Kitabı oku: «Historia de la locura en Colombia», sayfa 6
III. MANCHAS DE LA TIERRA
Sucede igual en todas las literaturas de Hispanoamérica. Comienzan con la búsqueda de un poema nacional que, en procura del olimpo de cada tierra y en procura del héroe de la nación, ensalce los días precolombinos o las gestas conquistadoras o los apacibles tiempos de la Colonia o las batallas de la Independencia. Y empiezan así porque empiezan en pleno Romanticismo. Se va a la caza de una Ilíada o de un Cid Campeador que retraten de una buena vez el alma nacional. Siguen el realismo y el costumbrismo y el naturalismo que tratan de darle forma a lo que no lo tiene y sugieren –pero pocos lo notan– que los protagonistas del drama de una sociedad son sus personajes secundarios y sus paisajes. Después viene la ruptura: el simbolismo, el modernismo, el vanguardismo, que aquí parecen realismos pues aquí el Guernica de Picasso es la pintura de todos los días.
En la literatura colombiana, como en tantas otras, se ha librado el pulso fascinante que suele darse adentro de cada escritor. Por un lado está la ficción dramática, que trata de hallarle forma al desconcierto con la esperanza de conjurarlo. Y, por el otro, la ficción del pensamiento que trata de describir el caos como es. Pero, por supuesto, en Colombia tanto lo primero como lo segundo –que, repito, vienen y van muchas veces dentro de una misma persona– responde a una cultura conducida por la violencia y termina volviéndose prueba de que este ha sido un país en medio de la guerra: la primera novela colombiana, Yngermina o la hija de Calamar del cartagenero Juan José Nieto, de 1844, cuenta el pasado de Cartagena con la esperanza de que por fin lo sea.
De tanto en tanto pienso que El señor de las moscas, la novela de 1954 del inglés William Golding, podría ser el poema nacional de Colombia: a fin de cuentas, es la historia de un grupo de niños, perdidos en una isla, que fracasan estrepitosamente en el intento de convivir y de gobernarse a sí mismos. Pero hay que decir que, en la búsqueda de esa identidad huidiza, Yngermina, un triángulo amoroso caballeresco, quiso al mismo tiempo enaltecer la figura del buen salvaje y contar la conquista como una épica. Y que en la exploración de ese relato en común el boyacense Felipe Pérez, que recreó las tramas incaicas y retrató la revolución de 1860 que llevó a los liberales al poder, narró en Los gigantes –su novela de 1875– cómo los chibchas fueron despojados por los sórdidos descubridores españoles.
El señor Pérez es el autor de El caballero de Rauzán, de 1887, una novela romántica con una trama ingeniosísima –mitad Dumas, mitad Poe– que no por nada se ha convertido en telenovela un par de veces: su protagonista catatónico, que se desprende de lo romántico y desprecia la idea de nación, es una señal de que en medio del conflicto los escritores con frecuencia se ven obligados moralmente a emprender un viaje que empieza en la plegaria por la identidad del costumbrismo y que con suerte termina en la pasión por narrar y narrar más allá de las tramas de la propia tierra. Si algo se ve en esas primeras novelas románticas e históricas hechas aquí, si algo es claro en El oidor (1850) de José Antonio de Plaza, en Don Álvaro (1871) de José Caicedo Rojas, en El alférez real (1886) de Eustaquio Palacios, es una vocación innegable a la recreación del drama social que nos quedó tras la ida de España: ese pulso entre hijos legítimos e ilegítimos.
En efecto, muchos de los males típicamente colombianos están descritos en las novelas que digo y en las muchas novelas más que vinieron en ese primer siglo de la república: en esas páginas pueden rastrearse el machismo brutal que en un principio y durante siglos fue apenas una costumbre más; las conductas pesadillescas de tiempos de confrontación sangrienta; la fobia que le tienen las élites clasistas al pueblo enruanado; la «mancha de la tierra» con la que nacía aquel que nacía en este hallazgo español; el empeño delirante de que gobernar no sea la preservación de convivencia sino un acto de misericordia; la sospecha de Bolívar, el venezolano, de que «cada colombiano es un país enemigo», y la sensación de que en una nación sin justicia lo único que queda es contar la Historia.
