Kitabı oku: «Jarkeq de Vharga y el Wyvern de la verdad», sayfa 2

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Kellus se echó a reír. Jarkeq no. El hombre se detuvo y tragó saliva.

—Bueno —carraspeó—, solo queríamos darle las gracias, por ayudar a Garbanzo. Darle las gracias yo y Clotilde. —Kellus movió el brazo en dirección a su compañero.

—¿Clotilde?

—Es una larga historia, le llamamos Clot.

—Hola. —Clot abrazó a Jarkeq, un abrazo fuerte que se prolongó demasiado—. Gracias.

Jarkeq miró por encima del hombro de Clot, que lo mantenía prisionero, y vio a Kellus sonreír amistosamente.

—Es muy cariñoso, sí. Y de pocas palabras, porque no las sabe, es extranjero, sí, y su dominio del antei es cuestionable. Aunque lleva ya unos años aquí…

—Ya veo. —Jarkeq intentó tomar aire.

—Ser bueno, ayudar a Garbanzo, gracias. —Clot sonaba rozando el llanto.

—No hay problema, Clot, tranquilo.

—Vamos, Clot, suéltalo ya, a nuestro amigo le gusta respirar.

El hombretón obedeció a su compañero y liberó a Jarkeq. Este le dio unas palmaditas en el brazo para tranquilizarle.

—Un placer —dijo—, ahora si me disculpan, debo irme.

—Espere, no se vaya. ¿Jarkeq, verdad? Un nombre raro, creo que significa algo feo, ¿puedo llamarle Jark?

—Eso suena más feo todavía, parece el grito de una bestia.

—Sí, cierto, sí. Pero no se marche, queríamos hablar con usted de un asunto. Un trabajo.

—¿Trabajo?

—De guardaespaldas, sí.

—No.

Jarkeq se dio media vuelta sin decir nada más y se dirigió a la salida. Kellus tardó unos segundos en reaccionar y luego, alterado, echó a correr detrás de él pidiéndole que se detuviera. Tropezó con una montaña de pieles, caminó unos metros a la pata coja después de haber metido el pie izquierdo en una escupidera, tiró varias vasijas que se hicieron añicos en un instante y al pegar un saltito meneando la pierna para liberar el pie chocó contra una vieja armadura que se sostenía por rutina colgada débilmente del techo. Como si de una trampa mortal se tratara, la armadura se desplomó contra el suelo contenta por su inesperada libertad, aunque algo molesta por el sobresalto, y Kellus quedó colgado del gancho que la aguantaba. El hombrecillo se balanceaba de un lado a otro suplicándole a Jarkeq que volviera.

—¡Garbanzo morirá!

Eso llamó su atención. Observó al hombre, colgado cabizbajo, balanceándose abatido, murmurando sobre Garbanzo, en una deprimente estampa. Cuando fue a hablar el cepillo de una escoba pasó por delante de sus narices. El dueño de la tienda desfilaba a paso ligero escoba al hombro como si fuera a la guerra. Se acercó a Kellus ceremonioso y comenzó a atizar al hombre como a una vieja piñata que intentaba en vano parar los veloces golpes de escoba.

—¡Ay, ay, ay! ¡Clot, bájame de aquí!

El hombretón corrió en su ayuda. Jarkeq se acercó para apaciguar la situación y terminó siendo objetivo de más escobazos. Intentó dialogar con el anticuario pero el hombre no quería saber nada, solo hacer pagar los destrozos. Los tres se precipitaron hacia el exterior esquivando los ataques del hombrecito que bramaba en contra de la juventud de hoy en día.

—¡Sentimos las molestias! —dijo Jarkeq mientras huía de espaldas y se inclinaba a la vez para disculparse cada vez que la escoba pasaba cerca de su cabeza—. ¿Qué demonios les pasa en esta ciudad con las escobas?

—No lo sé, ¿me ha llamado jovencito? —preguntó Kellus alegremente ensimismado.

—No lo sé, hasta luego.

—¡Por favor, espera! —El hombre le agarró de la mano para arrastrarle hasta un callejón cercano—. Deja que te cuente nuestra historia, la historia de… ¡los Aniquiladores!

