Kitabı oku: «Jarkeq de Vharga y el Wyvern de la verdad», sayfa 5

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—¡Manet…! —gritó pero nada.

El kromlen arrancó la carrera y se llevó puesto otra vez al cazatesoros sobre la espalda. Lanzaba bocados al aire y movía la cabeza de un lado a otro intentando zafarse de su repentino jinete. En aquel momento un muro de fuego impidió a los Aniquiladores alejarse lo suficiente de la casa. Oyeron la risa de Imperio Dagoh y pudieron discernir su oronda silueta entre las llamas. A su espalda escucharon un sonido todavía más desagradable, un gruñido acompañado de un siseo. Temieron volverse a mirar, pero era más terrorífica la sensación de mantenerse inmóviles y ser despedazados sin previo aviso por la bestia.

Se giraron y vieron a Jarkeq intentando mantener el equilibrio sobre el lomo del colmillones como si probara a domarlo con una técnica poco ortodoxa. Con una fuerte sacudida el kromlen consiguió deshacerse del cazatesoros que aterrizó a los pies de sus amigos.

La criatura lanzó un chirrido que perforó los oídos, triunfante, golpeó el suelo con sus patas y reanudó la carrera directo hacia sus presas. Jarkeq se incorporó de un salto y volvió a mostrarle la palma de su mano.

—¡Manet vin orqula… leli… blah! — exclamó gesticulando y sacando la lengua en última instancia frustrado. Era algo así.

Echó un vistazo a sus amigos, que lo observaban con una expresión clara de súplica en sus rostros, en sus miradas. Miró a la bestia, a solo una decena de metros, corriendo con la mandíbula desencajada y salivando en cantidad pudiendo saborear ya a los cuatro humanos, y cerró los ojos para concentrarse.

Los Aniquiladores que podían gritaron.

—¡Manet… —Volvió a dudar, un segundo, respiró profundamente, y abrió los ojos de golpe cuando las palabras le vinieron a la memoria—. ¡Manet vin orquael insaveria!

Para Imperio Dagoh los gritos de los Aniquiladores habían sido música celestial y a pesar de que en su mente repiqueteaba la duda de qué demonios iba a hacer con el kromlen cuando el muro de llamas se apagara no podía dejar de sentirse aliviado por la culminación de aquella molesta disputa.

Vio cómo el fuego comenzaba a retirarse y limpió el polvo de su túnica, se la colocó adecuadamente y cuando levantó la vista dio un paso atrás espantado.

—Imposible —murmuró con voz temblorosa—. ¿Quién eres tú?, ¿qué eres tú?

De entre las llamas apareció Jarkeq. Avanzaba con el kromlen a su lado, apoyando su mano en el lomo de la criatura mientras el fuego retrocedía a su paso. Lo que Imperio no había visto era cómo el kromlen había reaccionado a las palabras de Jarkeq, cómo había frenado en seco, mirado a su alrededor con las orejas gachas, asustado como un simple cachorro, acurrucándose en el sitio exacto donde se había detenido. Jarkeq se había acercado lentamente, con cautela, sin dejar de apuntarle con la palma de su mano para finalmente posarla sobre la cabeza del demonio.

Viéndolos avanzar entre el fuego Imperio cayó en la cuenta y palpó sus bolsillos en busca del orbe. Jarkeq introdujo su mano disponible en unos de sus bolsillos y respondió a su duda mostrándole el Kaminomichi. Se detuvo y se inclinó para hablar a la bestia al oído. Dagoh retrocedió varios pasos más asustado.

—Nin —susurró Jarkeq, y retiró la mano.

El kromlen pareció salir de un trance y aulló. Miró a Imperio Dagoh, le dedicó un gruñido, le mostró sus juguetones dientes y se lanzó a por él. El gordo mafioso no había perdido el tiempo y con una agilidad insospechada en un hombre de su tamaño había logrado sacarle algo de ventaja cruzando el descampado y perdiéndose entre los edificios más cercanos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Kellus acercándose lentamente con la ayuda de Clot cuando el fuego ya había cedido en gran parte.

