Kitabı oku: «Construcción política de la nación peruana», sayfa 2

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A pesar de la tiranía extrema y de la rigurosa vigilancia de la autoridad virreinal —dice el citado historiador Markham (1895)— “los conspiradores limeños se reunían en diferentes lugares: primero en el Caballo Blanco, frente a la iglesia de San Agustín, después donde Bartolo o en el Café del Comercio en la calle de Bodegones” (p. 155). En estos puntos, se examinaban y se discutían asuntos de variada naturaleza e importancia, tales como los destinos de la América meridional, los derechos de los colonos, la forma de gobierno que mejor convenía, las noticias que circulaban sobre las insurrecciones en los distintos lugares del subcontinente, los mecanismos para facilitar el arribo de las expediciones libertadoras del sur, etcétera. A menudo, también, las reuniones secretas se llevaban a cabo en las residencias de los propios complotados (unas veces en la casa de Riva Agüero y, otras, en la del conde de la Vega del Ren, en la de la mencionada condesa de Gisla o en la de la patriota guayaquileña Rosa Campusano). Asimismo, las reuniones se efectuaban en habitaciones alquiladas expresamente en los suburbios de la ciudad.

En cuanto a los levantamientos que entonces se sucedieron en distintas partes del territorio, una nómina provisional e incompleta nos muestra el siguiente cuadro. En primer término, destaca el referido movimiento encabezado por José Gabriel Condorcanqui, el último que ostentó el título de Inca y mandado a descuartizar, atado a cuatro caballos en la plaza del Cusco por el visitador José Antonio de Areche, después de haber paseado el suntur páucar de sus antepasados por la meseta del Collao y los alrededores; la sublevación liderada por Felipe Velasco, caudillo de los indios de Huarochirí, arrastrado hasta el patíbulo de la plaza de Lima, a la cola de una mula de alabarda; el intento heroico de José Gabriel Aguilar y José Manuel Ubalde, que rindieron sus vidas en los albores de una conspiración; el anhelo sin par del limeño Francisco Antonio de Zela que, en Tacna, empuñó las armas para lograr la liberación, siendo derrotado y conducido entre cadenas al lejano y malsano presidio de Chagres (Panamá); el tesón revolucionario del huanuqueño Juan José Crespo y Castillo que, tomado prisionero, fue fusilado en 1812 gritando ¡Viva la libertad!; el afán de Enrique Paillardelli, que, junto con su hermano Juan Francisco, promovió la segunda insurrección de Tacna (1813) en favor de la Independencia; los afanes revolucionarios de los hermanos Angulo (José, Vicente, Mariano y Juan), víctimas de la dureza despótica del virrey Abascal; el plan de Mateo García Pumacahua, cacique indio y brigadier español que murió por la causa de la libertad; la entrega del epónimo arequipeño Mariano Melgar, el más joven e infortunado de todos, que cayó en Umachiri con el nombre de su amada en los labios y con el cráneo perforado por las balas realistas; los intentos del tacneño José Gómez, del moqueguano Nicolás Alcázar, de los hermanos limeños Mateo y Remigio Silva, y del capitalino José Casimiro Espejo en Lima; y los mil héroes anónimos de las casamatas y de los presidios y de las cárceles de Checacupe, de Chacaltaya, de Huanta, de Huancayo y del puente de Ambo, cuyos defensores blanquearon con sus huesos las pampas de Ayancocha. “¡Cuántas amarguras —dice Raúl Porras—, cuántas zozobras, cuántas rebeldías y cuántos callados heroísmos se expresaron en esos gloriosos e inciertos días!” (Izcue, 1906, p. 23; Porras, 1953, pp. 33-34).

