Kitabı oku: «Entre la filantropía y la práctica política», sayfa 2
Desde mediados de la década los ochenta del siglo pasado, Michael Foucault señalaba que el proceso de construcción de la modernidad había llevado al Estado a utilizar como una herramienta de poder una “política de sexo”34 que sujetaba a las mujeres, a sus cuerpos y a su sexualidad, a la maternidad. Para él, ser madre, proteger a la niñez y a la familia se convirtió en parte de las políticas estatales. Una década después autores como Seth Koven y Sonya Michel definieron el maternalismo como una herramienta de análisis que permite exaltar la capacidad de ser madre para extender en la sociedad un conjunto de valores que se unen a esta función como son, la asistencia social, el cuidado a la infancia, la educación y la moralidad.35
Esta categoría permite acercarnos al trabajo de las mujeres como el principal elemento de representación de la mujer en términos ideológicos, pero también se le puede entender como la bandera de la política feminista que buscaba lograr ciertos reconocimientos y beneficios para las mujeres; finalmente nos acerca a la justificación del Estado para delegar en las mujeres trabajos como el cuidado y protección de la reproducción social.36
En este libro se concibe el maternalismo como el eje rector de la actividad política de este grupo de mujeres, quienes, sin saber o sin pensarlo, establecieron una postura militante católica que les dio identidad y les permitió construir una plataforma política que las empoderó. El papel maternal de las Damas Católicas les dotó de una voz para expresarse públicamente y actuar como promotoras de valores domésticos y católicos, los cuales constituyeron, para ellas, el centro de la vida social de la nación.
El maternalismo estudia las coincidencias y divergencias de los movimientos feministas entre 1880 y 1920. A fin de comprender cómo el activismo femenino logró dar forma a las políticas estatales en torno al cuidado de la maternidad y de la infancia y cómo se vinculó con el papel tradicional de la mujer en sus nuevas actividades públicas y laborales.37 También ha rescatado cómo, para acceder a roles políticos activos y participar como electoras, burócratas y obreras fuera del hogar, recurrieron a las virtudes de la maternidad.
Analizar a una organización femenina católica en México entre 1912 y 1932 en términos maternalistas tiene sus propios retos. A diferencia de los incipientes movimientos feministas de izquierda38 que comenzaron a surgir en esos mismos años, la cercana relación de las Damas con la Iglesia las llevó a tomar una postura crítica y beligerante frente al Estado posrevolucionario. Desde su postura maternalista se analiza el impacto público como un movimiento de la sociedad civil que, mediante sus propios recursos, actuó públicamente para imponer su propia visión del sentido del papel de la mujer fuera de la relación directa con las políticas de bienestar social implementadas por el Estado.
Los análisis historiográficos que retoman la historia de diversos movimientos de mujeres señalan que el feminismo no fue un movimiento homogéneo de izquierda, por el contrario, han incluido a mujeres católicas que buscaban preservar los valores religiosos y a la par se preocupaban por promover el voto y asistir en campañas de beneficencia y asistencia social en torno a la salud y la educación.39 También incluyen a mujeres “liberales moderadas” quienes buscaban el establecimiento de la equidad legal para proveer a las mujeres con mayores oportunidades educativas, protección materna e igualdad salarial. En este espectro, se incluyen a las mujeres “de izquierda radical” quienes buscaban modificar las condiciones sociales mediante cambios estructurales a códigos civiles y al sufragio.40
Desde mi punto de vista, concebir la vida asociativa de la Unión de Damas Católicas Mexicanas como una organización “feminista” sería estirar demasiado el análisis histórico. A diferencia de otras organizaciones de mujeres católicas en el mundo, las mexicanas no desarrollaron programas políticos explícitos, como sí lo hicieron, por ejemplo, las españolas, quienes se denominaron a sí mismas “feministas católicas”.41 Las Damas Católicas Mexicanas generaron una agenda materna basada en lo que Temma Kaplan ha llamado “conciencia femenina”.42 A partir de una división sexual del trabajo, asumieron la responsabilidad de preservar la fe, de educar, de cuidar a la sociedad mediante la defensa de los valores católicos. Ellas no promovieron una postura política dirigida a resolver intereses de su género que derivaran en estrategias para aliviar la carga del trabajo doméstico y del cuidado a la infancia con el apoyo de políticas públicas, ni tampoco buscar el voto. Su batalla no era una batalla por los derechos de la mujer, su lucha se encontró inmersa en una guerra sin cuartel entre la Iglesia y el Estado en el cual se vieron envueltas y su salida fue defender su fe a través de su papel como madres.
