Kitabı oku: «Historia de la locura en Colombia», sayfa 3

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VI. CORTE DE CORBATA

El sábado 7 de febrero de 1948, Gaitán, que a los cuarenta y cinco se había vuelto el jefe absoluto del liberalismo porque le habían dado la razón tanto las bajezas de los oligarcas de su colectividad como las puñaladas traperas de ciertos conservadores, lideró del Parque Nacional a la Plaza de Bolívar la llamada Marcha del Silencio. Fue en aquella Bogotá de cuatrocientos mil habitantes, ante una multitud de cien mil ciudadanos con crespones negros en las solapas, cuando el caudillo denunció sin vacilaciones las persecuciones de aquella policía política que quería asegurarse de que los conservadores no perdieran el poder que tanto les había costado recuperar. Se estaban azuzando los odios –y las ganas de matarse a machetazos– entre godos y cachiporros. Se querían echar para atrás los avances en la redistribución de tierras. Se empuñaban los crucifijos para armar una guerra santa del diablo en los campos colombianos.

Y Gaitán lo dijo y fue lo único que se escuchó en la disciplinada y estremecedora Marcha del Silencio: «Señor presidente: os pedimos cosa sencilla para la cual están de más los discursos», gritó e hizo una pausa de actor en el centro del escenario en el que suele inaugurarse el desastre en esta tierra. «Os pedimos que cese la persecución de las autoridades y así os lo pide esta inmensa muchedumbre. Os pedimos pequeña y grande cosa: que las luchas políticas se desarrollen por cauces de constitucionalidad. Os pedimos que no creáis que nuestra tranquilidad, esta impresionante tranquilidad, es cobardía. Nosotros, señor presidente, no somos cobardes: somos descendientes de los bravos que aniquilaron las tiranías en este piso sagrado. Pero somos capaces, señor presidente, de sacrificar nuestras vidas para salvar la tranquilidad y la paz y la libertad de Colombia…».

En la Semana Santa de ese año bisiesto una multitud se lanzó a la arena sangrante de la Plaza de la Santamaría de Bogotá a despedazar con sus propias manos y sus propios dientes a un toro cansado y sudoroso que se negaba a seguir dando la batalla: «¡Carajo!», exclamó el poeta Gómez Valderrama con el índice alzado. Quince días después el grito que se fue tomando la capital fue «¡Mataron a Gaitán!». Sucedió al mediodía del viernes 9 de abril de ese 1948. Un gaitanista frustrado le pegó cuatro tiros en la carrera Séptima con la Avenida Jiménez. Y, ya que el caudillo en verdad encarnaba a su pueblo y era obvio que el conservatismo se estaba tomando en serio esa «guerra civil no declarada», los dolidos liberales saltaron a las calles para –este fue el orden del día– protestar, hacer la revolución, vengarse, emborracharse, matar, hacerse matar, incendiar, saquear la ciudad.

Se le llamó el Bogotazo a ese estallido de ira colectiva, a ese trastorno psicótico compartido, a esa psicopatía de las masas, a esa locura de manada, a ese amago de revolución que terminó en borrachera y en vergüenza. La embajada alemana reportó quinientos muertos al final de la larga jornada de desquite, pero se dice que, luego de los destrozos y las balaceras y las quemas y los linchamientos y las violaciones de aquellas horas, quedaron en el piso unos tres mil. Y es seguro que 142 edificios incendiados se vinieron abajo con todo lo que alguna vez pasó allá adentro. Que horas después del holocausto el humo era el cielo de la ciudad y –hay fotografías espeluznantes que lo prueban– parecía como si hubiera pasado un bombardero nazi por encima. Y que el pavor y la crueldad no terminaron sino diez años después.

El día del Bogotazo, que el novelista Osorio Lizarazo llamó «el día del odio», es el día al que va a dar y el día del que viene la Historia de Colombia. Fue el primero de una época que se ha llamado la época de la Violencia, con V mayúscula, como si no hubieran sido los colombianos los que se degollaron, sino un monstruo engendrado por la nada –ese trastorno, esa plaga, ese demonio– lo que se tomó sus cuerpos. En la década de la Violencia, que fue otra guerra civil a voces entre liberales y conservadores, entre rojos y azules de nacimiento, se ensayaron las más crueles maneras de matar, fueron asesinadas unas trescientas mil personas sin ninguna clase de piedad, y fue despojada y desplazada una quinta parte de la población: dígame usted si no hay algo extraño en esta sangre.