Jarkeq tardó en contestar, miró melancólico el orbe y devolvió la mirada a la calle oscura por la que se habían alejado Dagoh y el colmillones. Kellus le volvió a preguntar. El cazatesoros le miró al fin, como despertando de un sueño y sonrió.

—¡Ja, ja! —rio eufórico—. ¡Ha funcionado!

—¿El qué? ¿Qué has hecho?

—¡Leer! —exclamó satisfecho, todavía exultante—. Hace tiempo leí que Railyu Zacat intentó poner fin a la amenaza de los kromlen con un experimento muy osado. El científico crió kromlens, aumentó su población, ¡una auténtica locura! ¿Quién querría algo así? Pero para su plan era necesario, quería modificar la raza. Viendo que jamás conseguiría domarlos ni derrotarlos, los sustituyó. Con el tiempo, en la mente de cada colmillones que nacía, había grabado un hechizo, una frase, un seguro para anular su naturaleza durante unos segundos y que perduraría en su sangre para siempre. ¡Manet vin orquael insaveria!

Clot y Garbanzo le felicitaron realmente felices, pero Kellus, aun sintiéndose agradecido, lo hizo cabizbajo y con reparo.

—Y recordaste todo eso, así, sin más… —murmuró el Aniquilador.

—Kellus, yo… —Jarkeq no supo qué decir, sabía lo que su amigo estaba pensando, solo había alguien que podía controlar a los demonios mazoku—. No soy El Enemigo.

Y como gesto le entregó el Kaminomichi a Garbanzo, desconcertado por la devolución. Entonces se percataron, todavía no estaban solos, Tirso Nibbel les observaba a pocos metros.

—Atrás —dijo Jarkeq cubriendo a sus amigos con los brazos.

Tirso se adelantó y tiró su espada a los pies de Jarkeq antes de comenzar a hablar lleno de tristeza.

—No sé quién eres en realidad, pero sé que no puedo hacerte frente. He malgastado años, alejado de mi disciplina, acomodado bajo las faldas de Dagoh, siendo uno de sus perros. Dando la espalda a la razón por la que me formé como guerrero, convertirme en el más fuerte. Pero ahora te veo y pienso que mi vida… ¡¿adónde coño vas?! ¡Te estoy hablando!

Jarkeq había hecho caso omiso del asesino y se dirigía a la casa seguido de sus amigos.

—¡Te he entregado mi espada! —le gritó Tirso molesto—. ¡Es el mayor reconocimiento de un guerrero!

Jarkeq se volvió y lo miró desafiante.

—Y yo no la acepto, creo que ya sabes qué significa eso.

Continuaron hasta la casa dejando a Tirso entre las pequeñas hogueras. Se quedó allí todavía un rato, mirando su propia espada y preguntándose por qué había tanta diferencia con aquel hombre, con aquel vagabundo torpe y poco despierto, cómo alguien que simplemente parecía haber tenido la fortuna de su lado en todo momento le superaba de forma tan clara. Entonces decidió que dedicaría el resto de su vida a averiguarlo, sin embargo, jamás encontró la respuesta, murió al día siguiente.

VIII

¡Hasta siempre, Aniquiladores!

Raxus van der Hailsend y la guardia Caope

Si Jarkeq hubiera entrado a El Caldo Seco al día siguiente, hasta Modruc, que jamás iba a olvidar su cara, habría tenido problemas en reconocerle. Vestía un atuendo nuevo que se había comprado en la Ronoa Boutique con la ayuda de Clot, que había resultado ser todo un experto en moda y con piezas de diferentes conjuntos había logrado darle al cazatesoros un aspecto más decente sin perder el tono aventurero; y la colaboración de Garbanzo, cuyo concepto de elegancia era llevar al menos un zapato pero sabía regatear mejor que nadie. A pesar de mantener su roñosa katana y la bandolera, el cazatesoros ya no parecía haber salido de un vertedero, ahora, después de un buen desembolso, le habrían atendido con mucha educación en La Fontana de Fuego. No solo se había comprado ropa, también había tenido tiempo para asearse al completo, cortarse el pelo y afeitarse. Lo primero lo hizo solo y tampoco nadie se ofreció a ayudarle, del pelo y la barba se había encargado Garbanzo con la condición de no compartir estilo. El Aniquilador también lucía nueva vestimenta pero no paraba de mover los hombros y la cabeza intentado encontrarle la comodidad a aquella ropa tan elegante.