—¿Aniquiladores?

—¿No sabes qué son? Creía que venías de lejos, sí, pero ahora ya pienso que eres de otro mundo. —Kellus se sentó en una vieja caja e invitó a Jarkeq a seguir su ejemplo. Este aceptó resignado, no iba a pelear con ellos—. Mira, absolutamente todas las ciudades de Mal Manantia, bueno, al menos todas las que pertenecen a la Federación Antei tienen red de alcantarillado. ¿Eso lo sabías, no? Y estas alcantarillas no se cuidan solas, no, ya te lo digo yo, sí.

—Sois basureros.

—¡No! —Kellus saltó de la caja clamando por el dios de la Verdad—. ¡Por el honor de Ztebaldr, basureros no! Somos algo peor, sí.

—Ah, perdona.

—Está relacionado, sí, las alcantarillas son nuestro lugar de trabajo, pero no limpiamos la porquería, al menos no en ese sentido, no. Trabajar en un lugar como ese no es solo asqueroso y vomitivo, también es peligroso. —Kellus hacía gestos bajo la atenta mirada de Jarkeq y Clot intentando dotar de tensión a sus palabras—. Las cloacas son el hogar de muchas bestias inmundas, algunas inofensivas como pequeñas ratas, otras terribles y mortales como despiadados… —Kellus dejó por un segundo la interpretación de lo que contaba y dudó un momento—. Espera, ¿sabes lo que es un gorv?

—Sí.

—¡Terribles y mortales como despiadados gorvs! —gritó alzando los brazos.

Clot se asustó.

—Ninguno de nosotros tres ha tenido mucha suerte en la vida, por eso un trabajo como este que nadie quiere hacer es lo único a lo que podemos aspirar. Clot, Garbanzo y yo nos encargamos de recorrer las alcantarillas de toda la ciudad, todos los días. Según la zona, vamos solos o en grupo, a cada bicho le gusta un ambiente diferente, ¿sabes? Ahí abajo también hay diferentes climas, sí, cada uno con sus propios peligros, no solo bestias, también desprendimientos. Una vez…

—Kellus… —le interrumpió Jarkeq—. Si tienes la esperanza de que te ayude será mejor que me expliques enseguida por qué necesitas un guardaespaldas.

El semblante del Aniquilador cambió. Se sentó lentamente en la caja de madera y respiró profundamente. Un halo de tristeza se apoderó de él antes de comenzar a hablar.

—Intentaba explicarte cómo es la vida de un Aniquilador, al menos aquí en Amthku. No es una vida agradable, y como te he dicho, no tenemos mucho más donde elegir pero tampoco nos quejamos. Los tres somos buenos amigos y pasamos buenos ratos juntos, sí, aunque sea ahí abajo. Lo que te quería decir es que cuando estamos fuera de la cloaca intentamos pasar nuestro tiempo de la mejor forma posible y Garbanzo es aficionado a la nubeología. ¿La conoces? No sé muy bien de qué trata, pero creo que tiene que ver con observar las nubes y averiguar cosas o algo así, sí. Existe una gran universidad sobre eso. Garbanzo trepa por los edificios, intenta subir lo más alto posible, para estar más cerca de las nubes dice, y bueno, el otro día en el barrio antiguo, se subió a una de las mansiones abandonadas del centro, el techo se rompió y el pobre cayó dentro del edificio. Y el suelo se rompió y cayó al sótano, y este también se hundió y… No sé cómo sobrevivió, no, pero encontró algo, algo valioso, que otros quieren.

—¿Qué otros?

—Los matones a los que te enfrentaste. Bueno, no, ellos no, su jefe. —Kellus miró alrededor a pesar de encontrarse en un estrecho callejón. Observó las sombras del fondo y se dijo a sí mismo que allí estaban seguros—. Imperio Dagoh.

Clot se movió nervioso y repitió aquel nombre en voz baja, varias veces. Jarkeq le miró de reojo, el hombre parecía estar a punto de salir corriendo.

—¿Quién es ese?

—El amo de la ciudad. Nadie te lo confesará, ni se atreverán a hablar mal de él, pero todo el mundo sabe que esta ciudad le pertenece y la ley no importa, él hace lo que quiere.

