Kitabı oku: «Jarkeq de Vharga y el Wyvern de la verdad», sayfa 4

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—¿Bien? —le preguntó Clot ayudándole a levantarse.

No le respondió. Se sentó en la silla que Garbanzo le acercó y se quedó mirando al vacío con la respiración entrecortada.

—¿Bien? —se preocupó de nuevo Clot.

—Sí… —susurró el cazatesoros tembloroso no muy convencido—. Sí, no es nada.

Miró el orbe. Garbanzo lo sujetaba de nuevo protegiéndolo con el paño, quizá para no estropearlo o por si le sucedía lo mismo que a Jarkeq. Este se puso en pie para cogerlo pero Garbanzo lo apartó de su camino y negó con la cabeza.

—No pasa nada, tranquilo —dijo, aún dudando—. De verdad.

Jarkeq forzó una sonrisa, parecía cansado, pero bastó para convencer al Aniquilador. Esta vez no se desmayó a pesar del pinchazo, no notó la misma sensación repentina de agotamiento, pero aquel orbe le cargaba con una extraña energía que lo revolvía todo en su interior para luego arrebatársela de golpe. Primero sentía como si le cayera un rayo y pudiera iluminar la noche para luego sentirse engullido por la oscuridad, una vez tras otra.

—¡Jarkeq de Vharga, sabemos que estás ahí dentro!

Era la voz de Tirso Nibbel. Jarkeq se incorporó de inmediato, le devolvió el orbe a Garbanzo y echó una ojeada al exterior por el ventanal. Tirso no estaba solo. Junto a él se encontraban Imperio Dagoh y por lo menos media docena de hombres, entre ellos Grinsvat, Stramp y el grupo de Gurgon. Algunos arrastraban una gran jaula pero Jarkeq no pudo ver si había algo dentro.

—¡Y tú también, Garbanzo, ya sabes a lo que venimos!

Garbanzo cayó de rodillas. Este se acercó a él y le puso la mano sobre el hombro para tranquilizarlo.

—¿No queréis salir? —preguntó Tirso y esperó unos segundos—. Muy bien.

Uno de ellos se acercó a la puerta cargando algo y Jarkeq y los Aniquiladores se pusieron en guardia para hacer frente al asalto. Con un fuerte golpe, la puerta se abrió haciendo temblar las bisagras y un cuerpo cayó al suelo como un saco lleno de piedras. Era Kellus. El hombre se quedó allí tirado, bocabajo, inmóvil. Clot se acercó al cuerpo de Kellus e intentó esperanzado que se volviera para poder descartar lo peor. Cuando le dio la vuelta pudieron ver su rostro hinchado y ensangrentado, deformado por la paliza que le habían dado, la ropa hecha jirones y empapada en sangre. Kellus abrió los ojos y sonrió levemente con esfuerzo.

—Lo siento… ya no soy tan rápido —musitó de forma ininteligible.

Clot alzó la vista para dar la buena noticia de que su amigo continuaba con vida pero las palabras se negaron a salir. Miró a Jarkeq y se asustó al ver su expresión, sus ojos completamente abiertos con la mirada llena de rabia, perdida sobre Kellus, la mandíbula apretada, los puños cerrados. Sintió miedo, no conocía realmente de nada a aquel hombre y en ese momento su sola presencia le causaba total aprensión, sintiéndose débil, indefenso, y a pesar de confiar en él al verle en aquel estado pensó aterrado en una sola cosa.

El Enemigo. Pero lo que ocurrió a continuación le horrorizó aún más.

Algo se arrastró tras ellos y se volvieron al oír un gemido. Garbanzo se había incorporado y tenía los brazos extendidos hacia el cazatesoros. Todo su cuerpo temblaba, se mantenía en pie a duras penas, pero agarraba con firmeza el orbe Kaminomichi.

Jarkeq tardó unos minutos en reaccionar, observando directamente al Aniquilador, que lloraba a pesar de su semblante decidido. El cazatesoros agarró las manos del hombre y asintió, pero dejó al Aniquilador allí con su tesoro tras ponerle una de las manos sobre la negra esfera, como protegiéndola. Sin decir nada salió de la casa a paso firme. Avanzó serio, directo a Imperio Dagoh, sin apartar la vista de su objetivo y se detuvo a medio camino entre el numeroso grupo de delincuentes y el cuartel de los Aniquiladores, y habló asegurándose de que sus amigos le oyeran.