No era solo la camisa de algodón lo que le hacía agitarse. El aprendiz de nubeólogo se sentía algo acobardado. Allí de pie, observando cómo la gran puerta de hierro de la Academia de Nubeología de Amthku se abría lentamente, imaginaba los años que iba a pasar entre esas paredes. Nunca había entrado en el edificio, y todo lo que le pasaba por la cabeza eran simples elucubraciones, una imagen idealizada de lo que le esperaba, pero podía verse recorriendo los largos pasillos y visitando las aulas llenas de libros, estudiando en el gran observatorio al aire libre con el que tantas veces había soñado, esforzándose como nadie para convertirse en un verdadero maestro.

Le temblaron las piernas y pensó que se caía de morros cuando le dijeron que entrara y dio su primer paso en el interior del recinto pero una sonrisa iluminó su rostro cuando dejó la maraña de pensamientos a un lado, centró su mirada en el edificio y entró a paso firme. Jamás alguien como él había podido aspirar a algo así, no vacilaría. Tan concentrado iba en mantener una actitud segura y en exprimir cada segundo de su primer día, contemplándolo todo para no perder detalle, que entró al edificio sin despedirse de Jarkeq. Al cazatesoros no le importó, el brillo en los ojos del Aniquilador era suficiente. Esperó con una sonrisa de orgullo hasta que se cerró la puerta tras Garbanzo y se marchó.

Pasó de nuevo por delante de la Ronoa Boutique y el dependiente le saludó desde dentro agitando el brazo emocionado, aquella mañana se había convertido automáticamente en su cliente favorito. No todos los días alguien llegaba cargado de dinero y pedía renovar de un plumazo el armario de cuatro personas. Al principio no le había hecho ninguna gracia que dos sujetos como Jarkeq y Clot, el tipo de persona que ni se detiene frente a un establecimiento como aquel, se atrevieran a entrar en la tienda, pero tras explicarle la situación, y no antes de mostrarle todo el dinero que tenían, decidió anular el día libre de dos de sus empleados, cerrar la tienda, y con un montón de ropa, multitud de telas y herramientas de costura presentarse en casa de los Aniquiladores. De paso, tras un cálculo aproximado de lo que podía costarle a Jarkeq aquella sesión privada, el cazatesoros dedujo que tenía dinero suficiente como para acometer un par de proyectos más. Aquella noche los Aniquiladores dormirían en la misma destartalada vivienda de siempre, pero al día siguiente el descampado que rodeaba el cuartel general se llenó de obreros, y tras un par de semanas de espera su ruinosa casa se convirtió finalmente en un verdadero hogar. Todo le parecía poco a Jarkeq, horas antes Garbanzo le había ofrecido el Kaminomichi.

—No puedo aceptarlo.

Inmediatamente Garbanzo y Clot se volvieron hacia Kellus, que descansaba en su catre.

—Es tuyo —dijo dirigiéndose al calvo Aniquilador pero mirando para otro lado, sin querer presenciar el momento—. Haz lo que quieras, sí.

Garbanzo asintió feliz y directamente abrió la bandolera de Jarkeq y metió él mismo el orbe en su interior antes de que Kellus cambiara de opinión. Pegó un salto hacia atrás, casi cae dentro él también, aquella bolsa no era normal.

—Está bien. —Asintió y le entregó a Garbanzo una pesada bolsa—. Cortesía de Dagoh. Ahí está lo que me robaron y mucho más. El valor del orbe no se puede calcular, pero creo que un sueño cumplido es un buen pago.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Kellus incorporándose.

—¿Qué va a ser? Aquí hay suficiente para apuntarse a la Academia de Nubeología.

