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X. UN PAÍS EN MEDIO DE LA GUERRA

Repito: es en ese capítulo de estas mil y una noches, cuando una mitad de Colombia cantaba «oh, gloria inmarcesible» y la otra mitad cantaba «cesó la horrible noche» porque parecía el fin del uribismo, donde comienza este compendio de columnas. Santos se enfrentó al exalcalde de Bogotá Antanas Mockus, para ese momento el símbolo de una política que defendía la vida y lo público desde la experiencia ciudadana, en una campaña llena de bajezas que sin embargo despertó a una nueva generación de electores. Mockus, extraño en el mejor sentido de la palabra y reconocido en el mundo entero por su transformación de la cultura bogotana, punteó en las encuestas hasta que la gran mayoría del establecimiento se puso de acuerdo para encarar y enrarecer su atípica candidatura: la campaña de Santos, el candidato que unía a las viejas y a las nuevas élites, supo exacerbar los típicos temores colombianos –a Dios, a la guerrilla, al comunismo– y conducir a un país que apenas salía del unanimismo para arrasar en las elecciones.

El presidente Santos consiguió hacer un Gobierno liberal e inesperado, de acuerdo con la Constitución de 1991, que tristemente contó con el apoyo de clientelistas y politiqueros de la peor calaña, pero muy pronto, cuando empezó a reconciliarse con los rivales de su predecesor y reparó las relaciones con Ecuador y con Venezuela y dejó en claro que iba a hacer su propio Gobierno, se convirtió en el enemigo jurado de Uribe y del uribismo. No sólo defendía los derechos de las minorías, los derechos de las mujeres y los derechos de la comunidad LGBTI. No sólo reconocía la existencia del conflicto armado interno de Colombia y aceptaba la imposibilidad de vencer a unas Farc que luego del contraataque del Estado habían vuelto a las estrategias de la guerra de guerrillas. Estaba listo a buscar un acuerdo de paz.

Si algo ha redefinido la palabra Colombia en esta segunda década del siglo XXI, si algo la ha hecho significar «un país que empezó por la guerra», ha sido el perseguido y milagroso acuerdo de paz con las Farc.

Ayudados por la aparición del socialismo del siglo XXI, y por los desmanes inocultables de la dictadura que el demencial Chávez le entregó en su lecho de muerte al nefasto Maduro, los líderes uribistas –educados por la Violencia y por la Guerra Fría– han rescatado de entre los muertos el odio patológico a la izquierda: «¡Castrochavismo!», han estado gritando estos años. Y han conseguido que en las redes sociales, que llaman a la solidaridad pero potencian el pensamiento de manada, «izquierda» signifique «liberalismo», «antiuribismo», «cómplice de las guerrillas» una vez más. Y han tratado de usar el acuerdo con las Farc, un serio trabajo de seis años, para volver a partir e hipnotizar a la sociedad en dos.

Para devolver al país a los tiempos en los que los temas de salud pública o los dramas sociales eran resueltos por una moral falsa e implacable.

De la mano de un equipo de humanistas liderados por el exministro Humberto de la Calle y el filólogo Sergio Jaramillo, a pesar de una oposición virulenta y fatal encarnada por el expresidente Uribe desde el Senado de la República y desde la red social Twitter, a pesar de la pequeña pero terrible derrota de los acuerdos en el plebiscito del domingo 2 de octubre del bisiesto 2016, Santos consiguió la inconseguible paz con las viejísimas Farc y dejó una obra de Gobierno –con sus logros y sus errores– en medio de la gritería colombiana. Y, sin embargo, el uribismo regresó al poder, con sus vicios y sus venganzas a flor de piel, sobre la ola de la derechización del mundo y las heridas abiertas por los diálogos con los obtusos herederos de Tirofijo.

Dígame usted si no hay aquí un misterio que no ha podido descifrarse. Dígame si en este país el miedo y el odio no han alcanzado el tamaño de las patologías.