Se dedicó a ello, a narrar y a historiar y a definir el papel de la mujer en esta tambaleante sociedad llena de trampas, la escritora bogotana Soledad Acosta de Samper.
Durante su larga vida, de 1833 a 1913, Acosta consiguió hacerse lugar en los campos vedados a las mujeres. Escribió veintiún novelas, veintiún tratados de Historia, cuarenta y tres estudios sociales, cuarenta y ocho cuentos. Dirigió cinco periódicos. Y quizás deba ser reconocida como una precursora del feminismo. Pero quizás convenga aclarar que, como sus colegas hombres, se le fue una buena parte de su carrera en la crítica de «las tiranías liberales» y de «la pretendida emancipación de las mujeres» y de los valores de la Revolución francesa que –decía– estaban animando el comunismo. Habría que leer María, la narración clásica de Jorge Isaacs de 1867, para dar con una novela con todas las de la ley que sólo podría suceder en este lugar y en esta versión del castellano.
Suele hablarse del costumbrismo, en la acomplejada Colombia, como se habla de un género menor, de un crimen, de una artesanía: el desprecio del costumbrismo, típicamente colombiano, no ha sido una señal de cordura. Pero lo cierto, que no se reconoce lo suficiente porque reconocerlo condena a ser de acá, es que esa primera literatura neogranadina les respondió a aquellas guerras civiles del infierno, y a esas élites que se portaban como extranjeras, y a esos desclasados que cargaban su cruz bajo la vigilancia de los campanarios, con textos brillantes e iluminadores –que no todo lo que brilla le sirve al lector– de prosistas tan finos como José María Vergara y Vergara, Eugenio Díaz Castro, Luis Segundo de Silvestre, José María Rivas Groot, José Manuel Marroquín, Tomás Carrasquilla, Ricardo Silva y Clímaco Soto Borda.
Se ve a las claras, en todos ellos, la vocación a la ficción: a fingir el mundo una y otra vez hasta que revele su secreto. De sus plumas vienen una serie de relatos costumbristas, románticos, realistas –llenos de humor y de riqueza y de crítica y de amor propio y de vocación a la modernidad en una sociedad ciega a sí misma–, que se han menospreciado como si no fueran literatura, pero que conviene leer antes de descartar: Manuela (1858), de Díaz Castro, es una novela magnífica que consigue poner a andar dramas puramente neogranadinos en los vaivenes de esa primera república que seguía persiguiendo la utopía violenta de una nación unificada y unánime; Las tres tazas (1863), de Vergara y Vergara, es una pieza nostálgica pero también el reconocimiento de una sociedad que siempre está tratando de empezar; El moro (1897), del expresidente Marroquín, es la castellana autobiografía de un caballo más humano que los bogotanos, hombre, quién no; Diana cazadora (1915), de Soto Borda, es una sátira despiadada de la aristocracia santafereña encarnada en un muchacho extraviado en los bajos fondos de Bogotá por culpa de su amor por una mujer de provincia; La marquesa de Yolombó (1928), de Carrasquilla, es un retrato inmejorable de una mujer que se atreve a enfrentarse, una por una, a las esclavitudes colombianas.
Y sí: la María no sólo prueba que en estas tierras también sucedió la tragedia del edén perdido, y no nos queda más sino recorrer el Antiguo Testamento a ver si algún día llega el Nuevo, sino también que esa primera Colombia –que se negaba a ser sometida por la Bogotá piadosa y lúgubre de los campanarios– en todas sus regiones dio narradores como contravenenos a aquella sociedad sometida por un puñado de líderes que, repito, solían portarse como extranjeros. Y, para más demostraciones de lo que digo, para más demostraciones de que ha habido aquí desde el principio una raza de hacedores de ficciones que nos han librado de los síntomas mientras llega el día en que la justicia nos libre de la enfermedad, podría hacerse un álbum de los personajes literarios y de héroes y de caricaturas que han llegado a nuestro tiempo como mitos, como arquetipos, como alegorías que iluminan alguna parte de lo que somos.