Un cuarto hecho histórico que no podemos obviar y que formó parte de aquellos esfuerzos revolucionarios que en el Perú precedieron a la jura de la Independencia y a su consumación final en 1824 con la batalla de Ayacucho, corresponde a la participación y al rol decisivo que desempeñó la mujer como madre, esposa o hermana de aquellos que bregaban por la liquidación del yugo español. De procedencia no solo social y económicamente disímil (pertenecientes a sectores altos, medios y bajos), sino también de formación cultural diferente, estas damas destacaron por su entrega, abnegación y sacrificio e, incluso, por su activa y directa participación en las conspiraciones o sublevaciones al lado de los actores principales de esos movimientos. Sobre el caso de la actuación de la mujer limeña, el siguiente testimonio de Vicuña Mackenna (1860) resulta particularmente elocuente:

Las limeñas de aquellos días, eran también las más activas conjuradas por su acerado espíritu, por su ferviente entusiasmo y por su indesmayable sentido de inmolación. La saya y el manto, con su misteriosa impunidad, se hicieron entonces en Lima los cómplices más útiles de todos los complots. (p. 82)

En páginas precedentes hicimos alusión a la condesa de Gisla, mujer memorable e ilustre de alta alcurnia, cuya casa se convirtió en el club secreto y garantizado de los más conspicuos conspiradores y de las más decididas conspiradoras, donde el sigilo, la discreción, la fraternidad y la confianza mutua eran las claves de su actuación clandestina. Semejante situación, se vivía en otros hogares, como en los de Rosa Campusano Cornejo, Juana de Dios Manrique de Luna y de Brígida Silva Cáceres, entre otros. En todos estos hogares, el patriotismo se hizo evidente, no obstante el acecho y la amenaza de la autoridad virreinal. Pero hubo otros casos en que la mujer peruana empuñó las armas y se convirtió en cabeza de la sublevación, como ocurrió con la mencionada Micaela Bastidas Puyucahua, mujer altiva y de temple y coraje probados, que actuó al lado de su esposo José Gabriel Condorcanqui en el levantamiento de 1780.

La lista de estas insignes heroínas se completa con los nombres, entre otros, de la aguerrida ayacuchana María Andrea Parado de Bellido; de Catalina Agüero de Muñecas y de Catalina Aguilarte (ambas de incansable actividad conspirativa en Lambayeque); de Ventura Ccalamaqui (mujer quechuahablante, de notable actuación en Huamanga); de Manuela Sáenz Aizpuru (quiteña radicada en Lima y reconocida activista al lado de Rosa Campusano); de Clofé Ramos de Toledo y sus hijas María e Higinia (conocidas como “Las Toledo”), de grata recordación por su acción valerosa y arrojada en la voladura del puente de Izcuchaca a fin de evitar el paso del ejército realista; de Emeteria Ríos de Palomo (destacada y abnegada patriota de Canta); y de Tomasa Tito Condemayta, de trágico final.

El 11 de enero de 1822, organizada ya la Orden del Sol, el protector San Martín premió a las patriotas peruanas (limeñas sobre todo) creando ciento doce caballeresas seglares y treinta y dos caballeresas monjas, escogidas entre las más notables de los trece monasterios de Lima. La relación de estas damas se publicó días después en la Gaceta del Gobierno en fechas diferentes: 23 de enero de 1822 (t. II, n.° 7, pp. 3-4) para el primer grupo, y 23 de febrero de 1822 (t. II, n.° 16, pp. 1-2) para el segundo grupo. Ambas relaciones fueron reproducidas por Denegri, 1972, pp. 419-422. En el Apéndice biográfico se consignan referencias acerca de la vida y el quehacer de algunas de las patriotas que actuaron tanto en Lima como en provincias; infortunadamente, la carencia de información sobre el resto de ellas nos ha impedido ampliar la nómina e incluirlas.

Finalmente, un quinto suceso histórico que formó parte de aquella etapa que nos interesa examinar como preámbulo a la Jura de la Independencia, está referido a la acción controvertida del clero en los afanes independentistas de la época. El padre Rubén Vargas Ugarte, jesuita y reputado historiador nacional, en dos estudios dedicados al tema (publicados en 1942 y 1945, respectivamente) nos ofrece algunas reflexiones que sirven de guía para esbozar a continuación algunos comentarios.