El expresidente Uribe hizo una alianza insólita con el expresidente Pastrana –insólita puesto que se echaban la culpa del Apocalipsis y el legado de Pastrana iba a ser la búsqueda de la paz– para defender el «no» a los acuerdos de paz en el plebiscito de 2016, que terminó convertida en una alianza para elegir al primer presidente de la llamada generación equis: el exsenador y exburócrata de Washington y exsantista Iván Duque Márquez, hijo del exministro y exgobernador y exregistrador nacional Iván Duque Escobar, que dotado de las buenas maneras de las que carecían sus copartidarios más banderizos supo quedarse con los votos uribistas y los votos de todos los hastiados del Gobierno de la paz.

De la mano del expresidente Uribe, que lo ungió entre sus discípulos, Duque derrotó a cuatro candidatos muchísimo más preparados para el cargo que él: al exalcalde de Bogotá Gustavo Petro, al exgobernador de Antioquia Sergio Fajardo, al exnegociador de paz Humberto de la Calle, al exvicepresidente Germán Vargas Lleras. Venció al curtido Petro, que consiguió reunir a un par de nuevas generaciones que se niegan a servirle a lo peor de esta Historia, en una segunda vuelta en la que el pavor al uribismo fue derrotado por el miedo a la izquierda. Y llegó a la presidencia de un país ajeno a aquel bipartidismo que lo enloqueció, lleno de movimientos sociales que se han tomado en serio su papel, asediado por la megalomanía y por la violencia que se dan en las redes sociales. Heredó la violencia que viene después de un acuerdo de paz: más de trescientos líderes sociales han sido asesinados en los últimos tres años.

Heredó, sobre todo, el desasosiego y la desconfianza y la indignación y la ira que el propio uribismo –él incluido– avivó durante los ocho años en los que fue la oposición a todo lo que tuviera que ver con Santos.

Su inevitable dependencia del uribismo, que no estaba dispuesto a que otro candidato designado por el caudillo condujera su propio Gobierno, volvió su primer año de mandato un verdadero infierno: Duque aplazó una y otra vez su clara vocación a conseguir la reconciliación en beneficio de una fuerza política retardataria que, como si no se hubiera dado cuenta de que ni el poder ni las jerarquías son lo que eran, en vano ha pretendido sabotear la implementación de los acuerdos con las Farc, plegarse a los Estados Unidos del demencial Donald Trump, alzarse como la gran salvadora de la arruinada y sometida Venezuela, y amordazar a sus opositores como en los días de la Violencia. Hoy Colombia quiere decir «la parodia de un país en guerra» porque empiezan a llegar noticias de tiempos peores y la expresión «tiempos peores» es un chiste.

El sábado 18 de mayo de 2019 el diario The New York Times, emblemático, más que nunca, en estos días de posverdades y de populistas y de redes, se atrevió a publicar un artículo revelador bajo el título de Las órdenes de letalidad del ejército colombiano ponen en riesgo a los civiles: reseñaba el regreso de una política de seguridad que, como resistiéndose a reconocer que la pesadilla de los «falsos positivos» sucedió en la realidad, una vez más se reducía a pedir resultados, a señalar el qué sin importar el cómo, a procurarnos una paz de camposanto sin haberse ganado primero el apoyo de los pueblos renegados, ni imaginarse siquiera la reconstrucción de las zonas de conflicto.

Días antes, el lunes 22 de abril, se encontró el cadáver de un exmiliciano de las Farc –a unos pasos de la fosa que le habían cavado para volverlo un desaparecido más– en un municipio de Norte de Santander que fue llamado Convención en honor de aquella asamblea constituyente de abril de 1828 que salió tan mal que acabó en la dictadura de Bolívar. Su nombre era Dimar Torres. Pero era un cuerpo torturado y ejecutado por miembros de las fuerzas militares. Otra vez. Yo no sé cómo hacemos para no rendirnos y sentarnos a perder la cabeza. Quizás sea que no hay otra opción. Pero dígame usted si no es la pregunta de fondo cómo diablos hemos hecho para vivir en un país en el que un hombre que ha entregado las armas es desfigurado y asesinado el día en el que iba a enterarse de que él y su mujer estaban esperando un hijo.

SEGUNDA PARTE HISTORIA DE LA TERAPIA COLOMBIANA

DONDE SE RECONOCE QUE LOS COLOMBIANOS HAN SOBREVIVIDO POR POCO A SU PATRIA LOCA –A SU CULTURA DE APLASTAR LA DIFERENCIA– PORQUE CIERTOS CIUDADANOS HAN ESTADO CONTANDO SU HISTORIA DE TODOS LOS MODOS POSIBLES, HAN ESTADO PONIENDO EN EVIDENCIA ESTA VIOLENCIA CON MAYÚSCULA Y RIÉNDOSE DE SÍ MISMOS PARA NO MORIRSE DE ANGUSTIA.