Repito los personajes que ya he reseñado: la María, su Efraín, el Moro, Manuela, los locos bogotanos que pintó Espinosa, la Marquesa de Yolombó que se hizo a sí misma. Pero en los relatos de don Tomás Carrasquilla, el gran observador y el gran fabulador de los parajes antioqueños, están el envanecido Agustín Alzate, el corajudo Chichí, la bruja Frutos, el abnegado Peralta. Y en Pax (1907), la novela total y desaforada de Lorenzo Marroquín, el hijo del expresidente, y de José María Rivas Groot, una serie de personajes arquetípicos –de las ruinas de la Guerra de los Mil Días– encarnan el desmadre político, la violencia que aún no se escribía con mayúscula y la sumisión de los colombianos ante los extranjeros: ahí están el poderoso Sánchez Méndez, el afortunado Montellano, el conde Bellegarde.
Y para subrayar la idea de que en el intento de dar con un cantar de gesta nacional –como el del Rolando francés o el del Sigfrido germánico o el del Beowulf sajón– sí se escribió aquí una extraordinaria serie de héroes y de antihéroes nacionales, quizás lo mejor sea hablar del complejo e inagotable Rafael Pombo: que dejó poemas graves para siempre, pero que en 1855, a partir del encargo de traducir del inglés al castellano una serie de canciones tradicionales, se sacó de la manga enorme que tenía a personajes tan colombianos y tan humanos como Rinrín Renacuajo, El gato bandido, Mirringa Mirronga, Simón el bobito, Juan Matachín y La pobre viejecita «sin nadita que comer / sino carnes, frutas, dulces / tortas, huevos, pan y pez».
No sólo en la literatura, sino también en las memorias nostálgicas de la Colonia y en las crónicas de viaje y en las caricaturas y en las publicaciones fugaces escritas por las mismas plumas, se retrató a los neogranadinos y a los colombianos decimonónicos.
En Reminiscencias de Santafé y Bogotá de José María Cordovez Moure, de 1893, están retratados el montaje de toda una cultura y la consiguiente lucha por la cordura en el dilatado arranque de la república. Se habla allí, en las Reminiscencias, de asesinatos escandalosos, de crímenes, de asaltos, de saqueos, de robos, de envenenamientos, de episodios sangrientos. Se cuenta el juicio delirante y la ejecución del inocente doctor José Raimundo Russi, la primera señal del miedo y el odio ante la izquierda. Se narran los pormenores de aquel escandaloso crimen, contra los antepasados del poeta Silva, en la finca de Hatogrande. Pero sobre todo queda clara la vocación de esta cultura a narrarse como si sospechara que hay algo muy raro en ella, como si repitiera a diestra y siniestra «dígame si esto no es un experimento salvaje».
Sintió lo mismo la gente de afuera. Está claro en los maravillosos diarios que, desde 1822 hasta 1884, escribieron viajeros como el periodista estadounidense William Duane, el industrial escocés John Steuart, el diplomático brasilero Miguel Lisboa y el botánico francés Charles Saffray. Hay que leer el libro estupendo e irónico del escritor argentino Miguel Cané, que dibuja con cariño a los fanáticos, a los poetas, a los aristócratas que soltaban sus chismes en el altozano de la catedral, para constatar que aquí había «mucha preocupación de casta», para creerle a un extraño que se daba «una cultura intelectual incomparable», para escuchar que si no fuera por la chicha el pueblo colombiano «se elevaría rápidamente en la escala de la civilización». Hay que leer el recuento del geógrafo alemán Alfred Hettner para ver con ojos precisos, de allá, el clasismo de siempre: «Como indio generalmente se califica, de manera despreciativa, al campesino pobre», escribe en 1884.
