Kitabı oku: «Soy mi deseo», sayfa 3

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b. La dedicatoria, los epígrafes inventados, el azar y el título

Son muchas las originalidades de RyN, quizá la mayor fue haber vinculado la realidad política con la vida concreta e íntima de los personajes, pero eso no gustó a los críticos de su tiempo. Tampoco les gustó que incluyera relaciones amorosas entre personajes de clases distintas.8 Les pareció inverosímil que una noble como Mathilde pudiera enamorarse de un hijo de campesino. También sintieron inverosímil a Julien, lo juzgaron un «monstruo», siguiendo al narrador de la novela, que repetidamente lo califica así, aunque el apelativo tiene en su caso un sentido casi opuesto al corriente. Para los críticos, lo monstruoso de Julien era que osara subir de clase y se atreviera a dispararle a la que se lo impedía. En cambio, para el narrador stendhaliano, Julien es monstruo cada vez que resiste, se rebela y conculca las valoraciones de su tiempo. Es decir, lo que molestaba de Julien a la crítica era precisamente aquello que encantaba a Stendhal. Por lo mismo, un par de años después pensó que no valía la pena publicar Lucien Leuwen, cuyos componentes políticos eran mucho más explícitos. Resignado, conociendo muy bien su país y su tiempo, se sabe que le habría comentado a una amiga suya: «qué quiere usted, se es bastante bestia en la Francia de hoy para no comprenderme». Todo esto explica, quizá, que la dedicatoria de RyN haya sido para los happy few.

¿A quiénes aludió Stendhal con estos happy few? A algunos comentaristas les parece que alude al texto del Antiguo Testamento: “muchos son llamados, pero pocos son elegidos” (Mateo 22.14), otros suponen que estaba pensando en la novela The vicar of Wakefield, de Oliver Goldsmith, donde el vicario se lamenta de que su publicación haya sido leída solamente por happy few. Y hay los que piensan que alude a la famosa arenga de Enrique V a sus soldados en el texto de Shakesperare. Antes de la batalla de Agincourt, el rey los reúne y anima: We few, we happy few, we band of brothers. En este caso lo de few es por el desequilibrio de fuerzas, ya que por 6000 ingleses había 36000 franceses, es decir seis veces más. Pero la eficaz estrategia guerrera de Enrique V les permitió vencer a los franceses.

Lo curioso es que los tres textos se complementan bien, porque lo señalado en cada uno es siempre la escasez: escasos los llamados, escasos los lectores, escasos los combatientes. Como señaló el propio Stendhal en una carta dirigida a Louis Crozet el 28 de septiembre de 1816, El Rojo y el Negro estuvo destinado a los lectores «sensibles», dispuestos a apreciar una obra de arte original, es decir, a algunos muy pocos. Si Stendhal tuvo en mente el texto de Shakespeare, es significativo que lo evocara en el contexto de las Tres Gloriosas, cuando las fuerzas más progresistas lucharon para terminar con el reinado de Carlos X. No creo que pensara ni en la aristocracia derrotada por la burguesía ni en el pueblo vencido por ambas clases. ¿En quienes pensaba entonces?

De las reflexiones numerosas que el narrador hace sobre Julien se desprende que Stendhal apreciaba el refinamiento, la inteligencia, la pasión y la locura romántica de su héroe. Por cierto que también lo critica mucho, le refriega constantemente su locura, su hipocresía, pero el lector siente que lo mismo que ocurre con la palabra monstruo pasa con hipocresía y locura. Shoshana Felman probó que en el universo literario de Stendhal la palabra locura tiene un sentido eminentemente positivo, y creo que algo parecido se puede decir de “hipócrita”. En una novela realista nadie, nunca, puede decir siempre la verdad. Y se dice que El Rojo y el Negro es una de las primeras novelas realistas francesas. Fue leída por una masa lectora acostumbrada a otro tipo de novelas, donde los personajes o eran muy buenos o muy malos. En las novelas de Stendhal los buenos nunca lo son tanto, en ellos hay ambición, celos, falta de generosidad, resentimiento, deseos de venganza y a veces cierta vileza. Los críticos rechazaron a Julien por arribista, ambicioso, hipócrita, descarado e incluso narcisista, pero lo que más les molestaba era su rebeldía política. Lo querían respetuoso del orden establecido. Obediente y dócil al sistema. Tampoco aprobaron a Mathilde, cuyas ideas políticas consideraron inadmisibles. Una marquesa no podía desafiar las costumbres de su clase. Se sintieron personalmente agredidos y alegaron que ni los aristócratas eran tan vanos como Stendhal los había representado, ni los burgueses tan viles y apegados al oro como aparecían en su novela. Los pocos que leyeron con gusto RyN entendieron e incluso justificaron los grandes deseos de subir de Julien. Y también comprendieron su deseo de ser hombre honesto y verídico. Leyeron que había sido educado por jansenistas, y que muchos de sus valores correspondían a esa educación, pero comprendieron que, a diferencia de sus maestros, el joven terminó dando su vida por ser fiel a sus convicciones. Los maestros jansenistas de Julien también juzgaban mal el mundo en que vivían, pero se consolaban imaginando que después de muertos morarían en uno mejor.

