Kitabı oku: «Historia de la locura en Colombia», sayfa 4

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VIII. LA GUERRA PARA LAS DROGAS

No fueron los Gobiernos siguientes los que consiguieron exorcizarles el comunismo a las guerrillas: desde los días del Frente Nacional, acostumbrados al método turbio del estado de sitio, los Gobiernos tuvieron en común que persiguieron y estigmatizaron y criminalizaron y torturaron y aniquilaron a todo aquel que encajara en su amplia definición de «subversivo». Las guerrillas colombianas no se desdibujaron y se envilecieron aún más por culpa de las autodefensas perversas que empezaron a combatirlas, ni por culpa de la perestroika que acabó con la cuarteada Unión Soviética, ni por culpa de la caída del muro que durante veintiocho años pretendió proteger a la Alemania comunista de las garras de la Alemania occidental. El paso del tiempo a sus espaldas y el negocio de la droga: eso fue.

Podría decirse, sin ambages, que la Violencia siguió, que la Violencia sigue. Que, empujada por la Guerra Fría y el bipartidismo ciego y el estado de sitio permanente, la Violencia se convirtió en el «conflicto armado interno» que creció como un infierno en las tres últimas décadas del siglo XX.

El liberal López Michelsen, el hijo del presidente López Pumarejo que les ganó las elecciones de 1974 al hijo de Gómez Castro y a la hija de Rojas Pinilla, terminó su mandato con un paro cívico que acabó en un sangriento toque de queda. El liberal Turbay Ayala, que empezó su carrera política como concejal de Usme en 1936 y desde entonces estuvo presente en cada evento de la Historia del país, enfrentó a las guerrillas por medio de un Estatuto de Seguridad que produjo torturas y desapariciones y exilios y que terminó ensombreciendo su periodo: su lapsus «hay que reducir la corrupción a sus justas proporciones», que pretendía ser un llamado a la cordura en lo público, sigue usándose como ejemplo del fracaso de la política. El conservador Betancur Cuartas, que consagró su Gobierno a la paz, soportó los primeros embates del narcoterrorismo y el miércoles 6 de noviembre de 1985 fue testigo del peor holocausto colombiano desde el Bogotazo: la toma a sangre y fuego del Palacio de Justicia en la que, en medio de la desquiciada confrontación entre enajenados guerrilleros del M-19 y delirantes soldados del ejército, hubo 98 asesinados y once desaparecidos.

Dígame usted si para ese entonces no era claro que este era un país salvaje plagado de sociópatas. Dígame si la degradación que vino luego no fue una infame redundancia.

Fue el negocio de las drogas, atizado por la prohibición de acá y promovido por la prohibición de Estados Unidos, lo que acabó de enloquecer a la sociedad colombiana y la sumió en el horror y en la indiferencia ante su conflicto armado interno. A finales de los sesenta se dio, en la costa, la llamada «bonanza marimbera»: los colonialistas Cuerpos de Paz de los norteamericanos, impulsados por la presidencia de Kennedy, estuvieron aquí cuando allá creció la demanda de aquellas «sustancias», cuando los primeros narcos, «los mágicos», empezaron a caer, y fue tomando forma, en la administración de Turbay, la guerra perversa e inútil contra las drogas. A finales de los setenta, en Antioquia, en Armenia, en la costa Atlántica, en Cundinamarca, en el Valle del Cauca, una violenta y demencial generación de mafiosos criollos no sólo se adueñó de la industria subterránea de la cocaína que se les mandaba a los mafiosos gringos, sino que se tomó la sociedad colombiana de los pies a la cabeza.

Entraron a escena narcos megalómanos e implacables, como emperadores romanos parodiados en las calles colombianas, de la calaña del Patrón Escobar, el Mexicano Rodríguez Gacha, el Ajedrecista Rodríguez Orejuela, el Señor Rodríguez Orejuela. Y muy pronto, empeñados en conseguir el reconocimiento de una sociedad jerarquizada hasta los tuétanos, mirados de reojo por los agentes de la guerra contra las drogas, obligados, por la prohibición, a la ilegalidad que era su principal fuente de riqueza, se pusieron en la tarea de quedarse con todo: con el capital, con la política, con la justicia, con el fútbol, con la fama, con la guerrilla, con el paramilitarismo, con el miedo. Y, siempre que les dijeron que no, consiguieron un sí a la fuerza. El narcotráfico empobreció a Colombia, la degradó y la envileció de punta a punta, cuando todo el mundo pensaba que caer más bajo era imposible. Posibilitó, a su perverso modo, la movilidad social tan elusiva y tan negada desde el principio de esta sociedad, pero dejó dicho que para hacerlo había que doblegar a las élites despiadadas de este país y apelar a lo peor de esta cultura.

