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III. LAS MIL Y UNA GUERRAS

Ese país tan parecido a este hizo todo lo que pudo, durante un poco más de medio siglo, para no llamarse Colombia. Primero, y en busca de la identidad perdida en las guerras y los monólogos románticos de los héroes de la Independencia, revivió el nombre que le había dado la monarquía española: se puso República de la Nueva Granada. El caballeresco y cortés y enamorado Gonzalo Jiménez de Quesada había bautizado así la tierra tomada, el Nuevo Reino de Granada, en conmemoración del Estado musulmán que el reino católico de Castilla y Aragón había reconquistado –y había expulsado a los judíos y había convertido a los moros en moriscos– en los últimos veintipico de años. Recuperar semejante nombre era recuperar un mundo gobernado y negado desde Santa Fe de Bogotá.

El mapa de diecinueve provincias de la República de la Nueva Granada se parece al mapa de Colombia. En el afán de conseguir una nación, una comunidad con una historia y una cultura y una lengua, se promulgó una nueva Constitución –la neogranadina de 1832– para un Estado centralista y presidencialista con un congreso que representaba un poco mejor a las regiones. Se habló de departamentos y de asambleas y de gobernadores. Se volvió tradición, cuando Márquez se propuso desmontar la obra de Gobierno de Santander, aquello de construir sobre lo destruido: «Nada que huela a…». Se fueron reagrupando los criollos, barajando y rebarajando según los reveses, hasta darles vida al Partido Liberal y al Partido Conservador: fueron federalistas y centralistas, y progresistas y retrógrados, hasta convertirse en liberales y conservadores.

Por supuesto, nada es exacto, ningún gesto humano es preciso. ¿Ha visto usted a estos políticos de ahora que van cambiando de doctrinas y se van refugiando en estos borrosos partidos de ahora a la sombra del caudillo que tenga hipnotizada a una manada? Así era entonces. Podría decirse, en procura del árbol genealógico de nuestros dos partidos, que comenzaron a ser llamados «liberales» muchos santanderistas y federalistas y progresistas y masones que abogaban por una nación libre con un Estado limitado. Y que fueron apodados «conservadores» muchos bolivarianos y centralistas y retrógrados y eclesiásticos que perseguían una nación católica con un Estado vigilante. Pero habría que agregar que tenían en común el intento de sacudirse las estructuras y las mañas coloniales.

Y tenían en común la sangre en la punta de la lengua y los miembros amputados y el salvajismo providencial que es ley en tiempos de guerra: vivieron y sobrevivieron y murieron pensando que ya vendrían tiempos mejores.

Fue en la República de la Nueva Granada en la que se volvieron frecuentes los pretextos para las guerras civiles. Por convertir los colegios en conventos en 1838. Por negar a las regiones y a sus caciques en 1839. Por aplazar en 1840 y por seguir aplazando en 1850 todo lo que tuviera que ver con Panamá. Por imponer en la Constitución de 1853 medidas demasiado liberales –fue en el Gobierno del cejijunto José Hilario López– como la abolición de la esclavitud, la expulsión de los jesuitas, el fin de la pena de muerte, el juicio por jurados, el voto popular, la libertad religiosa y la libertad de la prensa. Por darle un golpe de Estado al presidente caucano y liberal y perseguido José María Obando, hijo ilegítimo de Iragorri y enemigo del dictatorial Bolívar, en 1854: 4000 neogranadinos murieron en ese país habituado al desangre e inauguraron las estadísticas de este genocidio.

La República de la Nueva Granada fue remplazada por la Confederación Granadina en el eterno intento de contener los desmanes que habían traído tanto el pulso entre el federalismo y el centralismo como la pregunta de hasta qué habitación debía intervenir la Iglesia en la sociedad neogranadina. La Confederación logró, aunque «logró» quizás no sea la palabra, que las guerras civiles fueran guerras localizadas, pero no siempre consiguió que los conservadores derrotaran a los liberales. Y, cuando el presidente conservador Mariano Ospina Rodríguez quiso que el Gobierno central recuperara algo del poder cedido, el gobernador caucano Tomás Cipriano de Mosquera lideró un levantamiento liberal que condujo a una guerra general –«por las soberanías», se ha dicho– que duró un poco más de dos años y miles y miles de muertos.

