Kitabı oku: «Historia de la locura en Colombia», sayfa 7
V. TODOS LOS DIOSES DE LOS OTROS PUEBLOS ERAN DEMONIOS
Se ha dicho de mil maneras que es sana la persona que es capaz de narrar su propia historia. Puede decirse también que un pueblo sale del espanto –y que es viable– si consigue contarse. Que la locura del siglo XX en Colombia, la fobia a la izquierda, la guerra civil de la Violencia, los fusilamientos, las torturas, las bombas, los magnicidios, los secuestros, las masacres, fue encarada por los artistas y los periodistas y los historiadores. Y que en el siglo XX y en el siglo XXI nuestros creadores, animados por las nuevas tecnologías y por las nuevas libertades, han sabido poner en contexto y en escena el viaje colombiano. Y esa labor valerosa e ininterrumpida, que ha dado poemarios, dramas, novelas, telenovelas, películas, pinturas, reportajes entre la guerra, no ha sido reconocida como se lo merece.
Hacer ficción es tener a raya la locura, y, como es un ir y venir, no todo el mundo regresa de aquel extravío.
Se habla de las crueles depresiones de Epifanio Mejía: «“Todos estamos locos”, / grita la loca. / Qué verdad tan amarga / dice su boca», escribió unos años antes de acabar en el manicomio. Nadie niega las rarezas infantiles de Rafael Pombo. Es sabido que, en su desbarajustado lecho de suicida, Candelario Obeso se negó a fingir que se había disparado por accidente: «Sí, tiré al blanco y le pegué al negro», exhaló ante el cura. Se insiste en la «depresión melancólica», en la necrofilia, en la ansiedad en la obra de José Asunción Silva. Se citan la traducción de El siglo de los nervios de Baldomero Sanín Cano, el tormento de Porfirio Barba-Jacob, el desequilibrio de José María Vargas Vila, para advertir sobre los riesgos que se corren cuando el oficio de uno es dar un pulso con su mente.
Pues bien, en el demencial siglo XX, que fue una parodia feroz de la Historia, muchos se jugaron la vida por descifrarlo todo, por exorcizarlo todo, por contarlo todo.
Se hizo lo que se pudo para sobreaguar. Se hizo lo que se pudo para recobrar la cordura. Aparecieron los precursores de los estudios de la mente y los primeros maestros de psicoterapia. Se humanizaron los asilos de locos y de locas del país hasta llamarlos «casas de salud». Se determinaron las enfermedades mentales tratadas en los refugios: entre otras, el delirio de persecución, la locura genital, la dipsomanía, el alcoholismo, la locura puerperal, la neurastenia, la demencia consecutiva, el idiotismo, el cretinismo, la degeneración mental. Se insistió hasta el absurdo, de la mano del doctor López de Mesa, en la controversia sobre la degeneración de la raza. Se luchó contra el alcoholismo nacional: «La maldita chicha», se dijo. De 1968 en adelante, tal como lo demuestra el profesor Jairo Gutiérrez en su Historiografía de la locura y de la psiquiatría en Colombia, se siguió investigando no sólo el trato que se le ha dado a la locura en este país, sino el cada vez más sofisticado acercamiento a las enfermedades mentales.
Y una y otra vez se estudió a la familia colombiana, que para bien y para mal es el refugio de este pueblo, en los congresos nacionales de psiquiatría.
Pero poco se ha hecho –recalca el profesor Gutiérrez– por investigar los efectos del conflicto en la salud mental de las víctimas, por profundizar en la historia de la locura en los días de la Violencia, por indagar sobre el daño psíquico que ha sufrido esta sociedad desde las últimas décadas del siglo XX hasta las primeras del siglo XXI.
A comienzos del XX, el doctor Carlos Putnam, jefe de la ambulancia del Gobierno en la Guerra de los Mil Días, reseñó con el deseo –pues seguimos confiando en la magia como seguimos confiando en Dios– el paso del espiritualismo al organicismo en la sociedad colombiana: soñaba, entre las pesadillas de aquella guerra, con un pueblo que se librara por fin de la irracionalidad. El doctor Laurentino Muñoz describió en La tragedia biológica del pueblo colombiano (1935) y en Un informe de nacionalidad (1965) un país varado en sus manías en el que «se desprecia la vida» y un pueblo que «permanece vencido por las enfermedades y por los vicios» porque se niega a superar su machismo: «Si la sociedad está en crisis –escribió–, la causa aparece a la vista de todo el que quiera verla: en la pereza e incapacidad del sexo masculino para el trabajo».