—¡Lo siento, Kellus, voy a destruir el mundo! —gritó Jarkeq ante el desconcierto de todos y señaló desafiante a Imperio Dagoh preparado para pronunciar sus siguientes palabras lo más claramente posible—. Y voy a empezar por él.

VI

Los perros de Imperio Dagoh

¡La fuerza del Akaifuku Garo!

Imperio Dagoh perdió la sonrisa que lucía unos segundos antes cuando aún confiaba en obtener la victoria sin esfuerzo. Había decidido que Jarkeq le caía mal y que cuando descubriera dónde se encontraba Vharga iría y la arrasaría. Pero antes acabaría con él y con esos malditos Aniquiladores y se llevaría el orbe de una vez. Para ello contaba con Tirso Nibbel, al que había encargado reunir un grupo de élite encabezado por Nara La Blanca, la guerrera más temida de Helada y segunda guardaespaldas personal de Dagoh. También habían sido llamados a filas Gurgon, Vinet y Lodoy, que necesitaban limpiar su nombre si no querían que se los limpiaran a ellos. Además también estaba presente Grinsvat, para hacerlo todo más legal, acompañado de dos de sus soldados más comprometidos con la ley, Finn y Marnus, y completaban el infame grupo Stramp, el gigantón Tenmyak, el anciano Seymour y el asesino especialista en camuflaje Tacker. Para redondear el equipo también hizo acto de presencia Rummo el Mago, que no era mago ni era nada, pero le gustaba parecerlo y llevaba semanas amaestrando a un lobo gorv con el que quería ganarse la confianza de Imperio.

El cazatesoros, bajo la rabiosa mirada del grupo de asesinos y los cuatro ojos monstruosos, se mantenía delante de la casa aguardando el primer movimiento del enemigo. Sabía que dejarse controlar por la rabia contra un grupo tan numeroso sería su perdición, por eso respiró profundamente, se tranquilizó y habló.

—¿Y bien? —dijo Jarkeq cruzando los brazos—. ¿Dónde está mi dinero?

Tirso frunció el ceño confuso.

—¿Tu… dinero?

—Sí, el chico que me robó trabaja para vosotros. Creo que deberíais devolverme el dinero.

Puto Chico, murmuró Stramp apretando los dientes.

—No hem… —se trabó Tirso algo perdido. No parecía hablar en broma—. No hemos venido a devolverte tu dinero, hemos venido a matarte y llevarnos el orbe. ¿No ha quedado claro?

Se volvió hacia sus compañeros viendo la indiferente expresión de Jarkeq.

—¿Ha quedado claro, no? —preguntó a los demás rogando un apoyo.

Todos asintieron, no sin alguna duda.

—Dagoh, si me entregas el dinero y te marchas ahora, te perdonaré —dijo el cazatesoros sin reparos.

—¿Que tú qué? —Tirso amagó una carcajada.

—Le perdono. En nombre de todos a los que ha engañado, maltratado y asesinado. Le perdono, y a vosotros también, porque no sabéis lo que hacéis, y os hago un regalo, no os doy el orbe.

*****

—¿Estáis listos? —se interesó Gurgon por sus compañeros mientras Tirso discutía con Jarkeq. Todo tenía que salir bien esta vez, no más errores, no delante del propio Dagoh.

Todos asintieron mostrando sus armas. Vinet y Lodoy más que preparados se encontraban ansiosos. Nara se mantenía impertérrita apoyadas sus manos sobre el pomo de su espadón Dryppsteinene clavado en tierra frente a ella; Tenmyak llevaba sobre uno de sus hombros un gran mazo de guerra con forma de martillo mientras se alisaba el bigote fantaseando aplastar la espalda del cazatesoros; Joss acariciaba sus preciadas pistolas de percusión último modelo hechas en Aetherwemp; Seymour sujetaba solemne pero con terrible pulso su pequeño estilete que tantas vidas había segado en el pasado preguntándose si había bañado la hoja en veneno como siempre; Rummo echaba distraído trocitos de pan al lobo gorv que se agitaba dentro de la jaula ansioso por algo más sabroso; Tacker…

—Yo tengo una duda —dijo una roca al lado de Gurgon.