Tras haber examinado con cuidado RyN me atrevo a decir que sus happy few aspiran a una libertad diferente de la que publicitan los voceros oficiales del sistema, que hacen una resemantización perversa de realidades negativas aplicándoles palabras que las hacen parecer muy positivas. Pasa no sólo con «libertad» sino también con «fraternidad» e «igualdad». Se diría que el significado real de estas palabras es opuesto polarmente a su significado manipulado y mediático. Los happy few entienden que la verdad está manipulada, es decir, la ven como no verdad, sin embargo, ellos mismos no se consideran dueños de ella y esta falta de certidumbre ni los asusta ni inmoviliza, más bien los envalentona. No creen que la verdad sea algo fijo y definitivo, piensan que se mueve, que es histórica y por ello han hecho de lo resbaladizo su suelo, en que a menudo sufren costalazos. Pero de cuando en cuando se apasionan por una idea y son capaces de dar la vida por ella. Y a pesar de su número, vencen en una batalla y esa experiencia no sólo los alegra a ellos, sino también a sus seguidores.

Por todo lo anterior, y pensando en los tiempos actuales, creo que la dedicatoria aún vale y reforzada.

¿Habrá incluído Stendhal a Flauber, a Balzac y a Zola dentro de los happy few? No creo. Por razones de probable rivalidad dos de ellos no apreciaban mayormente sus escritos. Flaubert consideraba a Stendhal un diletante y a RyN un libro mal escrito. Tampoco Zola dijo nada positivo de sus novelas, debe haber rechazado sus componentes románticos. Solamente Balzac se pronunció a favor de La Cartuja.9 Incluso su buen amigo Merimée no le perdonó que le pusiera ciertos rasgos atroces a su héroe Julien. En cuanto a escritores de otras regiones, el inglés Elliot comparó el estilo de Stendhal a un cuchillo en el alma del lector, «impiadoso destructor de sus ilusiones». Posteriormente Henry James, dijo de RyN que era un libro «casi absolutamente ilegible». Le parecía que la novela que examinaremos tenía «una atmosfera de irredenta corrupción» y que era inmoral.10 Pero a Nietzsche lo ayudó a precisar su teoría de la voluntad de poder, consideraba a Stendhal uno de los grandes escritores de su tiempo. Tolstoi también admiraba al escritor francés y reconocía que había aprendido a narrar una guerra leyendo La Cartuja. Otro admirador de Stendhal fue Gorki, que junto a varios escritores rusos confesaba que RyN lo había marcado como escritor y como individuo. A los novelistas rusos no les importaban las ambigüedades ideológicas de Stendhal, que por lo demás las tenían casi todos los escritores franceses sin reconocerlo. Los franceses criticaban lo ambiguo, pero ellos mismos oscilaban entre su respeto por los refinamientos aristocráticos y su estimación por ciertos valores progresistas. Los rusos tenían sus ambigüedades asumidas, no parecen haberse avergonzado de sus contradicciones ideológicas y quizá por eso empatizaban con la visión política de RyN. Una prueba del gusto con que se leían en Rusia los libros de Stendhal son las ediciones que se hicieron de su obra en tiempos de la Unión Soviética; en veinte años se sobrepasó el medio millón de ejemplares, diez veces más que durante todo un siglo en Occidente. (Rude. 1967: 257)

Muchos críticos encuentran que recién ahora se puede apreciar esta novela en lo que vale. Quizá porque hoy se puede entender lo que Auerbach destacó de Stendhal: que difería de los demás novelistas de su tiempo en que para él la realidad siempre fue un problema y no algo «dado». Lo dado tiene su explicación en sí mismo y no llama la atención por cotidiano. Por ejemplo, las guerras del Imperio norteamericano y sus aliados europeos son algo dado, la población mundial las ha encontrado naturales, ni siquiera las relaciona con el neocolonialismo. También es algo dado que los medios de masas dicen la verdad, aunque constantemente la realidad de las cosas termina desmintiéndolos.

