüero. Hijo de José Manuel de Tagle e Isásaga y Josefa Mercedes Portocarrero Zamudio, era descendiente de las casas más notables de España y enlazado con las principales de Lima (al igual que Riva Agüero); heredó el marquesado de Torre Tagle y el condado de la Monclava. Inició su formación intelectual bajo la dirección de maestros privados. Habiendo obtenido sucesivamente el grado de coronel de ejército, y hallándose de alcalde ordinario de Lima y su jurisdicción, fue nombrado sargento mayor del Regimiento de Voluntarios Distinguidos de la Concordia Española, que mandaba personalmente el virrey y a cuyo lucimiento y disciplina proveyó con su propio peculio. Elegido alcalde de Lima (1811-1812) y estrechamente vinculado ya a liberales tan conspicuos como José Baquíjano y Carrillo, José Mariano de la Riva Agüero y el conde de la Vega del Ren, su permanencia en el país le pareció inconveniente al virrey Abascal; y para alejarlo propició su elección como diputado a las Cortes por la provincia de Lima. En esa condición viajó a Cádiz con una recomendación especial del mencionado cabildo “por los importantes servicios de todo género que había prestado a la comuna”. En la capital hispana se distinguió por el infatigable celo que desplegó en defensa de los derechos de los americanos, estrechamente unido con los diputados Baquíjano, Olmedo, Feliu y Morales Duárez, cuyas liberales doctrinas secundó.

Ascendido a la alta clase de brigadier del ejército, condecorado con el hábito de Caballero de la Orden de Santiago y la obtención de las órdenes de Carlos III y de la Flor de Lis de Francia, fue nombrado subinspector del ejército del Perú, y destinado al departamento de Trujillo con el carácter de intendente interino (25 de agosto de 1820). Habiendo desembarcado en las costas del Perú el Ejército Libertador mandado por el general San Martín, el marqués de Torre Tagle fue el primer peruano que enarboló la bandera nacional, proclamando en Trujillo la independencia, y a sus esfuerzos e importantes auxilios se debió el triunfo de esta causa. Fue encargado del Poder Ejecutivo (con el carácter de Supremo Delegado) cuando San Martín decidió viajar hacia Guayaquil en busca de Bolívar. Desempeñó sus funciones con la ecuanimidad que las circunstancias podían permitir; pero no pudo evitar que el jacobinismo se desbordase para obtener la expulsión del ministro Monteagudo y, quizás, se sintió aliviado cuando el Protector reasumió su cargo. Por ser —como ya se dijo— el militar de más alta graduación fue nuevamente encargado del poder cuando cesó la Junta Gubernativa (27 de febrero de 1823) y no se había resuelto aún el nombramiento de Riva Agüero. Luego hubo de ejercerlo por tercera vez, en virtud de la designación extendida por el general Antonio José de Sucre (17 de julio) en uso de las facultades que le había conferido el Congreso; y después en calidad de Presidente de la República el 18 de noviembre de 1823, según los términos de la Constitución que se acababa de promulgar.

Por tratarse de un testimonio personal, a continuación reproducimos parte del relato que hizo el mismo Torre Tagle (1824) en vida. Dice así:

