Kitabı oku: «Construcción política de la nación peruana», sayfa 3

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Ciertamente, lo expresado por nuestros connacionales se ajustaba a la verdad histórica. Una rápida mirada retrospectiva nos señala que desde mediados del siglo XVI fue el Perú el centro del poder español en América meridional. Es en nuestro suelo donde se organizaban las expediciones que someterían a la corona española los dominios actuales de Chile, Ecuador, Alto Perú (o Bolivia), norte de la actual Argentina, las regiones del río Amazonas, etcétera. Esa condición geopolítica no la perdió el Perú con el transcurrir del tiempo; y Lima, en la práctica, fue la cabeza del gigantesco imperio español en la región. En la centuria decimonónica, desde Lima salió el apoyo económico que dio impulso a la victoriosa resistencia platense a las fracasadas invasiones inglesas; de la capital, asimismo, partieron fuerzas militares realistas para la lucha contra los patriotas de Chile, Alto Perú, Río de La Plata, Quito y la lejana Panamá5.

Todo ello —dice Félix Denegri (1976)— significó para el Perú un enorme sacrificio financiero y humano que lo dejó postrado social y económicamente, pues además de su propia guerra de la Independencia, el virreinato peruano tuvo que participar en los otros esfuerzos continentales. En todo ello, obviamente, las movilizaciones de tropas de nuestro virreinato hacia tantos y tan variados frentes no solo representaron la recluta de miles de hombres para atender la lucha en puntos tan alejados, sino que afectaron hondamente su economía, provocando el abandono de los campos y la quiebra de la industria textil (obrajes) que, no obstante ser primitiva, daba trabajo a un buen número de familias. Prácticamente, el 10 % de la población masculina de entonces fue llamada a las armas. ¿El resultado? El nefasto impacto que sufrió el Perú antes de la llegada de la Expedición Libertadora del Sur. Las guerras de la Independencia, después del desembarco del ejército sanmartiniano en Pisco (1820) y hasta la victoria de Ayacucho (1824), multiplicaron esos esfuerzos (Denegri, 1976, t. VI, vol. I, pp. 31-34).

Ciertamente, este enorme esfuerzo desplegado por nuestro país fue claramente percibido por los líderes de la revolución independentista sudamericana, pues ya en el año 1810, ejércitos platenses bajo el mando de Juan José Antonio Castelli emprendieron la marcha sobre el virreinato peruano, pero fueron derrotados por el general José Manuel de Goyeneche en Guaqui, casi en las fronteras mismas del Perú. Por eso José de San Martín, Simón Bolívar, Juan Martín de Pueyrredón y Bernardo O’Higgins, por citar solo unos pocos nombres de una lista que podría ampliarse, creyeron con plena certidumbre que ningún país sudamericano podría ser libre mientras no se consiguiese la emancipación peruana (Denegri et al., 1972, p. 214).

Bajo este convencimiento, los gobiernos independientes organizados en Buenos Aires, Chile y Nueva Granada comprendieron (y así lo divulgaron) que su propia seguridad los obligaba a doblegar inevitablemente las reservas del poderío español existentes en el Perú6. Su lucha por la independencia alcanzó así la intensidad y la gloria de una gesta, porque debía resolverse en tierra peruana la fundamental contradicción entre despotismo colonial y libertad nacional. Pero tal coyuntura —como lo subraya Basadre (1968)—gravitó sensiblemente sobre el desarrollo histórico del Perú, debido a la excesiva prolongación de las campañas militares libradas en su suelo (1820-1824). En este sentido, la Gran Colombia7, Chile y las provincias del Río de La Plata eran naciones soberanas, pero se veían obligadas a “vivir con el arma bajo el brazo” temerosas de que el virrey del Perú, dueño de un rico imperio, con un ejército de 25 000 hombres, marchase en cualquier momento al sur o al norte, traspasase sus linderos, inflamase el espíritu de rebelión de los realistas vencidos, y pusiese en peligro la victoriosa causa, que costaba casi tres quinquenios de guerras heroicas y de máximos esfuerzos8. Se preocupaban, con razón, de la suerte de su vecino, porque mientras los peruanos no fuesen libres, tenía que mirarse aquella región como una amenaza persistente contra la independencia de toda la América del Sur. De aquí nació en el ánimo de estas tres regiones la idea de aliarse a su vecino con ejércitos, escuadras, dinero y recursos de todo género, con el firme propósito de destruir de raíz y para siempre el último, pero también el más formidable, núcleo de tropas que conservaba España en el vasto continente americano.