Con la victoria de los liberales vino un país en plural, sí, un archipiélago: los Estados Unidos de Colombia.

Desde su propio nombre aseguraba que era una suma de países que no había comenzado por la Conquista sino por el Descubrimiento. En un giro típico de estos parajes, en los que se habla del horror en pasado a ver si deja de pasar, fue de la bandera tricolor de bandas verticales de las revoluciones a la bandera tricolor de bandas horizontales de los estados apaciguados, que es la bandera de Colombia: el amarillo es el tesoro de la tierra, el azul es la riqueza de los mares y el rojo es la sangre de los héroes y de los villanos. Y se expidió desde Rionegro, Antioquia, una nueva Constitución –sí– que dio origen a una era de liberales implacables que suele llamarse la era del Olimpo Radical: veinte años de estados soberanos, de libertades individuales, de educaciones laicas, de autoridad parlamentaria, de curas echados a patadas.

Puede ser que este pulso cruento, entre clericales y anticlericales, se encuentre en la base de nuestra locura. Caudillos lúcidos y demenciales como Tomás Cipriano de Mosquera, José Hilario López y José María Obando, que en las últimas décadas habían estado comandando las batallas para imponer el liberalismo en los Estados Unidos de Colombia, pertenecían a la federalista e irreligiosa logia masónica. Y, sin embargo, el poder mundano de los jerarcas de la Iglesia católica y de los godos –que así fueron llamados los españoles por los musulmanes en el Siglo de Oro y así fueron llamados los defensores de España por liberales e independentistas– seguía dando caciques políticos y seguía produciendo una fuerza popular que no se podía tapar con un dedo.

En los Estados Unidos de Colombia hubo leyes liberales para un mundo que, habitado por 2 951 323 almas de Dios y cientos de miles de fantasmas, a duras penas salía del feudalismo. Se creó la Universidad Nacional de Colombia y se expandieron las comunicaciones. Pero también sucedieron un reguero de elecciones presidenciales y una cadena de cuarenta guerras civiles que fueron a dar –en 1876– a una confrontación dantesca entre las fuerzas liberales y un alzamiento de clérigos y oficiales y guerrilleros conservadores. Triunfaron al final las fuerzas gubernamentales. Y el general Julián Trujillo Largacha, que llegó a la presidencia como un popularísimo héroe de guerra, desterró a los obispos de Medellín, de Pasto, de Popayán y de Santa Fe de Antioquia por haber empujado e incendiado el levantamiento godo.

Fue en la posesión del liberal moderado Trujillo, el lunes 1º de abril de 1878, cuando el presidente del Congreso pronunció una sentencia con vocación de profecía que hasta hoy sigue siendo una estrategia digna de El príncipe: «El país se promete de vos, señor, una política diferente, porque hemos llegado a un punto en que estamos confrontando este preciso dilema –dijo el enfermizo e hipocondríaco Rafael Núñez, otro liberal moderado en ese entonces, antes de tomarse el poder–: regeneración administrativa fundamental o catástrofe». Se trataba de declarar oficialmente el desastre, que basta echar una mirada para verlo, en busca de la refundación de la patria. Se trataba de señalar el incendio para ofrecerse de bombero. Era ahora o nunca si la idea era evitar el regreso a la presidencia del Olimpo Radical.

Y así, en los dos años que vinieron, el liberalismo moderado terminó convertido en el movimiento regenerador. Y el pálido e incontinente de Núñez fue, en 1880, el presidente que siguió.

IV. EN BUSCA DE LA NACIÓN PERDIDA

Fue la Regeneración liderada por Rafael Núñez la que consiguió que este país se llamara Colombia, la República de Colombia, por siempre y para siempre. Tanto en Ecuador como en Venezuela muchos patriotas de buena memoria sintieron –y además lo dijeron– que era una afrenta y una bajeza quedarse definitivamente con un nombre que había querido ser el nombre de todo un continente, pero el debate se fue desvaneciendo en las pesadillas diarias de la región. Núñez se fue encorvando y empequeñeciendo y exasperando, por culpa de todos sus males, en el par de décadas que gobernó estas tierras. Su proyecto regenerador, que volvió a una nación de naciones cosidas por la fe, resultó ser el único remedio que le hizo efecto.