En definitiva, determinados miembros del entonces denominado “alto clero” no se alinearon con el entusiasmo revolucionario del momento ni fueron decididos partidarios de la gesta emancipadora; todo lo contrario. Se mostraron opuestos al anhelado sistema republicano y combatieron abiertamente a los llamados “rebeldes vasallos”. ¿La causa? Por un lado —según dicho autor— la mayoría de ellos eran españoles de origen y, por otro, algunos de ellos pertenecían o mantenían una relación cercana con la nobleza; igualmente, su dependencia estrecha de la persona del monarca (en que los había colocado el Patronato Real), hacía aparecer como un acto de infidelidad cualquier paso que dieran en desmedro de la autoridad suprema. Ese fue el caso del obispo de Moyobamba, Hipólito Sánchez Rangel (natural de Badajoz-España), irreductible realista y enemigo acérrimo de la causa patriota y que en las misas dominicales solía hablar de los “herejes insurgentes, autores de las novelerías de patria y libertad”, para referirse a los amantes de la emancipación política. Sin embargo, hubo también altos prelados que asumieron una actitud diferente a favor de los patriotas; fue el caso, por ejemplo, del arzobispo de Lima Bartolomé María de las Heras (natural de Carmona-Sevilla) que, conminado por el virrey José de La Serna a abandonar la capital y no someterse a los designios de la Expedición Libertadora de San Martín, se resistió y días después tuvo el coraje de colocar, el primero, su firma en el Acta de la Independencia. Obviamente, existieron muchos otros casos, en uno u otro sentido, a lo largo de ese azaroso período de nuestra historia.

¿Y qué del clero menor tanto secular como regular? Su conducta, en general, estuvo identificada con los ideales de libertad e, incluso, muchos curas o párrocos —como veremos de inmediato— tuvieron una participación directa en los levantamientos o sublevaciones y, otros, formaron parte del contingente de las expediciones libertadoras. Al respecto, los casos abundan.

Recordemos que en los claustros de La Merced se formó el limeño fray Melchor de Talamantes, trasladado por sus ideas progresistas a México, y prócer de la independencia de esa nación; en los de la Buenamuerte, se educó Camilo Henríquez, fogoso e incansable promotor de la revolución chilena. Y de los claustros de San Felipe Neri, salieron el vehemente Méndez y Lachica, el culto Pedemonte, el ilustre Carrión y otros más que, con su reconocido prestigio e influencia, ganaron para la causa patriota muchos adeptos y prepararon el terreno para el mejor éxito de la campaña sanmartiniana. (Vargas Ugarte, 1942, p. 262)

En provincias, la lista de los sacerdotes patriotas se muestra aún más frondosa, observándose su participación abierta y decidida en los principales movimientos revolucionarios a nivel nacional. Vargas Ugarte (pp. 262-263) consigna, de manera secuencial, una información bastante minuciosa que permite no solo rastrear su desempeño, sino también valorar su esfuerzo en medio de tantas dificultades u obstáculos. Aquí una síntesis. En la conspiración del Cusco de 1805 figuran como fautores, y aun como cabecillas, algunos religiosos, como el presbítero José Bernardino Gutiérrez, el cura Marcos Palomino (radicado en Livitaca) y fray Diego de Barranco. Cinco años después salen a relucir los nombres del presbítero Ramón Eduardo de Anchoris, sacristán de San Lázaro; de Cecilio Tagle, cura de Chongos; de fray Mariano Aspiazu, párroco de Ulcumayo. En 1812, durante la revolución de Huánuco, sobresale la acción de fray Marcos Durán Martel al lado de Juan José Crespo y Castillo; también el de José de Ayala, párroco de Chupán. En la rebelión de los hermanos Angulo, de 1814, en la ciudad imperial, participaron muchos sacerdotes al punto de que el virrey Abascal, receloso de la actitud adoptada por el obispo José Pérez y Armendáriz y de buena parte de su clero, obligó no solo al primero a declinar su autoridad, sino también a trasladar a Lima al arcediano José Benito Concha, al provisor Hermenegildo de la Vega, al prebendado Francisco Carrascón y al presbítero Juan Angulo, hermano de los cabecillas de la revolución. El papel del presbítero Mariano José de Arce y del clérigo Ildefonso Muñecas fue, igualmente, decisivo en aquella sublevación. Desde entonces y hasta 1819 las cárceles de Lima y del Callao se vieron llenas de sacerdotes y religiosos acusados de infidentes, como el presbítero Manuel Garay y Molina, el juandediano fray Francisco Vargas, el agustino fray Pedro Gallegos, el cura Juan José Gabino de Porras y otros más procedentes de los diferentes ámbitos del territorio.