Al impulso, pues, de aquel afán pragmático de autoconservación, las naciones independientes acometieron tempranamente la empresa de coadyuvar a redimir al Perú9. Los siguientes testimonios sanmartinianos así lo confirman. Tres meses después de haber tomado posesión del mando del Ejército Auxiliar del Perú, en extensa misiva a su amigo íntimo Nicolás Rodríguez Peña, San Martín concluye diciéndole:

Ya le he dicho a usted mi secreto. Un ejército pequeño y bien disciplinado en Mendoza es suficiente para pasar a Chile y acabar allí con los godos, apoyando un gobierno de amigos sólidos para concluir también con la anarquía que reina. Aliando las fuerzas pasaremos por el mar a tomar Lima: ése es el camino y no otro. Convénzase que hasta que no estemos en Lima la guerra no acabará para nadie…10

Dos años después, en una extensa carta a su apreciado amigo Tomás Godoy Cruz (fechada en Mendoza el 12 de mayo de 1816), San Martín le dice sin eufemismo alguno: “Lima, con la presencia de la formidable fuerza realista, será siempre el azote de la libertad del continente…”11. Y tres años más tarde, en una nota confidencial a su igualmente fraterno amigo Bernardo O’Higgins (fechada en Mendoza el 9 de noviembre de 1819), le expresa:

No pierda usted un solo momento en avisarme el resultado de Cochrane para que sin perder un solo instante pueda marchar yo con toda la división a ésa, excepto un escuadrón de granaderos que dejaré en San Luis para resguardo de la provincia. Se va a cargar sobre mí una responsabilidad terrible, pero si no se emprende la expedición al Perú todo se lo lleva el diablo12.

Por su parte, los testimonios bolivarianos (no menos numerosos ni menos importantes) son igualmente reveladores de este sentir. ¿Por qué atribuía tamaña importancia Bolívar a la libertad del Perú? Al igual que San Martín (a quien llamó en una carta “mi compañero”) comprendía la importancia geopolítica del más viejo virreinato de América del Sur, sus reservas materiales y las riquezas que, aún después de la guerra y las exacciones, le quedaban. Por otro lado, las proyecciones continentales de una derrota en el Perú (que lo aterraba) lo llevaban a gestionar ayuda y refuerzos a otras patrias americanas. Bernardo Monteagudo, revolucionario argentino, ministro de San Martín hasta su caída por un motín durante el viaje de este a Guayaquil, fue comisionado por el Libertador caraqueño para pedir ayuda a México, “a fin de que no falte ningún americano en el ejército unido de la América meridional” (Bolívar, 1910, I, p. 789). Monteagudo viajó a Centroamérica, y solicitó y obtuvo ayuda para el ejército del Perú. Toda América, en una forma u otra, recibió la petición del visionario Libertador (Townsend, 1973, p. 134). Resumiendo su pensamiento sobre el tema, Bolívar (1910) dijo en una oportunidad: “Al perderse el Perú se pierde el sur de Colombia. En el Perú, una victoria acaba la guerra de América y en Colombia ni cuatro” (I, p. 934). Como puede advertirse, ambos Libertadores coincidieron en visualizar que la independencia de América del Sur no se afianzaría mientras una gran fuerza española, como la realista, se mantuviese activa y apoyada por la riqueza y los recursos del Perú.