Si la dedicatoria sorprende, más aún asombran los epígrafes, que son numerosos y que juntamente con tener una relación muy lejana o ninguna con los capítulos a los que preceden, son en su mayoría falsos, porque los autores y personajes importantes citados por Stendhal, entre ellos Hobbes y Dantón, no dijeron lo que les atribuyen las citas. De los setenta y tres epígrafes, solamente siete han sido verificados como exactos. ¿Cuál podría ser el sentido de citar en falso? Lo único que se me ocurre es que pertenecen al mismo mundo que la novela, es decir, son tan ficticios como ella. Incluso más, porque aunque demoraron en ser descubiertos, su relación con autores famosos les agrega el carácter de burla al lector, un grado más de rara ficcionalización. Recuerda el famoso consejo del amigo de Cervantes en el prólogo del Quijote: «Epigramas […] que os falten […] se puede remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiereis, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda». (Parte I, Prólogo) Cervantes alardea con esto de su originalidad; no está siguiendo a nadie. Igual función cabe atribuirle a los epígrafes de RyN. Stendhal era devoto ferviente de Cervantes.

Y no por inventado, el primer epígrafe de la novela es menos significativo. Al leerlo ideológicamente, se entiende que en: La verité, la apre verite se hace decir a Dantón que la nueva verdad es áspera, es decir, es otra verdad. Los poderosos siguieron dueños de la verdad, pero de una nueva, que vista desde la otra, perdió su dulzura. La acción de los pobres había cambiado las cosas. Fueron ellos los que terminaron con la monarquía mediante la fuerza y la guillotina, pero tras ese paréntesis de caos se impuso como siempre el poder del dinero, aunque de una manera diferente, áspera para Stendhal.

Se conservó el orden jerárquico piramidal, donde unos pocos decidían sobre política y economía. Pero los nuevos actores que se introdujeron en los nuevos espacios de poder modificaron el temple de la vida cotidiana. El refinamiento aristocrático dejó de normar la vida de los poderosos y quedó sólo como un criterio, desde donde Stendhal juzgaba el modo de vivir burgués chato y mediocre. Cambió la forma de producción, la relación entre los trabajadores y su labor, la distribución de la población urbana ya no estuvo regida por los gremios. También cambiaron las fiestas sociales de los nobles, se cerraron los salones. Los burgueses enriquecidos se casaron con nobles empobrecidos y se fueron a vivir a los barrios aristocráticos.

Se ha dicho mucho sobre el título de la novela. Hay los que creen, como Sandy Petrey, (1988: 148) que El Rojo y el Negro no significa nada o que significa todo lo que el lector quiera. Otros descubren contenidos precisos como que refiere a la opción entre el sacerdocio (negro) y lo militar (rojo) o a la pulsión de vida y pasión (rojo) y al deseo de muerte (negro). Uno de los sentidos que conviene a mi lectura es el de las polaridades. Julien vacila entre dos destinos, el eclesiástico y el militar. Tiene dos amantes, una materna y generosa, otra fría e imaginativa. La primera parte ocurre en provincia y la segunda en la capital. Incluso lleva dos atuendos, uno negro cuando desempeña el rol de secretario del marqués y otro azul cuando el marqués le pide que se finja hijo de un amigo suyo. Y siempre en el terreno de las polaridades pueden agregarse los dos colores de la ruleta, que incluye en el título la presencia del azar, que determina donde cae la suerte, en el rojo o en el negro.