—¿Y el alcalde?

—Es él, o algo así.

—¿Y la Federación?

—Grinsvat, el suboficial mayor de la división destinada en Amthku, tiene algún trato con Dagoh. Amthku es una ciudad muy segura, eso llega a los superiores de Grinsvat, pero es gracias a que nadie se atreve a enfrentarse a Dagoh que mantiene la ley bajo sus deseos. Nadie levanta la voz, todos tienen miedo, entonces nada malo ocurre y la Federación no se interesa por la ciudad.

—Entonces queréis que proteja a Garbanzo.

—Así es.

—¿Que vaya en contra de la ley?

—En cierta manera, sí.

—No puedo protegeros toda la vida de Dagoh.

—Bueno, sí. —Kellus se sintió algo avergonzado—. Pero podrías darle una lección.

Jarkeq le miró a los ojos, serio, tan serio que Kellus pensaba que iba a pegarle un puñetazo.

—Me lo pensaré —sentenció Jarkeq, y Kellus y Clot se miraron sintiendo la euforia crecer en su interior. Querían saltar, abrazarse, llorar. ¡Solo por la posibilidad de que alguien les ayudara!—. Con una condición.

Fue como un puñetazo en el estómago, Kellus hincó las rodillas abatido, ¿qué querría aquel hombre? No había nada que ellos pudieran darle, no tenían dinero ni nada de valor, incluso la ropa andrajosa que llevaba era mejor que las suyas. Habían estado tan cerca…

—Quiero ver las alcantarillas —dijo Jarkeq sonriente.

III

Tesoros entre la basura

La profecía Kaerusekai

—Este es nuestro cuartel general, nuestra Casa —anunció Kellus mientras buscaba las llaves para abrir.

No habían tardado mucho en llegar hasta la vivienda que compartían los tres Aniquiladores, una pequeña cabaña de piedra en medio de un descampado junto a la muralla. Allí los tres hombres malvivían ya que sus verdaderos hogares habían caído pasto de las llamas en dos grandes incendios pero era lo único que tenían. Las siglas CASA aparecían escritas en un pequeño cartel junto a la puerta con su significado debajo: Centro de Aniquiladores y Servicio de Alcantarillado.

Kellus no necesitó las llaves, la puerta estaba abierta y destrozada. Miró adentro con cuidado y decidió pasar. La casa estaba totalmente patas arriba, una bota colgada de la lámpara daba fe de ello.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó temeroso el anciano.

Nadie le contestó. No había nadie que pudiera contestarle, pero seguramente no lo hubieran hecho de todos modos.

—Creo que estamos a salvo —se aventuró a decir no muy seguro.

—Os han destrozado la casa —comentó Jarkeq malhumorado.

—¿Qué? Ah, sí, bueno, creo que esos vasos no estaban ahí.

—¿Por qué?, ¿qué es lo que encontró Garbanzo? —preguntó Jarkeq sin perder el tiempo mientras aceptaba el ofrecimiento de Kellus de tomar asiento—. ¿Por qué le interesa tanto a alguien como Dagoh que controla la ciudad?

—No tengo ni idea —respondió, no sin antes echar una ojeada por el gran ventanal que dejaba entrar la luz al salón para comprobar que nadie les espiaba—. Pero estoy seguro de que no lograrán quitárselo a Garbanzo, no, ni podrán encontrarle siquiera. Ayer estaba nervioso y cometió un error, sí, pero ya no más. Debe de estar en las alcantarillas, donde mejor se maneja, y ellos no van a bajar ahí. Y si lo hicieran jamás llegarían hasta él, no.

—¿Por qué estás tan seguro de que no le encontrarán?

—Porque es fácil perderse ahí abajo, sí, y además Garbanzo está en una zona especial. —Movió una pequeña mesita junto a la pared—. A la que solo se puede entrar por aquí.

Levantó la alfombrilla descubriendo una tapa circular totalmente plana con un grabado, un grifo sujetando un martillo.