Por otro lado, a partir de la década de los noventa del siglo pasado, la historiografía sobre la asistencia pública se ha interesado por estudiar a los distintos actores que participaban en las instituciones de ayuda a los menesterosos, tanto públicas como privadas.43 El presente trabajo no es ajeno a esta historiografía,44 reconoce el papel de las Damas como una organización heredera de la tradición católica proveedora de servicios de educación, salud, bienestar social y de las entidades caritativas existentes.45
Mientras estudios como los de Beatriz Moreyra han centrado la atención en el papel que jugaron las organizaciones católicas en la construcción y modernización del modelo benéfico asistencial en Argentina,46 en México este tipo de análisis resulta más complicado, pues el conflicto entre la Iglesia y el Estado es un lente que nos enfoca a analizar a las organizaciones filantrópicas de corte católico como respuesta a los embates políticos y en ocasiones adquirieron un sentido beligerante frente a la postura estatal. Se analiza a las Damas Católicas como una organización que convirtió a la filantropía en una acción política encaminada a impulsar la Doctrina Social de la Iglesia entre los menesterosos, enfermos, prisioneros, niños y obreras.
La sociabilidad, entendida como “la aptitud de vivir en grupos y consolidarlos mediante la constitución de asociaciones voluntarias”,47 se recupera por la historiografía actual como la habilidad de hombres y mujeres para relacionarse en colectivos más o menos estables y numerosos, así como a las formas, los ámbitos y las manifestaciones de vida colectiva al interior de los espacios de sociabilidad informal –en una casa, salón o cabaret– y formal –donde se encuentran la creación de asociaciones voluntarias, de círculos y sociedades.
Utilizo a la sociabilidad como elemento de análisis para definir a las Damas Católicas como una organización formal, ya que contaba con estatutos y reglamentos generales, con una oficina central y un cuerpo de socias vinculadas entre ellas mediante una responsabilidad moral de llevar una vida recta y de ayudarse mutuamente en beneficio de todos los miembros de la organización.48 Desde la sociabilidad explico su estructura y organización interna, así como las redes entre sus socias que posibilitaron sus actividades cotidianas. Ellas pudieron cohesionar sus intereses filantrópicos y políticos, así como cubrir, mediante sus prácticas cotidianas, espacios sociales, culturales, de servicio público, religioso y recreacional.
Organización del libro
Este trabajo se encuentra dividido en cinco capítulos, un epílogo y una conclusión. El recorrido histórico se presenta por décadas, ya que cada diez años se enfrentaron a una serie de retos que pusieron en duda su viabilidad como organización, pero su capacidad, maleabilidad y flexibilidad les permitió sobrevivir.
El primer capítulo brinda un panorama general del contexto donde surgió el asociacionismo católico femenino durante las últimas décadas del siglo XIX y la primera del XX. Analiza la labor de otras sociedades de mujeres católicas que antecedieron a las Damas para poder marcar las convergencias y divergencias en tanto a su forma organizativa y a su accionar político. Asimismo, teje un panorama general de cómo estas organizaciones ocupaban el espacio urbano y el papel que jugaba la vida parroquial como base de sus actividades.