El rostro del Aniquilador pelado se iluminó. Se le nubló la vista siendo invadido por una felicidad que jamás había experimentado y las lágrimas resbalaron por sus rosadas mejillas. Se abrazó al cazatesoros de un salto y casi caen pero Clot los sostuvo con otro abrazo sumándose a la alegría. Kellus, incorporándose en la cama, se quitó las gafas y las limpió disimulando, avergonzado por las lágrimas que también brotaban de sus ojos.

—Quizá… —habló Kellus, pero le costaba serenarse. Aquel hombre manifestaba abiertamente no importarle convertirse en el azote de la humanidad pero había hecho tanto por ellos enfrentándose a Dagoh y continuaba queriendo ayudarles que Kellus comenzaba a no saber qué pensar sobre él—. Quizá sí estés destruyendo ya el mundo de alguna manera.

—Gracias, amigo —dijo Jarkeq con una leve reverencia, tanto por respeto como para ocultar también su emoción—. Por cierto, me gustaría hacer unas reformas y tengo que comprarme ropa nueva, ¿conocéis algún sitio decente? —Se arrimó a Garbanzo y pasó su mano bajo el codo del Aniquilador para acompañarlo hasta la entrada—. Dime, ¿no crees que un maestro nubeólogo debe vestir algo más engalanado?

*****

El cazatesoros abandonó Amthku por la puerta del sur pero antes de decir adiós definitivamente a la ciudad se encontró de nuevo con sus antiguos nuevos compañeros de la compañía Holy Root.

Iban en un carro abarrotado de trastos. Al principio solo le parecieron un montón de desvergonzados que no paraban de mirarle y cuchichear sobre él.

—¡Hola! —saludó emocionada Liz agitando la mano antes de saltar del carro en el que iba el grupo entero de actores entre sacos y partes de escenario—. ¿Eres Jarkeq?

—¡Hola! —respondió Jarkeq igual de ilusionado—. ¿Tú quién eres?

El vehículo se detuvo y el resto, excepto Sinpid, bajó para reunirse con ellos.

—Soy yo, Liz, de la Holy Root. —Esperó un segundo y vio que el cazatesoros no cambiaba su expresión—. En La Fontana de Fuego, te colaste en nuestra obra y luego liaste una buena.

—¡Liz de la Holy Root en La Fontana de Fuego, me colé en vuestra obra y lie una buena! —dijo convencido pero miró a los demás para asegurarse—. ¡Sí, claro que sí! Nunca olvido una cara. Pero yo no tuve la culpa de eso, fue todo un error.

—¡Me robaste mi puesto! —le recriminó Ron.

—Yo no hice nada, estaba buscando un pasadizo secreto o algo así en el callejón para entrar sin ser visto y el tipo grandote me arrastró dentro. A mí me valía.

—¡Pero era mi papel!

—Ron, tú llegaste tarde porque estabas borracho, no lo habrías hecho mejor —comentó Spear.

—Me puse nervioso y bebí algo… ¡pero yo era el actor principal!

—Principal de repuesto. Y sigues siéndolo, simplemente tienes que aprenderte otro texto. Deberíamos hablar de eso, la obra ha sido un éxito, pero me veo una sanción de la Federación.

—Por no hablar de si podremos repetirla —comentó Wild y se dirigió a Jarkeq—. Bueno, amigo mío, no pasaste desapercibido precisamente.

—Él no me dejó —contestó señalando a Sinpid.

El director bufó y decidió aparcar el carro a un lado de la calle.

—Cinco minutos —susurró.

—No estamos en un ensayo, señor Sinpid —le recriminó Liz y el hombre agachó la cabeza sonrojado.

—No os entretengáis por mí, no me gustaría retrasaros —dijo Jarkeq—. Además, a mí me queda todavía un largo viaje, lo mejor es que me ponga en marcha también.

—¿Adónde vas? Nosotros nos dirigimos a Xadelyn, ¡tenemos que actuar en la boda del príncipe Armant! —exclamó ruborizándose—. Es la primera vez que actuamos en un evento tan importante, normalmente solo nos contratan para fiestas de pueblos como Pesk o Crestom. ¿Quieres venir con nosotros?