Y a todo esto, ¿cuál era la actitud de las grandes potencias y de la propia España sobre la independencia de América y del Perú en particular?, ¿de qué manera y con qué intensidad influyeron para la liberación posterior?, ¿cuál era la situación de Europa por entonces? Este asunto, historiográficamente, constituye el cuarto dilema que requiere también una breve explicación o comentario13. Veamos sus principales rasgos. Hacia 1821 ya se habían perdido los ecos de las campañas napoleónicas, la hierba había vuelto a crecer sobre los campos de Dresde, Leipzig y Waterloo y un nuevo orden imperaba en Europa encabezado por Klemens von Metternich (más conocido como el Príncipe de Metternich) dirigiendo los destinos del gran imperio austro-húngaro; Luis XVIII obedeciendo los dictados del Congreso de Viena; y la Santa Alianza regulando la marcha de las naciones y de las ideas14. Era la época del desquite conservador y de las barreras contra el liberalismo nacido al fragor de la Revolución Francesa15. Como lo recuerda el historiador inglés Eric Hobsbawm (2000), la Santa Alianza (integrada por los imperios ruso, prusiano y austríaco), y en la cual el zar Alejandro ponía el ingrediente mítico, se hallaba en la cima de su poder e influencia mundiales y hasta amenazaba con intervenir en América para restablecer la colonia española en nombre del principio de la legitimidad. En este contexto, la actuación de las grandes potencias fue decisiva y fundamental. En efecto, de acuerdo a evidencias de distinta índole, puede afirmarse que los principales factores externos que favorecieron la victoria de la causa patriota a escala continental fueron tres: a) el apoyo material de Inglaterra que, a través de distintas vías (préstamos, inversiones o financiamiento), se tradujo en dinero fresco para el accionar de los revolucionarios americanos; b) la protección de las Cancillerías norteamericana e inglesa que trabajaron intensa y fructíferamente en pro de las colonias sublevadas contra España; y c) la corriente liberal española que debilitó el vigor de las filas reaccionarias de la Metrópoli16.

Históricamente —como lo subrayó de manera lúcida José Carlos Mariátegui (1959)— tocó a Inglaterra jugar un papel primario en la independencia de Sudamérica17. Y, por esto, mientras el primer ministro de Francia, la nación que algunos años antes les había dado el ejemplo de su gran revolución, se negaba a reconocer el proceso libertario de estas jóvenes repúblicas sudamericanas, Jorge Canning, traductor y fiel ejecutor del interés de Inglaterra, consagraba con ese reconocimiento el derecho de estos pueblos a separarse de España y, consecuentemente, a organizarse republicana y democráticamente. A Canning, de otro lado, se habían adelantado prácticamente los banqueros de Londres que con sus préstamos (no por usureros menos oportunos y eficaces) habían financiado la fundación de las flamantes repúblicas. En este sentido, el ritmo del fenómeno capitalista inglés tuvo en la gestación de la independencia sudamericana una función menos aparente y ostensible, pero sin duda mucho más decisiva y profunda, que el eco de la filosofía y la literatura de los egregios enciclopedistas galos. Desde otra perspectiva —anota el mismo autor— el imperio español se mostraba en declive por reposar solamente sobre bases militares y políticas y, sobre todo, por convivir con una economía debilitada en relación al resto de Europa. España no podía abastecer abundantemente a sus colonias sino de eclesiásticos, doctores y nobles; sus colonias sentían apetencia de cosas más prácticas y de técnicas mucho más eficientes y utilitarias. En consecuencia, se volvían hacia Inglaterra, cuyos industriales y banqueros (colonizadores de nuevo tipo) querían a su turno enseñorearse en estos mercados, cumpliendo su función de agentes de un imperio que surgía como creación de una economía manufacturera y librecambista (Mariátegui, 1959, p. 67)18. En una palabra, era la expansión de carácter económico-comercial desde la pequeña pero privilegiada isla frente al continente europeo. No olvidemos —dice el citado Macera (1976)— que el poder de Inglaterra llegó hasta las antípodas y que la libertad de las colonias americanas (que serían otros tantos mercados británicos) le daría a esa nación no la conquista del mundo, que no la pretendía, sino la verdadera Monarquía Universal.