Pasó que el Partido Liberal recobró las mayorías en las elecciones parlamentarias del domingo 5 de junio de 1949, 69 de los 132 representantes a la Cámara, en nombre del caudillo inmolado. Fue a pesar de la propaganda goda que se regodeaba en la barbarie roja del Bogotazo. Y a pesar de los sermones virulentos de los curas del país: en su constante afán por demostrar que el liberalismo era el gran enemigo del catolicismo porque ya era indistinguible del comunismo, el incendiario monseñor Builes, de Santa Rosa de Osos, gritó en su pastoral de cuaresma «¡la revolución del 9 de abril de 1948 dejó los campos políticos colombianos perfectamente alineados con nuevos y definitivos mojones: el comunismo y el orden cristiano!».

El Partido Liberal obtuvo el 53,5 por ciento de los votos contra el 46,1 del Partido Conservador en aquellas elecciones parlamentarias: apenas 132 056 votos de más, pero una mayoría a fin de cuentas en ese país supuestamente cortado en dos. El Congreso de la República fue entonces el punto de partida y el escenario de la guerra. El severo Laureano Gómez, jefe del conservatismo y aspirante presidencial, la declaró hasta el punto de acusar al liberalismo –un basilisco «con un inmenso estómago oligárquico, con pecho de ira, con brazos masónicos y con una pequeña cabeza comunista», dijo– de haber expedido 1 800 000 cédulas falsas para ganar elecciones. Los legisladores liberales consiguieron que las votaciones presidenciales se adelantaran para noviembre de 1949, pero, cuando quisieron y se dispusieron a hacerle un juicio político por traidor, el presidente Ospina cerró el Congreso e implantó el estado de sitio como cualquier dictador acorralado: el extrañado Darío Echandía, candidato del liberalismo, se retiró de la campaña porque el asesinato de su propio hermano –y el del representante Jiménez en una balacera en pleno capitolio– le probó que la Violencia se lo había tomado todo y que la democracia colombiana era una farsa.

Vino la purga de funcionarios y de maestros que pertenecieran al Partido Liberal. En muchas tierras contrariadas, en Boyacá, en Cundinamarca, en los Llanos Orientales, en Santander, en Tolima, se alzaron las guerrillas liberales «nueveabrileñas» con furia y con saña: «Si me matan», había vaticinado, incrédulo, Gaitán, «aquí no queda piedra sobre piedra». Y entonces la policía nacional se redujo a policía conservadora. Y se les dio fuerza y dinero a las bandas paramilitares azules que se sentían ungidas por los buenos y a bordo de una misión por el bien del país. Los «chulavitas» boyacenses se inventaron un modo de torturar y de matar llamado el «corte de corbata»: les rajaban las gargantas a los liberales y les sacaban las lenguas por las heridas como si fueran las corbatas rojas que usaban con orgullo. Los «pájaros» del Valle del Cauca, que se santiguaban antes de matar liberales, masones, comunistas y ateos, pasaron a la historia de esta marcha fúnebre por sus masacres en nombre de su patria católica.

El domingo 27 de noviembre de 1949, Laureano Gómez fue elegido con el 39,8 por ciento de los votos: tuvo el apoyo irrestricto de 1 140 646 colombianos, ni más ni menos, en un país de once millones de ciudadanos con estrés postraumático e histeria.

Era claro que la sevicia de los unos y los otros se había tomado el mapa del país. Que el inconsciente colectivo y el método de resolución de conflictos y la lengua de los colombianos era la violencia sin mayúsculas ni glorias. Que, como anota la historiadora Viviana Quintero, seguían dándose en los campos modos de someter y de aniquilar al otro que protocolos internacionales de la tortura reconocidos por la ONU, como el de Estambul o el de Minnesota, todavía no han sido capaces de imaginar. Hasta hoy ha sido usual encontrar señales de suplicio en las exhumaciones de los pueblos masacrados y desaparecidos en este territorio inabarcable: cuerpos desmembrados, maniatados, vendados, desdentados, empalados. Como si se tratara de confirmar que esta violencia ha sido un rito, siguen hallándose cadáveres sometidos –de maneras que aún no tienen nombre– a una crueldad nunca vista.