El segundo centra su atención en analizar la fundación, primera estructura organizativa, objetivos y fines de la Asociación de Damas Católicas Mexicanas entre 1912 y 1917. Destaca la forma en que esta organización adquirió identidad propia y comenzó a establecer vínculos de sociabilidad con diversas comunidades. También se analizan sus motivaciones, el papel de estas mujeres frente a la revolución mexicana y a la crisis humanitaria que se vivió en la Ciudad de México durante los años de mayor tensión política entre las facciones revolucionarias.
En el capítulo tercero hace énfasis en la primera trasformación de las Damas Católicas, quienes se convirtieron en una confederación de organizaciones de mujeres católicas que actuaron por toda la República. Asimismo, llevaron un programa de acción social que apelaba al amor maternal de la mujer como el elemento guía de la identidad entre las socias y ante el resto de la población. Así, las mujeres católicas comenzarían a participar públicamente para defender el espacio doméstico, la educación de la infancia, la enseñanza del culto, las prácticas religiosas y la moral católica de la intervención estatal.
A lo largo del cuarto capítulo se analiza el programa social de las Damas Católicas entre 1920 y 1924, en particular se destaca el proceso de profesionalización49 de su acción hasta convertirse en gestoras de la defensa y la conservación de los valores católicos a partir del trabajo directo, constante y cotidiano con mujeres obreras, trabajadoras domésticas, niños pobres o huérfanos, enfermos, prisioneros y prostitutas. Desentraño la creación de una red que sostuvo las actividades católicas en la Ciudad de México.
En el quinto capítulo se presenta el proceso de radicalización del programa y la acción de las Damas Católicas durante el periodo de tensión política entre la Iglesia y el Estado, el cual desembocó en la guerra cristera. Se señala la importancia de la organización espacial de las Damas Católicas durante el conflicto. Destaca el trabajo constante y la acción cotidiana que se realizaba en diversos templos de la ciudad, los cuales permitieron poner en marcha una red de seguridad que se convertiría en la manera de sostener la práctica religiosa durante los años de persecución.
En el epílogo se analiza la radical transformación de la vida asociativa de la Unión de Damas Católicas a partir de 1929, cuando la jerarquía eclesiástica acordó el fin del conflicto religioso con el gobierno de Plutarco Elías Calles y obligó a su militancia a quedar circunscrita a la Acción Católica Mexicana, la cual se convertiría en un medio de control y vigilancia de los diversos movimientos católicos de México. A partir de este momento las Damas Católicas cambiarían de nombre y con ello de identidad, se convertirían en Unión Femenina Católica Mexicana y modificarían su organización interna, así como su forma de trabajo. Se sugieren líneas de investigación para trabajos futuros que aborden el devenir de esta asociación en la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días.
CAPÍTULO UNO
Hacia la construcción de un asociacionismo católico mexicano. Los antecedentes de la fundación de la Asociación de Damas Católicas Mexicanas
La caridad, el amor, el servicio y la devoción, más que simples palabras, se convirtieron durante la segunda mitad del siglo XIX en la base del pensamiento y la acción de miles de mujeres católicas que transformaron sus vidas para formar parte de un conjunto de organizaciones filantrópicas dedicadas a atender la pobreza y la marginación, pero, sobre todo a defender a la Iglesia frente al proceso de secularización de la nación.
Así, entre 1860 y 1910 organizaciones como la Asociación de Señoras de la Caridad de San Vicente de Paul buscaron convertir a las mujeres mexicanas en “soldados de Cristo”, en legionarias capaces de visitar los hogares de familias menesterosas a fin de ofrecer ayuda material y, sobre todo, espiritual. Ellas dedicaron sus vidas a la labor caritativa, al cuidado de los enfermos, a conservar, transmitir y defender la fe católica entre diversos sectores sociales. Administraron hospitales y hospicios, trabajaron como voluntarias en cárceles y asilos, enseñaron el catecismo, ofrecieron clases de lectura y escritura, visitaron domicilios particulares de menesterosos, dieron conferencias en torno a la salud, la enfermedad y, en particular, inculcaron la importancia de Dios y la religión católica en la vida moderna. Encaminaron sus esfuerzos a evitar la pérdida de los valores católicos en la sociedad mexicana, a mantener viva y activa la doctrina religiosa en la mente y en la vida cotidiana de los mexicanos.