Sinpid carraspeó en señal de protesta al ofrecimiento de Liz pero nadie le hizo caso. Tampoco iba a alzar la voz en contra de Jarkeq, hasta él sabía que la nueva y revolucionaria puesta en escena de la leyenda de Zenin, con un trasfondo mucho más trágico donde el héroe tenía sentimientos contradictorios frente a la amenaza del dragón, había surgido de una forma u otra de la intervención de aquel hombre, pero Jarkeq había demostrado ser impredecible y a un profesional como él eso no le gustaba ni un pelo, seguro que les metía en problemas arriesgando la gran oportunidad que tenían de actuar en la boda de un príncipe.

Jarkeq no respondió, sintió un cosquilleo en la nuca y miró atrás.

—¿Ocurre algo? —le preguntó Liz.

Al no responder Spear se interesó por él.

—Muchacho, ¿te encuentras bien? —Miró en la misma dirección—. ¿Buscas a alguien?

—No, perdonad —se disculpó Jarkeq con una sonrisa pero visiblemente preocupado—. ¿Decías?

—Que si quieres venir con nosotros.

—¡Ah, muchas gracias, pero no es necesario! Me gusta andar, andar es bueno para la salud, o eso dicen, aunque lo que nunca aclaran es que depende de por dónde lo hagas, y la verdad que es un detalle muy importante, sobre todo si lo mejor es correr, y en la mayoría de ocasiones correr es la opción más recomendable para mantener la salud.

—Tenemos un carro —se limitó a señalar Wild tras un silencio.

—¡Sí, cierto! Pero no importa, de verdad, gracias por el ofrecimiento pero eso sería como hacer trampa, demasiado aburrido, ¿no creéis?

El carromato pasó bajo el arco de la puerta y se alejó traqueteando sobre el pavimento. Jarkeq permaneció allí de pie unos segundos viendo cómo se alejaba el carro por el camino hacia Xadelyn, despidió con la mano de nuevo a Liz y luego se volvió buscando al causante de su malestar. Pudo llegar a ver una sombra que se escondía tras una esquina huyendo de su mirada, pero no acertó a averiguar qué le había causado aquella incomodidad. Desde luego, podría ser cualquiera cosa, era objeto de muchas miradas, como las de dos soldados de la Federación que le saludaron inclinando la cabeza de forma respetuosa o de varios hombres que hablaban en corro mientras le señalaban preguntándose si se trataba del hombre al que habían llamado El Enemigo en La Fontana de Fuego o peor, si era quien pidió sopa de calcetines en El Caldo Seco.

Entonces se fijó en un alto campanario por un pequeño destello en la cúspide, junto a la cruz que coronaba el edificio. De allí venía aquella perturbación pero tras agudizar la vista no vio nada sospechoso y simplemente se marchó. Se colocó bien la bandolera, apoyó la mano izquierda en el pomo de la katana y cruzó la Puerta del Último Comienzo a paso ligero pero algo cojo hacia la arboleda que se extendía frente a él, el bosque Merwkmazön.

****

El hombre que entró, de uniforme azul con ribetes de plata, se acercó hasta Modruc seguido de cuatro de sus subordinados y se detuvo a un metro de la barra observando el local. Llevaba un katana al cinto, en la parte derecha, en una vaina tan impoluta como el resto de su ropa. Sus compañeros vestían igual pero les diferenciaba el color del traje y la capa. Azul marino en su totalidad para el líder, gris y azul para los demás. No le extrañó luego a Modruc, cuando uno de sus clientes le explicó quiénes eran, que la gente les conociera como Capas Azules. Su verdadero nombre era la Guardia Caope, y realmente no llevaban las típicas capas, solo una corta prenda de abrigo sobre los hombros que solían llevar desabrochada cayendo por su espalda; y no habían entrado en El Caldo Seco para tomarse una copa, estaban de servicio, y a pesar de llevar días viajando ninguno de ellos pensó en sentarse a descansar.