Si los sobrevivientes de estas últimas décadas han estado hablando de los huesos taladrados, de los descuartizamientos con motosierras, de las casas de pique, los sobrevivientes de la guerra bipartidista de los años cincuenta hablaban de modos de matar repugnantes e inimaginables que hacían innecesarios los mitos y las leyendas espeluznantes que se cuentan los jóvenes en la oscuridad. Se hablaba de «corte de franela» cuando se decapitaba y se tajaban los tendones y los músculos, de «corte de florero» cuando se enterraban los brazos y las piernas en los troncos, de «picar para tamal» cuando se descuartizaba y se partían los miembros en pedazos, de «corte de mica» cuando se ponía la cabeza cortada en el pubis: dígame usted si no ha estado ocurriendo aquí una ceremonia de sangre y una pesadilla macabra de la que pocos han conseguido despertar.

Fue en esa larga década que parece un siglo, desde 1946 hasta 1958, cuando Colombia se convirtió en un país urbano y encorbatado porque las bandas conservadoras y las guerrillas liberales despojaron de sus tierras y desplazaron a más de dos millones de ciudadanos del campo: «¡Arriba el Partido Conservador!, ¡arriba!, ¡abajo los cachiporros!, ¡mátenlos!», se oía por ahí, «¡arriba el Partido Liberal!, ¡arriba!, ¡abajo los godos!, ¡destácenlos!». Quizás titulamos esos días así, la Violencia, porque no sólo son un mito sino también un rito. Acaso entonces fue obvio que no éramos liberales ni conservadores, sino violentos. Quizás allí fue más clara que nunca nuestra manía de contar nuestra barbarie antes de que se termine porque no hemos hallado otra manera de acabarla. Tal vez Colombia haya estado contando su historia con el deseo.

El Gobierno de Laureano Gómez, lleno de ideas para el desarrollo, imaginó un nacionalismo católico semejante al del franquismo. Se trató de refundar la patria, por medio, claro, de otra redundante Asamblea Constituyente, pero sólo se logró que se agravara la violencia. Gómez tuvo que dejar la presidencia porque, en un giro típico de esta tragedia repleta de chistes sepulcrales, se enfermó del corazón y se retiró para curarse. Y el sábado 6 de septiembre de 1952, durante el Gobierno transitorio del exministro Urdaneta Arbeláez, la guerra se les vino encima una vez más a los líderes que jugaban con ella: fueron incendiados los diarios y las casas de los caudillos liberales, y los dirigentes conservadores se enfrentaron entre sí de tal modo que su dictadura terminó siendo remplazada por otra.

El sábado 13 de junio de 1953, Gómez, apenas recuperado de sus males cardiacos, trató de deshacerse definitivamente de su desleal y popular comandante del Ejército Nacional –el general Rojas Pinilla–, y le quitó la presidencia de las manos a Urdaneta, su remplazo, antes de que todo se pusiera peor, pero el plan le salió al revés. Con el paso de las horas, los jefes de los dos partidos políticos fueron dejándolo solo y volviéndolo el chivo expiatorio, el protagonista y la encarnación de la Violencia, y fueron sumándose a una conspiración bipartidista que terminó en un sorprendente golpe de Estado y de opinión liderado – ante las negativas de Urdaneta– por el reticente Rojas Pinilla: «No más sangre, no más depredaciones en nombre de ningún partido político», dijo en su primera alocución presidencial, «paz, justicia y libertad».

El del general Rojas Pinilla fue un Gobierno conservador con ministros conservadores y fue una tregua y un saqueo hasta que resultó ser otra dictadura en aquella Guerra Fría que la Colombia antisoviética se sentía peleando al lado de los Estados Unidos de América. Hubo amnistías para las guerrillas y hubo desbandadas de las policías políticas. Ciertos exiliados regresaron. Ciertas familias sintieron verdadero alivio. Pero un año después ya era clarísimo que el país estaba en manos de una tiranía. El miércoles 9 de junio de 1954 fueron asesinados, ni más ni menos que por el Batallón Colombia, trece de los cientos de estudiantes que protestaban por el crimen de un compañero que protestaba el día anterior. El Siglo, El Espectador y El Tiempo fueron hostigados desde el principio, censurados el sábado 6 de marzo de 1954 y clausurados el miércoles 3 de agosto de 1955. Se persiguió a los protestantes y a los protestadores. Se persiguió a los comunistas.

Empezó a hablarse de reelección y a ensalzarse «el binomio» del pueblo y las fuerzas militares.