Sin duda alguna, el arribo de la escuadra al mando del almirante Cochrane a nuestro litoral avivó el entusiasmo de los patriotas y, entre ellos, el de algunos ilustres sacerdotes como Cayetano Requena, natural de Huacho, confidente de San Martín y, posteriormente, diputado en el primer Congreso Constituyente. Por estos días, sobresalió también la labor del cura de Huarmey, Pedro de la Hoz (tío del prócer Francisco Vidal) quien fue autor de las continuas proclamas colocadas, anónimamente, en las calles de Lima incitando al pueblo a luchar por la libertad. Con el advenimiento de San Martín, primero, y de Bolívar, después, la colaboración de los curas patriotas se intensificó en distintos ámbitos. Unos sirvieron como capellanes del ejército, como fray Pedro de Zapas y Carrillo, el presbítero Marcelino Barreto y el cura José Antonio Agüero. Otros, como la mayor parte de bethlemitas o juandedianos, expertos en salud, se convirtieron en cirujanos del ejército, entre los cuales no puede omitirse el nombre de fray Antonio de San Alberto, que salvó muchas vidas por las enfermedades palúdicas desatadas en el Cuartel General de Huaura y que mereció, por sus enormes e infatigables servicios, el que se le concediese el título de Cirujano Mayor. Otros fueron jefes de las partidas de guerrillas o montoneras, como el ya citado fray Pedro de Zayas y Carrillo y el franciscano fray Bruno Terreros (natural de Muquiyauyo), que llegó a alcanzar el grado de coronel. Para concluir, debemos recordar que en el Congreso Constituyente de 1822, el primero de nuestra historia, de los setenta diputados que conformaron la Magna Asamblea, veintitrés vestían el hábito religioso; muchos de ellos de antigua trayectoria patriótica.

Estos fueron, pues, a grandes rasgos, los principales acontecimientos que —repetimos— antecedieron al arribo del general San Martín en 1820 y a la posterior rendición del brigadier Rodil en 1826, con la que se puso punto final a la presencia del poder real en el Perú.