Y SE HACE UN RECUENTO DE VALEROSAS OBRAS DE ESTOS ÚLTIMOS SIGLOS, DE NOVELAS A TELENOVELAS, QUE MERECEN SER CONSIDERADAS «NOVEDADES».

I. HISTORIA DE LA LOCURA EN LA NUEVA GRANADA

Sí hubo un exterminio en este camposanto. Sí se evangelizó y se aculturó y se enfermó y se ejecutó a las comunidades indígenas de esta tierra escabrosa, a pesar de la protectoría de indios dispuesta por la colonización española, en nombre de la vieja guerra contra la impiedad y la herejía. Pero los conquistadores no consiguieron borrar del mapa a las culturas precolombinas sino poner en escena un mosaico de culturas. Quiero decir que los métodos ancestrales con los que los nativos enfrentaban la enajenación de sus gentes sobrevivieron al desembarco de los «descubridores» y de sus esbirros, y a la locura que vino de España y del choque con España. Y que hasta hoy nos han llegado las danzas y las ceremonias y las matas milagrosas –la belladona, la coca, el chamico– a las que se acudía en los siglos XV y XVI para curar las enfermedades nerviosas.

Quiero decir que podría y debería decirse que en la Colombia de hoy se ha abierto paso la ciencia, pero que sigue confiándose más en lo invisible que en lo visible, más en lo mágico que en lo verificable, a la hora de encarar los dramas de la salud.

Se le debe al doctor Humberto Rosselli la reconstrucción, a finales de los años sesenta, de la Historia de la psiquiatría en Colombia. Se trata de un libro fascinante –y libre de correcciones políticas y de descontextualizaciones de la Historia– que, a la pregunta tácita de cómo hemos hecho para sobrevivir a las ceremonias macabras de este manicomio y cómo hemos hecho para conservar algo de cordura, responde con un recorrido que empieza por los chamanes y termina con la publicación de Cien años de soledad. Habla el doctor Rosselli de «brujos, adivinos y hechiceros en los bajos fondos sociales» de aquella época, 1968, para explicar que la costumbre de la magia viene de las culturas indígenas que los españoles narraron en su lengua dramática. Habla de locos amarrados, del padrejón y la madrejón que se suben a la cabeza, del alma robada y el cuerpo poseído que sólo pueden curarse con el chamanismo.

Entiende uno mucho de Colombia cuando se entera de que aquí sólo hubo hospitales psiquiátricos –y médicos pendientes de la salud mental– hacia mediados del siglo XIX. De ahí que en nuestra cultura popular, que trasciende las clases sociales, se hayan arraigado los agüeros y las magias: no sólo llevamos adentro la fe de las culturas precolombinas en que los menjurjes y los videntes nos librarán de las pesadillas, sino que heredamos de los españoles, que trajeron a la Nueva Granada el concepto de «locura», el temor al sereno, a la Luna, a las propiedades secretas de los números; la pasión por los purgantes; la costumbre de los curanderos populares, los rezadores y los ensalmadores que entre nosotros alcanzan el estatus de los médicos. Creo que sigue siendo así. Creo que un enfermo nuestro empieza por acudir a la ciencia, pero tarde o temprano termina en las manos de la magia.

Los koguis usan la confesión para el alivio de la mente, sí, podríamos haber tomado esa senda hasta llegar a la pasión por los psiquiatras que ostentan los argentinos, pero nosotros, con razón o sin ella, seguimos encendiendo velas y bañándonos en amasijos para librarnos del mal.