Y en la tarde bogotana del domingo 5 de febrero de aquel 1955, en las gradas de la Plaza de Toros de la Santamaría, un montón de agentes del servicio de inteligencia del Gobierno –disfrazados de taurófilos enruanados y de cachacos de bota– se dedicaron a patear y a desnucar y a dispararles a todos los que se habían atrevido a abuchear y a chiflar a la hija del dictador en la corrida del domingo anterior: era, una vez más, el espectáculo brutal de Colombia.

Diecisiete meses después, Santos Montejo, López Pumarejo, Gómez Castro, Lleras Camargo y Ospina Pérez, estaban plenamente de acuerdo en que Rojas Pinilla tenía que irse por usurpador y por refundador y por déspota. El martes 24 de julio de 1956 firmaron en la España franquista, frente al mar Mediterráneo, un pacto de paz que luego –con el apoyo de los curas, los comerciantes, los banqueros, los estudiantes y los militares– terminó llamándose el Frente Nacional: después de un siglo de dantescas guerras civiles, convertidas la sangre y la tortura en ritos de la Colombia confesional, el Partido Liberal y el Partido Conservador pactaban un Gobierno conjunto y equitativo durante cuatro periodos. Era una buena noticia y era demasiado tarde.

VII. DESDE LOS ARTESANOS HASTA LOS MAMERTOS

La reflexión sobre la Historia, entendida como el relato de los cuerpos que se hacen conscientes de los espíritus hasta el punto de narrarlos, o como el desarrollo social que tarde o temprano conduce a la lucha de clases, o como la perenne puesta en escena de la tragedia humana que guarda la ilusión de que algún día sea la comedia, condujo a las teorías y a las prácticas comunistas a mediados del siglo XIX: la superación de la propiedad privada y de las clases y del Estado, señales de una ley de la selva que no cesa, que tarde o temprano acaba bajo la vigilancia implacable de los fanáticos y de los vivos de turno. Se habló en todo el mundo del colectivismo primitivo, del «todo es común entre amigos» que imaginaba Platón, de la igualdad espartana, de la «Conspiración de los iguales» perdida en la Revolución francesa, del socialismo utópico de 1835, del anarquismo, pero sobre todo, desde 1847, se habló de comunismo.

De Marx y de Engels. De las cuatro Internacionales Comunistas que, de 1866 a 1963, reunieron a millones de sindicalistas y de partidarios de la clase trabajadora. De cómo la primera revolución marxista que consiguió llevarse a cabo, la Revolución rusa de 1917, había tenido que darse en un país campesino que no conseguía dejar atrás el feudalismo. De cómo el viejo territorio de los zares, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, se convirtió en una potencia mundial burocratizada e industrializada después de la Segunda Guerra Mundial. De cómo en plena Guerra Fría, en pleno pulso de los soviéticos con los gringos por el dominio del globo, fueron fortaleciéndose los partidos comunistas en Europa del Este, en China, en Corea del Norte, en Vietnam, en Cuba.

En Colombia siempre se le temió a la palabra como a un aullido: «Comunismo…». Desde los primeros tiempos de la república, los artesanos se enfrentaron a los librecambistas –y fallaron– en el empeño de conseguir una industria que abasteciera el mercado interno sin asistencia extranjera. Cuando se creó la Sociedad Democrática de Artesanos, en 1847, más como un cuerpo de apoyo leal a la Nueva Granada que como una agremiación con conciencia revolucionaria, de inmediato se les recibió en ciertos despachos de las oligarquías de los dos partidos como un caballo de Troya que los judíos querían entrar en la patria católica. Pronto, cuando contaba ya con cuatro mil miembros, la Sociedad Democrática fue clave para la llegada de José Hilario López a la presidencia.

Y desde esos días quedó clarísimo que en estas tierras virulentas, jerarquizadas desde la cuna hasta la tumba, las batallas políticas entre los jefes liberales y los jefes conservadores serían aplazadas siempre que el artesanado –«la chusma», se decía– se atreviera a anhelar un poder que reivindicara las luchas de los trabajadores. Ciertos periódicos enemigos del primer lopismo, como El Día o La Civilización, se dedicaron a convertir la palabra «comunismo» en sinónimo de «delincuencia»: El Día llegó a referirse a un robo como «una sesión práctica de socialismo». Y es evidente que se eligió al doctor José Raimundo Russi, uno de los jefes del movimiento popular, como el chivo expiatorio a sepultar enfrente de todos: La Civilización llegó a llamarlo «uno de los más ardientes apóstoles del socialismo i a cuya elocuencia se debe en parte la propagación de esta doctrina».