Inglaterra, pues, nos prestó su invalorable ayuda material. Durante los primeros años de la guerra independentista lo hizo encubiertamente, ya que era aliada de España; pero desde 1815, vencido Napoleón Bonaparte en Waterloo, nos protegió formidable y abiertamente. De este modo, la tierra de la reina Victoria representó el papel de socio capitalista de la revolución americana19. Pero, obviamente, la colaboración inglesa no se limitó al aporte exclusivo de carácter económico o material, sino que también asumió otras modalidades. Por ejemplo, los militares voluntarios de la Gran Bretaña tuvieron actuación heroica en nuestra guerra y pusieron al servicio de los principios e ideales americanos el valor que demostraron y la experiencia que adquirieron en las campañas coalicionistas. La corriente emancipadora del norte (venezolano-neogranadina), recibió el aporte principalmente de jefes y oficiales del ejército; mientras la corriente emancipadora del sur (argentino-chilena) recibió, fundamentalmente, la colaboración decisiva de los hombres de mar. Tomás A. Cochrane, Martin Jorge Guise y Guillermo Brown, fueron los creadores del poder naval de los países insurrectos; Daniel Florencio O’ Leary, Guillermo Miller y Francisco O’Connor, entre otros, orientaron su labor a esgrimir la espada en los campos de batalla. Pusieron, asimismo, su pluma a disposición de los intereses patriotas y —como lo recuerda el citado Jorge Guillermo Leguía— “rindieron su tributo intelectual a la Historia de la Epopeya Independiente con la misma abnegación y la misma eficacia con que derramaron su sangre generosa” (Leguía, 1989, p. 62). Es imposible, por ejemplo, estudiar y conocer a fondo la vida del Libertador venezolano sin dejar de consultar las Memorias de O’Leary y los 31 enjundiosos volúmenes de documentos publicados por él.

Antes de concluir con la acción de Inglaterra en pro de la causa americana, es menester aludir sucintamente a su figura más representativa de esos días y defensor acérrimo de la autonomía americana: el citado Jorge Canning. Nacido en Londres en 1770, Canning (como Benjamín Disraeli posteriormente) se convirtió, por mérito propio, en el hombre símbolo de sus flemáticos compatriotas. Entre los múltiples cargos que desempeñó, sin duda alguna, el más relevante fue el de primer ministro, quedando su nombre en la historia británica como propulsor decidido del libre cambio. En este puesto se mostró enemigo decidido de las tendencias absolutistas que, por entonces, predominaban en el continente y preparó dentro de su patria el cambio hacia una política liberal. Considerado como el orador gubernamental más brillante de su tiempo, cultivó además la sátira aguda y mordaz contra los revolucionarios franceses en el popular y difundido semanario Anti-Jacobin or Weekly Examiner. Adversario tenaz del Príncipe de Metternich, hizo de su patria un baluarte del liberalismo y dio el golpe de muerte a la Santa Alianza, cuando sostuvo que los Estados europeos no debían intervenir en los asuntos americanos20. Su política internacional creó una nueva era en Europa y contribuyó decididamente al predominio comercial británico. Reconoció la independencia del Perú y de otros Estados americanos en 1825, después de la victoria definitiva de Ayacucho. Sus palabras al respecto fueron entonces memorables: “El Nuevo Mundo ha sido llamado a la vida propia en competencia con el Antiguo al que con el tiempo ha de sobrepujar” (citado por Pirenne, 1987, 7, p. 2320).