Principiè mi vida pública ingresando al regimiento ´Dragones´ de Lima en calidad de alférez portaestandarte. Era esto el año 1790. Pocos meses después perdí a mi padre, y con su muerte entré en posesión de la muy cuantiosa fortuna que me legó. Siendo rico me instalé en la soberbia mansión de San Pedro, y en buque propio hice la navegación a España en compañía de mi bella esposa. Obligado a desembarcar en Buenos Aires, regresé por tierra, haciendo el viaje en litera hasta Lima, donde tuve la desgracia de perder a mi amada esposa. Siendo viudo volví a casarme, y con mi segunda esposa he sido y soy tan feliz como lo fui con la primera. Dos veces cúpome el honor de ser alcalde de la metropolitana ciudad. Posteriormente segundo jefe del ´Concordia´, más tarde coronel, y cuando era brigadier representé al Perú en las afamadas Cortes españolas… Yo no había sufrido ningún agravio personal del gobierno español; por el contrario, gozaba de todas aquellas prerrogativas que, acalorando la imaginación del hombre menos fogoso, le habrían hecho sin duda contentarse con su suerte. Nacido de padres ilustres, había heredado de ellos pomposos títulos. El inmemorial señorío de Isásaga, un cuantioso mayorazgo y la cuarta sucesión al marquesado de Torre Tagle, me acompañaron desde la cuna. Se me confirieron grados militares desde el tiempo en que no podía desempeñarlos; y los cargos consejiles parece que me buscaban a porfía. Pero penetrado de que renunciar a la libertad, es renunciar a la calidad de hombre, y con ella los derechos de la humanidad y sus deberes, me avergonzaba de levantar la frente, creyendo que la degradación estaba pintada en mi semblante y así me decidí a salir de un estado que me era insoportable. El año 1812 en que servía el cargo de alcalde ordinario, fui reelegido por aclamación. Me pareció que había llegado el término de la esclavitud del Perú, y empecé a poner las bases de su libertad, de acuerdo con mi responsable tío José Baquíjano y Carrillo, quien estaba animado de los mismos deseos. Pero el astuto Abascal que velaba como un argos, porque conocía ser ya imposible que este vasto territorio permaneciese sujeto a su metrópoli, descubrió nuestros designios por medio de Joaquín de La Pezuela, inspector entonces de artillería, y después virrey del Perú. Como consecuencia de ello, Abascal me intimó a un severo arresto en mi casa, que fue suspendido a poco tiempo, porque temía el tirano el influjo que me habían adquirido en esta ciudad mi nacimiento, mis relaciones y los empleos que había desempeñado. Entonces me encargó la custodia de los demás presos, que fueron después confinados a diversos puntos. Estando ya San Martín conduciendo los destinos del país me anunció su resolución de tener una entrevista con el Libertador de Colombia y que quería delegarme el supremo poder del Estado. Yo me resistí por muchos días, proponiéndole varias personas respetables de la ciudad; pero él se negó a toda reflexión. Me manifestó la urgencia de su viaje, para la salvación de la Patria; después de ello, tuve que acceder a su propuesta. (p. 6)

Al referirse al ascenso de Riva Agüero al poder y a su drástica determinación de disolver el Congreso, Torre Tagle (1824) lo condena en los términos más enérgicos. Dice:

Muy persuadido que sin hacer caso de las soberanas resoluciones, se empeñase en conservar un poder que le había ya quitado la única autoridad legítima del Perú, no solo se verificaron mis sospechas, sino que este hijo ingrato de la patria llegó al extremo de disolver en Trujillo el Congreso, desterrar a varios diputados del modo ignominioso y cruel que todos saben, y erigirse en única autoridad después de no tener alguna legítima, instalando a su antojo un senado, cuyas atribuciones casi no eran otras que tener voto consultivo en algunos asuntos. (p. 8)

Finalmente, en vísperas de su trágico deceso, se queja del trato recibido por el Libertador caraqueño y por el gobernador Rodil: “Saqueada Lima por Bolívar y por Rodil, que bien caro me hacen pagar el hospedaje que me brindan, pronto seré un noble arruinado” (p. 10).

¿Cuánto tiempo duró el singular gobierno de Torre Tagle?, ¿cuáles fueron sus más importantes logros?, ¿qué lo precipitó a su terrible e injusto final? Entre agosto y noviembre de 1823 se desempeñó como “presidente designado”; a partir del 18 del último mes lo hizo bajo los postulados de la flamante Carta Magna. En ambos casos, no obstante contar con el aval del Congreso y la inicial simpatía (traducida en un apoyo ambiguo) de Sucre, primero, y de Bolívar, después, la administración de Torre Tagle fue, prácticamente, nominal o simbólica y sin mayor proyección o trascendencia nacional. Para hacer frente al resquebrajamiento del frente patriota, autorizó las medidas encausadas a suprimir la peligrosa disidencia de Riva Agüero, y cesó su autoridad cuando la Asamblea otorgó poderes dictatoriales a Bolívar (10 de febrero de 1824)160. Para entonces ya era bien conocida su discrepancia con el republicanismo radical y su disposición a un entendimiento con la corona española. Sobre la irreductible enemistad entre Riva Agüero y Torre Tagle, que se agravó por estos días, Jorge Basadre escribe en el Prólogo al libro de Távara (1951):