Un hombre que se había aposentado en el sofá más cómodo de la taberna por sexagésimo día consecutivo, situado cerca de la chimenea pero a salvo de la luz reveladora, y que tenía preparada la pipa para ver transcurrir un nuevo día esperando el grupo de aventureros perfecto en busca de habilidades como las suyas, fueran las que fuesen, se puso en pie al verlos llegar. Le pegó un último trago a su cerveza, se colocó bien la capucha, la espada, agarró su petate, volvió a comprobar que llevaba bien colocada la capucha a la altura justa para dotarle de misterio pero sin terminar con la espinilla dolorida de tropezar con alguna silla y se puso en marcha. Caminó hacia los recién llegados decidido, enfrascado en su capa, siguió avanzando a paso firme, pasó por delante, no dijo nada y continuó más allá, hasta la puerta. La abrió y se largó.

Otros dos siguieron su ejemplo. Modruc no lamentó la pérdida de clientes, aquellos enigmáticos personajes no consumían apenas y sabía que no tardarían en volver, por suerte o por desgracia. El Caldo Seco era la única taberna a la que no tenían prohibida la entrada.

El capitán Hailsend no se molestó en detenerles, ya les había descartado nada más entrar. Se limitó a contemplar la sala serio, estudiando el lugar y a cada uno de los parroquianos que quedaban. Eran pocos y no tardó más que unos segundos en dirigirse a Modruc. El cabello corto rubio oscuro y la fina barba perfectamente cuidada delataban su pasado como soldado en la Federación. Es mayor, dedujo el tabernero cuando le miró, pero no en edad. No supo qué quería decir aquello, pero era lo que había pensado al verle. Seguro que Tabba le entendería. Pensó en llamarla, miró a la puerta de la cocina y se sobresaltó cuando Hailsend comenzó a hablar.

—Buenos días. Me llamo Raxus van der Hailsend, capitán de la guardia Caope de Vharga. Estoy buscando a un hombre.

—Yo soy Modruc, el dueño de aquí —dijo torpemente—. De la taberna digo, El Caldo Seco.

Se sintió un poco tonto pero no era su culpa, aquel hombre le intimidaba. No podía negarlo, y al parecer tampoco esconderlo, pero se repuso al caer en la cuenta.

—¿De Vharga? ¡Ah, sí! Claro, usted busca a Jarkeq de Vharga.

—¿De Vharga?

—Claro, como usted —Modruc parecía contento—. Me dijo que usted vendría, le estaba esperando, pero no dijo que vendría acompañado.

De pronto recordó la extraña conversación que había mantenido con Jarkeq cuando le había ofrecido compañía y el cazatesoros la había rechazado con la excusa de esperar visita.

—Usted y él, tenían que… tratar asuntos —comenzó a decir y tragó saliva—. ¿Un grupo? No van a quedarse, ¿verdad? —preguntó con tono de súplica.

—No. ¿Ha dicho que nos estaba esperando?

—Bien, bien —dijo más tranquilo—. Sí, me dijo que cuando usted llegara le avisara, pero se fue esta mañana. Ha pasado dos noches aquí y esta mañana simplemente dijo que ya no volvería.

—¿Adónde fue?

—No lo sé —dijo lamentando no poder ayudar. Jarkeq era un tipo extraño, algo perturbador, pero agradable al fin y al cabo y además le había dado una buena propina aquella mañana. Algo extraño viendo cómo vestía.

Raxus se despidió cortésmente haciendo una leve reverencia al tabernero y agradeciéndole su trato, hizo un gesto a sus compañeros y salieron ordenadamente.

—¡Espere, Raxus! —dudó un momento Modruc y temió haber levantado demasiado la voz—. Espere, capitán Raxus, capitán Hailsend van der, capitán… espere, señor.

El capa azul le miró sin mucho entusiasmo.

—Aquellos hombres. —Señaló una mesa al otro lado de la sala—. Aquellos hombres hablaron con él, con Jarkeq, el otro día, quizá sepan algo. No fueron muy amistosos.

El capitán contó tres hombres en la mesa y los observó durante unos segundos y sin cambiar la expresión de su rostro se volvió a dirigir a Modruc que esperaba conteniendo su alegría por poder ayudar a la autoridad.

—Lo lamento mucho —dijo sin mirarle.

—No pasa nada —contestó Modruc sin más, pero luego se desconcertó—. ¿Lamenta mucho el qué?