Al conocer la muerte prematura de Canning ocurrida en agosto de 1827, Bolívar lo elogió como “propulsor universal y legítimo de la causa de la libertad”. Y añadió agudamente: “La humanidad entera se hallaba interesada en la existencia de este hombre ilustre que realizaba con prontitud y sabiduría lo que la revolución de Francia había ofrecido con engaño, y lo que América está practicando ahora con suceso” (1910, II, p. 704).

Ese fue el hombre que entendió e impulsó la idea de verdadera y directa colaboración con aquellos pueblos que, allende el mar, ansiaban y luchaban por su libertad.

El caso de la participación de Estados Unidos a favor de la aspiración independentista de América del Sur es igualmente sugestivo e interesante. Recordemos que esa nación, coronando dignamente la noble práctica del senador Henry Clay en el Parlamento de Washington, no solo reconoció la autonomía de nuestras nacionalidades en 1822, sino que vio con simpatía (y apoyó) desde mucho tiempo atrás la liberación de ellas, pues la cancillería norteamericana se distinguió por su actitud a favor de las colonias desde los primeros gritos de independencia, apresurándose a acreditar cónsules entre los gobiernos nacientes. Sin embargo, fue en 1823, de modo especial, que con la proclamación de la célebre “Doctrina Monroe” el pujante país nos favoreció en proporciones considerables, oponiéndose resueltamente a la funesta intromisión de la citada Santa Alianza en los países hispanoamericanos. Efectivamente, al iniciar su mandato en aquel año, James Monroe (1758-1831), obedeciendo a las oportunas y sabias sugestiones de su secretario de Estado, John Quincy Adams, aceptó la propuesta de Inglaterra de apoyar oficialmente la declaración de independencia de los Estados hispanoamericanos, en contra de las pretensiones de algunos monarcas de Europa continental, de apoyar al rey de España. Con la ayuda de su fiel ministro, preparó Monroe un mensaje que envió al Congreso en diciembre de 1823. Allí hizo las siguientes afirmaciones fundamentales: a) Estados Unidos no interferiría en las colonias europeas aún existentes en el Nuevo Mundo; b) cualquier tentativa de los monarcas europeos de extender su sistema a este hemisferio sería considerada como peligrosa para la paz y seguridad de Estados Unidos; c) la iniciativa de cualquier gobierno europeo de dominar sobre las antiguas colonias que hubieran declarado su independencia sería considerada como inamistosa por Estados Unidos; y d) el territorio de América no podría ser colonizado por potencias europeas (esta última declaración se oponía a la pretensión del zar de Rusia sobre una parte de Norteamérica). A este conjunto de directivas se dio en llamar la “Doctrina Monroe”. De esta manera, Monroe nos libró, intimidando a los cómplices del ministro austríaco Príncipe de Metternich (genio político de la Santa Alianza) de la agresión de las escuadras y divisiones de la ominosa agrupación21. En una palabra, la acción diplomática estadounidense, como la inglesa, fue para la causa de nuestra emancipación, idéntica a la de Francia y España respecto de la autonomía de las trece colonias inglesas del Atlántico. La independencia de América Española quedó así protegida, simultáneamente, por la indicada “Doctrina Monroe” y por la actitud franca y decidida de la corona inglesa.

En el plano personal, cabe resaltar el papel del médico norteamericano Jeremy Robinson (más conocido como el doctor Pablo Jeremías) a quien Nemesio Vargas califica como el “agente principal” de los emisarios de San Martín antes de su arribo a Lima. En la misma línea, Francisco Javier Mariátegui sostiene que Robinson fue

no solo propagador de las ideas sobre la independencia y obró por ellas, sino que fue un constante e incontrastable apóstol de la democracia: era el predicador contra todas las tiranías, contra todo lo que se oponía a la democracia. (Citado por Paz Soldán, 1920, p. 98)