—Por eso te hemos traído, bajaremos por aquí a las alcantarillas, si sigues queriendo. La ciudad tiene un laberinto bajo tierra, esta entrada da a una serie de galerías que comunican con todas las demás pero sus accesos solo se pueden abrir desde dentro. Si Dagoh baja desde la ciudad se encontrará con puertas selladas. Quizá haya otras salidas, la red se aleja mucho de Amthku hasta las montañas, pero nunca hemos ido tan lejos. No queremos tropezarnos con los enanos, no. Espera, antes será mejor coger el mapa que hicimos, por si te pierdes…

Kellus deambuló por el salón recogiendo diferentes libros. Descartó media docena tras mirar el lomo, tirándolos al suelo sin cuidado, y finalmente encontró el que quería dentro de una pecera seca. Pasó las páginas con velocidad y sacó una hoja de papel.

—Gracias. —Jarkeq aceptó el mapa que le tendía el Aniquilador. Miró de reojo las líneas y garabatos y supo que si se perdía sería para siempre.

—Creo que lo hizo el bueno de Quelch, el anterior Aniquilador, o el anterior a él, no lo sé, no, pero es muy útil. Se ve que estas cloacas fueron obra de unos ingenieros de Aetherwemp, por eso son tan intrincadas, ya sabes que les encanta inventar chismes raros y construir a lo grande, ¿sí? Si no es por Quelch no sabría cómo mover la tapa…

—Algo he oído. ¿Puedo? —preguntó Jarkeq inclinándose sobre uno de los libros que Kellus había lanzado al suelo. Algo le había llamado poderosamente la atención.

—Adelante, no te cortes. Lo digo en serio, cuidado con el papel, a saber dónde ha estado ese libro. Un cortecito en el dedo y encantado de haberte conocido, sí.

Clot asintió compungido, recordando algún mal trago.

Era obvio que el libro había vivido muchas y mejores épocas. Parecía haber sido pateado, quemado, mojado, arañado, tirado desde grandes alturas, insultado, destrozado y vuelto a componer, usado como posavasos, diana, paleta de colores, matabichos, para calzar varios muebles, y es probable que alguien hubiera hecho sus necesidades sobre él en más de una ocasión. Si fuera un libro de los que hablan, de esos mágicos que tienen prohibida la entrada a las bibliotecas, seguramente le habría pedido a Jarkeq que lo matara de una vez por todas. Pero era un libro corriente, había sobrevivido todo este tiempo simplemente con el poder de la indiferencia, y por eso no sabía lo importante que era.

—¿Ves? Está hecho polvo —dijo Kellus.

Jarkeq leyó el título, extrañamente bien conservado. Tartamudeó emocionado cuando repitió en voz alta el nombre del volumen con evidente asombro.

—Y llegará el final. Libro segundo.

De la profecía Kaerusekai. Altemus y los objetos deitas: Origen y teorías.

—Este libro… —Jarkeq se sintió abrumado por la indescriptible atracción que sentía hacia el tomo, acarició la portada con dedos temblorosos—. ¡Este libro es único! Parece el original, puño y letra de Makka Grandevirr. Mucha gente pagaría millones de feds por él. ¡Increíble, el segundo de los cuatro libros de profecías de Makka! ¿De dónde has sacado el libro?

—Ya estaba aquí. Como todos los demás, Quelch tenía una buena biblioteca, doy fe, seguramente quería salvarla del fin del mundo o algo así porque la guardaba abajo. Es una pena que se pierdan los libros, ese tendrá cien años, sí.

—Y muchos más… —dijo para sí mismo Jarkeq—. Aunque nadie sabe exactamente cuánto. ¡Qué envidia le va a dar a mi amigo cuando se lo cuente! Si llega pronto se lo enseñaré. Yo solo he podido leer uno antes. Y llegará el final. Libro primero: Desde Feizdall. Panteón zroya, religión Hogaku y Reyes mazoku.

—Entonces tienes suerte, al menos vas en orden —comentó risueño el anciano.

—Sí, desde luego —estuvo de acuerdo Jarkeq compartiendo el ánimo de su nuevo amigo. En aquel momento, leyendo el deteriorado volumen, una idea le vino a la mente, una ilusión que le hizo estremecerse—. ¿Sabes, Kellus? Creo que el escondite de Garbanzo no fue una simple extravagancia de unos ingenieros de Aetherwemp.