Dicho todo lo anterior, cabe preguntarse ¿cuál es la percepción que se tiene de nuestro período?, ¿qué rasgos son los que más sobresalen?, ¿puede hablarse de una etapa particularmente singular? Estas y otras interrogantes merecen nuestra inmediata atención. Internamente, fueron años duros, inciertos y violentos los que entonces se vivieron; Heraclio Bonilla (1972) habla, incluso, de un “período turbulento e inseguro”, pero también fueron años en los que la fe y la esperanza por un porvenir mejor estuvieron presentes. Años de sacrificio, abnegación e inmolación; pero también años de gozo, júbilo y ventura en su más genuina expresión. Años, igualmente, de mezquindades y malquerencias, pero también de entrega y fraternidad nobles. Casi diríase que fue una época contradictoria (“paradójica” la llamó Jorge Guillermo Leguía), en la que el pesimismo se mezcló con la ilusión, el desánimo con el impulso vitalizador y la desconfianza con la más certera credulidad. Al fin y al cabo eran instantes de formación o gestación, en los cuales los estados de ánimo no eran percibidos necesariamente como concordantes ni mucho menos orientados por un mismo patrón de conducta. Ello generó (como ocurrió en igual forma con otros países de la región) un verdadero estado de caos y confusión no solo en el seno de las endebles clases dirigentes, sino también en el accionar de los vastos y difusos segmentos de la incipiente opinión pública peruana. Se afirma, inclusive, que en determinados momentos fue tan crítica e incontrolable la situación, que el asunto prioritario (la campaña militar) pasó a un segundo plano con todas las consecuencias que ello acarreaba. Al respecto, César Ugarte (1924) escribió: “El período inmediato que siguió a la proclamación de la Independencia acaparó en su conjunto todas las fuerzas morales, psíquicas y materiales del país hasta 1826 en que se suscribió la capitulación de los castillos del Callao” (p. 48). Sin embargo, en medio de esta vorágine de pasiones y oscilaciones desbocadas e inciertas la “promesa de la vida peruana” (en frase feliz de Jorge Basadre) fue el leit motiv permanente de aquellos hombres (visibles o anónimos) que, desde su particular quehacer u ocupación, lucharon y ofrendaron sus vidas por una patria más sana, perdurable y mejor. A partir de entonces, el Perú de la historia antiquísima y de la naturaleza infinitamente diversa (y adversa a la vez) aparecerá como el Perú nuevo y eterno que ansía nacer desde tanto pasado y desde tantos horizontes geográficos.

Desde esta perspectiva, múltiples y valiosos son los testimonios que evidencian los instantes supremos por los que atravesó la joven nación en los años que aquí historiamos. No se trata, desde luego, de rescatar únicamente los hechos magnánimos o excelsos que glorificaron a los denominados “prohombres” de la libertad, sino también de encarar aquellos aspectos, acciones o conductas que, en su momento, constituyeron una seria limitación a los afanes independentistas o a la ansiada convivencia alrededor del proclamado “bien común”. De igual forma, se tratará de resarcir el rol (estigmatizado por algunos historiadores) que jugaron los sectores populares, a su manera, en esta ardua tarea colectiva. Para ello, en cuanto sea posible, a lo largo de estas páginas, dejaremos “hablar” a los documentos y a los mismos autores, aspirando a que el lector viva una época ya alejada de la nuestra y conozca ahora —como decía el célebre historiador Jacob Burckhardt refiriéndose a la Suiza decimonónica— lo que “en otro tiempo fue júbilo y desolación al mismo tiempo” (2012, p. 166). En este caso, la historia de las mentalidades resulta un magnífico instrumento de análisis para aproximarnos a tan compleja y cautivante realidad. Por lo demás, recordemos que la historia —concebida básicamente como el análisis o la reconstrucción del pasado tal como ocurrió— se hace eco igualmente de lo bueno y lo malo, de lo infame y lo noble, de las miserias y las prodigalidades, de las derrotas y las proezas que en un determinado momento la sociedad exhibió como parte de su acontecer cotidiano. Y esto es, justamente, lo que pretendemos hacer en los capítulos sucesivos.