La Regeneración de Núñez recreó el Estado centralista, proteccionista, todopoderoso, confesional, que los liberales radicales habían tratado de desterrar, pero que era una cultura que estaba cumpliendo siglos y siglos. Vino otra guerra civil reticente al principio y siniestra al final, de 1884 a 1885, pues los estados soberanos del liberalismo se negaban a quedarse mudos y a encoger los hombros mientras el Gobierno acababa con años de luchas por las libertades. Sin embargo, tras la apocalíptica batalla de La Humareda, en El Banco, Magdalena, y con el apoyo de los conservadores y de los gobiernistas de turno –que el gobiernista ha sido, en realidad, el partido más sólido de la democracia colombiana–, el proyecto de Núñez se convirtió en la realidad del país.

Espantado igual que siempre por las ovaciones de su pueblo, forzado por las voces que lo aclamaban y lo beatificaban desde la calle, el presidente Núñez salió al balcón del palacio de Gobierno a pronunciar una sentencia de muerte: «La Constitución de Rionegro ha dejado de existir –le dijo a aquella multitud–: sus páginas manchadas han sido quemadas entre las llamas de la Humareda».

Colombia ya no iba a ser el experimento de los liberales, sino la sociedad de Dios, espeluznante y monárquica, que había sido desde antes de los embelecos románticos e independentistas. Desde ese momento sería el presidente de la república quien los nombraría a todos, a los alcaldes y a los gobernadores, desde las lejanas y frías lomas de Bogotá. A partir de esa victoria sería «evidente el predominio de las creencias católicas en el pueblo colombiano», advirtió. Luego lanzó una maldición: «Toda acción del Gobierno que pretenda contradecir ese hecho elemental, encallará», vaticinó. Y muy pronto se le devolvieron a la Iglesia sus privilegios y sus tierras y su dominio absoluto sobre la educación –y la vida íntima y la doble moral– de los colombianos.

Resultó ser el hispánico y católico y gramático Miguel Antonio Caro, que fue vicepresidente en 1892 y presidente en 1894 en nombre del Partido Nacional de Núñez, quien despojó de sus libertades al Estado fuerte que perseguía el movimiento regenerador. En la Constitución Política de la República de Colombia de 1886, que él mismo redactó, no sólo se advierte que «la nación colombiana se reconstituye en forma de república unitaria», sino que lo hace «en nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad», porque sólo el catolicismo y la lengua española –según repetía Caro, pues lo creía, en las salas bogotanas– podía convertir a todas esas culturas en una única cultura y a todos esos países en un único país.

El presidente Caro refundó el país como si «Colombia» ya no significara «la tierra que entró a la Historia de Occidente por obra y gracia de Colón» sino «la nación fundada por el catolicismo en español». Su Constitución de 1886 dio paso al estado de sitio como modo de Gobierno, a la represión, a la censura, a la sociedad silenciosa, de campanarios, obligada a vivir de puertas para adentro hasta padecer su propio trastorno de identidad disociativo. Su Gobierno exacerbó el miedo patológico que el establecimiento –y sus agradecidos siervos– les tenían a las manifestaciones socialistas desde las protestas de los artesanos a mediados del siglo XIX: «El ideal comunista es un ideal falso y absurdo, como hijo, al fin, de la envidia», declaró Caro, «el socialismo cristiano, que procura ensanchar la esfera de la propiedad gratuita, es un ideal generoso y científico, hijo de la caridad».

Así fue. La Regeneración, temerosa de la lucha creciente de las clases, estableció un imperio solemne y grave que remplazó el criterio de la solidaridad por el criterio de la caridad. Y, harto de las revoluciones fallidas de las últimas décadas, hizo regresar al país a un hispanismo que sin embargo no renegaba de la independencia ni de la figura mesiánica de Simón Bolívar: «¡Libertador! Delante / de esa efigie de bronce nadie pudo / pasar sin que a otra esfera se levante, / y te llore, y te cante, / con pasmo religioso, en himno mudo», escribió el señor Caro, en su oda «A la estatua del Libertador», como si quisiera dejar en claro que su República de Colombia era también la nación hispánica que Dios le había susurrado a Bolívar. El país fue asumiendo esa visión que exacerbaba el delirio y el abuso religioso, y que los aliviaba al mismo tiempo, pero no sucedió sin violencia.