—¿Qué quieres decir?

—Según describes los túneles, para una empresa así se necesitan muchos recursos. Estas alcantarillas son algo más que el desagüe de la ciudad, ¡podría ser lo que queda de la antigua fortaleza de la Federación! —exclamó Jarkeq entusiasmado. Sus nuevos amigos, sin embargo, no encontraron nada de especial en el posible descubrimiento de unas viejas cloacas—. He venido a Amthku precisamente con la esperanza de poder explorar esos túneles pero sabiendo que ese tal Imperio Dagoh anda detrás de Garbanzo, si mi sospecha es acertada puede que lo que vuestro amigo tiene sea justo lo que necesito ahora mismo para encontrar lo que ando buscando.

—¡Parece una adivinanza! ¿Y qué buscas? —inquirió el hombre mientras su compañero Aniquilador, sentado a un lado, repasaba la frase de Jarkeq mentalmente, mascullando.

Tardó un poco en contestar buscando algo en el libro. Clot miró a su amigo y este se encogió de hombros.

—Esto. —Le enseñó el tomo de profecías abierto.

—¿El libro? ¡Estupendo! Te lo regalo.

—No, el libro no, esto. —Se lo pasó y señaló un dibujo.

—Veamos… —Kellus se acomodó las gafas parar leer—. El Wyvern de la Verdad. La mentira perecerá. ¿Por eso has venido a Amthku? ¿Eres un cazatesoros? —Su tono reflejó pánico pero a la vez se esforzó por preguntar en voz baja, como si temiera que alguien pudiera oírle—. Si la Federación te encuentra aquí tendremos problemas, sí, más problemas todavía. Y la pieza que has elegido… Oh, te haría rico y famoso, sí, y pondría tu cara en un cartel de búsqueda. Pero creía que solo era una leyenda, que ni el Wyvern ni ninguno de los deita existían de verdad, que todo eso de la profecía Kaerusekai solo era una leyenda y que…

Kellus aguantó la respiración. Intentó disimular su incomodidad, pero miró a Clot, que aunque no entendía bien del todo el idioma común, también realizó la misma asociación que su amigo y ambos se tensaron tanto como les era posible en su asiento.

—No soy El Enemigo —aclaró Jarkeq, hablando lo más lentamente posible, intentando no parecer amenazante.

—Claro que no… aún.

Jarkeq suspiró con una media sonrisa dibujada en su boca. Tenía que admitir que el Aniquilador tenía razón, existía la posibilidad de que sucediera, la profecía Kaerusekai lo dejaba claro: aquel que reuniera los deita sería corrompido por el poder de su creador, el hechicero Altemus, convirtiéndose así en El Enemigo, su reencarnación, capaz de controlar a las bestias demonio llamadas mazoku, lo que se entendía como la llegada del fin del mundo.

—No pasa nada —dijo algo fatigado—. Altemus destruyó Feizdall, la primera capital de los hombres, hace mil años, durante la Edad Oscura cuando el mundo era de los demonios mazoku y los humanos luchaban por sobrevivir. Otros han conseguido algún deita desde entonces y no les ocurrió nada. No puedo preocuparme por Altemus. —Kellus sudaba a mares de oír tantas veces el nombre de la mayor amenaza jamás conocida por la humanidad—. Yo solo quiero el Wyvern; me da igual si lo de El Enemigo es verdad o no.

—No lo dices en serio, no puedes estar tan loco —se atrevió a decir Kellus, lamentando ahora haberle pedido ayuda al cazatesoros—. Además, la Federación…

—La Federación detiene a cualquiera que intenta hacerse un nombre a costa de la Kaerusekai, algunos dicen que es por miedo a que se cumpla la profecía, que piensan que es verdad; la versión oficial es simplemente evitar que los cazatesoros recorran el mundo tras los deitas arrasando con todo, no quieren otra Guerra del Saber como la de Sama. La prisión de Tartarus está llena de cazatesoros y falsos Enemigos.

—El tapiz de Sama.