En estos parajes siempre se pensó que «hay jerarquías hasta en el cielo» y siempre estuvo el antídoto del humor, sí. Estuvo Espinosa, el primero de todos nuestros caricaturistas, pero, como recuerda la pintora Beatriz González en sus textos curatoriales a la exposición «La caricatura en Colombia desde la Independencia», es claro que el arte precolombino está plagado de muecas, que los españoles trajeron la risa que según la Biblia «es locura», que en el Nuevo Reino de Granada fueron comunes los impresos satíricos, que de la Convención de Ocaña en adelante, o sea desde 1828, se volvió usual encontrarse en los periódicos con dibujos burlescos contra los políticos de entonces, y que muy pronto llegó el humor gráfico colombiano a una edad de oro.
Ciertas caricaturas de la segunda mitad del siglo XIX, de Urdaneta, de Presas, de Greñas, de Gaitán, de Gómez, son verdaderas piezas maestras.
Y son vestigios de una civilización que quiso conjurar la locura de la violencia con la locura del ingenio.
IV. TODO NOS LLEGABA TARDE
Hay dos cosas para aclarar. La primera, que la lectura que se dio en el siglo XIX colombiano, como lo señala la profesora Carmen Elisa Acosta en su ensayo Lectura y nación, fue «un acto colectivo», pues tuvo que ver tanto con la consolidación de la prensa neogranadina como con la construcción nacional: la poesía, el cuadro de costumbres, la caricatura, la crítica política y la novela por entregas hallaron, en especial desde 1840, la función social de darle forma y contenido a una comunidad. Y la segunda, que la literatura que se dio en aquella proliferación de publicaciones, dado el analfabetismo que campeaba en esa nación en ciernes, sirvió sobre todo a unas élites brillantes y obtusas que –como se ve, por ejemplo, en las páginas de la Manuela– concluyeron que el mejor modo de lograr una nación era cambiar la diversidad por la unidad, la multiplicidad por la homogeneidad, la exuberancia por la pequeñez.
No era una conspiración, no, era simplemente un resabio transmitido de generación en generación por un pueblo hecho de predicadores. Podría decirse que, así como existe la deformación profesional, existen la deformación nacional y la deformación de clase. Y el colombiano, que es sobre todo un evangelizado, tiende a prevalecer, a pacificar, a convertir a los otros en la búsqueda obstinada –y quizás innecesaria– de una unidad que suele relacionarse con la paz. La solución al desmadre, se pensó desde el país letrado y dominante, es la compasión con ese pueblo de enruanados e indios en su largo viacrucis a la iluminación: a la higiene y al catolicismo y al castellano, y al mestizaje que celebre lo blanco, y a la sumisión al varón. La solución es, según se ha creído, uniformarnos: asumir una misma identidad. Y reducir al otro a lo que uno es suele servirle a la Violencia.
Repito: no fue de mala fe. Y me anticipo a algo que voy a decir: no por nada hemos buscado en los uniformes, de los curas, de los gramáticos, de los militares, de los deportistas, nuestra igualdad. Pero es claro que los mejores escritores colombianos del siglo XIX, que son muchos más de los que se dice, vivieron, caricaturizaron, maldijeron, retrataron, novelaron una era violenta y bella en la que parecía urgente pensar qué diablos podía hacerse con esta tierra. Podríamos graduarlos de elitistas e indolentes si cayéramos en la trampa cada vez más común de juzgar el pasado con las reglas del presente, pero quizás sea más útil verlos como extranjeros, como conquistadores y colonizadores y evangelizadores, en su propio mundo.
Sus obras se discutieron en el altozano de la catedral como las obras de hoy se debaten en la plaza de las redes sociales. Y, aunque recrearon con compasión suma el país que vivieron y la gente que vieron para subrayar la pregunta por cómo convertir esto en lo que debería ser, en el peor de los casos cumplieron de modo brillante la tarea de mostrarlo todo como era.