—¿Qué cojones? —se sobresaltó el jefe de los matones—. ¿Tacker, eres tú?

—Claro, ¿os gusta mi capa-piedra? —dijo poniéndose en pie perdiendo su camuflaje—. La conseguí el otro día en las fiestas de Vriz.

—Tiene pinta de cara —comentó Stramp.

—Oh, me salió gratis. De tanto bebercio, iba yo buscando un sitio para mear y me encontré con un tipo muy bajito que llevaba la capa piedra. Se enfadó mucho pero como dijo que jamás la volvería a usar me la regaló. Y espera, todavía queda lo mejor. Por un lado capa-piedra y por el otro ¡rojo pasión! Parezco un conde.

Tacker le dio la vuelta a la capa varias veces para acentuar el cambio y dejar asombrados a sus colegas. A casi todos.

—Deja de hacer el idiota —le ordenó Nara con una fría mirada—. El jefe…

La rubia guerrera movió la cabeza en dirección a Imperio Dagoh pero este solo prestaba atención a la conversación de Tirso y Jarkeq.

*****

—¿Intentas ganar tempo diciendo estupideces? —preguntó Tirso.

—Sé de lo que hablo. El orbe está maldito, cualquiera que lo tenga corre un gran peligro y se enfrentará a la Federación.

—¿Por la profecía? Chorradas. Además, la Federación no es un problema —replicó Tirso sonriente y no pudo evitar un pequeño gesto con la cabeza hacia Grinsvat.

—Ya veo… —Jarkeq estudió al hombre—. Él no tiene ningún poder, os matarán a todos si saben que tenéis el orbe.

—¿Y a ti no?

—¿A mí? —Jarkeq sonrió melancólico—. A mí ya me quieren muerto.

Grinsvat sabía que estaban hablando de él pero no se había enterado bien de lo que decían. Estaba distraído repasando mentalmente los principios básicos del combate con florete, recordando sus años de formación en la academia hacía ya demasiado tiempo. Ahora su barriga había crecido satisfecha, empezaba a tener más pelo por debajo de las cejas que por encima y su destreza en la esgrima sin duda había empeorado de cuando le llamaban Mantequillo durante la instrucción. Seguramente no tendría que desenvainar, eran más que suficientes para enfrentarse a un solo hombre y llegado el momento sus subalternos Finn y Marnus le protegerían, pero eso no paraba el sudor que caía por su frente.

Finn y Marnus observaron a Grinsvat de pie entre ellos, movía los labios sin pronunciar palabra alguna mientras agarraba nervioso el florete con ambas manos.

—Balestra —murmuró—. Balestra… ¿qué era eso?

Los dos soldados se miraron y supieron perfectamente lo que el otro estaba pensando. Dieron un paso atrás y dejaron al ensimismado oficial a solas. No morirían por ese oficial inútil y corrupto, ni hablar.

Tirso abandonó el coloquio con el cazatesoros y se acercó a Dagoh que le sacaba más de una cabeza y varios cuerpos. Escuchó lo que su jefe tenía que decirle y seguidamente volvió a plantarse frente a Jarkeq.

—Imperio Dagoh quiere saber quién eres realmente. Quiere saber por qué te quiere ver muerto la Federación.

—¿Y por qué no lo dice él?, ¿también es mudo? —preguntó Jarkeq sin molestarse—. ¿Siempre haces y dices lo que te manda? ¿Quién eres tú y qué haces aquí?

—Tirso Nibbel.

—Tu nombre no me importa, ¿quién eres?

El hombre se tomó su tiempo en contestar. No sabía exactamente por qué seguían allí hablando con él y no lo habían matado ya.

—El mejor guerrero de la Región Victoria —respondió el asesino tras un bufido, su paciencia comenzaba a agotarse.

—¿Al servicio de ese? No, tú no eres mejor en nada… Tú solo eres un perro.

Se agotó. Los ojos de Tirso relampaguearon de rabia y sujetó con fuerza la espada a punto de desenvainar.