Su actuación no fue casual ni fortuita, sino que formó parte de un proceso de organización de grupos de hombres y mujeres católicos, quienes proveyeron un espacio para la formación de lazos de sociabilidad e identidad católica, al tiempo que actuaron como un medio de defensa de los intereses públicos y políticos de la Iglesia.
El presente capítulo tiene como objetivo dar cuenta del surgimiento de estas nuevas formas de vida asociativa producidas por una militancia católica de mujeres capaces de insertarse en la vida pública, en particular se analizarán las organizaciones filantrópicas que marcaron un camino para la participación pública, política y social de las mujeres católicas; se explican los motivos, los momentos y cómo su actuar se desenvolvió en el espacio urbano. Asimismo, se analiza la importancia de la parroquia y la vida parroquial como eje del espacio urbano encargado de marcar y delimitar sus actividades cotidianas. Se parte de la hipótesis de que las actividades cotidianas impulsadas desde el asociacionismo femenino permitieron establecer sociabilidad e identidad entre sus integrantes y los grupos sociales a quienes atendían, fomentando así la participación de obreros, campesinos, profesionistas y gremios que les permitieron actuar como defensores del catolicismo en la Ciudad de México.
Más que buscar los orígenes del asociacionismo femenino como parte de la feminización de la devoción o la caridad católica, el presente capítulo considera que el impacto del aumento de las mujeres en las actividades eclesiásticas les permitió entrar en un proceso de “concientización”1 de su papel secular, permitiéndoles actuar de manera diferente, adquirir una voz, una identidad y una forma de trabajo que definió la forma en la cual las mujeres se insertaron en la vida pública. En este sentido, el presente capítulo busca analizar los retos del asociacionismo femenino católico durante la segunda mitad del siglo XIX para comprender las razones que llevaron a la fundación de la Asociación de Damas Católicas Mexicanas en 1912 y cómo ésta recuperó la experiencia de otras agrupaciones católicas femeninas. Me interesa entender cómo la Iglesia creó y sostuvo diversos grupos de mujeres seglares católicas quienes actuaron en su nombre y le otorgaron visibilidad pública, misma que se puede medir a partir de la importancia de la parroquia y la vida parroquial como eje de sus actividades y del espacio urbano.
El capítulo se encuentra dividido en cuatro apartados y un corolario. En el primero se explica el proceso internacional que llevó a la formación de una política intransigente y la construcción de un modelo católico femenino que marcaría la vida asociativa de las mujeres católicas. En el segundo, se presenta la creación de un sistema educativo que llevó a la conformación de una jerarquía eclesiástica versada en la dirección de la militancia católica, asimismo se presentan las resoluciones del Concilio Plenario Latinoamericano y su impacto en la vida parroquial y asociativa en México. En el tercero se rescata el surgimiento de las primeras organizaciones católicas en México, así como la forma en la cual fomentaron un ideal femenino que sería la base del asociacionismo filantrópico del último tercio del siglo XIX. El cuarto y último apartado recupera la formación de las sociedades filantrópicas, sus orígenes, la incursión de la mujer a la vida asociativa, sus primeras acciones, su fortalecimiento y su consolidación.
1.1 El camino intransigente hacia la conformación de una vida asociativa católica femenina
Una larga historia antecede la creación de las asociaciones católicas femeninas fundadas durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX.2 El caso particular de las asociaciones católicas femeninas se encuentra ligado además a otro fenómeno internacional paralelo: el desarrollo de un modelo de vida asociativa impulsada directamente desde la Santa Sede. Desde finales del siglo XVIII, pero sobre todo durante el siglo XIX, el pensamiento ilustrado, el liberalismo y el socialismo pusieron en tela de juicio el lugar de la Iglesia en las sociedades modernas. Las ideas de libertad, igualdad, fraternidad y soberanía popular hicieron de lado la autoridad de Dios y de la Iglesia. De esta forma se inició un proceso de secularización y laicización de las naciones que surgieron después de la revolución francesa.