El martes 22 de enero de 1895, unas semanas después de la muerte del Regenerador Núñez, el jefe francés de la nueva Policía Nacional –el cándido monsieur Gilibert– frustró un golpe de Estado contra esa presidencia que se había conferido la facultad de detener a sus enemigos sin juicio previo. El viernes 15 de marzo los ejércitos del Gobierno liderados por el general Rafael Reyes derrotaron a las tropas liberales en una nueva guerra civil que duró un poco más de dos meses y que dejó un río de cadáveres. Hubo entonces unos pocos días de tregua. Pero cuatro años después, luego de escarceos y de conspiraciones para tumbar al Partido Nacional antes de que se lo tomara todo e impusiera su centralismo anacrónico, empezó esa brutal Guerra de los Mil Días que fue una pesadilla enfrente de todos.

Las guerrillas liberales, lideradas por caudillos como Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera, apoyadas por combatientes venezolanos que no soportaban las ínfulas de los nacionalistas colombianos, se alzaron contra los déspotas persecutores en Santander, en Cauca, en Tolima, en Panamá. Y, tras un año de enfrentamientos descarnados y feroces, el partido de Gobierno no soportó más los embates de la guerra civil. Y los conservadores implacables, que no se sentían del todo cómodos con los postulados de la Regeneración, pues eran un problema para los negocios, pero que apoyaban sin titubeos al ejército nacional, no sólo se tomaron la presidencia con argucias –con José Manuel Marroquín a la cabeza–, sino que se lanzaron a la defensa del país hasta quedárselo.

Cuando se firmó la paz en el acorazado USS Wisconsin, realmente la derrota de las desquiciadas filas liberales a manos de los monolíticos ejércitos conservadores, la República de Colombia era un camposanto: doscientos mil muertos, doscientos mil huérfanos, doscientas mil familias atragantadas e insomnes en un país de –por mucho– unos cuatro millones de personas. Empezaba, además, el siglo XX.

V. LA REPÚBLICA INEVITABLE E INVIVIBLE

El siglo XX fue el siglo de la decadencia de la razón, el siglo de la vergüenza humana, el siglo que dejó en claro, por si acaso quedaba alguna duda, que el hombre es el único ser de la creación que no le ha servido de nada a la naturaleza. Este país, que desde su nombre estaba poniendo en claro que ya no tenía que ser España pero que sentía una profunda nostalgia de los días en los que era una colonia, comenzó su siglo XX el martes 3 de noviembre de 1903. Quizás lo empezó a vivir el viernes 6, pues fue sólo hasta entonces cuando se supo en Bogotá la noticia de que un puñado de líderes panameños cansados del infierno –y apoyados por aquel Gobierno gringo, perdonavidas e impaciente, que necesitaba construir un canal interoceánico– habían constituido una República de Panamá independiente de la República de Colombia. De nada habían valido las misiones diplomáticas del Gobierno ni las bravuconadas del Congreso colombiano.

Dos semanas después, diecisiete países de la Tierra que no imaginaba el siglo XX, empezando por Estados Unidos de América y por Francia, reconocieron la soberanía de Panamá.

Y Colombia se replegó aún más, como cualquier archipiélago que se respete, en esa hegemonía de presidentes conservadores que tal vez había empezado por los mandatarios del movimiento regenerador, pero que se fue consolidando con el paso de los Gobiernos. El general Rafael Reyes montó un Gobierno autoritario pero amable con los dos partidos, y progresista en ciertos sentidos, que resultó un alivio de posguerra hasta que empezó a tomar cara de dictadura. El estadista Carlos Eugenio Restrepo, una rareza y una tregua, cumplió con su promesa de gobernar para todos los departamentos, para todas las religiones y para las dos ideologías.

Y no obstante, a su salida, aunque habría que reconocer que la guerra paró, empezaron a darse con cuentagotas las señales de la locura colombiana y los signos del resquebrajamiento de la hegemonía: del Gobierno godo de Concha al Gobierno godo de Abadía Méndez.