Había que empezar con palmadas en la espalda: «Mucho gusto, doctor, yo soy Pablo». Y, si no servían de nada los elogios, había que continuar con los regalos. Y, si seguía todo igual, con los sobornos. Y, si no, con los chantajes. Y, si no, con las amenazas. Y, si no, con los atentados. Y, si no, con las bombas.

De 1986 a 1990, el liberal Virgilio Barco hizo un Gobierno serio, y preocupado por desmontar los vicios del Frente Nacional, que a fin de cuentas consiguió la desmovilización del M-19 y el EPL y le abrió las puertas a una nueva Constitución que pusiera de manifiesto las realidades del país, pero se vio obligado a enfrentar a los mafiosos más sanguinarios de la historia de los mafiosos sanguinarios –que se llamaban a sí mismos «los Extraditables» porque preferían «una tumba en Colombia que una cárcel en los Estados Unidos»–, e hizo lo que pudo para encarar a sus cómplices y a las «fuerzas oscuras» de la ultraderecha agazapadas en todas las esquinas de la sociedad, en una guerra atroz que convirtió a esta en una nación con estrés postraumático; que dejó periodistas, jueces, policías, profesores y políticos asesinados por abrir la boca; que vio cómo cuatro candidatos presidenciales, Galán, Pizarro, Jaramillo y Pardo, eran ejecutados sin piedad, y supo demasiado tarde que un partido político de izquierda, la UP, había sido exterminado mientras se creía que el único problema eran los narcos.

En medio de esa guerra perdida contras las drogas, el liberal César Gaviria, que no estaba en los cálculos de nadie pues no había hecho la fila para la presidencia, recogió las banderas del candidato que iba a ganar, pero que fue asesinado en agosto de 1989 por enfrentárseles a las mafias sin eufemismos: el entrañable Luis Carlos Galán. Dijo Gaviria el día de su posesión: «Bienvenidos al futuro». Y tuvo algo de cierta su sentencia –y fue una sentencia en todos los sentidos– porque con su Gobierno llegó al poder una generación que fue joven en los años sesenta, porque con su administración se implantó esta arrogante tecnocracia washingtoniana que al final resultó ser otro modo de nuestra ceguera al país, porque con su mandato se dio la Constitución progresista y garantista de 1991 que supo reconocer que Colombia ya no era la tierra perversa en la que, en palabras del escritor Eduardo Santa, se era de un color desde la cuna hasta la tumba.

Dijo el profesor Santa en un texto de 1960 sobre la crisis de los partidos: «En Colombia se nace liberal o conservador. Se es una u otra cosa por tradición. Es ésta una posición más sentimental que intelectual, más de impulso que de conocimiento, frente al problema de los partidos políticos. Casi pudiéramos decir que en Colombia el individuo nace con el carnet político atado al cordón umbilical». Pero la Constitución de 1991 fue el reconocimiento, tres décadas después, de que el país era mucho más grande y mucho más complejo y mucho más diverso y mucho más lleno de derechos de lo que se había querido ver en un principio: no había una gran zanja que nos partiera en dos, este lugar no era en blanco y negro y mudo como las películas de comienzos del siglo XX, y no era en azul y rojo como se nos había dicho desde el parto, sino en todos los colores.

Y el ejercicio inquisitorio de ponerlo en cintura, como quiso hacerlo el padre inflexible y devoto de la Regeneración, sólo lo había vuelto más violento.

Tres símbolos presidieron la Asamblea Nacional Constituyente: el liberal Horacio Serpa Uribe, exalcalde, exrepresentante, exprocurador, exministro, exsenador, encarnó los últimos días del llamado «traporojo»; el conservador Álvaro Gómez Hurtado, hijo del jefe conservador de los años de la Violencia, dedicó las últimas décadas de su vida a ganarse a pulso su fama de demócrata; el izquierdista Antonio Navarro Wolff, exguerrillero del mismo M-19 que tuvo secuestrado a Gómez Hurtado, dejó en claro su talante pacifista cuando consiguió que el asesinato del excomandante Carlos Pizarro –el popularísimo líder de la guerrilla que acababa de desmovilizarse– no desatara otro Bogotazo: «Vamos a enterrar a Carlos en paz», ordenó Navarro.