De España vinieron los botánicos y los médicos y los boticarios que rechazaban a los hechiceros y los curanderos y los charlatanes. Pero también vinieron las rajas de pepino que salvaban del frenesí, las hiedras que aliviaban las borracheras, los sanadores que remediaban las fantasías de las personas metiéndoles las cabezas en alambiques. Y también vino la locura, decía, pues era en la España de los Reyes Católicos, no en la América verde y apabullante, donde los médicos encerraban a los locos en centros especializados, los curas inquisidores seguían señalando a los poseídos por el demonio y las novelas paródicas de Miguel de Cervantes eran protagonizadas por trastornados de comedia que se libraban de los yugos y decían la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

Como bien lo señala el profesor Esteban Estupiñán en su texto Entre bárbaros y locos, el sacerdote Juan de Castellanos comienza su crónica gigantesca Elegías de varones ilustres de Indias, de 1589, reconociendo que se trata de una empresa de la locura. Es esa la palabra que usa: la palabra «locura». Y vale pensar que el letrado, que hacia 1560 se convirtió en el párroco de la iglesia de Tunja, quería decirles a sus lectores de todos los siglos que sólo un «hombre que ha perdido su juicio» –que así define Covarrubias «loco» en su diccionario de 1611– habría caído en la tentación de narrar el larguísimo siglo de los conquistadores, pero también quería dejar por sentado que sólo un puñado de navegantes e hidalgos que han perdido el seso, empezando por el necio de Cristóbal Colón, se habría atrevido a dar el salto desde Europa hasta América.

Hubo locura en esta tierra, pues, desde que los españoles la trajeron en sus sacos. Y, según sugieren los versos del cronista Juan de Castellanos, estaban locos los conquistadores que fueron tercos, sanguinarios e injustos, pero también los indios que, en vez de resignarse a ser súbditos de la Corona y a reconocer que los ojos del cielo eran los ojos de Dios, sintieron el afán de la venganza. Podría decirse que el choque de esos dos mundos detonó todas las locuras. Que los españoles redujeron a los indios a bárbaros, y a poseídos por el mal, para convertirse en sus jueces y en sus verdugos. Y que los indios, que tan pocas veces fueron tratados como iguales, como otros hombres, se enloquecieron por el dolor y por la furia que les produjo el hecho de verse despojados y sometidos.

La Historia está llena de noticias de la locura criolla desde mucho antes de que el país se llamara Colombia: en los textos del pasado, como asegura el doctor Rosselli, se encuentran las leyendas de la llegada de los españoles como castigo por la borrachera permanente de los indios, los abusos de la coca y el yagé, las alucinaciones y el delirio, la depresión por culpa de la chicha, el asilo dantesco del San Juan de Dios, la noticia de que el virrey Solís donó treinta mil fuertes para el primer servicio de enajenados, las falsas convulsiones en las prédicas, el desenfreno del trópico, el fanatismo religioso, la persecución del Santo Oficio a los videntes, la Expedición Botánica que a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX quiso darle su lugar a la medicina en tierras mágicas, la teoría del Sabio Caldas sobre cómo el clima puede afectar la moral, la convicción de que el cuerpo enturbia el alma y la megalomanía de los próceres de la Independencia.

Y en los archivos está claro que se dio el instinto de narrarlo todo, con la intención de exorcizarlo y de digerirlo, y en la búsqueda de la cordura perdida, desde que los españoles pisaron este continente barroco.

El diario del navegante Cristóbal Colón, de 1492, es el regreso de una alucinación. El peregrino del soldado Juan de Orozco cuenta como una hazaña, hacia 1540, el sometimiento de los indios de la provincia de Cartagena. Elegías de varones ilustres de Indias del párroco Juan de Castellanos es un poema épico con vocación de novela de caballería que narra, en 1589, las hazañas de los conquistadores en una tierra selvática y fantástica. El carnero del neogranadino Juan Rodríguez Freyle, evangelista de los conquistadores, es el recuento histórico –una suma de relatos de 1636– de la ocupación de los principales cacicazgos. El desierto prodigioso y prodigio del desierto del sacerdote santafereño Pedro de Solís y Valenzuela, la primera novela hispanoamericana hasta nueva orden, a mediados del siglo XVII se vale de todos los recursos del género para recrear no sólo el maltrato a los indígenas, sino la vocación religiosa de cuatro muchachos caballerescos de aquellos tiempos.