Ante estos cambios, la Iglesia tuvo que replantearse su lugar como rectora de la vida espiritual y de la conciencia, pero también su papel como institución pública. Tuvo que redefinir su naturaleza como institución social y su relación con el Estado.3 Los más de 20 años de enfrentamientos entre el Estado Pontificio y el movimiento del risorgimento,4 que buscaba la unificación del territorio italiano, endurecieron la política del Vaticano en la península itálica, mientras que en resto del mundo la actitud intransigente del Supremo Pontífice frente a la modernidad impulsó el llamado movimiento ultramontano, el cual pretendía defender y reforzar la autoridad del papado y la estructura eclesiástica. Este proceso conocido como romanización consistió en promover desde Roma una serie de medidas con la intención de centralizar la política de la Iglesia en la figura del Papa y del Vaticano.5
El siglo XIX representó para hombres y mujeres un profundo cambio en relación con su fe y con la Iglesia. Tanto en Europa como en México, los hombres tomaron distancia. Según datos de Margaret Chowning, la mayoría de las cofradías fundadas entre 1810 y 1840 se componían en un 80% de mujeres.6 Esto no significa que los hombres hayan abandonado la religión, sino que ésta “dejó de ser un hecho global, absoluto, de mentalidad, para asumir contornos relativos a la opinión religiosa”. La fe de los hombres se combinó con nuevos intereses políticos.7 Al mismo tiempo, las mujeres poblaron los templos y con ello las prácticas religiosas se acoplaron a las necesidades de su público femenino. Este proceso ha sido denominado por la historiografía de “feminización” de la piedad y las prácticas religiosas, debido a que las mujeres comenzaron a hacerse cargo de actividades devocionales en comparación a los hombres; sin embargo, la presente investigación considera, al igual que Silvia Arrom, que esta relativa “feminización” se debió principalmente a que la manera en la cual los hombres expresaban su caridad, devoción y filantropía era distinta a la femenina. Las mujeres se hicieron cargo de la caridad, la devoción y la filantropía, mientras la piedad masculina se abocó a la atención devocional en numerosas asociaciones de ayuda mutua, mediante la publicación de periódicos y la organización de congresos católicos que buscaban soluciones a los problemas sociales de la nación mexicana.8
A fin de atender las necesidades espirituales de su principal audiencia, la Iglesia creó todo un modelo religioso dirigido principalmente a la mujer, trasformó el sistema devocional y la práctica religiosa para exaltar una serie de valores que, desde su perspectiva, integraba el ser femenino. En este sentido, se identificaron los valores de la sumisión, el espíritu de abnegación, el amor conyugal, la caridad, el sentimentalismo y la maternidad, como los espacios de desenvolvimiento social de la mujer. Al mismo tiempo, se le constriñó en el espacio doméstico, se le convirtió en el “ángel del hogar”, en la protectora de los valores familiares y, por ende, de la religión católica.9 Así, se crearon nuevas prácticas devocionales como el Sagrado Corazón de Jesús, el cual asociaba los sufrimientos de Cristo por la salvación del mundo con las ideas de la restauración católica frente a la crisis eclesial provocada por la modernidad;10 el culto de María centraba su atención en convertir la pureza de la Virgen en un modelo de identificación para las jóvenes católicas, el cual sería el centro de la educación femenina;11 o bien la vigilia o el cuidado de los tabernáculos que tenían el sentido de replantear la relación de las mujeres con la parroquia, pues estas actividades iban acompañadas de la responsabilidad de mantener limpias y arregladas las iglesias, al tiempo que se aseguraban de estar abiertas y ocupadas todo el día.12
Al interior de la Iglesia, los más convencidos de la romanización pertenecían al grupo de los “católicos intransigentes”. Ellos sostenían una corriente de pensamiento tradicionalista que observaba al mundo en dos tonalidades, “por un lado estaban los enemigos de Dios y de la Iglesia; por el otro lado estaban los buenos católicos, que debían unirse al Papa en una actitud clara y decididamente antiliberal”.13 Los intransigentes condenaron de manera indistinta todas las corrientes de pensamiento que atacaban o ignoraban a la Iglesia como el liberalismo, el racionalismo, el positivismo y, posteriormente, el socialismo y el comunismo, al tiempo que propusieron un movimiento con la intención de “crear una opción social y política sustentada por la Iglesia y donde fuera la fuente de legitimidad y aspiración”.14