El abismo al que se precipitaron por diversas razones y sucesivamente los dos presidentes peruanos, no solo fue un mal dentro de aquella decisiva etapa de la guerra de la Independencia; lo fue, asimismo, en cuanto devoró un embrión de fuerza nacional peruana que hubiera podido ser utilizable después de la victoria. A estas alturas, ya no interesaba tanto la libertad del país o la independencia de América, sino el pleito por el poder interno. Torre Tagle y el Congreso defendían sus privilegios políticos frente a Riva Agüero que había disuelto el Congreso y que abominaba del primero161. (p. LV)

Al ser evacuada por los patriotas la ciudad de Lima, Torre Tagle permaneció durante varios días oculto en el monasterio de Mercedarias por haberse enterado que Bolívar intentaba fusilarlo, acusado (junto con José Felix de Berindoaga) de querer enarbolar en Lima la bandera española de acuerdo con los sublevados del Callao162. Entonces decidió presentarse como prisionero ante el general realista Juan Antonio Monet, cuando este tomó posesión de la capital el domingo 29 de febrero; pero, lejos de tratarlo así, le reconoció el grado que tuvo en el ejército realista, le ofreció el mando político y militar de la ciudad, y puso a su disposición una guardia de honor163. Nada quiso aceptar, y al retirarse aquellas fuerzas buscó un refugio en los Castillos del Callao; inútilmente trató de embarcarse con destino a Chile y, víctima del escorbuto, murió con su familia en la plaza sitiada. Así, de la manera más inmerecida, falleció este hombre que desde muy joven se inclinó y luchó por la independencia de su país, que recibió el reconocimiento de San Martín y que (al igual que Riva Agüero) tuvo el infortunio de caer en desgracia frente a los desenfrenados designios del Libertador venezolano.

2.6 La Constitución de 1823: la primera en la historia del Perú

Históricamente, tres fueron los antecedentes más importantes e inmediatos de la promulgación de la Carta Magna de 1823 durante la presidencia de Torre Tagle. Una sinopsis de ellos nos dice lo siguiente. Al sacudirse el Perú de la soberanía de España, y aún antes que este patriótico anhelo fuera un hecho real y efectivo, los próceres se preocuparon de la definición de la forma de gobierno que debía adoptarse; pero no considerándose San Martín con autoridad suficiente para dar una Constitución definitiva, asunto, por otra parte, muy difícil en esos momentos de zozobras y de luchas, expidió en Huaura el 12 de febrero de 1821 un Reglamento Provisional que, transitoriamente, bastara para regularizar sus procedimientos en los departamentos de Trujillo, Huaylas, la Costa y Tarma, que se habían pronunciado por la causa nacional y que estaban ocupados por facciones del ejército independiente. Este Reglamento fue, pues, la primera piedra que se puso para la construcción del gran edificio político-administrativo que constituye hoy la República Peruana.

Pero meses después, cuando el ejército español evacuó Lima y ocupó esta ciudad el generalísimo San Martín, juzgó oportuno ampliar su primitivo Reglamento, ya que su radio de acción se ensanchaba también con el departamento de la capital, y dio entonces el Estatuto Provisional que lleva fecha 8 de octubre del mismo año 1821. Retirado el general argentino del Perú, después de su célebre y hermética entrevista con Bolívar en Guayaquil, la Junta Gubernativa que quedó encargada del mando promulgó el 17 de diciembre de 1822, las Bases de la Constitución Política de la República, que el Congreso Constituyente había dado; Bases que vinieron a ser, puede decirse, la tercera Ley Fundamental que tuvimos164.