Colombia sí era –y sí es– tan compleja y tan múltiple como la pintó y la pinta la Constitución laica de 1991: un archipiélago, sí, un mapa que no da cuenta de su territorio. Pero, a pesar de ese gran pacto de paz y ese reconocimiento de la diversidad y esa redistribución del poder que fue la Asamblea Constituyente, seguía en manos de unos pocos dueños y unos cuantos señores feudales: de los magnates de siempre a los narcotraficantes, de los caciques políticos regionales a los guerrilleros, de los apellidos atávicos a las bandas paramilitares, de las multinacionales a los fanáticos que creen que el destino es la guerra, de los curas a los peligrosos nostálgicos que siguen temiéndose una conspiración masónica, de los terratenientes con arma en el cinto a las manos negras de la ultraderecha.

Y fue así, bajo la mirada de los amos de la vieja Colombia y en medio de esa vocación progresista en un país reaccionario, que se dieron los dos últimos Gobiernos del siglo XX, los dos últimos Gobiernos de los dos partidos que nos llevaron hasta allí.

El liberal Ernesto Samper se empeñó en devolverle a su partido el énfasis en lo social, pero su Gobierno turbulento pagó plenamente por una clase política que se había resignado al conflicto armado con tal de que sucediera allá lejos, por una clase política que se había dejado ocupar por el narcotráfico: desde que se empezó a investigar la campaña presidencial bajo la acusación de haber sido financiada por el Cartel de Cali, hasta que el Gobierno de los Estados Unidos, siempre encima, decidió quitarle la visa a Samper, fue un mandato tenso y una especie de milagro. Dígame usted si no fue milagroso sobrevivir a esa época. El Patrón Escobar, que le declaró la guerra al Estado colombiano en tiempos de Barco y que como un rey enloquecido puso en marcha la máquina despiadada del narcoterrorismo, fue asesinado en 1993. Pero el líbero Andrés Escobar fue asesinado por cometer un autogol en el trágico Mundial de 1994 y el respetado Gómez Hurtado fue asesinado por negarse a jugar los juegos del leviatán corrupto que él llamaba «el Régimen».

Y era claro que las repúblicas independientes, que el propio Gómez Hurtado había señalado treinta años atrás, ya no eran la excepción sino la regla: que esto funcionaba porque le tocaba y que al tiempo era el reino de la mafia.

El conservador Andrés Pastrana, hijo de aquel último presidente «elegido» –de madrugada– durante el Frente Nacional, fue testigo mudo de una de las peores crisis económicas que recuerden las últimas generaciones, emprendió la tarea de limpiar el nombre de este país que estaba cumpliendo dos décadas de ser asociado con la droga y se jugó su Gobierno por un valiente proceso de paz con las salvajes Farc que después de tres años de diálogos terminó siendo un fiasco y una trampa. Fue durante esos últimos Gobiernos del siglo XX, del cuarentón Gaviria al cuarentón Pastrana, cuando se expandió como una mancha el infierno del conflicto, pero también cuando estalló en pedazos el bipartidismo, cuando la izquierda consiguió separarse de la lucha armada, cuando encontraron su lugar políticos empeñados en representar a una ciudadanía que poco a poco dejaba de temerles a los jerarcas de las generaciones anteriores.

Era un país de víctimas presidido por víctimas: Gaviria recogió las banderas de un candidato asesinado, Samper recibió trece disparos en el cuerpo, en un atentado contra el líder de la UP José Antequera, antes de llegar a la presidencia, y Pastrana fue secuestrado por la gente de Escobar diez años antes de ganar las elecciones presidenciales. Pero los colombianos que dejaron las armas antes de que fuera demasiado tarde, gente como Antonio Navarro o Gustavo Petro, consiguieron hacer una carrera brillante en lo público. Y, mientras miles de políticos saltaban de los barcos de los partidos tradicionales y montaban sus propios partidos para no ser asociados con la corrupción, ni con la guerra, ni con el narcotráfico, crecía y crecía aquella ciudadanía independiente.

Gracias a la Constitución de 1991, que llamaba a la democracia participativa antes de que esto se fuera por el despeñadero, se dieron movimientos políticos que un colombiano de los cincuenta no habría osado imaginar. Gracias a la Constitución de 1991 los colombianos se libraron de la esclavitud del bipartidismo: aquí ya no se nacía liberal o conservador, y ya no se era una u otra cosa por tradición, y el individuo no venía al mundo con el carné político atado al cordón umbilical. Aquella ciudadanía podía hallar al fin políticos irrepetibles e imaginativos que sólo le rindieran cuentas a sus conciencias. Y fue así como los bogotanos eligieron de alcalde a un descendiente de lituanos, exrector de la Universidad Nacional, llamado Antanas Mockus.