Hay una prueba clara de esto al inicio de la novela, cuando el ateo y futuro seminarista decide entrar inmotivadamente a la iglesia de Verrieres, que en ese momento se encuentra adornada con cortinas color rojo carmesí por una fiesta religiosa. El rojo está en las cortinas, en la luz del interior y en la sangre que cree ver Julien junto a la pila del agua bendita iluminada por el sol. Al sentarse en el sitio que corresponde a monsieur de Renal, descubre en el reclinatorio un trozo de periódico que informa sobre el ajusticiamiento de un señor llamado Luis Jenrel. Julien comprueba que el nombre del desventurado acaba igual que el suyo, y no nota (lo que descubrieron posteriormente los críticos), que el nombre y apellido del ajusticiado son anagrama de Julien Sorel. Este pasaje es premonitorio: Julien se ha sentado en el lugar asignado en la iglesia a monsieur de Renal, marido de Louise. Al final de la novela, Julien dispara sobre Louise en una iglesia y de nuevo las cortinas tienen color sangre. El círculo se ha cerrado, y el lector siente que desde el principio el final de Julien estuvo determinado.

Fundado en ciertas observaciones que hizo Stendhal acerca de la imposibilidad que tenía de escribir todo lo que se le venía a la cabeza, porque su mano no era tan rápida como su imaginación, lo que lo llevaba a perder ideas e imágenes y también aspectos de sus personajes, Georges Blin señaló el peligro de escribir sin un plan preconcebido. Le pareció que al escribir tan espontáneamente, cualquier accidente que pudiera ocurrirle a algún personaje correspondería a un azar de la invención y no a una elección voluntaria. La narrativa de Stendhal sería entonces insegura, porque jamás se podría saber lo que va a ocurrir posteriormente. Pero también sería libre, porque por ser todo en ella azaroso, el lector tendría la impresión de estar asistiendo al movimiento de la acción, como si ella se estuviera escribiendo precisamente mientras se la lee. (1998:130-131)

Veo confuso el razonamiento de Blin. Que a Stendhal, en el acto concreto de escribir, las imágenes se le aparecieran más rápidas que su mano no tiene relación necesaria con que haya carecido o no de un plan general. Las dos cosas me parecen independientes y creo que se puede perfectamente tener claro el camino que se va a recorrer y al mismo tiempo encontrar por ese camino una multitud de imágenes, tantas que superan las que se esperaba encontrar al seguirlo.

Por eso el pasaje de la sangre y de Luis Jenrel contradice las reflexiones de Blin. Al poner este trozo al comienzo de la novela, Stendhal está anunciando su final, y con eso da una prueba indudable de que está desarrollando un plan preconcebido. Aquí hay espontaneidad a pesar de que haya cálculo, esa lógica inflexible que Taine consideró admirable en RyN. Pienso que al incluir el peso de la fatalidad se produce un perfecto encadenamiento entre los acontecimientos, que encajan matemáticamente unos con otros, de modo que el lector queda perfectamente persuadido de lo que está leyendo. Es decir, azar y causalidad no son opuestos en esta novela como ocurre en la lógica aristotélica. Entre otras cosas, porque la acción de la novela, es azarosa, pero no lo es el plan que la articula.

Hay causalidad en la novela, pero ella no es previsible. Cuando el joven descuelga la espada de la pared de la biblioteca del marqués con la intención de matar a Mathilde, ni se imagina que ese gesto suyo la enamorará. Y cuando dispara contra Louise tampoco alcanza a representarse las consecuencias trágicas que traerá este acto a todas las personas que estima. Me parece que la idea de la novela es que de las acciones personales resultan consecuencias completamente insospechadas, creencia que se opone a la cartesiana, de que nuestras elecciones personales determinan resultados previsibles. Nunca es más poderosa la influencia del azar como al final, cuando Julien apuesta por una opción que lesiona los intereses de los burgueses que lo van a juzgar y la bolita de la ruleta imaginaria cae en rojo. Pero si hubiera caído en negro, Julien tampoco se habría librado, puesto que desde el principio de la historia estuvo destinado a morir en la guillotina.

c. El disimulo de Julien y del narrador

Ya nos referimos a la ambigüedad de algunos escritores franceses del XIX, que junto con despreciar el juicio de los lectores esperaban su reconocimiento. Stendhal no era ajeno a este sentimiento.

En 1830, fecha en que RyN salió a la venta, el mercado editorial era un gran negocio y existía en los escritores el deseo de comerciar con productos de fácil consumo y gran rentabilidad. Las editoriales francesas buscaron enviciar a las nobles y a las burguesas con sus folletines y novelas. Ellas fueron las más importantes consumidoras.