Ahora bien, de acuerdo a lo señalado en páginas precedentes, aprobados los 150 principios fundamentales que contenían la filosofía política, que serviría de rumbo a los legisladores que debían redactar la Constitución, el presidente del Congreso, en la sesión secreta del 12 de abril de 1823, urgió a los diputados para que procedieran a discutir el proyecto de Carta Política. Su estructuración había corrido a cargo de Rodríguez de Mendoza, Unanue, Pedemonte, Pérez de Tudela, Figuerola, Olmedo, Paredes, Pezet, Sánchez Carrión y Mariátegui. Es decir —en opinión de Raúl Porras (1974)— los hombres de más talento, de más experiencia jurídica y política y de convicciones republicanas probadas. Sánchez Carrión —como ya se mencionó— actuaba como secretario de esta Comisión, seguramente por su juventud y dinamismo y por sus conocimientos teóricos. El día 15 el gran tribuno dio lectura a la exposición de motivos y a la primera parte del proyecto de Constitución; dos semanas después (el 28) comenzó la discusión, para concluir el 12 de noviembre. Sánchez Carrión fue el autor del análisis y las razones que contenía el discurso preliminar, como se llamaba entonces165.

Al respecto, con la convicción que le caracterizaba, el hijo de Huamachuco sentenció: “El proyecto ha sido estructurado sobre las bases reconocidas y juradas por los pueblos que, ansiosos, esperan que los representantes entreguen la obra para la que fueron elegidos” (citado por Villavicencio, 1955, p. 136). Igualmente, destacó la crisis dramática que entonces confrontaban los próceres expresada, por un lado, en la lucha tenaz por concluir la Independencia en los campos de batalla y, por otro, en la necesidad de reposo espiritual para que el pensamiento tuviera oportunidad de acertar en la elaboración de la Carta Magna. Turbado, contemplaba el panorama de la vida social del Perú, pronosticando la posibilidad de la anarquía o de los golpes de los más afortunados o más fuertes. Pensaba, por tanto, que la armonía y el orden nacerían de la “libre voluntad de los pueblos” y de la “decisión legítima de la nación para organizar sus instituciones”. Desde esta perspectiva, Sánchez Carrión y los diputados que suscribieron la exposición del proyecto (diez en total), consideraban que el problema teórico y práctico más difícil residía en organizar ventajosamente el orden gubernamental (gobierno), de suerte que la fuerza de que dispusiese solo fuera utilizada en la medida de las precisas necesidades, sin excederse “una línea de su latitud natural que, desde luego, se mide por la exigencia misma del régimen y por la verdadera utilidad de la asociación”. Por último, les preocupó, como fundadores de la nacionalidad, “el grave problema de los límites y los alcances de las facultades constitucionales del gobierno” (citado por Villavicencio, 1955, p. 137).

Bajo esta convicción, los ilustres comisionados se pronunciaron resueltamente por la forma de gobierno popular y representativo, que ninguna de las Constituciones posteriores que nos han regido, dejó de tomar en cuenta. Con el análisis de sus infinitas ventajas, quedó rechazada la esperanza monarquista que muchos propugnaban. Las libertades de la patria —pensaban los autores del proyecto— no podrían ser aseguradas si se permitiese gobiernos que aceptaran derechos sucesorios o pactos de familia. Un sentimiento liberal, una convicción democrática y una fe profunda en el pueblo, guiaba el criterio de los fundadores de la nacionalidad al echar las bases teóricas de nuestra entidad corporativa.

De este modo, la Carta de 1823 consagró principios liberales no enteramente aceptados en su época. La forma republicana era todavía un atrevimiento. La libertad de vientres, la abolición de las penas crueles y de infamia trascendental, la limitación de la pena capital, el poder concedido al Congreso de dispensar de las leyes “en socorro de la humanidad”, trasuntan un humanismo abierto y fraternal. Políticamente, sanciona todas las libertades, salvo la de los cultos, y establece que la nación no tiene facultad para decretar contra los derechos individuales. Anatemiza la guerra civil y delinea la moral militar. “El militar —dice— no es más que un ciudadano armado en defensa de la república. El abuso de la fuerza lo hace execrable a los ojos de la nación y de cada ciudadano”. ¡Hermosa semilla que a pesar de todos sus buenos propósitos —escribió críticamente Raúl Porras (1974)— no ha dado fructífera cosecha de Cincinatos!