Y fue así, en 1994, como Mockus empezó esa forma de hacer política como la haría un ciudadano.

IX. REFUNDACIÓN DE LA PATRIA O CATÁSTROFE

Después de todo pacto de paz ocurre una pequeña guerra. Pero luego de la Constitución de 1991, que fue un acuerdo lleno de coraje, el conflicto armado interno dejó de ser una tormenta para ser un vendaval. Los que habían quedado por fuera de la constituyente, las Farc, el ELN, las autodefensas, los terratenientes reaccionarios, los poderes regionales que veían amenazados sus feudos, las manos negras que sentían la muerte cuando veían a la izquierda sacudirse su pasado, siguieron haciendo todo lo posible para que el campo colombiano –que ya no era cafetero, sino cocalero– siguiera pareciendo el Lejano Oeste. Era una reacción, claro que sí, pero sobre todo una realidad que siempre había estado allí. Cuando una democracia se juega su suerte por abrirse, para que entren sus renegados y sus viejos enemigos, viene la furia de los que se han venido sintiendo sus dueños. Pero lo cierto es que, fuera como fuere, la mancha de la guerra venía expandiéndose y tomándose el mapa colombiano.

Si en algo podemos ponernos de acuerdo es que una guerrilla de sesenta años sólo puede prosperar en una sociedad que no ha conseguido serlo.

Y en que si a finales de los ochenta había habido un recrudecimiento de la violencia por culpa del narcoterrorismo, que llevó la Violencia a las ciudades, y de las manos negras que exterminaron a la Unión Patriótica, en los noventa esto fue el infierno.

Según la investigación del Centro Nacional de Memoria Histórica, titulada, con el grito atragantado, ¡Basta ya!, en las últimas décadas los frentes guerrilleros llevaron a cabo 24 482 secuestros, 3900 asesinatos, 343 masacres, 4000 reclutamientos de niños, 854 ataques a poblaciones; los bloques paramilitares llevaron a cabo 8902 asesinatos, 1166 masacres, mil reclutamientos de niños, 371 torturas; las tropas del ejército llevaron a cabo 2399 asesinatos, 182 ataques a bienes civiles y 158 masacres. Se ha dicho que las víctimas son muchas más. Se ha estado insistiendo, desde los medios, en una espeluznante cifra de muertos que no para de crecer: de 218 094 a 262 197. Se ha llegado a asegurar, desde la Fiscalía, que las autodefensas dejaron más de 400 000 víctimas. Se ha retratado el horror: los abortos forzados por los guerrilleros, las 31 modalidades de tortura de las autodefensas, los degollados pudriéndose al sol en la cancha de básquet de El Salado, las 875 437 víctimas de violencia sexual que a duras penas se han atrevido a ir a la justicia, los paramilitares que jugaron fútbol con las cabezas de sus víctimas, las mujeres subyugadas, los campos de concentración en los que las Farc encerraban a las personas que llegaron a tener secuestradas durante dieciséis o diecisiete o dieciocho años.

Dígame si usted recuerda, en la historia de la crueldad humana, una tortura semejante.

Fue el presidente Pastrana quien desde el principio de su Gobierno, mientras llevaba a cabo sus bienintencionadas y fallidas negociaciones de paz con las Farc, acudió a los Estados Unidos del presidente Clinton para proponerles un Plan Marshall –aquel plan para la reconstrucción de Europa después de la Segunda Guerra– para la reparación de Colombia: «Un conjunto de proyectos de desarrollo alternativo que canalizarían los esfuerzos de las organizaciones multilaterales y Gobiernos extranjeros hacia la sociedad colombiana…». De 2001 a 2016, Estados Unidos invirtió 9940 millones de dólares «en asistencia militar e institucional». Y el plan resultó ser, fundamentalmente, una estrategia para reducir la guerra contra las drogas «a sus justas proporciones».

Para evitar que las guerrillas y las autodefensas y las bandas criminales, que financiaban sus reivindicaciones del pueblo y sus refundaciones de la patria con hectáreas de coca, terminaran quedándose con todo.

Era un nombre cabal «el Plan Colombia»: quedaba claro de una buena vez que este país se llama Colombia porque tiene pretensiones de continente pero manías de colonia.