«Si no fuera por el esfuerzo sorprendente y colosal que se impone la mujer, la familia y la sociedad estarían más desquiciadas de lo que están, pues viven tambaleándose por la inseguridad del varón y su ausencia del trabajo, del amor y del sacrificio –agregó–: busca siempre el placer y huye del deber y del dolor que deben sublimarse para engrandecimiento de la especie». De eso se trata: de sublimar –o sea, de elevar o de resolver– el dolor, la ira, la violencia. Se trata de remediar, de conjurar el machismo: el varón derrotado por su fracaso a la hora de expresar su propia furia. Y, aun cuando los narradores y los terapeutas y los violentólogos del país han hecho lo mejor que han podido para denunciar y rectificar la pesadilla de las mujeres y los niños en Colombia, es cierto que sus textos han tardado demasiado en llegarles a todos los lugares de la sociedad.
A finales del año pasado, 2018, seguía hablándose de que más de doce millones de colombianas –seis de cada diez, ni más ni menos– son madres solteras. Y para aquellos que se resisten a pensar que la violencia está en el ADN de la raza colombiana, pues suena a agüero y a sino apenas uno lo dice, es claro que en esta cultura no hemos conseguido que el sexo masculino sea capaz de convertir su frustración en compasión, en creatividad, en arte, en ciencia.
Desde que estuvo claro el siglo XX, que fue el siglo de la ansiedad, se escribieron textos estupendos sobre nuestra Historia que eran verdaderas vacunas contra la pandemia colombiana.
La Historia de Colombia de Henao y Arrubla, que desde el primer centenario de la Independencia, y durante décadas, fue la Historia oficial del país de la Regeneración, hizo lo posible para contar las cosas como fueron y para hacer viable el presente. Vinieron después las historias y los ensayos de espíritu liberal que –en medio de la lucha bipartidista, y después– se negaron a contar el país como una suma de gestas militares. Se fueron sucediendo, entre muchos, muchos otros, los textos lúcidos de Laureano García, Germán Arciniegas, Germán Colmenares, Indalecio Liévano, Eduardo Caballero, Jaime Jaramillo, Eduardo Lemaitre, Gerardo Molina, Fernando Guillén, Javier Ocampo, Alfredo Iriarte, Álvaro Tirado, Jorge Orlando Melo, Enrique Santos Molano, Marco Palacios, Gonzalo Sánchez, Mauricio Archila, Malcolm Deas, David Bushnell, Alfredo Molano, Eduardo Posada, Miriam Jimeno, Margarita Garrido, Marina Lamus, Alonso Salazar, Antonio Caballero.
En 1983 el escritor caleño Arturo Alape, que dejó la guerrilla cuando se enfermó de paludismo, le presentó su obra maestra El Bogotazo: memorias del olvido a una nación que no acababa de entender la ceremonia de sangre que siguió al crimen de Gaitán. La violencia en Colombia, el libro pionero en dos tomos que Eduardo Umaña, Germán Guzmán y Orlando Fals Borda publicaron en 1962, es un texto esclarecedor y político en el sentido serio de la palabra, que redondea el retrato del infierno: en su momento, entre las cenizas de la época de la Violencia, dio a la sociedad colombiana la noticia de que sus dos partidos históricos habían patrocinado una pesadilla y un desangre en el que fue costumbre violar a las mujeres, sacrificar a los niños, decapitar a los hombres.
Valga decir que los sociólogos Umaña Luna y Fals Borda, asqueados por los conflictos como heridas que el bipartidismo había dejado abiertas, fundaron en 1959 la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional con –entre otras voces más– el capellán Camilo Torres Restrepo. Fals Borda participó luego en la revista política Alternativa, fue constituyente en 1991 por la Alianza Democrática M-19 e hizo parte de la izquierda hasta convertirse en el presidente honorario del Polo Democrático. Umaña Luna trabajó en todo, de la Radio Nacional a la Biblioteca Nacional, hasta volverse una figura fundamental de la intelectualidad nacional: su hijo, el defensor de los derechos humanos Umaña Mendoza, que buscó justicia en el crimen de Gaitán, el genocidio de la Unión Patriótica y la masacre de Trujillo, fue asesinado por los paramilitares en 1998.