Raxus ya no le escuchaba. Se acercó a la mesa indicada seguido del único de sus subordinados que no había salido de la taberna y analizó a los tres hombres mientras caminaba aunque conocía perfectamente el perfil de aquel grupo. Identificó fácilmente al dominante y se plantó delante.

—Disculpe, me llamo Raxus van der Hailsend, capitán de la guardia Caope de Vharga. Busco a Jarkeq. —Su voz era fuerte y clara, sin un atisbo de duda, pero un segundo después añadió—: Jarkeq de Vharga, si no me equivoco.

El hombre de la mesa alzó la vista y le dedicó una mueca de disgusto.

—Y yo soy Gurgon Dalentrogga, y por mí te puedes ir a la mierda.

Vadran Zels, el capa azul que acompañaba a Raxus, hizo un sutil y casi imperceptible ademán de desenvainar pero su capitán le detuvo dando un corto paso a un lado.

—Mira, Gurgon. —Vinet señaló la espada de Raxus.

—El pincho de gorrinos —comentó Lodoy por lo bajo, tosiendo, todavía afectado por el corte del cuchillo envenenado de Seymour durante la refriega.

Raxus enarcó una ceja. Gurgon inclinó la cabeza haciendo memoria.

—No es la misma, tiene algo diferente —aclaró—. ¿Cómo dijo que se llamaba la suya?

—Katana —le ayudó Vinet.

—Interesante —susurró Raxus—. No, esto no es solo una katana.

—¿Vais detrás de ese desgraciado? ¿O sois amigos suyos? —preguntó asqueado por la idea—. ¡Da igual! No quiero saber nada de ese, nunca más.

Raxus no culpó al hombre por no querer verse envuelto en nada que tuviera que ver con Jarkeq pero insistió educadamente, era la única pista que tenían.

—Gurgon Dalentrogga, si es tan amable de decirme todo lo que sepa sobre Jarkeq de Vharga, me marcharé y podrá continuar con sus asuntos sin impedimento alguno.

Gurgon le miró y arrugó la nariz. Aquello no le había gustado. Raxus había utilizado exactamente el mismo tono que antes pero el asesino había amenazado a suficientes personas como para notar cuándo le estaban obligando a tomar una decisión.

—¿Y si no qué? —dijo levantándose.

Raxus no se inmutó, a pesar de tener que aguantar el hedor del hombre que se había acercado tanto para amedrentarle que podía notar su respiración en la cara.

—Necesito esa información y haré todo lo que esté en mi mano para conseguirla.

Gurgon echó una ojeada a la posición de sus compañeros y la distancia entre ellos y los dos desconocidos. Tanto Vinet como Lodoy se encontraban a la espalda de Raxus, fuera de su vista pero bajo la atenta mirada del otro capa azul. Vinet sujetaba su jarra con la mano derecha mientras deslizaba la izquierda hasta el cuchillo. Estaba tenso, con la espalda erguida y Gurgon deseó que fuera algo más disimulado. Lodoy no se molestó en ser cuidadoso, apoyó un machete en la mesa clavándole una dura mirada a Vadran.

—No es necesario —comentó Raxus con calma.

—Largate de aquí entonces.

Raxus suspiró.

—Este tipo de gente nunca aprenderá. ¿Verdad, Vadran? —dijo, y los tres hombres miraron al capa azul pero este ni pestañeó.

Con tres gestos, casi sin moverse del sitio, Raxus terminó la disputa. Empujó a Gurgon que seguía mirando a Vadran, desenvainó en un instante girando hacia los demás para rajarle el cuello a Vinet aprovechando el movimiento, cortó la cabeza a Lodoy con un poderoso golpe horizontal de vuelta y se encaró a Gurgon justo cuando se incorporaba. Dio un paso atrás para esquivar el cuchillo del asesino y aprovechó para cercenarle la mano.

El local se vació en un segundo. Modruc se dejó caer tras la barra aterrorizado.

—¡No sé dónde está, lo juro! —gimoteó Gurgon temblando de rodillas mientras se agarraba el brazo después de despertar a todo el vecindario con un prolongado grito.