Pienso en El Mosaico, en la tertulia y en la publicación, cuando escribo sobre esto. Empezó en 1858 sobre la base de una sospecha: que, aun cuando hubiera creado una serie de sociedades, academias e instituciones para estimular la creación de comunidades, no iba a ser el Estado el que supliera la necesidad de que se encontraran las principales voces de la época. Duró catorce años. Se cuidó de ser de los liberales y de los conservadores. Fue un ejemplo y fue un alivio en medio de guerras civiles y de los odios partidistas y de las politiquerías. El profesor Andrés Gordillo lo llama, desde la Sorbona, «una suerte de frente cultural levantado por la élite social bogotana» en el momento justo en el que el artesanado ganaba terreno y la prensa se popularizaba.
Quería reivindicar los usos y las costumbres de ese lugar negado por propios y extraños: «Nuestra patria es totalmente desconocida en su parte material y moral no sólo de los extranjeros que a causa de la ignorancia nos desprecian como a una turba de bárbaros, sino lo que es más triste, es desconocida de sus mismos moradores», escribió el conservador Vergara y Vergara, uno de los líderes del grupo, en el primer número de la revista. Sirvió de refugio a Rafael Santander, a José María Samper, a Salvador Camacho, a José Joaquín Borda, a José Manuel Marroquín, a Manuel Pombo, a Ricardo Silva, a Gregorio Gutiérrez, a José Manuel Groot, a Eugenio Díaz Castro, a Jorge Isaacs, entre otros. Y fue testigo del estallido de la poesía colombiana.
En las páginas y en los salones de El Mosaico no sólo creían que los colombianos no estaban condenados al horror, pues había sucedido allí tanta belleza, sino que tenían fe en la palabra que disuade la violencia. Pero eran, al mismo tiempo, un puñado de elegidos.
Muestra el profesor Gordillo, en un minucioso artículo sobre el tema, que lo que más publicó El Mosaico fue poesía. Hubo cuadros de costumbres, relatos de viajes, traducciones. Pero sobre todo hubo poesía en una época en la que fueron poetas hombres tan disímiles como Rafael Núñez, Miguel Antonio Caro o Candelario Obeso, porque dominar la lengua era un deber moral. Rescata el escritor Juan Manuel Roca, en su Galería de espejos de 2012, la figura de Rafael Pombo como un autor que fue varios autores, pero habla de José Asunción Silva como la puerta por la que entra al mundo la poesía colombiana. Fue Silva quien terminó de digerir la herencia del Siglo de Oro y el espíritu del Romanticismo. Fue Silva quien probó que el humor y la poesía requieren el mismo oído.
Confío plenamente en ese retrato de Silva, de mil páginas, que Enrique Santos Molano tituló El corazón del poeta. No se encuentra allí al supuesto poeta llorón, enamorado de su hermana, que deambulaba entre los muertos mientras tomaba fuerzas para pegarse un tiro en el corazón, sino un buen hijo de un buen padre que en 1896 fue asesinado por conspiradores –en el momento justo en el que había saldado todas sus cuentas pendientes y había recobrado el control de sus asuntos– en una ciudad que desde siempre le había tenido envidia a su talento de visionario: «Compadécete, Señor, de tu siervo y concédele la dulce paz de la infancia, por la que tanto suspiró en los cantos que tú le inspiraste», pide Miguel de Unamuno al final de su prólogo a las obras completas de Silva.