El otro grupo lo constituían los “conciliadores o católicos liberales”, quienes se caracterizaban por buscar la adaptación de la Iglesia a los nuevos tiempos. Para ellos, era indispensable aceptar las ideas sociales, políticas y económicas del liberalismo, aceptar el “progreso humano como parte del plan de Dios sobre la humanidad”.15 La fuerza del grupo intransigente al interior de la jerarquía eclesiástica se vio reflejada en las resoluciones del Concilio Vaticano I, donde se definió jurídicamente la superioridad del primado pontificio sobre los obispados y las diócesis de la Iglesia en occidente.16 En palabras de Aspe, hacia 1870 “la Iglesia regresaba por sus fueros haciendo la guerra al mundo moderno desde nuevas y desconocidas trincheras”.17
Bajo el auspicio de la orden de los jesuitas, la intransigencia actuó en al menos tres ejes. Primero, la divulgación de la revista Civitá Cattolica, donde se publicaban las cuatro líneas centrales de su programa de resguardo del catolicismo: “crítica a los principios liberales, la defensa del poder temporal de los papas, la exposición de los principios de la doctrina social de la iglesia y la propaganda del tomismo”.18 Segundo, la fundación de instituciones educativas encaminadas a formar cuadros al interior de la estructura eclesiástica que propagaran y defendieran el pensamiento intransigente en el mundo.19 Y por último, la formación de cuadros de católicos seglares, personas comprometidas con la causa del catolicismo pero sin formar parte de la estructura eclesiástica; la intención última era convertir a estos militantes católicos en promotores y defensores de un “programa de reconquista del mundo” impulsado desde el Vaticano para “restablecer la influencia de la iglesia en la sociedad y la política”,20 sobre todo a partir del año 1878, fecha en que León XIII (1878-1903) asumió la cabeza del pontificado.
Estos tres ejes sentaron las bases de un modelo estratégico de acción posteriormente retomado por el asociacionismo católico. Las organizaciones de hombres y mujeres, fundadas en México durante la segunda mitad del siglo XIX y las dos primeras del XX, trabajaron en torno a estos tres elementos; sin embargo, es importante destacar que el asociacionismo católico en México no apareció de manera espontánea a partir de 1870, sino, por el contrario, existía una tradición asociativa previa con orígenes en la transformación de las cofradías en organizaciones encaminadas a sostener una obra pía, como fue el caso de la Asociación Damas de la Vela Perpetua que fue sumamente importante entre 1810 y 1840, pues tuvo el propósito de mantener una devoción particular a un santo o a la imagen de Cristo o de la virgen de Guadalupe en varias iglesias, ciudades o pueblos. Esto implicaba mantener una capilla o un altar dedicado a la devoción durante todo un año, y una vez al año organizar una “función”, una misa especial, una procesión y una fiesta.21
Asociaciones como la Vela constituyeron un espacio de participación pública para las mujeres, les otorgaron una posición de liderazgo y modificaron su relación con los sacerdotes locales. Sin embargo, el asociacionismo católico adquirió una nueva dimensión durante el último tercio del siglo XIX, cuando comenzó a promoverse el catolicismo social. Hombres y mujeres entraron en un proceso de “concientización laica”22 que permitió vincular sus actividades pías al interior de las iglesias con un programa social y político que buscaba la expansión del papel de la iglesia en todos los ámbitos posibles. De esta forma, las organizaciones creadas en el último tercio del siglo XIX se apoyaron en el “catolicismo social” como un marco político de defensa de su fe, lo que les permitió darle un nuevo sentido a sus viejos vínculos parroquiales y comunitarios para así sostener sus sistemas de sociabilidad que comenzaban a desmantelarse.