El cura Torres, por su parte, siguió y siguió llamados –vocaciones– desde que tuvo uso de razón: siguió a su madre en la separación con su padre, siguió a su novia en medio de sus arrebatos religiosos, siguió a Dios hasta volverse cura, siguió su indignación ante las injusticias sociales hasta Lovaina, siguió la Teología de la Liberación de la que había estado hablando la Iglesia hasta fundar el Frente Unido del Pueblo en contra de la democracia monárquica del Frente Nacional y siguió al ELN hasta morir en el combate de Patio Cemento el martes 15 de febrero de 1966. Y su destino trágico, y el hecho de que el cura Guzmán sea autor de varios de los textos de La violencia en Colombia, fueron señales –lo son– de que la relación entre barbarie y religiosidad ha sido particular acá en Colombia.
El cura Guzmán es el alma de La violencia en Colombia porque fue el alma de la Comisión Gubernamental Investigadora de las Causas de la Violencia que el presidente Lleras Camargo nombró en 1958. Durante cuatro años, luego de recorrer el país en busca de una respuesta a la debacle, Guzmán conoció de primera mano y documentó el horror de la guerra bipartidista. Tanto Lleras Camargo como la gente de la recién fundada Facultad de Sociología de la Universidad Nacional le pidieron que escribiera un libro sobre todo lo que había visto en esos años. Y era curioso, por decir lo menos, que fuera precisamente un sacerdote el encargado de dar la noticia de aquella Violencia con V mayúscula que tanto azuzó la sombría Iglesia católica.
Dígame usted si no tienen mucho que ver con nuestra fascinación y nuestra ceguera a la violencia –que sólo notamos en los otros– el dogmatismo y el fanatismo del catolicismo traído desde España. En la Conquista, en la Colonia, en la Independencia, en las Nuevas Granadas, en las Repúblicas de Colombia, en la Regeneración se transmitieron a la sociedad la indiferencia ante la barbarie ejercida contra los supuestos bárbaros y –en las palabras siempre precisas de Jorge Orlando Melo– la necesidad de «erradicar de la cultura colombiana las formas de pensamiento contrarias a la tradición católica e hispánica». Y como consecuencia, escribe Melo, he aquí una sociedad en la que no se interioriza la democracia y «la violencia política tiene un alto nivel de justificación».
El padre italiano Ambrogio Adamoli hizo notar en 1996, en su ensayo Violencia y religiosidad, que «lo que en otras partes es violencia, entre nosotros es la violencia» porque al volverla persona «lo que se intenta en forma ilusoria es expulsarla de nosotros y garantizar nuestra inocencia». Hemos estado haciendo lo que hicieron los cristianos con el demonio: lograr que el asunto de fondo sea «el mal» de allá afuera, que la violencia no sea un problema de nosotros sino para nosotros, que haya una «época de la Violencia» como un «tiempo del ruido» para que nuestra crueldad quede por encima de la Historia, que se vaya imponiendo la tiranía del mito, y que, como la verdad religiosa, cualquier verdad tenga que ser la verdad para todos.
Dice Adamoli que hemos estado padeciendo la violencia «necesaria» e «invisible» de lo sagrado: que esa violencia engendra –o al menos justifica– todas las expresiones violentas de una sociedad que discute y discute para encubrir su ira santa. «Todos los dioses de los otros pueblos son demonios», dice el salmo citado por el padre italiano, todas las creencias y las verdades ajenas son magias negras. «¿No es esta la situación del país?», se pregunta Adamoli. «¿Todo el mundo violando las libertades de los demás en nombre de la verdad, de la causa, de una u otra bandera? Y todos preocupados por definir el color de la violencia sin querer aceptar que en el fondo es del mismo tipo, engendrada por esa actitud religiosa que nadie se atreve a llamar por su nombre».
Temo que es así. Digo que «temo» porque he querido a la Iglesia como a una era del arte, como a ese mecenas y ese criador de tanta belleza, como a la puesta en escena de un drama hondamente humano, pero creo firmemente que somos tan violentos porque somos tan religiosos, tan sectarios, tan tajantes. Y que nos ha costado librarnos de semejante viacrucis, de semejante padecimiento, porque esta cultura no ha sido educada para librarse del dolor –que de deshacerse del dolor se trata el budismo, por ejemplo– sino para soportarlo hasta nueva orden. No nos hemos encogido de hombros. Hemos pegado gritos. Lo hemos cantado. Lo hemos narrado. Lo hemos señalado. Pero nos hemos resignado a que todo ese coraje no llegue a ser justicia porque para esas cosas está el cielo.