El escritor e historiador José María Vergara y Vergara, que en cuarenta años de vida lo hizo todo, pinta en su extraordinaria Historia de la literatura en Nueva Granada (1867) una literatura de acá que empieza en la literatura española del Siglo de Oro, recrea el exterminio de la poesía indígena a manos de la poesía hispana, retrata al cura Castellanos como el autor del gran poema nacional, describe la fundación de los colegios religiosos que sirvieron a las letras de América y educaron a los autores que vendrían y fueron «depositarios de la civilización», lleva a cabo un catálogo de obras de los escritores frailes del siglo XVII desde Guerra y conquista de los indios pijaos hasta El carnero, «llena de naturalidad y expresión», y revive los primeros días de la imprenta en este mundo dentro del mundo, y los primeros periódicos que engendraron más y más plumas brillantes, hasta dejar en claro que en esos tres primeros siglos esa cultura fue de la imitación a la originalidad, de la apología a la crítica, de la opinión a la revolución intelectual que fue a dar al grito de Independencia de 1810.

Gracias al trabajo minucioso de Vergara y Vergara, de 508 páginas ni más ni menos, puede hablarse de las odas a los místicos neogranadinos como modos de desentrañar la experiencia del Dios católico en el continente hallado. Y puede hablarse de los textos románticos de los próceres de la Independencia como modos de sobrellevar la experiencia romántica en América.

Y también puede decirse que en el siglo XIX –cuando las posesiones demoniacas resultaron ser enfermedades mentales– empieza este manicomio a dar psiquiatras y a dar obras de arte como remedios y contravenenos.

II. EL SÍNDROME DE COLOMBIA

Quizás la primera respuesta literaria al síndrome de Colombia, que es este empeño maldito de que no se dé entre nosotros la solidaridad, sino apenas la caridad –y que engendró una sociedad en la que es común reclamar, por las buenas o por las malas, el derecho inexistente a mirar a los demás hacia abajo–, haya sido el sainete de Luis Vargas Tejada que se estrenó en el Teatro Coliseo el martes 8 de julio de 1828: Las convulsiones. España había sido expulsada de América. Estaba a punto de fracasar el propósito de una Gran Colombia. Eran los días de la histeria en los países occidentales. Eran los comienzos de los hablamierda, de los buchiplumas, de los vagos que lo consiguen todo con su cháchara. Se habían vuelto costumbre los ataques nerviosos, ciertos o falsos, de las muchachas caprichosas de la alta sociedad bogotana.

Y Vargas Tejada, que fue secretario de Santander y testigo inmejorable del tortuoso arranque del país, parodia semejante simulacro con el oído del Siglo de Oro que tuvieron los poetas colombianos durante tanto, tanto tiempo:

Unas veces sin tiento ni decoro

a los hombres embiste como un toro;

otras, no me creerás lo que te digo,

toca con las narices el ombligo,

luego se tuerce, luego se acurruca,

pone los calcañales en la nuca,

dá volantines, vueltas de carnero,

con más agilidad que un maromero,

y hasta ha llegado a dar en la simpleza,

del alzarse el camisón a la cabeza.

Reseña Vargas Tejada los remedios que proponían «los falsos Hipócrates» que querían tomar provecho de las convulsiones de las jóvenes aristócratas. Habla de un sedante hipnótico llamado Jarabe Diacodón. Habla de la melisa contra los espasmos, del opobálsamo contra la ciática, del asbesto y el oxígeno contra la histeria. Y en su parodia de la farsa santafereña queda clara esa élite amanerada –afrancesada y nostálgica de España– que le había dado la espalda a un pueblo que apenas sobrevivía y que había puesto en escena el Romanticismo melodramático en las salas de sus casas. Y queda claro ese primer país obligado a ser un país por los ímpetus de los venezolanos y los intereses de los neogranadinos y los abandonos de los españoles.

El señor Vargas Tejada satiriza las primeras discusiones sobre la salud mental en esta tierra, pero lo cierto es que sólo hasta 1837 se llevó a cabo el primer peritazgo psiquiátrico, en Antioquia, a un cura de apellido Botero que promovía una revolución contra el Gobierno y contra el utilitarismo: una junta clínica conformada por cinco doctores dictaminó, en tiempos en los que ya se hablaba de psicosis, de demencias, de manías furiosas e idiotismos, que el sacerdote era un hijo de aberrados mentales atacado por «polimanía razonante intermitente». Cuenta Rosselli que uno de los peritos, venezolano, ponía el oído en la tierra y daba alaridos «porque creía oír la trompeta del juicio» desde el terremoto de Caracas de 1812, pero asegura que el peritazgo fue serio e imparcial.