Robinson fue un cirujano que, a la sombra de su profesión y amparado por el nombramiento de agente comercial de Estados Unidos, llegó a Lima en 1818 para dedicarse con toda energía y entusiasmo a predicar la ideología de los insurgentes. Denunciado al virrey Joaquín de la Pezuela, fue visto con suspicacia y, finalmente, perseguido, tuvo que huir al interior del país para eludir su persecución. Robinson supo conectarse con distintos intelectuales de la época, y entre estos con los del grupo del Colegio de Medicina de San Fernando, entre los que se contaba el rector, doctor Francisco Xavier de Luna Pizarro, los doctores Hipólito Unanue, José Gregorio Paredes, José Pezet y Santiago Távara22.

Finalmente, en cuanto a la actitud de España frente al proceso emancipador, ¿qué puede decirse? En la formidable Historia económica y social de España y América, que dirigiera Jaime Vicens Vives, él señala que a comienzos del siglo XIX el pensamiento político peninsular, al sufrir el impacto de los cambios que trajo la nueva centuria, se había bifurcado en dos grandes corrientes de ideas respecto al problema de la emancipación de las colonias, impropiamente llamado “guerra contra España”. Por una parte —dice— Fernando VII y su partido absolutista, impermeables a las nuevas aspiraciones y doctrinas, no supieron comprender el fenómeno de transformación histórica que se operaba en España, con sus naturales desviaciones políticas, económicas y sociales. Por lo tanto, eran rotundamente opuestos a cualquier idea de transacción o de arreglos pacíficos que contemplara o respetara el sagrado derecho de libertad e independencia de los americanos. Por otra parte, el Partido Constitucional, menos reaccionario, era favorable a las soluciones conciliatorias, pero siempre negando el reconocimiento de la independencia que pretendían las colonias. Así las cosas —concluye dicho autor— en la península no existía un criterio político definido. En todo caso, el proyecto más viable e inmediato era establecer alianzas de tipo constitucional (Vicens, 1972, p. 87).

Bajo este raciocinio e interés, España envió a Buenos Aires como sus comisionados a Antonio Luis Pereyra, oidor de la Audiencia de Chile, y al teniente coronel Luis de La Robla, con el propósito de contemplar los arreglos preliminares que debía producir el reconocimiento sucesivo de su independencia; aunque carecía de las credenciales suficientes, el ilustre patriota Bernardino Rivadavia, ministro de la Junta de Representantes de la Ciudad, se entusiasmó con esta visita y, sobre todo, por la tentadora posibilidad de una solución pacífica y así fue como el 4 de julio de 1823, se firmó la Convención de Buenos Aires que, sin más restricciones que el contrabando de guerra, estipulaba los tres siguientes asuntos: a) la suspensión de hostilidades por 18 meses (una especie de armisticio); b) el restablecimiento del comercio entre ambos Estados; y c) las garantías y seguridades para las propiedades de los beligerantes (Halperin, 1990, p. 167). El gobierno de Buenos Aires gestionaría el asentimiento de los otros Estados americanos a fin de promover una acción solidaria de paz con independencia en toda la región. En ese sentido, Félix Alzaga fue comisionado a Chile y Perú, no teniendo éxito en ninguna de las dos repúblicas. En el caso peruano, el virrey José de La Serna se negó a la suspensión de las armas si no se establecía como base principal el reconocimiento de la autoridad real en el Perú y el retiro de la División de los Andes, enviada en auxilio de los peruanos. La Serna era en esos momentos (1823) el virrey poderoso y, además, el general triunfante en Ica, Torata y Moquegua y, sobre todo, en la funesta campaña de Santa Cruz (Segunda Expedición a Intermedios). En Lima, el Congreso resolvió no tomar ninguna resolución sin la venia de Bolívar, quien al ser informado de la misión de Alzaga había dicho: “que él esperaba que cualquier negociación con los realistas tendría por base la independencia y que, por su parte, no tenía la intención de mezclarse en el asunto” (1910, II, p. 712). Bolívar no rechazaba la idea de negociar con los españoles; exigía, eso sí, la independencia como condición esencial y primaria. De allí que el mismo Antonio José de Sucre, anteriormente, intentara pactar con el mencionado virrey una tregua; asunto que, igualmente, no prosperó.