Ni Stendhal, ni Balzac, ni Flaubert ni Zola se sintieron cómodos en la sociedad burguesa en que escribieron. No fueron apoyados por sus progenitores, que hicieron cuanto pudieron por disuadirlos de sus empresas literarias. Resulta entre gracioso y triste el caso de Balzac, cuyos padres le dieron dos años para que escribiera una obra que los convenciera y cumplido el plazo se reunieron junto a un amigo de la familia para evaluar el producto. Como no aprobó, le suprimieron la pensión y Balzac se vio obligado a ganarse la vida escribiendo novelas muy mediocres, que su socio Poitevin vendía. De la totalidad de estos libros no hay un registro fiel, y no importa mucho, porque su calidad era muy baja. A Flaubert tampoco le fue fácil, tuvo que estudiar derecho para complacer a su padre, que le compensó su esfuerzo con la herencia que le dejó al morir. Recién entonces Flaubert pudo ponerse a lo suyo. Menos suerte tuvo Stendhal, cuyo padre, rico y de buena familia, se arruinó antes de morir y no le dejó un centavo. Stendhal consiguió un puesto de cónsul, oficio que quizá le hizo bien a su prosa, al ponerla en relación con el mundo real, pero él no parece haber pensado lo mismo. A los cincuenta años se quejaba en Civitavecchia de tener que pasar la mayor parte del día resolviendo problemas burocráticos en vez de conversar de literatura y política con sus amigos parisinos. Para peor, ni la Iglesia italiana, ni los organismos políticos ni sus superiores lo dejaban trabajar en paz; estos últimos lo presionaron -cuando estaba muy enfermo-, a dar una cuenta anual, clara y precisa de todo el movimiento financiero del puerto donde trabajaba. Y los historiadores han probado que Stendhal falsificó detallados informes para que lo dejaran tranquilo y le permitieran volver a París, donde murió poco tiempo después de regresar.

Balzac envidiaba el éxito de Sue, cuyos folletines tenían engolosinadas a todas las parisienses. Se propuso sobrepasarlo en las ventas. No pudo. Sin embargo su empeño ahora es ampliamente reconocido por los expertos, que le alaban haberle elevado el nivel literario al melodrama y convertido este género en algo interesante y seductor. Por otra parte, y como es sabido, todos hemos aprendido a leer con lo fácil para luego pasar a una literatura de mayor nivel. Es así que los malos libros ayudan a vender los buenos, y lo mismo ocurrió en el XIX con los que ahora consideramos clásicos, cuya venta experimentó un notable desarrollo. Los editores firmaban contratos por montos nada despreciables, que a veces hacían posible vivir de su trabajo a escritores como Zola, que recibió una buena suma por Los Rougon-Macquart. Es más, La taberna y Naná obtuvieron un éxito considerable, y con ese dinero Zola compró una casa en las afueras de París. Pero a menudo, como en el caso de Balzac, el dinero no alcanzaba, y antes de haber terminado de escribir una novela, el autor se había gastado el adelanto. Este deseo de triunfo no les fue ajeno a Stendhal y a Flaubert. Aunque a ambos les producía indignación tener que depender del gusto de gentes ignorantes, al mismo tiempo anhelaban que los adorara un público numeroso y por eso se les puede atribuir lo que de sí mismo dijo Nerval: “Yo siento dos hombres en mí”.

Como hemos comentado, en el héroe de RyN también hay dos; uno desea preeminencias, ser distinguido por los personajes públicos importantes, mientras el otro desprecia a aquellas gentes de quienes espera reconocimiento. Esta condición de querer lo que al mismo tiempo menosprecia lo hace sentirse hipócrita. Siempre a la defensiva, atemorizado de lo que le podría pasar si revelara sus verdaderos sentimientos e intenciones, desde pequeño disimula, dice otra cosa de la que siente y piensa. Solamente al final de la novela se asume como un campesino que pudo llegar a ser noble por sus propios méritos. Reclama entonces que lo persiguen por odio de clase, porque resienten su talento, audacia y empuje y por eso lo están juzgando y por eso lo van a llevar al patíbulo. Y los que lo juzgan son burgueses, los mismos que consiguieron elevarse de posición al desbancar a la aristocracia.

