Kitabı oku: «No eres tú, soy yo…», sayfa 2

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CAPÍTULO 2

De: Clif­ford Jen­kins

Para: Mis es­tre­llas

Asun­to: ¡Ca-ca-cam­bios! (nue­vo nom­bre de la em­pre­sa)

¡Qué pasa, cha­va­les! Fue lo que dijo Jus­tin Bie­ber al co­no­cer a Ba­rack Oba­ma, se­gún los tes­ti­gos del mo­men­to. Pero no qui­sie­ra des­me­re­cer el gran tra­ba­jo de nues­tras cha­va­las, ¡fal­ta­ría más! En fin. Va­ya­mos al grano. Se aca­bó lo de Bueno, Fá­cil, Fe­liz. Eli­mi­nad­lo del dis­co duro y de vues­tra fir­ma elec­tró­ni­ca, ta­chad­lo de vues­tro ce­re­bro. Ha pa­sa­do a me­jor vida. Ha­ga­mos como si nun­ca hu­bie­ra exis­ti­do, ¿vale? Nue­va URL, nue­vo ser­vi­dor de co­rreo, nue­vo co­mien­zo, nue­vo todo.

Aho­ra nues­tro nom­bre ofi­cial es Pa­la­bras de Amor, S. R. L., y se­gu­ro que con él lo va­mos a pe­tar.

SI OS SI­GUEN LLE­GAN­DO CO­RREOS DE BFF, NO CON­TES­TÉIS. Se los pa­sáis de in­me­dia­to al ser­vi­cio de aten­ción al clien­te (¡yuju, Crys­tal!) y los bo­rráis. Así de sen­ci­llo. Crys­tal se en­car­ga.

Res­pon­de­ré en­can­ta­do a to­das las pre­gun­tas du­ran­te la reunión men­sual, pero mien­tras tan­to bo­rrad to­das las re­fe­ren­cias a BFF (y a TMV para los ve­te­ra­nos) y sus­ti­tuid­las por Pa­la­bras de Amor. En nues­tra web apa­re­ce­rán los cam­bios a lo lar­go de esta se­ma­na.

Nos ve­mos en los ba­res.

Clif­ford

CEO de Bueno, Fá­cil, Fe­liz (an­te­rior­men­te, Tu Me­jor Ver­sión)

Zoey

Cru­zar la ca­lle. Es lo úni­co que hay que ha­cer: cru­zar la ca­lle.

Pero no es tan sen­ci­llo, cla­ro, por­que no es una ca­lle nor­mal ni es una ciu­dad nor­mal, y an­tes de cru­zar la ca­lle ten­go que sa­lir de mi piso. «Piso» es el gra­cio­sí­si­mo nom­bre en cla­ve para esta ra­to­ne­ra. Aun­que creo que para las ra­tas de ver­dad se­ría un pa­la­cio. Las ra­tas de ver­dad es­tán por ahí, por cier­to, es­pe­ran­do para echar a co­rrer en­tre mis za­pa­tos y su­bir por mis pier­nas para con­ta­giar­me en­fer­me­da­des, re­chi­nan­do los dien­tes, en­vuel­tas por una ne­bu­lo­sa de gér­me­nes como la nube mor­tí­fe­ra que ro­dea al Co­chino de las his­to­rias de Car­li­tos y Snoopy.

Nada. No pasa nada. Que el «piso» sea en to­tal me­dia ha­bi­ta­ción, que el sofá haga las ve­ces de cama, que la du­cha esté en un rin­cón de la co­ci­na y que ten­ga que tre­par por los mue­bles para po­der mo­ver­me no son mo­ti­vos para al­te­rar­se. ¡Es­toy vi­vien­do una nue­va ex­pe­rien­cia! Pero como no me lar­gue pron­to, me vol­ve­ré loca. Así está el tema.

Por­tá­til, sí. Bol­so, sí. Lla­ves, sí. Des­co­rro el ce­rro­jo nor­mal y el de se­gu­ri­dad. Abro la puer­ta len­ta­men­te, tan solo un cen­tí­me­tro.

—Voy a sa­lir —gri­to. El día que me mudé, una ve­ci­na a la que no he vuel­to a ver me dijo que la avi­sa­ra así. De vez en cuan­do la oigo, como su­pon­go que ella me oye a mí, anun­ciar que sale al des­can­si­llo. Es tan pe­que­ño que solo hay es­pa­cio para que lo ocu­pe una per­so­na y, si no avi­sas y ya hay al­guien ocu­pan­do el es­pa­cio, te arries­gas a su­frir o a pro­vo­car al­gu­na le­sión, así que uno de los dos ten­dría que re­ti­rar­se para que el otro pu­die­ra pa­sar.

Como no me res­pon­de na­die, abro la puer­ta de par en par, sal­go rá­pi­da­men­te y la cie­rro de­trás de mí.

—En el des­can­si­llo —gri­to para in­for­mar a al­guien que qui­zá ni si­quie­ra está ahí. Por al­gu­na ra­zón, mi voz se vuel­ve aflau­ta­da siem­pre que digo esa fra­se. Quie­ro ase­gu­rar­me de que me oye. Mis bo­tas mi­li­ta­res ga­ran­ti­zan que quien haya en el piso de aba­jo me oirá sí o sí.