En efecto, el lapso 1821-1826 (que tiene como eje principal la situación general por la que atravesó el país entonces, la ocurrencia de las afamadas batallas de Junín y Ayacucho y la firma de la respectiva Capitulación), historiográficamente aún presenta algunos asuntos o dilemas que merecen un esclarecimiento a la luz de las recientes investigaciones. En orden metodológico, tal vez el primer tema que requiere de una aclaración es el vinculado a la ubicación cronológica del período. No obstante el tiempo transcurrido, aún se conserva vigente el análisis hecho al respecto por Raúl Porras Barrenechea en el capítulo XI de su clásico e insuperable libro Fuentes históricas peruanas (1963). ¿Corresponde dicha etapa a los viejos linderos de la Colonia?, ¿pertenece propiamente a la fase de la Independencia?, ¿es parte ya de la República? o ¿puede hablarse de una coyuntura transitoria entre uno y otro extremo? Obviamente, las respuestas han sido disímiles y de acuerdo a los criterios historiográficos predominantes en cada época. En nuestro caso, juzgamos que teniendo en cuenta la coyuntura particular de aquellos años, no puede afirmarse de modo radical que el Perú logró su total autonomía política el día en que San Martín proclamó la Independencia en la plaza principal de la ciudad de Lima. Como bien se sabe, el 28 de julio de 1821 gran parte del territorio seguía en poder de los españoles y estos se mantenían no solamente con el poderoso ejército peruano-español del Alto Perú, sino con las propias tropas de Lima trasladadas por el virrey José de La Serna al Cusco. Con estos dos pilares, la autoridad realista controlaba eficazmente tanto la región del sur como la del centro, amenazando de modo pertinaz con bajar y ocupar la capital; tal como ocurrió, en más de una ocasión, con el impetuoso ingreso del mencionado general Canterac.

Las fuerzas “auxiliares” que envió y luego trajo Bolívar (unidos a peruanos, chilenos y argentinos, rezagos del ejército sanmartiniano) no recuperaron la gran porción territorial del Perú controlada por los realistas sino hasta después de la batalla de Ayacucho (9 de diciembre de 1824). En este sentido, el período histórico llamado Independencia no es propiamente la República, aunque José de la Riva Agüero (el conde de Pruvonena) y José Bernardo de Tagle (el marqués de Torre Tagle), fueran nombrados presidentes de manera sui generis por el primer Congreso Constituyente de 1823. Forzando aún más el análisis, puede sostenerse que ni siquiera en 1824 (cuando el general Juan Pío Tristán y Moscoso, último virrey, acató la Capitulación) la fase republicana se había iniciado formalmente. Lo que había concluido era el período colonial hispano, pero aún no existía república, ni gobiernos peruanos libres de la presencia de los ejércitos foráneos (Durand, 1998, t. V, pp. 113 y 115). Dicho en otras palabras, el período de la independencia es la colonia que está derrumbándose y, al mismo tiempo, es la república que se anuncia pero que todavía no existe como tal. Desde esta óptica, resulta lógica la opción de Basadre de iniciar la etapa republicana en fecha posterior a 1826, es decir, a la salida precisamente de todas las fuerzas extranjeras del suelo patrio. Solo a partir de la elección del general José de La Mar como presidente de la República en junio de 1827, puede afirmarse que el Perú iniciaba el lento proceso de institucionalización de su aparato estatal en forma soberana. Recién, entonces, puede decirse con propiedad que empezaba la República, aunque esto se efectuara sobre escombros e incertidumbres, como veremos más adelante.

El segundo asunto que, igualmente, merece una breve alusión tiene que ver con la naturaleza y el sentido de la gesta emancipadora en sí. Al respecto, los aportes o planteamientos teóricos se hallan, en cada caso, sujetos a una revisión de carácter histórico. Por ejemplo, la versión de una independencia “impuesta” o “concedida” no parece tener el asidero histó-rico suficiente como para respaldar y justificar su enunciado. Al contrario, la argumentación histórica reconoce y pondera el antiguo deseo y el ferviente esfuerzo de los peruanos, en mayor o menor medida, por lograr la definitiva ruptura política con la metrópoli hispana. En este sentido, es oportuno recordar que el virrey Pezuela, vencedor en los campos de Vilcapuquio y Ayohuma, el general que había derrotado a Belgrano y a Rondeau con ejércitos inferiores en número y armamento, no podía sentir temor ante la anunciada invasión de un ejército patriota de cuatro mil hombres. “Lo que preocupaba y angustiaba a Pezuela —dice Félix Denegri (1972)— era la fuerza expansiva del patriotismo peruano cada vez más decidido e impulsivo” (p. 295). Infortunadamente, la presencia del espléndido poder realista en nuestro suelo (reconocido entonces por propios y extraños) frustró esa vieja y colectiva aspiración nacional; realidad que no se dio en otras partes del continente sudamericano. Recordemos, además, que la capital limeña a lo largo del período colonial fue el eje preponderante e indiscutible del quehacer tanto administrativo como político y militar del extenso virreinato peruano. “Sede de los engorrosos manejos burocráticos y de la poderosa aristocracia mercantil colonial, Lima terminó siendo el último baluarte de las posiciones realistas en América”, nos dice Carlos Aguirre en su libro publicado en 1995 y que aquí citamos (p. 28).