Su menosprecio abarca a casi todos, tanto a los que están por encima de él como a los que pertenecen a su misma clase.

La posición moral en que había vivido toda su vida se renovó en casa del alcalde de Verrieres. Allí, como en el aserradero de su padre, despreciaba profundamente a las personas con que vivía y era detestado por ellos. Cada día notaba en las conversaciones del subprefecto, de Monsieur Valenod y de otros amigos de la casa cuan poco correspondían sus ideas a las cosas que acababan de ocurrir frente a los ojos de ellos. ¿Alguna acción le parecía admirable? Era precisamente esa la que suscitaba desaprobación en las gentes que le rodeaban. Su comentario interior era siempre: «¡Qué monstruos o qué estúpidos!» Lo gracioso en medio de tanto orgullo era que muchas veces no comprendía nada de lo que se hablaba.(387)11

Aquí, como en otras ocasiones, a pesar de su condición inferior, Julien mira a los que están por encima de él con sentimiento de superioridad. Le parece que los demás no ven la realidad, por lo menos no la que él ve. Lo que aprueba, a ellos les produce escándalo. El narrador se burla de su héroe y comenta que «muchas veces» no comprendía nada de lo que se hablaba. Esta ironía es frecuente, se mofa de sus personajes en aquellos pasajes en que se siente más identificado con lo que hacen o dicen. Si se lee la novela completa, queda claro que no le parecen estimables ni el subprefecto, ni monsieur Valenod ni los amigos de este último. Sin embargo, el narrador no pronuncia aquí un juicio negativo en contra de estos burgueses. ¿Por qué? Porque entiende de qué hablan, mientras Julien no. Al joven no lo dejan entender sus ideas preconcebidas acerca de cómo debería ser el mundo, mientras que el narrador reconoce que una cosa es el mundo como querríamos que fuese y otra el mundo que hay. Cinismo, realismo y pragmatismo del narrador; versus inocencia, romanticismo, incompetencia del héroe.

Al examinar la reacción negativa de los lectores de RyN de entonces, Prendergast comentó que a nadie le gustó que Stendhal mostrara tan descarnadamente lo mezquino de los valores de la Restauración. El ensayista inglés opuso esta novela a las pastorales, donde las acciones de los personajes jamás desafían los códigos vigentes, mientras que en las de Stendhal los héroes desprecian la ideología del régimen. Aspiran a valores más nobles. Prendergast identificó un conjunto de sociolectos propios de grupos sociales con quienes debe alternar Julien. Hay los valores estrechos y mercantiles de las autoridades de Verrieres, el vocabulario hipócrita del Seminario de Besancon y el ritual de los salones aristocráticos de París, destinado a preservar el orden de la nobleza.

Este último dice exactamente lo que se espera que se diga y rechaza cualquier afirmación original que pudiera desafiar las convicciones de los nobles. El propósito de las conversaciones entre los aristócratas es asegurar que toda comunicación actúe como una reproducción del orden de la realidad consagrada por ellos como la única válida. La marca del comportamiento aristocrático es una especie de aburrimiento satisfecho, de ahitamiento que lo tiene todo. Cuando el conde Korasoff le enseña a Julien cómo mantener enamorada a Mathilde, le dice que la tristeza no es de buen tono, porque implica que falta algo, o que algo ha salido mal, lo que es asimilable a mostrarse inferior. En cambio el comportamiento aburrido del noble prueba que lo inferior ha tratado en vano de entretenerlo.

A pesar de que Julien practica la hipocresía desde que llega al hotel de la Mole, los nobles ni lo sienten perteneciente a su mundo ni les parece auténtico lo que dice. Al comienzo no consigue imitar su charla vacía y lo excluyen por demasiado grave, serio y pedante. Después siguen desconfiando de él, a pesar de que logra que su charla se parezca a la de ellos. Pero lo que es natural en ellos es cosa medio artificial en él. Hay siempre algo que no persuade, algo disonante, aunque la elegancia de sus maneras sea perfecta. Tampoco logra asimilarse a sus compañeros en el Seminario de Besancon. A los jóvenes campesinos no les importa la religión, entraron en el Seminario en busca de posiciones de preeminencia. Detestan al hombre culto, al creyente o al interesado en los misterios teológicos. Inmediatamente lo aíslan por no acatar el discurso oficial del Seminario, que pone por encima de Dios y de cualquier creencia religiosa al poder del Papa. Junto con el del rey son los únicos dignos de consideración, porque desde allí se obtienen prebendas, reconocimientos, posiciones interesantes. A pesar de los esfuerzos de Julien por persuadirlos de que quiere lo mismo que ellos, no le creen.