En apenas unas semanas, desde finales de abril hasta finales de julio de 1851, el doctor Russi fue perseguido, acusado, juzgado en un juicio exprés conducido por un tribunal inventado para la ocasión, condenado y fusilado enfrente de todos en la Plaza de Bolívar por un asesinato que no habría podido cometer: desde entonces se ha hablado, en las callecitas de La Candelaria, de un fantasma que va por ahí reclamando justicia en un país que se traga vivos a todos los que se atrevan a inclinarse a la izquierda.

Las sociedades artesanales del país, apenas escuchadas por los políticos en los días de las elecciones, se pasaron las décadas que siguieron de protesta reprimida en protesta reprimida, de desilusión en desilusión. Los Estados Unidos de Colombia no fueron capaces de cambiar. Y –tal como lo denunció en 1866, en el periódico La Prensa, el escritor artesano Manuel Barrera– se volvió lo común que los aristócratas supuestos apodaran «enruanados», «manetas», «guaches», «talabarteros», «indios», «zambos», con un desprecio que muchas veces era su único poder, a «las personas del pueblo» que no consideraran de su nivel. Vino una era en voz baja. Tanto el imperio de la Regeneración, como las guerras civiles que abordaron los ricos y los pobres en el paso del siglo XIX al siglo XX, consiguieron que poco se escuchara la palabra «comunismo».

Por un rato se temió menos al color rojo. El viernes 21 de diciembre de 1917 los maquinistas de La Dorada entraron en una huelga que el diario El Tiempo elogió por haberse llevado a cabo «sin un solo acto de violencia, sin una sombra de amotinamiento, con la serenidad que hubiera precedido al más culto de los pueblos». Pero, aunque a los dueños de siempre les disgustara tanto, la industrialización del país trajo consigo a una clase obrera que empezó a pedir mejores tratos. Y desde entonces, a la caza siempre de revoluciones que jamás iban a darse, hubo cientos de persecuciones estatales a supuestos anarquistas y cientos de manifestaciones aplacadas por ejércitos al servicio de empresarios sin piedad. Fue en ese clima adverso en donde apareció, en diciembre de 1926, el Partido Socialista Revolucionario que cargó a cuestas la primera líder colombiana: la corajuda María Cano. Pero muy pronto la masacre de las bananeras volvió a dejar en claro, en 1928, cuál era el precio de la protesta social aquí en Colombia.

Nunca cesó el esfuerzo de esa minoría ilustrada de convencer a un pueblo lleno de renegados e hijos ilegítimos de la necesidad de buscarse una sociedad que no le temiera al socialismo como a un monstruo de la infancia. El estudiante Gonzalo Bravo fue asesinado en aquella primera manifestación estudiantil, del sábado 8 de junio de 1929, que quería impedir e impidió el nombramiento de uno de los asesinos de las bananeras en la jefatura de la policía. El Partido Comunista Colombiano, fundado en 1930, se lanzó desde el principio a la tarea de cuestionarle el poder al bipartidismo. Jorge Eliécer Gaitán estuvo al frente durante un par de años, de 1933 a 1935, de la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria. Poco consiguieron, claro, porque los dos viejos partidos supieron sumar a sus filas a los sindicatos y a los movimientos agrarios.

El Partido Liberal, en sus respetados Gobiernos de 1930 a 1946, desarrolló un sexto sentido para recibir en su casa a los socialismos y a los populismos de esos tiempos antes de que se le convirtieran en un problema peor.

El viernes 9 de abril de 1948, cuando el crimen de Gaitán dio paso a una simulación del fin del mundo y abrió la caja que contenía todos los males de Colombia, ciertos socialistas vieron en el acabose una oportunidad para una revolución inesperada, pero todo lo humano fracasó ese día. El poeta Luis Vidales, primer secretario del Partido Comunista, fue uno de los líderes de izquierda «con fama de organizador» que hicieron todo lo que pudieron para conducir a la masa de la rabia a la insurrección: «Yo intenté hablarles en el Parque de Santander, pero nadie me oyó, e intenté hablar en el alto del Palacio de Correos y nadie me puso bolas, y gritaba y seguía la gente allá gritando y ya estaban borrachos», dice Vidales en las inagotables páginas de El Bogotazo de Arturo Alape.