Y, sin embargo, habría que decir que pronunciarlo produce escalofríos porque –a cambio de contener la Violencia que seguía creciendo como una bola de sangre– abrió un nuevo capítulo del horror nacional. La sociedad entera, que a regañadientes le estaba dando una última oportunidad a las negociaciones de paz que habían empezado y terminado y empezado y terminado durante los últimos veinte años, tuvo en común el odio contra las obtusas Farc cuando Pastrana se cansó de los engaños de sus interlocutores y rompió los diálogos de paz en la recta final de su Gobierno: fue ese hartazgo por los secuestros, por las extorsiones, por las intimidaciones, por las versiones de la guerrilla, lo que en agosto de 2002 llevó al poder al vaticinado Álvaro Uribe Vélez.

La desilusionada, descorazonada, desolada Colombia, en ese entonces un país de unos cuarenta millones de personas, no daba más. Y, como suele suceder cuando una sociedad es traicionada una y otra vez por sus políticos hasta que ya no se cree el cuento aquel de que «tenemos los líderes que nos merecemos», el electorado terminó decidiéndose por el populismo reaccionario. Según las encuestas, en enero de 2002 era clarísimo que el liberal Horacio Serpa le iba a ganar la presidencia a la conservadora Noemí Sanín por un buen margen, pero, apenas se dio la noticia de la ruptura del diálogo con las Farc, miles, cientos de miles, millones de personas empezaron a seguir al astuto e inclemente Uribe Vélez de tal modo que el domingo 26 de mayo –avalado por el movimiento Primero Colombia y con una altísima votación de 5 862 655– se quedó con la presidencia en la primera vuelta. Y se selló, así, el fin del bipartidismo.

No es que el exliberal Uribe Vélez fuera un aparecido en la escena política, no, su disciplina de trabajo, su vehemencia y su impaciencia con las formas democráticas habían dejado un rastro de controversias en la Alcaldía de Medellín, en la Aeronáutica Civil, en el Congreso de la República y en la Gobernación de Antioquia. Pero la verdad es que la gente votó por él porque se resistía a jugarles el juego a los desprestigiados partidos, porque era el candidato que señalaba a las Farc, porque parecía un hombre nuevo que se negaba a hablar con eufemismos. Podría decirse que, aun cuando varios de los caciques de siempre se fueron subiendo al bus de la victoria, Uribe derrotó a las aceitadas maquinarias del liberalismo y el conservatismo gracias a la ayuda de un abrumador «voto de opinión».

Hubo normalidades y buenas intenciones en su Gobierno como ha sucedido en todos –hubo ministros serios, leyes importantes, territorios recobrados, programas inteligentes– porque esta sociedad brava y cínica se ha acostumbrado a funcionar entre fantasmas. Y, sin embargo, muy pronto fue claro que el país había caído en la trampa en la que había querido caer: en la presidencia de un caudillo todopoderoso, como un padrastro de voz queda, que estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de cumplir su promesa de pacificar a Colombia –estaba dispuesto a hacer un pacto de paz con los paramilitares, a devolver al país a ese centralismo paternalista que desdibuja las regiones, a estigmatizar a sus críticos y a nombrar jefes de inteligencia que terminaron siguiendo periodistas–, pero también fue evidente desde temprano que no quería irse.

Y que el uribismo se había quedado, de rebote, con los corazones despechados de quienes habían dado la vida por esos dos partidos de siempre, que sobreaguaban, pero que se habían dividido y se seguirían dividiendo sin remedio en partidos más duraderos de lo que parecían en un primer momento: el Partido Liberal y el Partido Conservador siguieron siendo determinantes de una u otra manera, pero partidos como el Polo Democrático, la Alianza Verde, el Partido de la U, Cambio Radical y el Centro Democrático, de izquierda a derecha, soportaron el paso de las despiadadas elecciones colombianas –que suelen ser verdaderas batallas campales sin Dios ni ley– y de las componendas políticas de las dos primeras décadas del siglo XXI.

En un gesto típico de los países injustos y característico de los días del dictador venezolano Hugo Chávez, pero atípico en la Colombia de los últimos cincuenta años, Uribe Vélez se mandó reformar la Constitución para que fuera posible su reelección y se hizo reelegir por 7 397 835 colombianos en la aplastante primera vuelta del domingo 28 de mayo de 2006. Fue una victoria irrefutable: 62,35 por ciento de los votos. Pero, como la enmienda se consiguió con un par de votos dudosos y la oposición tenía claro ya que aquel Gobierno tenía talante de régimen autoritario y demasiado pronto empezó a hablarse de otra corrección constitucional para permitirle una segunda reelección, fueron cuatro años con menos normalidades y menos buenas intenciones y con más desmanes y más afrentas contra la democracia.