—De él dicen estuvo tan cerca de conseguir todos los deitas que los nueve Barones de la Federación tuvieron que pararle los pies. Desde entonces se teme a los cazatesoros, se piensa que El Enemigo será finalmente uno de ellos y reunirá todos los deitas para poner en jaque al mundo y reclamar su trono. Pero creo que eso ya lo sabías —bromeó con pesar—. Realmente dudo mucho que ningún cazatesoros quiera ningún trono, excepto el de mejor cazatesoros. El Enemigo se ha convertido en un título honorífico por el que muchos pugnan para superar a Sama más que otra cosa. Es todo leyenda y fama; todo lo demás, los libros de profecías de Makka Grandevirr reinterpretados por un poeta prácticamente desconocido hasta entonces.

—Willkim Hass —concretó Clot para su sorpresa.

Jarkeq asintió y entonces, absorto, recitó solemne:

Algo perturba los bosques,

¿habrán vuelto los trovadores?

Que cuenten sus historias

de magos y dragones,

con princesas desdentadas

y guerreros sin agallas.

Algo resuena en los campos,

¿serán los elfos con sus cantos?

Que sedientos de venganza,

esperan una alianza

entre lobos y enanos

para matar a los humanos.

Algo murmulla en el paso,

¿serán espíritus sin descanso?

O quizá son malhechores

que se esconden tras la maleza

acechando a los señores

que cabalgan con su riqueza.

Y algo resurge en el este,

¿será El Enemigo y su hueste?

Derrotados fueron antaño.

Muerte, desgracia y locura,

huye rápido en tu montura

porque todo esto ocurrirá en un año.

—Y eso fue hace muchos años… —musitó el cazatesoros.

—La gente prefiere no pensar, la Federación se encarga de los cazatesoros, pero yo soy lo suficientemente viej… maduro para temerlo. No me lo tomaría a la ligera.

—Lo sé, Kellus. Pero todo suena a cuento alimentado por la Federación. ¡Solo tenemos un poema antiguo en verdad, basado en unos libros más viejos todavía de una mujer que vivió hace mil años, casi en la época oscura, y a la que siempre se ha tomado por loca!

—¿Y las tres Grandes Guerras? —Kellus no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.

—Tres guerras, como tantas otras. El Enemigo buscando los deita, al parecer. A Sama también le llamaron El Enemigo al principio, la Cuarta Gran Guerra clamaban algunos, y solo era un hombre. No tengo todas las respuestas, Kellus, ya me gustaría.

—No sabes ni si existe el Wyvern y te lanzas en su búsqueda —reflexionó Kellus impresionado por la temeridad, no salía de su asombro—. ¿De verdad no tienes miedo de que te trastorne y convertirte en El Enemigo?, ¿no temes que se cumpla la profecía y destruyas el mundo?

—Hay algo que debo hacer, no tengo otra opción —confesó sombrío el cazatesoros pasando las páginas del libro de profecías—. Y creo que solo puedo lograrlo con el Wyvern de la Verdad. Pero no te preocupes tanto, he venido a Amthku en busca de pistas, el Wyvern no está aquí ni sé dónde puede estar…

Jarkeq guardó silencio y continuó leyendo el libro de Makka concentrado. Kellus continuaba dándole vueltas al asunto, Jarkeq les había parecido caído del cielo pero ahora lo veía como una amenaza. En el silencio unos débiles golpes comenzaron a tomar fuerza poco a poco, parecían estar acercándose por debajo de la casa.

—Garbanzo —anunció Clot alegre por romper aquel nuevo ambiente.

Se oyó cómo giraban una llave varias veces y un sonido metálico de algo siendo arrastrado. Inmediatamente la tapa de la alcantarilla se abrió y una cabecita pelada se asomó por el hueco. Solo hasta los ojos, lo justo para mirar afuera.

Garbanzo miró a Jarkeq sin salir del agujero, luego a Clot y Kellus. Nadie dijo nada durante unos segundos. Kellus suspiró y le hizo un gesto a su compañero extranjero. Clot dejó su asiento, se acercó hasta Garbanzo y lo sacó de la alcantarilla sujetándolo en el aire del saco que usaba para vestir. El hombre no dijo nada, se quedó de pie cabizbajo.