Desde el martes 28 de julio de 1914 se dio la Primera Guerra Mundial para dejarle en claro a quien le correspondiera que, tal como se ve en la película La gran ilusión, habían llegado a su fin el honor y el heroísmo en el campo de batalla: aquel horror, sepia y negro y rojo, era el rito del fracaso humano. El jueves 15 de octubre de ese mismo año, Rafael Uribe Uribe, el veterano general de la Guerra de los Mil Días que era el único liberal en el Congreso y que sospechaba que de algo podían servirle al país las ideas socialistas, fue asesinado a hachazos por un par de artesanos en la Plaza de Bolívar de Bogotá. El martes 6 de noviembre de 1917 sucedió la revolución bolchevique que empujó a una nueva generación de liberales a incorporar a sus programas las reivindicaciones socialistas tan temidas en Colombia. En marzo de 1923, el presidente Pedro Nel Ospina, el primer delfín al poder que creía firmemente que lo mejor que podía pasarnos era que «Colombia» significara «colonia de los Estados Unidos», pidió los consejos de la llamada Misión Kemmerer que había estado poniendo en orden las finanzas de varios Estados Latinoamericanos. El lunes 2 de enero de 1928 murió el jefe resuelto e inquebrantable que prohibía las divisiones del Partido Conservador: el todopoderoso monseñor Perdomo. El martes 30 de octubre de ese mismo año se expidió la Ley 69, «La Heroica», que prohibía la lucha de clases, las huelgas, los ataques a la propiedad privada: los jefes conservadores y los curas les tenían pánico –y estigmatizaban con el grito de «¡comunistas!»– a los miembros de ese creciente movimiento obrero que estaba encontrando su lugar en el renovado Partido Liberal. Y el miércoles y el jueves 6 de diciembre de semejante bisiesto sucedió aquella matanza nauseabunda, la masacre de las bananeras, que recordó y predijo una cultura de la mortandad, de la aniquilación, del exterminio como resolución de los conflictos: «Y los fusiles quedaron impregnados de mierda», se lee en La casa grande de Cepeda Zamudio.

Fue en la plaza de Ciénaga: unos tres mil huelguistas, de los veinticinco mil que en las últimas tres semanas se habían enfrentado a una United Fruit Company agrandada y envilecida por aquella «Ley Heroica» que legitimaba la explotación, escucharon tres toques fúnebres de corneta y escucharon un «¡Viva Colombia libre!» y un «¡Viva el ejército!» antes de ser masacrados por trescientos soldados. El editorial de El Tiempo dijo: «Pero resta averiguar si no hay medidas preferibles y más eficaces que las de dedicar la mitad del ejército de la República a la matanza de trabajadores colombianos…». Y el representante liberal Jorge Eliécer Gaitán, de veinticinco años, subió al escenario colombiano a probar en un gigantesco y estudiado debate en el Congreso que los corruptos represores estaban detrás de la masacre de por lo menos trescientos trabajadores: «Y que no hable el presidente de la república de hechos políticos aquí donde sólo hubo por parte de los militares pecados contra los artículos del Código Penal», reclamó el valeroso Gaitán en su discurso.

La violencia es la corrupción del poder y el fin de la autoridad: el conservatismo estaba prohibiendo lo último que podía prohibirles a los colombianos, que seguían siendo piadosos y temerosos del cielo, porque –después de medio siglo de arañar posiciones en los Gobiernos de turno– era el momento de que llegara a la presidencia ese nuevo Partido Liberal con vocación al desagravio y a la redención social: el momento de que empezara ese capítulo desafiante e impulsivo, el de la República Liberal, que le impuso la modernidad a la Colombia confesional y feudal de siempre como metiéndole un sistema operativo revolucionario a una ominosa computadora vieja. Las presidencias decorosas de Olaya Herrera, López Pumarejo y Santos Montejo, miembros de aquella generación del Centenario que se había tomado el liberalismo y se había tomado El Tiempo, quisieron imponer la reivindicación de los trabajadores, la redistribución de las tierras, el reconocimiento de las mujeres, la libertad de cultos, pero, por medio de Gobiernos en los que se tenía en cuenta a los líderes godos, también trataron de alcanzar cierta estabilidad en medio de la típica zozobra.