Durante la Violencia, esa guerra civil salvaje que no hemos querido firmar al pie, sino que hemos nombrado y vuelto a nombrar como una enfermedad que no va a volver, el Partido Conservador y la Iglesia católica se enfrentaron contra todo lo que fuera rojo: el liberalismo no era más que un refugio y un aliado y una máscara del comunismo. De 1948 a 1958 se dieron tanto las guerrillas liberales como las guerrillas comunistas. Hay quienes dicen que en 1952 llegó a haber miles de hombres armados que habrían podido poner en jaque al régimen. Y que fue entonces cuando los Estados Unidos de la Guerra Fría decidieron reclamar nuestro territorio. Y sin «¡yanquis: go home!», y sin debates, se asumieron como propias las políticas anticomunistas de los gringos.

El general Rojas Pinilla amnistió a cerca de cinco mil guerrilleros, que dejaron las armas, y condujo a su Asamblea Constituyente de bolsillo a prohibir «la actividad política del comunismo» –se cuenta, además, que los comunistas que no se entregaron fueron atacados con napalm en la provincia de Sumapaz–, pero los Gobiernos del Frente Nacional, que en verdad pacificaron al pueblo bipartidista, encontraron un país en el que empezaban a darse lo que el congresista Gómez Hurtado –el hijo mayor de Gómez Castro– llamó «repúblicas independientes» pues había que pedirles permiso a los guerrilleros para moverse por esos territorios. Y al principio de los sesenta, llenos de pruebas de que los comandantes amnistiados por la dictadura seguían siendo sitiados y asesinados, el contrariado Tirofijo se escondió en un corregimiento del Tolima para fundar las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) e inauguró así esta nueva república de alias.

Era demasiado tarde para la paz. Mientras los liberales y los conservadores libraban su pulso sangriento, y enfrentaban a los campesinos por siempre y para siempre, la población del país había ido de los cuatro millones de colombianos a los diecisiete. La Revolución Cubana no sólo probaba a los paranoicos Gobiernos norteamericanos que el comunismo ya no era el fantasma de sus pesadillas, sino que demostraba a los opositores y a los movimientos estudiantiles y a las guerrillas marxistas de acá –a las Farc se sumaron el Ejercito de Liberación Nacional, el Ejército Popular de Liberación, el M-19– que la toma del poder no era una locura. Se decía despectivamente que Colombia estaba llenándose de «mamertos» porque el Partido Comunista Colombiano (PCC) estaba repleto de dirigentes terminados en «berto», Gilberto, Filiberto, Alberto, que eran demasiado mesurados, demasiado «mamones», demasiado dados a «mamarse».

Hasta hoy, pues hasta hoy sigue usándose a la izquierda como un coco, como un espantajo, la palabra «mamerto» suele ser un estigma.

Sea como fuere, en los sesenta era claro que la clase política había hecho las paces por su bien y el de sus fieles, que no era poco, pero empezaba a verse que la Violencia tenía vida propia y que la guerra seguía.

El Frente Nacional, dieciséis años de Gobiernos bipartidistas buenos, malos y peligrosos, se mantuvo en el poder a punta de reformas de verdad, de reformas para que todo siguiera igual, de gestos populistas que aplazaron la desazón, de estados de sitio y de toques de queda. Se sostuvo a punta de política y a punta de fuerza. El liberal Lleras Restrepo, que presidió una administración reformista e inteligente que no obstante persiguió a los revolucionarios y a los estudiantes como si fuera una dictadura, resolvió las sospechosísimas elecciones del domingo 19 de abril de 1970 –en las que el general Rojas Pinilla le ganó al frentenacionalista Misael Pastrana hasta que el Gobierno suspendió las transmisiones de los resultados electorales– con una alocución televisada en la que lanzó la célebre advertencia «a las nueve de la noche no debe haber gente en las calles: el toque de queda se hará cumplir de manera rigurosa y quien salga a la calle lo hará por su cuenta y riesgo».

El Frente Nacional se terminó, cansado e iracundo, el día que dijo que terminaría: el miércoles 7 de agosto de 1974. Y, por haberse pasado dos décadas con los ojos puestos en el desarrollo de las ciudades y en las maniobras de inteligencia para tener a raya a los movimientos alternativos, les dejó a los Gobiernos siguientes un país acostumbrado – para bien y para mal– a seguir adelante como si no estuviera en guerra.

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