Este compendio de columnas comienza en el momento justo en el que la mitad del país seguía pidiéndole a Uribe que se quedara a terminar la pacificación de la llamada «Seguridad Democrática» y la otra mitad rogaba para que se fuera.

Quedaban probados escándalos como el del soborno a una representante para que votara a favor el artículo que permitía la reelección del presidente, el de las escuchas ilegales del salido de madre Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), el de los pactos secretos para «refundar la patria» entre los grupos paramilitares y los políticos cercanos al Gobierno. Se usaba la expresión «falsos positivos», en vez de hablar de «ejecuciones extrajudiciales» o de «crímenes sistemáticos», para referirse a los 2248 civiles inocentes que fueron asesinados y disfrazados de guerrilleros por ciertos miembros del ejército empujados por los afanes e incentivos del Gobierno. Pero una buena parte del país, que quizás veía estos gestos con la lógica de la guerra, habría querido que Uribe se lanzara de nuevo.

Uribe había sabido, a fin de cuentas, hacer el papel del forastero que pone en su lugar a los políticos, encarnar al colombiano piadoso, de rodillas, que se negaba a que le decretaran el progresismo, y desperdigar a esas guerrillas que habían agotado la paciencia y abusado y secuestrado al pueblo que pretendían liberar.

Eran días de prueba para la democracia: bueno, siempre lo son. El teniente coronel Hugo Chávez, el golpista de 1992 que había sido elegido presidente en 1998, trataba de poner en escena en Venezuela lo que se había llamado «el socialismo del siglo XXI»: la alianza entre el socialismo y el liberalismo para librarse de los yugos del estatismo y el capitalismo. Amado por buena parte de su pueblo, protegido por la bonanza petrolera de la primera década del siglo XXI, Chávez trajo a Bolívar de vuelta como el doctor Frankenstein a su monstruo. Se llamó a sí mismo «marxista» y animó el regreso de los Gobiernos de izquierda a Latinoamérica –en Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Uruguay–, y encaró a los voraces Estados Unidos de Bush padre y Bush hijo, que desde aquel 11 de septiembre de 2001, luego de los atentados de la organización Al Qaeda, se habían dedicado en cuerpo y alma a la caza del terrorismo.

Desde noviembre de 2007, por cuenta de la cercanía de Chávez con las guerrillas colombianas y de la incapacidad tanto del chavismo como del uribismo de compartir el poder, Colombia y Venezuela se enfrascaron en una relación plagada de tensiones. Se agravó hasta fondos nunca vistos el sábado 1 de marzo de 2008, cuando el ministro de Defensa, Juan Manuel Santos Calderón, dio la noticia de que Colombia –asistida, según The Washington Post, por los Estados Unidos– había bombardeado la selva de Ecuador para acabar con el campamento de un importante comandante de las Farc: semejante violación de la soberanía desató una crisis que sólo se alivió un poco en la xx Reunión Cumbre del Grupo de Río, con un apretón de manos entre populistas reaccionarios e irredentos –Uribe por Colombia, Chávez por Venezuela, Correa por Ecuador– perfecto para explicarle a Bolívar el fracaso de su sueño.

El miércoles 26 de marzo de ese 2008 murió de viejo el máximo comandante de las Farc: el histórico Tirofijo.

Pero fue otra jugada secreta de las fuerzas militares –la Operación Jaque del miércoles 2 de julio de 2008, que acabó en el rescate de quince secuestrados por la guerrilla, entre ellos la exsenadora Ingrid Betancourt– la que le dejó en claro a los sobrevivientes de las Farc que en la Colombia de este nuevo siglo era imposible tomarse el poder por las armas. Santos Calderón, sobrino nieto del expresidente Santos Montejo, heredero de El Tiempo, exministro de Comercio Exterior y de Hacienda, quedó posicionado entonces como un posible reemplazo de Uribe Vélez. El viernes 26 de febrero de 2010 la Corte Constitucional no sólo declaró inconstitucional, por vicios de forma y de fondo, el referendo que buscaba una segunda reelección de Uribe, sino que advirtió que perpetuarse en el poder iba en contra de la Constitución de 1991.

Y así, con el reticente aval del uribismo, Santos Calderón empezó la campaña que lo llevó a la presidencia.

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