VI. JUGUÉ MI CORAZÓN AL AZAR Y ME LO GANÓ LA VIOLENCIA
Quizás el poema épico de este país sea La vorágine, la novela de José Eustasio Rivera de 1924. Ya hablé de libros que aparecieron en el siglo XX pero que son novelas sagaces del siglo XIX: de De sobremesa, de Pax, de Diana la cazadora, de La marquesa de Yolombó. Ya hablé de relatos como suelos sobre los cuales podría empezar la literatura colombiana: de María y de Manuela. Ha sido claro que desde la aparición de los primeros cronistas está la vocación a narrar la ceremonia imparable que es este mundo nuevo. Y que otra sería la vida acá si se supiera que entre los viejos libros hay tantas obras fundamentales. Pero es que La vorágine cuenta la violencia con violencia. Sí, el desquiciado Cova, el protagonista, lanza la sentencia «jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia» –como si fuera, en palabras de Adamoli, un católico hablando del demonio–, pero allí no sólo está reconociendo que hay un monstruo que se lo toma todo en esta tierra, sino que, a diferencia de tantos personajes colombianos, está aceptando que él no está por encima del horror y que ha sido poseído por la misma barbarie.
La vorágine es la crónica rabiosa del descenso a un infierno verde y asfixiante, el estómago de las tinieblas, que al final resulta ser Colombia: la República de la Vorágine. Cova, el hombre cueva, el hombre antro, es un intelectual dramático que se define a sí mismo como un amigo de los débiles, como cualquier héroe, pero que en realidad es un antagonista. Viaja al abismo de la espesura cauchera igual que los protagonistas de los viejos poemas nacionales, igual que Eneas, pero no vuelve con la rama dorada, sino con el testimonio de su propia violencia, con el testimonio de la violencia de una sociedad de patrones voraces y de hombres esclavizados sometida a la ley del Talión y a la ley de la selva. «Vorágine» es sinónimo de manga, de espiral, de turbulencia, de este país barroco que sólo parece tener forma en la ficción. Y Rivera, el novelista expedicionario, lo vio con sus propios ojos.
También Cuatro años a bordo de mí mismo, la revolucionaria novela de 1934 de Eduardo Zalamea Borda, es sobre la escritura y es la autobiografía de una consciencia y es la crónica insaciable de la expedición de un bogotano del siglo XX a un infierno salvaje del siglo XIX. Está allí, asimismo, aunque esta vez suceda en el desierto de La Guajira, la definición de Colombia como una sociedad de explotadores y explotados, como una modernidad que jamás se da del todo. Es estremecedor notar en sus páginas, como en las páginas de De sobremesa y en las de La vorágine, la vocación a poner en escena, a cuestionar, a hacer responsable al interior de lo que sucede allá afuera: Colombia ya no es sólo un paisaje asolado por una cultura, sino la pesadilla de cada quien.
De sobremesa, La vorágine y Cuatro años a bordo de mí mismo son tres voces interiores que buscan a sus lectores, en un país vasto y habituado al avasallamiento, pues el gran drama colombiano es esta incapacidad de establecer contacto.
Allá arriba, en el pico de la pirámide social, se oficia una y otra vez el rito de la superioridad que se vuelve el rito de la violencia: el padre Adamoli muestra en su texto cómo una buena parte de los caudillos condescendientes y altruistas y cínicos de estos doscientos años, educados como los curas en la búsqueda de una única cultura, de una única lengua, de una única verdad, simulan tolerancia a las ideas ajenas hasta que se vuelven críticas, sugieren que ser crítico es serle fiel a otra patria, lamentan la polarización de la sociedad y llaman a la unidad antes de resignarse a la solución de la violencia. Acá abajo, en este enorme sótano del país en donde a duras penas los padres les han dado a sus hijos su apellido, llega la noticia de que hay que temer y odiar y aniquilar a los agentes del mal.
Es por eso, porque la conducta religiosa de los colombianos, monolítica e inexorable, trasciende las capas sociales y las ideologías, que puede hablarse del género de la novela de la Violencia. Primero que todo están, como las ha descrito la escritora María Mercedes Andrade, aquellas fascinantes novelas del Bogotazo publicadas poco después de los hechos: relatos como El 9 de abril (1951) del conservador Pedro Gómez Corena y El monstruo (1955) del liberal Carlos Pareja, que cuentan la debacle tras el crimen de Gaitán como una conspiración de los comunistas o como un complot de los conservadores, son ficciones fundacionales «donde el amor de la pareja heterosexual se convierte en el emblema de nación», pero narraciones como Viernes 9 (1953) del conservador Ignacio Gómez Dávila y Los elegidos (1953) del liberal Alfonso López Michelsen, que también recrean el desastre de ese día e inventan parejas que lo encarnan, muestran la ruptura irreparable de la nación.