—¡Repite eso!

—Cálmate, Tirso —le ordenó con firmeza Imperio.

Jarkeq se agachó tranquilo, recogió una piedra del suelo y la tiró lo más lejos que pudo hacia el gran descampado que les rodeaba. Todos se quedaron mirando la trayectoria hasta que tocó tierra y volvieron a centrarse en Jarkeq.

—Bueno, supongo que no eres un perro —dijo encogiéndose de hombros—. Pero tienes amo.

—¡Eres hombre muerto! —bramó Tirso y se lanzó a por el cazatesoros.

Comenzó con un tajo ascendente que Jarkeq dando un paso atrás esquivó por los pelos, los que la espada le cortó del flequillo. Y confiaba terminar con él en un par de arremetidas más aprovechando que su rival estaba desarmado. Por eso no esperó un contraataque y para cuando vio venir la patada en el pecho ya se encontraba en el suelo.

Los demás se tomaron aquello como el pistoletazo de salida y rodeando a Jarkeq en segundos. Los sonrientes asesinos de incompletas dentaduras se movieron como hienas hambrientas arrinconando a su presa, lentamente, recreándose en su superioridad. Colmillos y garras por espadas y dagas, pezuñas y pelaje por botas y capas, expresión estúpida y bocas babeantes.

—Le van a matar —murmuró Kellus en la casa, observando desde la ventana junto a Garbanzo y Clot que rezaban por su amigo.

El primero en atacar fue Gurgon. Saltó para tomar ventaja frente al resto y comenzó lanzando veloces tajos con sus cimitarras que Jarkeq consiguió evadir a duras penas. Tropezó con el bigotudo Tenmyak situado a su espalda, que lo agarró del cuello y lo lanzó contra el suelo para asestarle un martillazo mortal. La pesada arma descendió peligrosamente y golpeó donde había estado la cabeza de Jarkeq haciendo saltar la tierra cuando el cazatesoros giraba ya sobre sí mismo. Varías botas intentaron alcanzarle y pudo robar una dejando descalzo a Vinet.

Se puso en pie de un salto y paró con la suela de la bota un espadazo de Stramp que buscó su garganta. Le pareció ver por el rabillo del ojo cómo una gran piedra roja se arrastraba lentamente por detrás de sus enemigos pero no podía distraerse en aquel momento, varios filos fueron en su busca y alguno acertó en carne. Agitó la bota en el aire en todas direcciones y golpeó a varios de ellos, pero sobre todo desvió un cuchillo que apuntaba a su corazón. El filo del pequeño cuchillo empuñado por el viejo Seymour cortó la carne de Lodoy a la altura del muslo y este trastabilló y perforó sin querer la bota de Grinsvat que aulló cayendo hacia adelante y clavándole el florete en el trasero a Tenmyak cuando se disponía a golpear a Jarkeq. De la impresión el martillo salió volando barriendo a Finn y Marnus que, manteniendo su decisión de no participar pero atentos a la lucha, saltaron a tiempo y solo tragaron un poco de tierra seca.

El cazatesoros se defendió como pudo bota en mano y saltó hasta la espalda del gigantón Tenmyak. Comenzó a atizarle con la bota robada en la cabeza y a golpear a todo aquel que se acercara mientras el hombre giraba para deshacerse de su carga a la vez que recibía tantos cortes y golpes como el propio cazatesoros. Finalmente consiguió agarrar de la pierna a su jinete y lo lanzó por el aire.

Jarkeq aterrizó de cabeza junto a una roca roja. Entonces la piedra le sorprendió sacando un puñal y comenzó a acuchillar frenéticamente a su alrededor buscando al cazatesoros que retrocedía como podía sentado en el suelo. Una sombra ocultó la poca luz que ofrecía todavía el sol. Jarkeq le pegó una patada a la forma rojiza que rodó varios metros y echó a correr justo cuando el mandoble de Nara cortaba el aire a la altura de su cabeza.

Todos, excepto Finn y Marnus que se quedaron en el sitio observando y sin ninguna intención de dar caza al cazatesoros, salieron tras él azuzados por Tirso. Grinsvat tampoco estaba por la labor. Preocupado por su pie, desistió y se detuvo sobre un pedrusco para quitarse la bota e inspeccionar cuidadosamente la herida de su pie.