El narrador usa el mismo procedimiento con Mathilde, al presentar como defectuosos o tontos comportamientos suyos que en verdad juzga simpáticos o estimables. Por ejemplo, al calificar el amor de Mathilde de «cerebral» agrega que lo que acaba de decir «perjudicará en más de un aspecto a su infeliz autor», porque las almas glaciales lo acusarán de indecente, entonces precisa en un paréntesis:

(Este personaje es puramente imaginario, y hasta imaginado muy lejos de los hábitos sociales que, por los siglos de los siglos, asegurarán un rango tan distinguido a la civilización del siglo XIX. No es precisamente prudencia lo que les falta a las muchachas que han sido el ornamento de los bailes de este invierno.

Tampoco creo que se las pueda acusar de desdeñar demasiado una brillante fortuna, los caballos, las magníficas tierras y todo lo que asegura una posición agradable en el mundo. Lejos de no ver más que aburrimiento en estas ventajas, ellas son, por lo general, lo que desean constantemente, y si en los corazones hay alguna pasión es para estas ventajas). (670)

El fragmento entre paréntesis manifiesta mediante una confusa y violenta ironía las verdaderas estimaciones del autor. Su real pensamiento se realza en un trastrueque de los puntos de vista que sostiene su discurso. Desde el punto de vista del autor, claramente se valora muy alto el erotismo desinteresado de Mathilde. Desde la perspectiva de los lectores decimonónicos, se ridiculiza el punto de vista del autor. Por otra parte ningún lector de RyN puede imaginar ni por un momento que en este libro se valore la «prudencia» de las jovencitas interesadas en esos bienes que siempre se han considerado vanos (carruajes, fortunas, tierras). Sin embargo, el autor sirve de vocero a la posición de estas jovencitas, claramente para denostarlas, y con ellas a cualquier lector que pudiera considerar que es Mathilde la desaprobada. El paréntesis se hace cargo, gallardamente, de lo transgresora que es su heroína y de la pobre lectura que sus contemporáneos harán del personaje. Este paréntesis no es una defensa del autor ni tampoco un guardarse las espaldas, al revés, es un insolente ataque a los prejuicios de su tiempo.

Genette dijo que no es fácil saber quién habla en los textos stendhalianos (1969:192). Es cierto, no es fácil. Nada es fácil en RyN, partiendo por el extraño título. Pero también hay la rara dedicatoria, los epígrafes falsos, el disimulo constante del narrador, la hipocresía de su personaje central, los silencios en los momentos claves y particularmente extraño es el discurso de Julien en el juicio. Todo esto produce desconcierto en el lector. Eso podría explicar que los escritores del tiempo de Stendhal lo hayan sentido un amateur.12 Deben haber pensado que su espontanidad lo llevaba por caminos que él mismo no había elegido conscientemente. Pero posteriormente, otros escritores lo alabaron por la destreza con que manejó la trama y por su estilo casi diáfano; entre ellos Genette, que identificó en Stendhal una transparencia enigmática, que a algunos hace felices y a otros ofende. Cierto, ha entusiasmado a los happy few, a los que entienden a Julien y a Mathilde, a los que valoran su resistencia y rebeldía, a los que sueñan con un mundo distinto, donde la libertad de pensamiento fuese cosa real, pero ha enojado a los reaccionarios, que detestan que se pongan en duda los principios y creencias en que ellos fueron educados. Ideas semejantes a las de Genette expresó Hugo Friedrich, cuando lo consideró escritor difícil y complejo, que gustaba del bluff y del juego (1939: 36). Brombert coincidió con ambos autores al señalar que Stendhal practicó dos formas de intervención en sus novelas: una aparente infidelidad en su manera de ver las cosas y el hábito de desaprobar a los seres de excepción que produjo su imaginación (1954: 60). Este enmascaramiento del autor es semejante al disimulo de Julien. Es la única salida para el que piensa distinto en una sociedad que no acepta al que disiente y la ambigüedad es la expresión de este disimulo en el texto.

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