Hasta el domingo 8 de enero de 1939: fue esa mañana cuando un mitin del Partido Conservador en Gachetá, Cundinamarca, terminó en una serie de disparos a los nervios y en una gritería entre rojos y azules y en una matanza de nueve muertos y diecisiete heridos. El líder del conservatismo Laureano Gómez Castro, el opositor inclemente que fue creciéndose y ensombreciéndose hasta ser apodado el Monstruo por hacedores de prejuicios, asumió de inmediato que el Gobierno de su excompañero de luchas Santos Montejo estaba detrás de la masacre y prometió en los altares del senado que a fuerza de aniquilamientos y atentados –ya lo había escrito en el diario El País– haría «invivible la República». Dígame usted si no era claro desde entonces que esta no era una nacionalidad sino un trastorno.

El bolcheviquismo conquistaba a un puñado de ilusos y el fascismo conquistaba a la derecha ciega a los términos medios. Pero, como lo que de verdad entretenía y abrumaba a los líderes colombianos era lo que había estado sucediendo en España, empezaba a simularse aquí una versión inverosímil –una versión al revés– de la catastrófica y traumática Guerra Civil española. Y era notorio que los liberales se veían a sí mismos como el bando republicano que servía de refugio a los rojos de todos los tonos: el Frente Popular de acá. Y era claro que los conservadores se arrogaban la representación del bando nacionalista que reunía a los más monárquicos y a los más católicos y los más asqueados por la «revolución del proletariado».

Del viernes 1º de septiembre de 1939 al domingo 2 de septiembre de 1945 ocurrió la miserable Segunda Guerra Mundial: una parodia impía e inhumana e irreversible de la Primera –una suma de conflictos a medio resolver, nacionalismos, megalomanías, racismos, sin ningún rezago de romanticismo– que dejó llenos de ruinas a los países colonizadores del mundo más viejo y dejó por lo menos cincuenta millones de fantasmas en los dos hemisferios y dejó en claro a quienes aún tenían fe en el alma que el hombre había sido desde el principio –repito– el único animal que era su propio depredador. Colombia rompió relaciones con las potencias del Eje, la Alemania Nazi, el Reino de Japón y el Reino de Italia, el viernes 18 de diciembre de 1941: sus estrechas relaciones con los Estados Unidos, de colonia, la llevaron a indignarse por el ataque a Pearl Harbor, a perseguir y a expulsar y a encerrar a los alemanes, a declararse en estado de beligerancia luego del hundimiento de tres de sus buques.

El señor López Pumarejo, como un personaje trágico que se niega a oír los vaticinios del resto del mundo, se dejó tentar por la reelección en 1942. Y su regreso al poder, luego de un primer mandato valeroso que emparentó al liberalismo con el socialismo, no trajo las reformas de fondo que esperaban los 673 169 que votaron por él, sino el Gobierno lánguido y decadente y escandaloso y resignado al sino de Colombia que vaticinaron propios y extraños desde la campaña presidencial. El Partido Liberal se partió en dos desde esas elecciones: los incapaces de juntarse con el conservatismo hasta permitirse esta violencia hecha en Colombia y los que insistían en que nunca había salido bien un Gobierno colombiano que despreciara la colaboración del partido opuesto.

Esa esquizofrenia liberal, sumada a las acciones domingueras de aquella Iglesia católica repugnada por las veleidades comunistas de los Gobiernos rojos, y a las jugadas del Partido Conservador, liderado por el altavoz inescrupuloso del señor Gómez Castro, de verdad hicieron invivible e irrespirable la república.

Fue invivible e irrespirable, salvo durante un par de treguas breves, en los quince, dieciséis, diecisiete años que siguieron: habrá gente que diga «durante las siete décadas que vinieron» o «por siempre y para siempre». Pero lo que es seguro es que el Partido Liberal perdió las elecciones de 1946 porque el caudillo Jorge Eliécer Gaitán, de cuarenta y tres años, se negó a apoyar al candidato Gabriel Turbay y se lanzó a encabezar una disidencia que también sirvió para convertirlo en un mito, en un pueblo, en un héroe que quería obligar al «país político» a servirle al «país nacional». Ese domingo 5 de mayo el disidente Gaitán consiguió 358 957 votos, el liberal Turbay logró 441 199, y el conservador Mariano Ospina Pérez, el nieto del dirigente conservador Mariano Ospina Rodríguez que daba mucho menos miedo que Gómez Castro, sacó 565 939.

Y esas eran las cifras de lo que vendría: una embravecida y descontrolada mayoría liberal, a punto de pegar un grito y desatar el fin del mundo, pacificada a sangre y fuego por una policía conservadora.

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