—¡Oye tío, quítate de encima! —la cabeza de Tacker apareció entre sus piernas.

—¡Hos-tia! Joder, qué susto, ¿qué coño haces?

—Probar de nuevo mi capa-piedra. —Sacó una cerbatana y se la puso en la boca—. Lo mataré a distancia, mejor que en el tumulto, como dé un paso en falso será mío.

—Entiendo.

—¡Pero quítate de encima! No, espera —Se lo pensó mejor Tacker—. Quédate, refuerza mi camuflaje.

—Como quieras… —Volvió a sentarse Grinsvat sobre el hombre—. ¿Tienes algo por ahí para curarme el pie?

*****

Dagoh, espectador de lujo, vio cómo sus hombres daban alcance a Jarkeq en varias ocasiones y el cazatesoros a base de saltos, fintas y un manejo de bota exquisito conseguía escabullirse constantemente. Estaba convencido de haber visto cómo le acertaban en más de una ocasión, sin embargo el cazatesoros seguía danzando e ingeniándoselas para escapar de sus hombres. La definitiva fue ver a Jarkeq manejar a Tenmyak como escudo humano haciéndole girar del florete que tenía todavía clavado en el culo.

Su cabeza echaba humo, literalmente, a través de sus fosas nasales cuando Tirso, que había abandonado la pelea viendo la expresión de su jefe, llegó hasta él para intentar calmar la situación. Pero era demasiado tarde…

—¡Deteneos, idiotas! —rugió y una voluta de humo ascendió hacia el naranja cielo del atardecer. Respiró profundamente unos segundos antes de volver a hablar—. Yo me encargo.

Los hombres de Dagoh, conscientes de lo que se avecinaba, se hicieron a un lado al instante, colocándose tras su jefe. Este se acercó a la posición de Jarkeq, plantó los pies y se quedó inmóvil con los ojos cerrados, como preparándose para algún tipo de ritual. El cazatesoros se puso en guardia mientras observaba cómo el pecho de Dagoh subía y bajaba, cómo controlaba su respiración. Finalmente aspiró una última vez con fuerza recogiendo todo el aire posible y sopló. Una llamarada de fuego sorprendió a Jarkeq que solo tuvo tiempo de cubrirse con los brazos. Cayó al suelo dolorido, con las mangas totalmente quemadas después de volar un par de metros y maldijo su suerte: Dagoh también era un sukunai.

Los hombres de Imperio viendo a su presa desprotegida aprovecharon para desfogarse con el cazatesoros a base de patadas hasta que Dagoh, visiblemente orgulloso, se detuvo junto a él sonriente, su redondo rostro iluminado parcialmente por las pequeñas hogueras de desperdicios formadas por la llamarada. No dijo nada, simplemente le observó y dedicó una acusadora mirada a Tirso. Se fijó en Kellus y los demás que continuaban asomados a la ventana y avanzó hasta la casa seguido de sus secuaces.

—¡Salid y entregadme el orbe! —gritó—. Ya habéis visto lo que le ha pasado a vuestro amigo por hacerse el héroe y no darme lo que es mío. ¡Salid o…

—Señor… —le llamó Tirso.

—Estoy hablando…

—¡Pero Dagoh!

—¿Qué es lo que…? —Perdió la voz cuando iba a echarle la bronca al asesino.

Jarkeq se estaba poniendo en pie con dificultad todavía con humo saliendo de su ropa. Sangrando por el hombro y la pierna, con los brazos quemados, un par de cortes en la cara y bastantes magulladuras por todo el cuerpo, con paso lento pero decidido se movió arrastrando los pies hasta situarse frente a Dagoh bajo la atenta mirada de todos que no daban crédito. Entonces, una vez situado delante de su enemigo, abrió los brazos como para impedir el paso y miró con la cabeza gacha a su adversario, intentando respirar con normalidad. Desde lejos la refriega había parecido solo un juego, ahora sus propios amigos podían ver desde la casa su lamentable estado.

—Está loco… —murmuró Tirso, solo para añadir a continuación atónito—: Están locos.