Finalmente, un quinto asunto que despierta interés y que motiva, igualmente, un sucinto comentario, tiene que ver con el impacto de la Independencia en la vida nacional de entonces y en los años inmediatos que le siguieron. La pregunta que en otra oportunidad hemos planteado: ¿qué cambió y qué pervivió al final de nuestro proceso emancipador?, continúa siendo útil y pertinente para conocer los pareceres o planteamientos que al respecto se han formulado (Palacios Rodríguez, 2014, p. 245). En efecto, a la luz de las recientes investigaciones la indicada interrogante ha sido abordada, fundamentalmente, desde dos vertientes un tanto excluyentes entre sí. La primera sostiene de manera enfática que la ruptura política no significó, de modo alguno y en su conjunto, una transformación sustantiva de la vieja estructura colonial en el más amplio sentido de la palabra; y la segunda, por el contrario, afirma que la guerra independentista provocó, no obstante la subsistencia de esa estructura, significativas alteraciones en el ámbito social, económico y administrativo, respecto al período anterior. ¿Los argumentos expuestos? Aquí un resumen.

Para los defensores o partidarios de la primera opción, la revolución por la Independencia quedó inconclusa; es decir, derrotó militarmente a las fuerzas virreinales, pero dejó las estructuras socioeconómicas intactas. En este sentido, advierten que la añeja estructura de la sociedad establecida desde 1532 no se rompió abruptamente en 1821 con la proclamación de la autonomía política por San Martín, ni en 1824 con la firma de la célebre Capitulación de Ayacucho, ni dos años, después cuando el terco e insurrecto general José Ramón Rodil se doblegó y entregó los castillos del Callao a las fuerzas patriotas sitiadoras. Esa estructura pervivió en muchos aspectos hasta muy avanzado el siglo XIX, conservando casi intactos, incluso, los fundamentos mismos del tejido social y económico que se habían desarrollado y materializado a lo largo del prolongado dominio virreinal. Por ejemplo, el incipiente sistema socioeconómico republicano no solo retuvo la mina, la hacienda y la servidumbre como base de su aparato productivo, sino que también mantuvo el orden aristocrático tradicional en la sociedad. En los socavones y latifundios, indios, negros, y mestizos continuaron laborando en las mismas condiciones en que trabajaban bajo el yugo español.

Dicho de otro modo, para los defensores de esta interpretación, la vida colonial no concluyó con el advenimiento de la República; todo lo contrario. La zigzagueante etapa republicana temprana se asentó sobre las mismas estructuras, jerarquías, privilegios y valores de la antigua sociedad virreinal; no por algo —dicen— habían transcurrido tres siglos de dominio y hegemonía absoluta. De esta manera, la Independencia inauguró un orden donde definitivamente predominaban las prácticas, las matrices y las costumbres coloniales en todas sus formas, incluyendo algunos vicios pretéritos tales como el oscurantismo, la cortesanía, el racismo, el centralismo y el formulismo, presentes, en algunos casos, hasta los tiempos actuales. Por otro lado, en el ámbito legal, los códigos coloniales (como el de minería) continuaron vigentes; y en la diaria administración de justicia, los métodos legales del pasado siguieron igualmente rigiendo la vida y los hábitos de los supuestos nuevos ciudadanos republicanos. En esta línea, muchos peruanos en los primeros años de la etapa republicana representaron el tipo de hombre hecho al ancien régime que seguía fiel a su idiosincrasia y a los esquemas mentales de la fase colonial (Chang-Rodríguez, 1985, pp. 73-76; López Soria, 1985, pp. 82-85; Bonilla, 2001, pp. 105-106).