Por otro lado, minimizar o menoscabar la participación de las clases populares (criollos, mestizos, mulatos, negros e indios) en el proceso independentista, resulta, asimismo, una interpretación sesgada que amerita un análisis más amplio e integral de verificación histórica. Obviamente, la participación de estos sectores en su conjunto no fue igual ni homogénea por causas de variada índole que han sido identificadas y explicadas por diversos historiadores con meridiana claridad. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que los tres primeros grupos (criollos, mestizos y mulatos) tuvieron una mayor y significativa intervención respecto a los dos últimos que, en algunos casos, fueron enrolados a la fuerza o con engaños.

De hecho, el ejército de San Martín hizo algunas tímidas llamadas a los grupos oprimidos, ofreciendo la manumisión de los negros esclavos de las haciendas costeñas, a cambio de su enrolamiento en las tropas, y declarando la abolición del tributo y del servicio personal de los indios. Por su lado, el ejército de Bolívar se vio obligado a recurrir a medidas propias del enganche para obtener de los pueblos los hombres que le eran necesarios. Estos fueron conducidos a los centros de operaciones bajo fuerte custodia para evitar su deserción. Pero, pese a esta vigilancia, los desertores fueron tan numerosos como los reclutas. (Bonilla, 1972, pp. 57-58)

Sobre estos dos últimos grupos, semejante actitud encontramos en las fuerzas realistas comandadas por Canterac, Valdez y el propio virrey La Serna en su afán de incorporarlos a sus tropas. El resultado fue el mismo: el ocultamiento o la deserción de los oprimidos. Excepción de todo lo dicho (principalmente en referencia a los indios) fue, sin duda alguna, la actuación de un sinnúmero de ellos en las famosas y decisivas guerrillas o montoneras de la Sierra Central (estudiadas exhaustiva y estupendamente por Raúl Rivera Serna, 1958), donde destacaron personajes como Ignacio Quispe Ninavilca, último descendiente de los caciques de Huarochirí y de notable influencia regional. Otro caso anterior fue el de Mateo García Pumacahua (1814), caudillo indígena y célebre e influyente cacique de Chinchero.