El día del odio (1952) de José Antonio Osorio Lizarazo, un alegato contra la injusticia social, sigue a una campesina llamada Tránsito que llega a la Bogotá del Bogotazo luego de escapar una y otra vez de la Violencia: habla Andrade, entonces, de «la utilización del cuerpo femenino humillado como símbolo del sufrimiento de la nación». Y es claro, así, que cuando hablamos de la Violencia hablamos de la bestialidad de los hombres, de cómo toda esa educación en un solo Dios y una sola verdad y un solo sexo –esa educación que invita a la unidad, decía, para luego resignarse a castigar a quienes no se parezcan ni se sometan a ella– ha excluido a las mujeres del proyecto de nación y las ha convertido en la principal víctima de la guerra colombiana.
Se ve el anhelo de sacudirse el mal que corre cuerpo adentro –y se ve el coraje– en las obras maestras de las novelas de la Violencia. En El Cristo de espaldas (1952), Siervo sin tierra (1954) y Manuel Pacho (1962) de Eduardo Caballero Calderón está pintada con buen oído y dolor por lo humano la tragedia colombiana como el esfuerzo inútil de llegar a la tierra prometida antes de la muerte y de alcanzar la redención antes de ser crucificado. En la compilación de relatos Cenizas para el viento (1950) de Hernando Téllez se encuentra un inventario de la crueldad colombiana. En la satírica El gran Burundún Burundá ha muerto (1952) de Jorge Zalamea Borda va la procesión nacional detrás del caudillo que le ha prohibido hablar. En la contenida, amenazante e incómoda Marea de ratas (1960) de Arturo Echeverri Mejía está la calma de antes de la violencia.
Y en las 120 extraordinarias páginas de La casa grande (1962), el collage de diálogos y voces y notas y arquetipos de Álvaro Cepeda Samudio, está la masacre de las bananeras de 1928, ni más ni menos, el monumento macabro a la explotación, a la costumbre de las matanzas, a la violencia que no es violencia cuando es la violencia de uno.
El periodista Gabriel García Márquez la llamó «una novela hermosa» y «un experimento arriesgado» y «una invitación a meditar sobre los recursos imprevistos, arbitrarios y espantosos de la creación poética». García Márquez había escrito, en 1959, un ensayo sobre lo presionados y obligados que se sienten los escritores colombianos a narrar el horror, pero, en especial, sobre la sospecha de que todas las novelas de la Violencia son malas: «La novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas», escribió. Y quizás no había leído Marea de ratas ni Manuel Pacho, que son como él quería y como él escribía.
Pero está clarísimo que todo cambió –en él y en los demás pocos lectores– cuando apareció La casa grande.
García Márquez conoció bien aquella Colombia ensombrerada de la primera mitad del siglo XX, cuya capital era, según decían, «la Atenas suramericana», y a la que le gustaba llamarse «un país de poetas». Es que hubo unos muy buenos. Siguieron el sonidito benigno del Siglo de Oro hasta la trascendencia, o el ritmo irónico de Silva hasta la lucidez, o, como el propio García Márquez, el vaivén cargado de hallazgos de tantos parajes que no perseguían la modernidad. Porfirio Barba-Jacob escribió «He vivido con alma, con sangre, con nervios, con músculos, y voy al olvido…». Luis Carlos «el Tuerto» López aceptó «Y yo por mi sendero / cabalgo en rocinante sin humos de chofer». Vinieron, en los años veinte, los poetas que también eran prosistas de prensa que también eran funcionarios: Arciniegas, Lleras, Téllez. Luis Vidales rezó «Señor, / nos aburren tus auroras / y nos tienen fastidiados / tus escandalosos crepúsculos». León de Greiff reconoció «Juego mi vida, cambio mi vida. / De todos modos / la llevo perdida…». Aurelio Arturo señaló «las grandes lunas llenas de silencio y de espanto». Vinieron, en los años cuarenta, los piedracielistas a desempolvar la tradición española de la poesía colombiana en plena República Liberal: Carranza, Rojas, Camacho. Fernando Charry Lara fue testigo del «subterráneo final de los trenes sin nadie». Héctor Rojas Herazo le predijo «tu nómina de huesos buscándote como un perro enlutado» a un burócrata. Álvaro Mutis deseó «Que te acoja la muerte / con todos tus sueños intactos». Eduardo Cote Lamus rogó «Deja por última vez que mi tacto te sepa». Jorge Gaitán Durán lamentó «Todo se va de mí, se fuga de mi vida». Rogelio Echavarría susurró «Todas las calles que conozco / son un largo monólogo mío».