—Garbanzo, este es Jarkeq, el que te salvó en El Caldo Seco.

Levantó la vista, entornó los ojos mirando a Jarkeq y los abrió al completo un momento después sorprendido. Se lanzó contra él y le abrazó. Luego le cogió las manos y se las besó repetidamente.

—Vale, vale…

—Está muy agradecido, sí, y lamenta haber huido de ti en la taberna.

—Vale, pero esto no hace falta.

Garbanzo se apartó, intentó quedarse quieto pero no lo consiguió y volvió a abalanzarse sobre el cazatesoros. Kellus agarró a su compañero del brazo.

—Es muy emotivo, o apasionado, no sé bien como expresarlo, no. Ni él tampoco muy bien, ya lo ves. Se nota que no sabe que podrías ser El Enemigo.

—Ya, claro. ¿Cómo estás?

Garbanzo asintió sonriente y se tocó los brazos.

—Dice que bien.

—¿Y por qué no lo dice él?

Kellus miró extrañado a Jarkeq.

—Es evidente, ¿no? Es mudo, creía que lo sabías.

—No pudimos conocernos mucho en El Caldo Seco. Has montado un buen lío al parecer, ¿qué es eso tan importante que encontraste?

Garbanzo comenzó a gesticular con brusquedad.

—Ha dejado el objeto en la alcantarilla, dice, porque está más seguro. Sí, Garbanzo, ahora se lo cuento. Cuando Garbanzo encontró el objeto se lo llevó a un hombre, Trasho, un comerciante de aquí, para saber qué valor tenía. Al principio le dijo que no era nada especial, no, pero Garbanzo se percató del brillo de sus ojos, Trasho estaba deseando comprarlo. Cuando Garbanzo se negó, porque sospechaba que Trasho quería estafarle, este le ofreció una cantidad mucho mayor pero también la rechazó, sí. Casualidad, los hombres de Dagoh han ido tras Garbanzo desde entonces, bueno, ya lo sabes.

—Dime qué es exactamente. —Jarkeq estaba ansioso, si era lo que esperaba su viaje cobraría sentido, para su alivio.

Garbanzo buscó por la habitación, arrancó unas páginas del primer libro que vio y formó una pequeña pelotita de papel.

—¿Esto? —El cazatesoros abrió de nuevo el libro de Altemus, señalando el dibujo de un orbe coloreado de azul.

Garbanzo observó el dibujo durante unos segundos y se encogió de hombros y asintiendo levemente. Luego se cubrió los ojos.

—Podría ser, sí. Pero negro —tradujo Kellus, y su semblante cambió, su mirada tras los cristales redondos de sus gafas atravesaron al cazatesoros—. ¿Es lo que necesitas, Jarkeq? ¿Por qué crees que es el mismo?

—Porque la última vez que se vio fue aquí. La historia cuenta que El Enemigo robó el orbe cuando los Hermanos Titanes atacaron Amthku, pero incluso después de ser derrotado nadie supo dónde lo escondió. ¿Y si sigue aquí? ¿Y si nunca llegó a llevárselo y simplemente quedó atrapado entre las ruinas de la fortaleza durante la guerra? ¡Garbanzo, no pudiste caer en mejor sitio! —Jarkeq hablaba en voz alta, emocionado por la casi confirmación—. ¿Entiendes qué significa, Kellus? Esto no es un deita, es mejor que eso, es el camino a todos ellos. El orbe Kaminomichi, la brújula de los deitas. ¡Esto demuestra que existen, que puedo encontrar el Wyvern!

—Entonces creo que ya no vamos a llegar a un acuerdo —sentencio Kellus tajante.

—¿Qué?

—Ya sabes el gran misterio, Garbanzo tiene el orbe. Y los deitas existen. Te estamos muy agradecidos de que salvaras a nuestro amigo, y por eso puedes quedarte el libro como recompensa, sí. —El Aniquilador hablaba tan serio que sus amigos le observaban preguntándose quién era—. Pero nunca te daremos el Kaminomichi.