Kellus, cojo y ayudado por Clot, y Garbanzo salieron de la casa y se unieron a su amigo imitando su pose. Garbanzo se situó el primero, le temblaban las piernas, llegar hasta allí había sido el mayor esfuerzo que había hecho en toda su vida y al extender los brazos quedó más que evidente que su pulso estaba terriblemente acelerado pero a pesar del miedo sabía que estaba haciendo lo correcto, todo esto había comenzado por su culpa y no dejaría a Jarkeq morir así. Clot y Kellus no estaban menos agradecidos y se situaron flanqueando al cazatesoros. El anciano Aniquilador le dedicó una triste sonrisa y Jarkeq se la devolvió del mismo modo, con medio rostro ensangrentado e hinchado.

Todos observaron sin decir nada el despliegue pero Finn y Marnus, soldados leales de la Federación al servicio de un oficial despreciable, eran los más sorprendidos.

—¿Queréis morir juntos? —preguntó Dagoh molesto, asqueado por la situación—. ¡Que así sea!

Imperio Dagoh no vaciló. Aspiró profundamente y dejó escapar otra bocanada de fuego directa hacia ellos. Garbanzo, Kellus y Clot cerraron los ojos aguardando el fin.

Pero el fuego simplemente los esquivó, resbaló a su alrededor.

Pasaron unos segundos hasta que se atrevieron a abrir los ojos. Un rato que los hombres de Dagoh y él mismo dedicaron a intentar averiguar qué había sucedido.

—¡Cogedlos, uno de ellos lleva el orbe! —dedujo finalmente Imperio.

Vinet y Lodoy se adelantaron y sujetaron a Jarkeq con fuerza para apartarlo de sus amigos. Los demás comenzaron a golpear y registrar a los Aniquiladores. Finalmente Stramp encontró el orbe en un bolsillo de la chaqueta de Garbanzo y se lo entregó a su jefe.

—Increíble —dijo maravillado, brillantes los últimos rayos de luz del día reflejándose en la oscura esfera—. El orbe Kaminomichi.

—¿Qué hacemos con estos, jefe? —preguntó Gurgon.

Dagoh observó el orbe durante unos segundos antes de responder y luego miró a Jarkeq. Sin desviar su mirada dijo:

—Ponedlos junto a la casa, el fuego hará el resto.

—¡No! —gritó Jarkeq forcejeando con sus captores—. ¡Ya tienes el orbe, déjalos!

Dagoh le dedicó una retorcida sonrisa y se guardó el Kaminomichi en uno de los bolsillos de su túnica. Tomó posición frente a la casa y comenzó a tomar aire sin dejarlo escapar, una y otra vez, intentando recoger todo el posible. Aspiró con fuerza una última vez echando la cabeza y el cuerpo hacia atrás. Su pecho se hinchó exageradamente convirtiendo al hombre en un gran globo, su rostro se enrojeció y unos hilillos de humo escapaban por los orificios de la nariz y la comisura de los labios.

—¡Observa, Jarkeq de Vharga! —dijo con dificultad con la mandíbula apretada dejando escapar pequeñas nubes de humo—. ¡Lo que has intentado proteger, cómo queda reducido a cenizas! ¡Aniquiladores, vosotros y vuestro último hogar, pasto de las llamas, como los anteriores! ¡Sed testigos de la fuerza del Akaifuku Garo!

Aspiró una vez más para recuperar el aire perdido y se preparó para expulsar el resto. Garbanzo, Clot y Kellus se cubrieron con los brazos esperando esta vez sí ser calcinados.

En aquel momento Lodoy, que sujetaba con fuerza a Jarkeq, se desmayó moribundo. Seymour sí le había puesto veneno a su estilete. Jarkeq aprovechó y golpeó con el codo el rostro de Vinet distraído por la repentina debilidad de su compañero y salió corriendo como un rayo hasta Imperio. Gurgon intentó interceptarle pero sintió un pinchazo y cayó en redondo.

—Has fallado —comentó Grinsvat sentado todavía sobre Tacker que rompió la cerbatana furioso.