En este sentido, las organizaciones contaron con herramientas modernas como fue un aparato publicitario basado en folletos, revistas o periódicos donde defendían la postura de la Iglesia y los valores morales de la religión a capa y espada. Por ejemplo, las Asociación de Señoras de la Caridad de SVP escribían sus Memorias donde se exaltaba la labor filantrópica de las socias más importantes.23 También la Iglesia y los laicos concientizados fundaron instituciones educativas capaces de formar tanto sacerdotes como militantes católicos. Para el caso del asociacionismo femenino, las socias de las organizaciones católicas destinaron parte de sus recursos a sostener, mediante un programa de becas, a un grupo selecto de sacerdotes que estudiaban en Roma, al mismo tiempo, inauguraron escuelas católicas para niños y niñas donde ese les inculcaba una fuerte convicción por el catolicismo social y el trabajo filantrópico. Estos mismos ejes formaron parte de las actividades cotidianas que desarrollaría la Asociación de Damas Católicas Mexicanas a partir de 1912.
Entre 1880 y 1890, León XIII publicó las encíclicas Diuturnum Illud (1881), Inmortale Dei (1885) y Libertas (1888), las cuales consolidaban las resoluciones del Concilio Vaticano I. La primera recalcaba la autoridad de Dios por encima de los hombres y, por ende, de la autoridad política en los Estados modernos.24 La segunda dio pie a una campaña de defensa de los derechos de la Iglesia a nivel internacional que utilizaba a los católicos seglares como la punta de lanza de su nueva política. Comparaba a la militancia católica con los primeros cristianos y de esta forma se les otorgaba un lugar especial en la defensa de la religión:
[…] en el orden privado el deber principal de cada uno es ajustar perfectamente su vida y su conducta a los preceptos evangélicos, sin retroceder ante los sacrificios y dificultades que impone la virtud cristiana. Deben, además, todos amar a la Iglesia como la Madre común; obedecer sus leyes, procurar su honor, defender sus derechos y esforzarse para que sea respetada y amada por aquellos sobre los que cada cual tiene alguna autoridad. Es también de interés público […] que se atienda a la instrucción pública de la juventud en lo referente a la religión y a las buenas costumbres, como conviene a personas cristianas: de esta enseñanza depende en gran manera el bien público de cada ciudad. Asimismo, por regla general, es bueno y útil que la acción de los católicos se extienda desde este estrecho círculo a un campo más amplio, e incluso que abarque el poder supremo del Estado.25
Mediante la encíclica Libertas, León XIII reconoció públicamente la separación entre la Iglesia y el Estado “situación que históricamente tenía perdida la Iglesia desde hacía mucho tiempo”.26 Siguiendo el pensamiento intransigente, se opuso a todos “los defensores del liberalismo” quienes afirmaban que “la libertad debe ser dirigida y gobernada por la recta razón”, pues esta idea negaba lo que desde la Iglesia se profesaba, que “el hombre libre deba someterse a las leyes de Dios”27 sancionando con ello al liberalismo y a las libertades políticas.28
Siguiendo la misma tónica se publicó en 1891 la encíclica Rerum Novarum donde se pronunciaba contra la miseria y la explotación de la clase trabajadora; defendía en cambio los principios de caridad, el derecho natural a la propiedad privada, el individualismo, el matrimonio y la familia como base de la sociedad. Bajo la mirada del Sumo Pontífice, la humanidad se alejaba cada vez más de los valores cristianos, de este modo la pobreza, las enfermedades, la criminalidad y las transformaciones sociales que trajo la modernidad fueron percibidas como “la cuestión social” y concebidas como consecuencia directa de las ideologías liberales y socialistas.