El doctor Rosselli recopila una serie de documentos para demostrar cómo era el trato que se les daba a los locos colombianos en el siglo XIX. En el decreto de sanidad que expidió el gobernador Rufino Cuervo, de 1835, nota que los locos no sólo eran considerados enfermos contagiosos, sino que eran encerrados y azotados y sepultados en vida en calabozos como del infierno: el carruaje enrejado del hospital San Juan de Dios, que recogía a los locos bogotanos, era llamado «la jaula». En la Recopilación de Leyes de la Nueva Granada de Lino de Pombo, de 1844, encuentra el artículo en el que se obliga a los policías a mandar a «hospitales u otros establecimientos de caridad» a «locos o personas furiosas» que anden por ahí.

Por supuesto, no sólo en la Nueva Granada, no sólo en la República de Colombia, se trataba a los locos como a bestias del demonio: a pesar de la ilustración, a pesar de la industrialización, el mundo entero seguía siendo un lugar sombrío y plagado de monstruos dormidos. Pero durante el siglo XIX este no fue un país sino un campo de batalla, y un camposanto, educado y vigilado por la Iglesia con una severidad que venía de los días de la Conquista. Y era común ver hombres y mujeres traumatizados, hechos de pavor, incapaces de pensar, de hablar, de caminar, de dormir. Y puede decirse que el catolicismo y el miedo a los duendes de la noche y la neurosis de la guerra, que entonces se llamaba así al trastorno por estrés postraumático, eran las columnas de la nación.

El idolatrado doctor José Félix Merizalde, recompensado por Bolívar y celebrado por Santander, fundó en 1812 la cátedra de Medicina del colegio de San Bartolomé, pasó la juventud asistiendo a los heridos de las guerras de la Independencia y estudió a fondo la higiene mental y la higiene corporal, pero también, como si no bastara con semejante legado, escribió una serie de folletos satíricos –de El Noticiosote a El Chasqui– en los que puede notarse de una vez que la palabra y el humor han sido los vomitivos que tantas veces han salvado a los colombianos de la intoxicación: «Si no le temes a Dios, témele a la sífilis», podía leerse en la sala de espera de su consultorio. Su influencia fue clara tanto en los periódicos satíricos que vinieron, como en los programas de estudio de las cátedras de Medicina que empezaron a aparecer.

Los siete números del periódico satírico El Alacrán, de 1849, revolvieron el estómago de las fantasiosas y cínicas élites bogotanas que empezaban a unirse contra el artesanado: «La reforma de las costumbres es uno de los objetos que llevamos en mira», anunciaron en la primera página del primer número. Vinieron muchos más en las décadas que siguieron, El Duende, La Jeringa, El Trovador, La Bruja, El Chino, El Mochuelo, El Zancudo, como pruebas de que en adelante el humor –la crítica, el enjuiciamiento, la catarsis, la risa en la cara del horror– iba a ser una de las respuestas favoritas al yugo de los explotadores de esta esquina de la Tierra. En el último libro del ingeniero parisino Joseph Klatzmann, El humor judío, se recobra una frase que podría estar en el escudo de Colombia en vez de «Libertad y Orden»: «Reír para no llorar».

Habría que reconocer al doctor Merizalde, pues, como un eslabón fundamental –o como un ejemplo contundente, al menos– de esa búsqueda de la higiene mental por los atajos de la sátira, por las trochas de los textos literarios y por los pasillos de los hospitales.

En 1834 la Facultad de Bogotá –según cuenta Pedro María Ibáñez– «se ocupó del estudio de la susceptibilidad nerviosa de los habitantes de nuestros climas cálidos». En 1844 el doctor Jorge Vargas redactó para las universidades de la república un «Programa de higiene» en el que se proponía estudiar la influencia de las pasiones, las afecciones mentales de nacimiento, las afecciones mentales en que el ser ha perdido la consciencia de sí mismo y de sus actos, la embriaguez, el delirio, la epilepsia, el sonambulismo, la simulación de locura. Pero en 1858, como si se tratara de dejar en claro que aquí siempre se acudiría a la magia, circuló el libro de «jórmulas» El médico en casa o la medicina sin médico: se propone allí tostar cuervos, beber la propia orina, echarse ceniza de cabello en la nariz, tomar sesos de urogallo, para escapar de la enajenación.