En cuanto a la afirmación de que en nuestro medio “no existió una clase que orientara y condujera la lucha con una clara conciencia del sentido del proceso emancipador” (Roel, 1980, t. VI, p. 214), se puede decir que —a la luz de las evidencias históricas de la época— resulta un enunciado que merece, asimismo, una revisión o análisis para determinar su grado de veracidad. Lo que resulta innegable es que en las postrimerías del siglo XVIII y en el tránsito de esta centuria a la siguiente, los testimonios mencionan las numerosas rebeliones y conspiraciones que hicieron estremecer diferentes regiones del Perú. En este sentido, un sinnúmero de convulsiones, revueltas, levantamientos y revoluciones (con afanes reformistas, separatistas o de protesta, unos u otros) se sucedieron en el territorio peruano desde 1780 hasta las proximidades del decenio de 1830. Puede hablarse, inclusive, de un permanente estado de guerra en ese casi medio siglo de vida interna. En efecto —dice Félix Denegri Luna (1976)— en esa media centuria se sucedieron, entre otras, las rebeliones de José Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru II), la de su hermano Diego Cristóbal, la sublevación de Juan Santos Atahualpa, el levantamiento de Juan Crespo y Castillo, la insurgencia de Mateo García Pumacahua, las conspiraciones de los hermanos Vicente, José y Mariano Angulo Torres, y la insurrección de Francisco Antonio de Zela (Denegri, 1976, t. VI, vol. I, p. 31). En todas estas confrontaciones, hubo un líder o caudillo que, conscientemente, orientó las acciones de sus seguidores; que el resultado les fuera adverso, no es óbice para reconocer su decidido empeño y su firme propósito de reivindicación frente a la prepotencia y hegemonía del poder real. Semejante argumento puede formularse a favor de las sucesivas conspiraciones limeñas de Riva Agüero, Torre Tagle, Berindoaga (vizconde de San Donás), Vásquez de Acuña (conde de la Vega del Ren) y de muchos otros patriotas. Por lo demás, en algunos casos, las grandes revoluciones a escala mundial contaron con un líder o conductor y no precisamente con una “clase política” que le sirviera de soporte o sostén.

En el plano doctrinario e ideológico, es de antaño reconocida no solo la perseverancia e inquietud de muchos pensadores criollos en torno al afán independentista, sino también su innegable preponderancia en el actuar de quienes, más tarde en momentos cruciales, serían considerados con toda legitimidad los “Padres de la Patria”. En este sentido, la influencia de Viscardo y Guzmán, Bravo de Lagunas, Baquíjano y Carrillo, Vidaurre, Rodríguez de Mendoza y Unanue, fue decisiva y gravitante. Todos ellos fueron conscientes de su rol a favor de la liberación política de España o, cuando menos, de la necesidad perentoria de un cambio del statu quo reinante desde épocas pretéritas. Separatistas o reformistas, ellos fueron los paradigmas que, junto con los enciclopedistas e ilustrados de la Europa dieciochesca, estuvieron presentes en el pensamiento y en el accionar de los indicados “Padres de la Patria”.

Otro asunto no suficientemente esclarecido y que amerita también una breve mención, es el referido al absoluto convencimiento de los patriotas americanos respecto a la necesidad perentoria de acabar con el principal (y único) núcleo de poder realista en el Continente que se jactaba de catorce años de triunfos y que se hallaba focalizado en Lima “la capital o sede del más poderoso y del más antiguo de sus virreinatos”, en palabras de Vicuña Mackenna (1924, p. 62). Ellos eran conscientes de que el poder de España se hallaba intacto en la tierra de los incas y que mientras él subsistiera, todo lo ganado en términos de vida autónoma corría el virtual riesgo de perderse; por lo tanto, era apremiante e imperiosa su destrucción in situ4. Semejante parecer lo compartían los patriotas peruanos desde tiempo atrás. Recordemos que la sociedad peruana a comienzos del siglo XIX no se reducía ya a los supérstites del incario (según el oportuno reclamo aparecido en el Mercurio Peruano), pues a su lado estaban las vastas poblaciones de criollos, mestizos y mulatos; y al sumarse estos a la marea revolucionaria, alteraron en forma decisiva la concepción estratégica de la lucha emancipadora. En la Universidad Mayor de San Marcos y en el Convictorio de San Carlos dialogaron profesores y alumnos, en torno a la coyuntura política y económica imperante, exponiendo teorías sobre la naturaleza de sus problemas y las ventajas de la libertad. Reconocieron que el Perú era el centro del dominio español en la América del Sur, tanto por la prestancia de su tradición cultural, como debido a la ventajosa posición geográfica y la riqueza de sus recursos naturales; y que la empresa de hacerlo independiente requería la cooperación de cuantos sostenían en el Continente la causa de la libertad y la ilustración. Consecuentemente, prodigaron su actividad en planes y movimientos sediciosos, encaminados a socavar la estabilidad del régimen colonial (Tauro, 1973, p. 14).

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