Se ve allí, en El corazón del poeta de Santos Molano, a un hombre político enterado de los vaivenes de su tiempo, extraviado en un pasado que no estaba a la altura de sus ideas modernistas y propias, dispuesto a sobreaguar en la Regeneración y a investigar la identidad trágica de su pueblo –el regodeo en su propio fracaso, por ejemplo– en sus cuadernos de versos, en sus cartas a los grandes protagonistas de su Colombia, en las páginas a punto de ser terminadas de su novela De sobremesa. Se ve allí a un poeta enorme y libre, el del «Nocturno» y «Los maderos de San Juan» y Gotas amargas, consciente del dolor y ocupado por la ironía: versos como «El verso es vaso santo: poned en él tan sólo un pensamiento puro», «Las soledades hondas del olvido», «Una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas», «Cayó gritando “¡Adiós, mamá!” el pobre recluta muerto», «Lázaro estaba sollozando a solas y envidiando a los muertos», «Sufre este mal: pensar», «¡Lo que usted tiene es hambre!» vienen a la cabeza en el momento justo.
El poeta maldito Julio Flórez declamó una serie de sonetos fúnebres para Silva el día en que lo enterraron en el cementerio de los suicidas. El liberalísimo Flórez, de sombrero flojo, de gabán negro, de bigotes levantados tanto en los camposantos como en las orgías, fue odiado por los inquisidores y despreciado por ciertos espíritus finos de su época –y ha pasado a la Historia, entre los críticos que lo sacan de contexto, como un versificador sensiblero que le hablaba a su madre y a su patria–, pero lo cierto es que fue la voz de los bogotanos de fin de siglo: «Oye: bajo la ruina de mis pasiones», «Todo nos llega tarde… hasta la muerte», «Si un muerto soy que sueña que está vivo o un vivo soy que sueña que está muerto», escribió. Y la gente lo paraba en la calle a pedirle versos redentores.
Y antes de que se le vinieran encima los años tristes, la persecución y el exilio y la resignación a ser condecorado por los conservadores en Usiacurí, reunió en el primer año del siglo XX a esa estupenda resistencia humorística, a esa descarada parodia que se llamó «La gruta simbólica».
Flórez era un alicaído perdido «en la agüita de toronjil de Hennessy», pero también un repentista. Y de 1900 a 1903 estuvo yendo a las salvajes reuniones de La gruta en la casa 203 de la Carrera Quinta, en La Candelaria, a parodiar las tertulias europeas y las tertulias de El Mosaico en plena Guerra de los Mil Días. Eran carnavales de puertas para adentro, carnavales clandestinos y desenfrenados en aquella casa o en algún restaurante que se sumara a la locura, en los que se reivindicaban los retruécanos del Siglo de Oro, se morían de la risa en la cara del himno nacional que había escrito el presidente Núñez, se remedaban los movimientos literarios conscientes de su trascendencia, se ridiculizaba a muerte al filipichín santafereño, se aplaudía a la rebelión liberal en la madrugada y se despotricaba de la dictadura regeneradora que iba a entregar a Panamá.
Recitó el cachaco Eduardo Ortega, en la décima sesión de esa secta de liberales, una mamadera de gallo que muestra que el veneno de la violencia se ha resuelto aquí con el contraveneno del humor: «Pienso cuando estoy fumando / que todos vamos al trote, / que la vida es un chicote / que se nos está acabando. / Si en el momento nefando / Dios me llega a preguntar: / –¿Quiere usted resucitar?, / le diré echándole el humo: / –Mil gracias, Señor, no fumo / porque acabo de botar», declamó Ortega. Y es una lástima que sólo lo hayan escuchado aquellos. Y es una lástima, mejor dicho, que semejante catarata de ficciones no le llegara sino a una de las élites de aquella sociedad. Y que faltara tanto tiempo para que, como Julio Flórez, los artistas fueran todavía más populares.
La primera madrugada en la que se reunió La gruta, la ronda de la policía conservadora que vigilaba el toque de queda de las callejuelas bogotanas estuvo a punto de llevarse a Flórez por borracho, pero el agente que tenía que encerrarlo prefirió dejarlo seguir e irse con él a la fiesta porque nadie en ese pueblo –dijo– era capaz de dañar al poeta que escribió «La araña».