Siguen siendo célebres los locos que empezaron a tomarse Bogotá desde los días de aquel periodo que tampoco ha terminado del todo, la Patria Boba, y que podría llamarse también la Patria Loca sin ningún problema. En los volúmenes de historia de la ciudad han quedado reseñados personajes como Porquesí, Gonzalón, Runcho, el Loco Cacanegra y el Loco Perjuicios, que andaban por las calles como protagonistas de la ciudad. El pintor José María Espinosa, que cargó la bandera en tantas batallas por la independencia, fundó el arte nacional y volvió ícono a Bolívar cuando los sueños bolivarianos se fueron al demonio, y desde mediados del siglo XIX se dedicó a dibujar a los orates bogotanos con la misma pasión con la que recreó a los próceres: también la pintura y la caricatura le sirvieron a aquella sociedad –a esta– para no extraviarse, del todo, en la locura.

Si fue común encontrarse locos de fábula por las calles bogotanas, fue porque por esos años, 1858 en adelante, los hospitales pusieron miles de condiciones para recibirlos. Es cierto que hacia 1847 hubo en Bogotá un manicomio para varones que llegó a refugiar 31 locos y 79 indigentes. Pero la verdad es que sólo hasta el lunes 11 de julio de 1870, cuando fue fundado el Asilo de Bogotá, se tomó en serio la suerte de los enajenados de la sociedad: «El número de personas asistidas en el establecimiento en este periodo ha sido de 342, de los cuales 159 hombres y 194 mujeres», se lee en un informe de 1885, «las bajas han sido de 202, de ellas 19 por fuga, 61 por muerte y 122 curados o repuestos».

Vino el Asilo de San Diego, en Bogotá, en 1888. Y mientras el país iba cambiando de nombre en medio del pulso entre el centralismo y el federalismo, mientras el país se volvía el resultado del pulso entre los conservadores y los liberales, en Medellín fueron sucediéndose la casa de alienados, el hospital para locos y el manicomio departamental. Y en los demás rincones del país fueron hallándose soluciones para los rezagados de aquella sociedad extraviada en la chicha y en la guerra.

Varias publicaciones médicas aparecieron en esa segunda mitad del siglo XIX. En los archivos de las bibliotecas es posible consultar textos viejísimos sobre la afasia, sobre la epilepsia, sobre los tumores en el cráneo, sobre el magnetismo animal, sobre el chichismo. Pero quizás lo más sorprendente, en el contexto de la proliferación de publicaciones de esos días, sean las 48 entregas del periódico satírico El Loco: era claro –lo es– que los locos eran personajes importantes para aquella sociedad que insistía e insistía en la desigualdad, pero también, como en la literatura barroca e irónica del Siglo de Oro, que el humor es una arma política que devuelve el mango de la sartén, reivindica lo humano antes de que sea aplastado por lo humano y hace imposible que el sometimiento sea total.

La Historia de Colombia ha sido y es un drama protagonizado por caudillos –liberales o conservadores: qué más da– que ha ido y que va enloqueciendo a todo el que se encuentra a su paso. La Historia de Colombia ha pasado por encima de su pueblo como una conquista española o una guerra civil o un Bogotazo o un fusilamiento de la dictadura o un incendio del Palacio de Justicia o una toma guerrillera o una masacre paramilitar. Podría decirse, sin temor a exagerar, que aquí no ha habido colombianos sino daños colaterales. Y que, sin embargo, desde Las convulsiones hasta hoy hemos tenido suficientes narradores del horror como para no acabar sepultados por el delirio y por el trauma.

A falta de justicia, a falta de solidaridad, ha habido resistencia y ha habido coraje. Y desde el siglo XIX los periodistas, los dramaturgos, los médicos, los retratistas, los caricaturistas, los poetas, los novelistas, los cineastas, los músicos, los artistas, los libretistas, los directores de televisión, los actores, los curadores han estado pronunciando la desmedida vida colombiana con la ilusión de conjurar su violencia.

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