En cuanto a los propulsores de la segunda opción, su argumentación puede sintetizarse del siguiente modo. La Independencia sin afectar en su conjunto la estructura colonial, ocasionó serias e irreversibles transformaciones no solo en el ámbito socioeconómico, sino también en el administrativo, militar y, obviamente, en el político con mayor énfasis. En respaldo de su planteamiento, mencionan, entre otros, algunos hechos que fueron consecuencia directa de esa mutación. En primer término, los cambios ocurridos no solo acentuaron la debilidad de la elite criolla anterior a las guerras independentistas, sino que también incrementaron sus dificultades económicas (la empobrecieron más). Simultáneamente, consolidaron el control económico de Inglaterra, “control que fue más extenso y más decisivo que el ejercido anteriormente por la metrópoli española”. En segundo lugar, la burguesía criolla ya en crisis en el siglo XVIII, “se debilitó aún más por la acción de las largas y costosas guerras de la Emancipación”. De este modo, “la burguesía comercial se vio maltratada por los sucesivos bloqueos de los puertos y por la invasión de las mercancías europeas”; asimismo, “la facción de la burguesía que estuvo vinculada a otros sectores productivos de la zona rural (como la minería y la agricultura), sufrió un impacto aún más fuerte, en la medida en que estos sectores fueron virtualmente arruinados por la larga confrontación bélica”. Por último, “gran parte del capital mercantil emigró durante las guerras y el resto salió con la expulsión o migración de los españoles” (Bonilla y Spalding, 1972, pp. 58-59).

Ciertamente, esta metamorfosis también afectó (y de modo especial tal vez) a la antigua y opulenta sociedad limeña, “produciendo inevitables cambios en su estructura social” (Aguirre, 1995, p. 29). Por otro lado —en opinión de Alberto Flores Galindo (1985)— la quiebra de la aristocracia mercantil que tenía su sede precisamente en la capital, provocó la desarticulación de una serie de circuitos económicos y financieros a lo largo y ancho del territorio nacional, ocasionando el natural y correspondiente desajuste casi generalizado.

¿Y qué otros cambios pueden señalarse producto de la Independencia? Los citados Heraclio Bonilla y Karen Spalding (1972) y Alberto Flores Galindo (1985) mencionan los siguientes: la profunda desarticulación del espacio (por la pérdida o destrucción de caminos, rutas y puentes), la acentuada desintegración regional, la expansión en gran escala de los extensos dominios agrícolas (latifundios), la destrucción de la producción interna (principalmente vía los obrajes), la extensión del caciquismo local, la crisis de la fuerza laboral (merma de la mano de obra), la disminución poblacional (con una lenta recuperación demográfica posterior), la conquista del mercado interno por los textiles británicos y la absoluta hegemonía de la economía inglesa en general. En el ámbito administrativo, cabe señalar el abandono de las instituciones tutelares (Audiencia, Intendencia, Corregimiento) y la consiguiente anulación de la frondosa burocracia colonial; el surgimiento de una nueva nomenclatura territorial (departamentos, provincias, distritos, y caseríos). Finalmente, en el terreno militar el control político (con los innumerables caudillos a la cabeza), recayó primordialmente en el sector castrense no solo con una data de larga duración, sino también con el usufructo de un enorme poder. En este caso, el Ejército representó para sus componentes un vehículo de rápido ascenso social y económico, sin modificar en su conjunto el statu quo heredado de la colonia; por el contrario, lo perpetuó (Bonilla y Spalding, 1972, p. 60; Flores Galindo, 1985, pp. 26-28). A todo ello, habría que agregar el terrible desafío a la distancia que —según Lizardo Seiner (2014)— fue consecuencia de los desajustes geográficos y territoriales.

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