En cuanto a la opción política propuesta, la república, los próceres —dice el citado autor— mencionan que su modelo favorito es Roma, “en las horas de sus mejores virtudes patricias”. Pero, indudablemente, también en el pensamiento jurídico-político de los constituyentes no solo gravitó la influencia decisiva e innegable de los teóricos de la Enciclopedia, sino también el Contrato Social, la obra legislativa de las Cortes españolas y el pensamiento de los convencionales de Filadelfia. Los próceres estuvieron informados, correctamente, sobre las ideas en boga acerca de la organización republicana. Escogieron para el Perú lo que se consideraba entonces lo mejor. En el curso de la vida republicana (si hacemos un estudio comparativo con las Constituciones que le sucedieron) puede decirse que hemos mantenido las ideas fundamentales de la de 1823. Solo en las Constituciones de 1919 (con Leguía) y 1933 (con Sánchez Cerro), el pensamiento jurídico individualista fue sustituido por una orientación de carácter social.

El 13 de noviembre de 1823, el Congreso aprobó la Constitución con ciertas modificaciones, la cual fue proclamada y jurada con la ceremonia de costumbre pocos días después; medida que —a juicio de un observador de la época— “parecía inoportuna, estando los realistas tan inmediatos y la capital en tanto peligro” (Miller, 1975, p. 87). La Constitución fue dividida en tres secciones consagradas a: 1) la nación peruana, el territorio, la religión y la ciudadanía; 2) la forma de gobierno y los poderes que lo integraban; y 3) los medios de conservar el gobierno. Infortunadamente, la Carta no pudo entrar en vigencia, ni siquiera nominalmente, pues su promulgación coincidió con las facultades omnímodas que la Asamblea (contradiciendo su actitud de setiembre de 1822 con el Protector) concedió a Bolívar en el mismo mes de noviembre de 1823. Rigió sí, brevemente, después de la derogativa de la Constitución Vitalicia del año 1826 por el Consejo de Gobierno presidido por Santa Cruz y a base de ella se elaboró la Constitución de 1828.

En términos generales, ¿cuál es el significado histórico de la Ley Fundamental de 1823? Algunos de nuestros ilustres historiadores (Mariano Felipe Paz Soldán y Manuel Nemesio Vargas, en el siglo XIX, y Jorge Basadre y el padre Rubén Vargas, en el XX) son muy cautos y poco benévolos en el enjuiciamiento de la naturaleza y el alcance de muchos de sus postulados. Según su opinión, ella fue el fruto de la ilusión liberal de los que la redactaron, al mismo tiempo que de su falta de sentido de la realidad. En lugar de crear un Ejecutivo fuerte, que era lo que el país necesitaba, crearon un espectro de poder y, por lo mismo, fueron responsables de que el país cayera en la anarquía, de la cual no lo libró sino la mano férrea de Bolívar, que concentró en sí todos los poderes. A juicio del prócer, fue un gravísimo error la creación de un poder legislativo omnipotente, ya que lo que en un principio se asumió con carácter provisorio, la Constitución vino a darle perpetuidad. Ésta, sin duda alguna, fue el vicio radical y el más grave. Por otro lado, con vistas a la futura inmigración que podía venir de fuera, se mostró amplia en la concesión de los derechos políticos; también fue generosa en otorgar el derecho de sufragio, si bien la elección se hacía por los colegios electorales de parroquia y de provincia y la del presidente por la cámara, a propuesta del Senado, que venía a ser un mero cuerpo consultivo. Parodiando a los convencionales franceses, los incautos diputados peruanos quisieron que las leyes sirvieran para moralizar al pueblo, cuando no es la ley la que hace a los hombres buenos. Se reconocieron las garantías individuales, pero no se estableció la inviolabilidad del domicilio. Por último, a los representantes se les consideró inmunes en lo criminal, pero, siendo la cámara la que había de juzgarlos, el espíritu de cuerpo fácilmente podría doblegar la vara de la justicia (Vargas Ugarte, 1966, t. VI, p. 300)166.

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