Miró a un lado y vio la cabeza de Lodoy observándole desde el más allá todavía con la expresión de sorpresa al haber sido separada del cuerpo. Vinet se convulsionaba a su lado escupiendo sangre y agarrándose el cuello, aferrándose a la vida.

—¡Pregunta a sus amigos, ellos lo sabrán!

Raxus limpió la sangre de su espada con un pañuelo blanco que desechó dejándolo caer sobre la cara de Vinet ya inmóvil. El rojo fue ganando terreno al blanco poco a poco.

—¿Qué amigos? —preguntó tranquilo el caballero como si no hubiera sucedido nada.

—¡Los Aniquiladores! —exclamó Gurgon con un gesto de dolor—. ¡Ese Garbanzo y los demás, la culpa es suya, todo por ese maldito orbe! ¡Por favor! ¡La última vez que lo vi estaba con ellos!

La sangre fluía a chorros de la extremidad del hombre. El charco bajo sus pies se hacía cada vez más grande.

Raxus se agachó frente a él de cuclillas y le mostró el filo de su espada.

—La principal diferencia entre la katana de Jarkeq y mi ken es el filo. —Habló con calma, recreándose en la obra de arte que empuñaba—. Son armas hermanas, siguen el mismo meticuloso proceso de creación, pero a diferencia de la katana, mi espada es recta, como muy bien tú has apuntado antes, y tiene doble filo. Eso te da ciertas ventajas que mi estilo de lucha abraza con entusiasmo, tus amigos pueden dar fe de ello.

—Por… favor… —imploró Gurgon desfalleciendo.

—¿Ya no estás interesado? —Raxus esperó unos segundos más—. Largo.

Cedió finalmente incorporándose. El secuaz de Dagoh buscó su mano durante un instante y la encontró tras los pies de Raxus. Observó su expresión y salió a trompicones y entre quejidos de dolor de la taberna.

Raxus se dirigió a la puerta pero se detuvo junto a la barra antes de salir. No quedaba ya nadie allí que pudiera asombrarse por los pocos escrúpulos del capitán, todos se habían esfumado al comenzar la reyerta, pero al día siguiente cuando entre todos los habituales intentaron reconstruir la disputa sonsacándole información a Modruc y recopilando lo que habían oído por los callejones de boca de hombres de Dagoh, los imaginarios presentes declararon que se apartaron abriendo un pasillo libre por donde había caminado Raxus y miraron con espanto las huellas de sangre que iban dejando sus pasos. Nadie se sentó en aquella mesa durante meses.

—Lo lamento mucho —se disculpó el capitán—. ¿Sería tan amable de decirme dónde viven los Aniquiladores?

Modruc se asomó con cuidado asegurándose de que el peligro había pasado. Asintió lentamente con la cabeza.

—Al oeste —dijo débilmente—. Al oeste tienen su cuartel general, así lo llaman.

—Muchas gracias.

Observó cómo el hombre se alejaba y tomó aire.

—O… oiga —llamó la atención de Raxus con miedo antes de perderle de vista y tragó saliva. Le temblaban las piernas y el corazón le latía más rápido que cuando se casó con Tabba pero recogió fuerzas y se puso en pie, solo podía pensar en una cosa—. Perdone, pero… ¿dónde está Vharga?

—En Taren Gaeli —contestó al momento Raxus sin otorgarle ningún tipo de misterio al asunto—. Si me disculpa.

Modruc esperó hasta que el capitán y su compañero salieron del local y la puerta se cerraba tras ellos para, como una exhalación, correr hasta donde tenía guardado el mapa. Se tropezó tras la barra nada más arrancar y se dio de morros contra el suelo pero como no había nadie esto quedó en el olvido cuando habló con sus clientes del asunto. Alcanzó el mapa, lo abrió en toda su longitud y dirigió emocionado su dedo índice a un lugar conocido. Taren Gaeli estaba al norte de Amthku, había ido unas cuantas veces de visita, los primos de su mujer vivían allí, y recibía mercancía de la zona, Vharga no sería difícil de localizar.

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