Tirso quiso cortarle el paso al cazatesoros pero solo pudo ver cómo una sombra pasaba ante él, no le dio tiempo de desenvainar, y desde luego no pudo ni pensar en pegar un grito de aviso.

Un golpe, solo uno, en la espalda de Dagoh con el pomo de la katana sin sacarla de la vaina. Los ojos del hombre se abrieron al máximo de la impresión y no pudo evitar abrir la boca echando el cuerpo hacia atrás dejando escapar una impresionante llamarada hacia el cielo que iluminó la noche. Hincó una rodilla en el suelo y babeó tosiendo con fuerza. Se volvió fatigado y vio a Jarkeq. Era imposible, pero allí estaba, de pie, mirándole con el rostro ensombrecido por la rabia.

El cazatesoros se inclinó, Dagoh gimoteó tapándose el rostro con los brazos por miedo a una nueva agresión pero Jarkeq se limitó a buscar en sus bolsillos y se alejó. Cuando Imperio se percató de que no le iba a golpear de nuevo, Jarkeq ya caminaba hacia la casa para reunirse con sus amigos, dándole la espalda despreocupado. Eso le enfureció más que cualquier otra cosa y se volvió hacia Rummo el Mago.

—¡Suelta el gorv! —vociferó Dagoh colérico—. Ya es la hora de la cena…

VII

El cazador eterno

El honor del guerrero

Rummo, que se había mantenido al margen esperando su momento, obedeció al instante y movió el pestillo de la jaula con cuidado. La bestia no dudó y con un fuerte golpe contra la puerta salió de su prisión apareciendo en escena con fuerza, derrapando por tierra hasta donde estaba Jarkeq. Se habría lanzado sobre él si Rummo no hubiera sujetado la cadena que lo retenía. Se agitó molesto por ser interrumpido y gruñó al cazatesoros. Jarkeq se quedó congelado, observando la bestia.

El gorv había pasado junto a Tirso Nibbel pero no le había importado a ninguno de los dos. La criatura tenía su presa localizada y el asesino continuaba allí de pie, inmóvil, con su mano preparada para desenvainar y con la mirada perdida todavía intentando procesar la rapidez con la que Jarkeq había recorrido aquellos metros hasta Dagoh. No era posible que una persona tuviera tal velocidad, no alguien tan endeble como él.

Imperio se echó a reír mientras tosía.

—¡Ahora no eres tan valiente, Jarkeq de Vharga!

—Idiotas —susurró Jarkeq.

—¿Disculpa? —preguntó Dagoh desconcertado.

—¡Sois unos idiotas! —gritó Jarkeq serio, su corazón latía con violencia—. Eso no es un gorv.

—Claro que es un gorv —intervino Rummo—. Yo mismo lo he criado.

—Entonces tú eres el idiota mayor. Cuerpo de osezno y cara de murciélago, gorv. Cuerpo de huargo con cuernos y boca ancha con varios niveles de dientecitos, kromlen.

—¿Kromlen?

—Colmillones —aclaró Jarkeq.

Aquello pareció agitar a los matones allí reunidos y al propio Imperio que lentamente comenzaron a retirarse procurando no llamar la atención de la criatura.

—¿Qué es un colmillones? —preguntó Rummo tartamudeando, porque temía saber la respuesta.

Jarkeq le miró y odió al hombre por su ignorancia, por jugar con algo que no entendía. Así habló, con desprecio, porque si Rummo le asqueaba, le repugnaba todavía más…

—Un mazoku.

Aquella afirmación heló la sangre de los que todavía prestaban atención. Otros más espabilados ya habían echado a correr pese a las órdenes de Dagoh de que permanecieran allí protegiéndolo.

—Un siervo de El Enemigo, un demonio del tiempo antiguo, de la misma Edad Oscura, cuando los hombres sobrevivían como podían, buscando cualquier forma de… —Jarkeq calló al instante, había recordado algo pero no llegaba a vislumbrar exactamente el qué—. Railyu Zacat.

—¿Railyu Zacat? —preguntó Dagoh y luego sorprendió a Jarkeq con una nueva cuestión—: ¿El científico de La Encarnación?

—¿Qué sabes tú de eso?

—Tengo su diario personal. —Pareció una bravuconada pero el mafioso permaneció serio.