No dejó que lo vieran pero las lágrimas se agolpaban en sus ojos de camino a la entrada, una invitación indirecta a Jarkeq para que se marchara. Sabía que estaba condenando a sus amigos no haciendo un trato con el cazatesoros para librarse de Dagoh, el hombre que con sus caprichos había marcado sus vidas, pero no podía sentenciar a la humanidad. Si a Jarkeq no le importaba arriesgarse a perder el juicio era su decisión, pero Kellus tenía claro que era su deber impedírselo. Quizá saldrían adelante solos, ya lo habían hecho antes. Cuando Garbanzo perdió su trabajo por un terremoto que dio al traste con la construcción de la estatua de Vitorus, el barrio de casas de paja a las afueras de la ciudad donde vivía con el resto de peones fue arrasado por un gran incendio. Al poco tuvieron de nuevo trabajo construyendo una gran urbanización sobre las cenizas de sus casas pero no un hogar. Garbanzo tuvo suerte, conoció a Clot durante las obras y este, hábil como ninguno, se había esforzado en construir su propia casa en el bosque. Sin embargo, un día un grupo de nobles y empresarios extranjeros se acercaron hasta allí acompañados de Dagoh. Reconocían la zona porque querían vivir cerca de la famosa Amthku pero alejados del ajetreo de la ciudad y resolvieron que Clot había sido muy inteligente eligiendo aquel lugar para levantar su hogar. La casa de madera ardió junto al bosque días después.

Finalmente Kellus, que los conocía a ambos del barrio de los obreros, los acogió con los brazos abiertos en el cuartel de los Aniquiladores. Les ofreció trabajo ya que había perdido a sus dos compañeros por el monstruo de la dimisión cuando todavía eran aprendices y no había encontrado todavía sustitutos. Esa era su vida desde entonces, los tres juntos en aquella casa de piedra haciendo un trabajo que nadie más quería hacer, y ahora todo se había complicado de nuevo por un encontronazo. El orbe, si tan preciado era, bien valía como pago por la vida de su amigo, por la vida de ellos tres incluso, pero no a costa de otras.

—De acuerdo entonces, ya es hora de que me vaya —aceptó Jarkeq sin protestar. Había sobrestimado la generosidad del hombre, pero no le culpaba, al fin y al cabo era un cazatesoros, uno que había confesado abiertamente no importarle ser El Enemigo. Al volverse antes de cruzar el umbral se encontró con la triste mirada de los tres Aniquiladores—. Eres un buen hombre, Kellus. Espero que el mundo que proteges te lo compense algún día.

IV

Chico y la bolsa de oro

¡Bienvenidos a La Fontana de Fuego!

—Sí, sí, Clot, lo sé, quizá he sido muy brusco con él —comentó Kellus a su amigo, Clot no había dicho nada—. ¡Pero es un peligro, no lo olvides, no!

Tras la marcha de Jarkeq el más viejo de los Aniquiladores se había sentido mal por su reacción y arrastrando a su compañero habían seguido al cazatesoros con el objetivo de disculparse. Disculparse y nada más, se había prometido el propio Kellus. Por desgracia cuando estaban a punto de darle alcance el cazatesoros se unió a un joven y ambos salieron corriendo calle abajo para sorpresa de los Aniquiladores.

—Te juro que he visto a Jarkeq venir por este camino con su amigo, Clot, pero tienes razón, sí, aquí no hay más que un callejón sin salida lleno de escombros —continuó hablando Kellus.

—Buen señor, ¿ha visto usted a mi perro Lasaña?

—Y un borracho. —El Aniquilador ignoró al hombre ebrio y continuó indagando—. ¿Crees que ha entrado en este edificio de alguna forma? Espera, esto es La Fontana de Fuego. Quizá podamos preguntar en la entrada si diéramos la vuelta a la manzana…

—¿Manzana? —dudó Clot rebuscando mentalmente la definición en su escueto vocabulario.

—¡Buena idea, amigo mío, daremos la vuelta, sí! —exclamó Kellus dándole la enhorabuena a su colega—. Jarkeq tiene que estar ahí dentro, ¿trabajará aquí el chico ese con el que se ha marchado?

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