Y, en las ruinas de la dictadura de Rojas Pinilla, los autodenominados nadaístas –Arango, Escobar, Jaramillo, Arbeláez– no sólo lanzaron poemas brillantes contra la cultura jerárquica y patriarcal del país, sino que fueron precursores de esta época en la que cada quien se presenta y se inventa a sí mismo.
Fue así –cuando los poetas de la revista Mito se negaban a ser relevados por los poetas del nadaísmo, cuando el humo de la «guerra civil no declarada» empezaba a aclararse, cuando el Frente Nacional entre liberales y conservadores comprobaba la sospecha de que éramos incapaces de concebir una sociedad que no fuera monolítica como la Iglesia o el Ejército, cuando la prensa ya no era sólo el refugio de nuestros grandes prosistas sino que empezaba a ser el despacho de verdaderos fiscalizadores del poder– como se fue dando la obra de Gabriel García Márquez. Que, mientras iba dejando atrás el periodismo, escribió una bella e involuntaria trilogía sobre lo que sucede antes y después de la Violencia: La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961) y La mala hora (1963).
Y, de lectura en lectura, de artículo en artículo, de cuento en cuento, de novela en novela, fue llegando al mundo paródico, sublime e irrepetible de Cien años de soledad (1967).
En su magnífica Historia de la psiquiatría en Colombia, el doctor Rosselli lee la novela de García Márquez, un año después de publicada, como rastreando patologías. Y sí, hay que decir que es un drama nuestro narrado por nuestra poesía, por el oído barroco y por la cadencia caribeña y por el vaivén del horror y la belleza, capaz de llevarnos de una orilla a la otra como si cada página fuera un prodigio. Y sí, puede verse, en su relato lleno de milagros y de bromas, el canto nacional que la literatura colombiana ha estado persiguiendo –y ha estado alcanzando de tanto en tanto– como parte de la búsqueda de un padre que no va a llegar: el espejo en el que estamos todos. Pero la reseña fascinada del doctor Rosselli habla de «amnesia», «psicosis», «demencia senil», «oligofrenia» e «incesto» porque sospecha que Cien años de soledad resume nuestra locura.
Porque su protagonista es una familia, la familia Buendía, que enfrascada en sus miedos fracasa en el esfuerzo de ser la nación y el Estado que no se ve venir allá en la lejanía.
Porque la familia, en su acepción de «refugio», nos ha salvado de la desesperación y nos ha hecho felices, pero, en su acepción de «mafia», nos ha hecho lejana la solidaridad.
Porque la novela sucede en aquel infierno contemporáneo, Macondo, cuyo castigo inapelable es la soledad: la orfandad y la inconexión y la violencia desde la cuna hasta la tumba.
García Márquez, heredero del realismo y del esteticismo colombianos, siguió escribiendo obras maestras sobre este aislamiento, sobre este país en duermevela, y escribió El otoño del patriarca (1975), Crónica de una muerte anunciada (1981), El amor en los tiempos del cólera (1985) y Del amor y otros demonios (1994) en una sola vida, como deshaciéndose poco a poco de la ficción en el viacrucis a la no ficción, como recorriendo el camino que va desde el mito hasta la Historia. Podría decirse que su obra empieza y termina en el periodismo. Podría decirse que su periodismo sospecha, hacia el final, que su destino es volverse la Historia: El general en su laberinto (1989) retrata el fracaso de Bolívar, Noticia de un secuestro (1996) cuenta el papel de los narcos en la tragedia y Vivir para contarla (2002) ata los cabos y recuerda que la ficción es un método, un modo.
Dígame usted si no dice mucho de nuestra sociedad, de nuestra vocación a lo monolítico y a lo uniforme, que esa obra extraordinaria no haya iluminado, sino aplazado la lectura de esta catarata de novelas brillantes que sirvieron –y sirven– a la cordura de un puñado de colombianos.