Aquella revelación impactó al cazatesoros, Dagoh era algo más de lo que aparentaba. Pero al kromlen aquella conversación no le importaba e hizo ademán de lanzarse a por el cazatesoros pero Rummo lo volvió a retener. La bestia gruñó furiosa, se volvió y recorrió los metros que la separaban de su criador.

Rummo no pudo reaccionar, la cadena no le servía ahora de nada e intentó esconderse tras la jaula pero la criatura saltó por encima y atacó directamente a la yugular. Un débil zumbido y gritos. La sangre salpicaba en todas direcciones mientras la carne era triturada por cientos de pequeños y afilados dientes que se movían a gran velocidad en el interior de la boca de la bestia. Los hombres de Dagoh que quedaban huyeron espantados, aquello no formaba parte del plan que ellos supieran y ya habían hecho demasiado por un capricho de su jefe.

Con la boca chorreando sangre, el kromlen se encaró de nuevo hacia Jarkeq y los demás y les enseñó amenazante el arsenal de dientes. Dagoh suspiró aliviado, el kromlen no se había fijado en él, aun así volvió a hacer gala de su poder y creó un muro de llamas tras el que se escondió de la bestia trituradora. El secreto estaba en las encías. Unas encías vivas como diminutos dedos con afilados dientes por uñas que se agitaban incesantes despedazando la carne de su presa.

Por un momento el tiempo se paró para Jarkeq esperando la embestida de la bestia. Tenía que hacer algo o todos serían devorados, debía recordar, abrir el archivo de su mente sobre Railyu Zacat y encontrar lo que se le escapaba.

Mil años antes el colmillones había sido considerado una de las peores amenazas de la humanidad. Se le conocía como el cazador eterno, ya que su naturaleza diabólica le permitía centrarse en una presa y no abandonar su persecución hasta darle caza. No había refugio, o distancia, el kromlen nunca se cansaba, nunca cesaba su búsqueda. Solo la muerte le detenía, y cualquiera que se interpusiera en su camino no vería otro amanecer.

Jarkeq se fijó en la bestia, no tenía sus pequeños ojos amarillos clavados en él.

—¡Escondeos! —se dirigió con urgencia a sus amigos. No obstante supiera la poca utilidad de su orden necesitaba tiempo para pensar. Railyu Zacat intentó neutralizar en su día a aquellas bestias de un modo que no lograba recordar.

El kromlen se precipitó hacia ellos. Jarkeq se mantuvo firme en el sitio, miró de reojo cómo sus amigos se ponían a salvo en el interior de la casa y alzó la mano derecha. Le mostró la palma a la criatura como indicándole que se detuviera. Pero le faltaban las palabras…

Ya estaba demasiado cerca. Cuando tuvo al colmillones a unos pasos se echó a un lado y saltó sobre su lomo. Mientras no fuera un obstáculo para la criatura no corría excesivo peligro. Los Aniquiladores una vez dentro de la casa comenzaron a cargar a toda prisa mesas, sillas, muebles, libros e incluso ropa para tapar la entrada.

—¡Rápido, rápido, ponedlo todo! —ordenaba Kellus—. Jarkeq se encargará del monstruo.

La amplia ventana del salón explotó quedando hecha añicos cuando Jarkeq y el colmillones entraron volando a través de ella. El cazatesoros se estrelló contra las estanterías del fondo de la habitación, la bestia aterrizó en medio de la sala y les dedicó a los Aniquiladores lo que parecía un agudo ladrido.

—¡Rápido, rápido, quitadlo todo!

Jarkeq contraatacó. Agarró una silla y le atizó en la cabeza a la bestia, quedando la silla destrozada, pero el kromlen no se molestó en dedicarle más que una sacudida haciéndole chocar de nuevo contra la ruinosa estantería.

El colmillones retomó su atención en los Aniquiladores pero el cazatesoros no se dio por vencido. Justo cuando la bestia cruzaba el umbral de la puerta para seguir a los tres hombres que ya huían a paso ligero por el descampado, saltó por el ventanal y se interpuso entre la bestia y sus amigos y levantó de nuevo la palma de su mano frente a la criatura que se detuvo sorprendida.

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