Nue­vo obs­tácu­lo: las es­ca­le­ras. Co­ge­ría el as­cen­sor, pero la úl­ti­ma vez que me subí, ha­bía al­guien dur­mien­do en el in­te­rior. (Mary, mi ex­je­fa y ac­tual ca­se­ra, no mos­tró nin­gu­na com­pa­sión: «En mi épo­ca, ya se ha­bría aho­ga­do en su pro­pio vó­mi­to»). Ten­go mie­do a que haya al­guien dur­mien­do den­tro y que, en cuan­to me meta en el as­cen­sor, la per­so­na en cues­tión abra los ojos y me aga­rre del to­bi­llo.

Cuan­do vi­vía en Los Án­ge­les, me preo­cu­pa­ba que al­guien se es­con­die­ra de­ba­jo de mi co­che y me ra­ja­ra los ten­do­nes, así que no se tra­ta de un mie­do des­co­no­ci­do para mí. Nada más sa­lir al aire «li­bre», sin em­bar­go, to­dos los pa­re­ci­dos —reales o in­ven­ta­dos— con la Ciu­dad de las Es­tre­llas se eva­po­ran.

¡Clá­xo­nes! ¡Fre­na­zos! ¡Tim­bres! ¡Dis­cu­sio­nes! ¡Gri­tos!

Me asal­tan los rui­dos. Y los olo­res. El de la ba­su­ra acu­mu­la­da fue­ra del por­tal flo­ta en el aire. Y las ca­co­fo­nías. Me toca li­diar con el an­sia de ta­par­me los oí­dos, ce­rrar los ojos y re­zar por un dis­po­si­ti­vo de te­le­trans­por­ta­ción. ¿Por qué los rui­dos son tan fuer­tes? ¿Por qué sale un humo no iden­ti­fi­ca­do de una re­ji­lla mu­grien­ta en ple­na ace­ra? ¿Por qué todo el mun­do avan­za y me da co­da­zos a un rit­mo tan fre­né­ti­co? Al me­nos las bo­tas me pro­te­ge­rán. Pero no me ayu­da­rán a ir de­pri­sa, eso se­gu­ro.

Lle­ga a la es­qui­na. Tú lle­ga a la es­qui­na, y así po­drás cru­zar la ca­lle.

En­tien­do el atrac­ti­vo de los quios­cos, de ver­dad que sí. Y de los pues­tos de co­mi­da, cómo no. El pro­ble­ma es que aho­ra ten­go que mo­ver­me en­tre ellos sin cho­car­me con na­die por ac­ci­den­te, sin man­char­me de gra­sa y sin oler algo que pre­fe­ri­ría no oler a esta hora de la ma­ña­na.

Ma­dre mía, solo he avan­za­do me­dia man­za­na y ya me han ful­mi­na­do con la mi­ra­da, co­mi­do con los ojos, pi­sa­do, em­pu­ja­do y ro­dea­do. Lo que da­ría por re­cu­pe­rar la paz y la tran­qui­li­dad de mi co­che de Ca­li­for­nia. Lo sé, lo sé, allí hay el trá­fi­co más ho­rro­ro­so del mun­do, pero ¿sa­bes qué más hay? Es­pa­cio para mí. Con­trol so­bre la tem­pe­ra­tu­ra. Un lu­gar en el que res­pi­rar, la op­ción de es­cu­char la mú­si­ca, el pod­cast o la emi­so­ra que me dé la gana y la po­si­bi­li­dad de pres­tar­le aten­ción en la cal­ma de mi co­che, mien­tras me bebo un té he­la­do o ima­gino hi­po­té­ti­cos diá­lo­gos.

Por fin lle­go a la in­ter­sec­ción y el se­má­fo­ro se pone en ver­de, pero ya he apren­di­do que to­da­vía no hay que em­pe­zar a ca­mi­nar. Los tres pri­me­ros co­ches no se pa­ran. Dos pa­ti­nan y el ter­ce­ro pita, como si me in­sul­ta­ra y me prohi­bie­ra si­quie­ra pen­sar en él.

¿Sa­bes qué más te­ne­mos en Ca­li­for­nia?

Mon­ta­ñas. Ár­bo­les. Pla­ya. Hier­ba (de los dos ti­pos).

An­tes de que me dé cuen­ta, vuel­ve a ilu­mi­nar­se la fu­nes­ta mano roja y he per­di­do la opor­tu­ni­dad de cru­zar. Me echo ha­cia atrás, frus­tra­da y aver­gon­za­da. ¿Por qué no con­si­go mo­ver los pies? Se me acer­can va­rias per­so­nas y me pon­go ten­sa, pre­pa­ra­da para re­ci­bir gol­pes a me­di­da que me ro­dean. ¡Y en­ton­ces van y to­dos cru­zan la ca­lle! Aun­que se vea cla­ra­men­te la ad­ver­ten­cia de «No cru­zar». Por lo vis­to, tie­nen ten­den­cias sui­ci­das. Me ten­dría que ha­ber aga­rra­do a la ca­mi­sa de uno y de­jar que me arras­tra­ra con­si­go. Se­gu­ro que es la úni­ca ma­ne­ra que ten­go de lle­gar al Café Cru­di­té.

Dos nue­vas lu­ces ver­des y re­apa­re­ce la ad­ver­ten­cia roja. Me obli­go a echar a co­rrer, lo más rá­pi­do po­si­ble, con la ca­be­za ga­cha y sin mi­rar atrás. ¡Chú­pa­te esa, Nue­va York! Paso por de­lan­te de una que­se­ría y una far­ma­cia y lo­gro en­trar en la ca­fe­te­ría. Hoy he lle­ga­do más tar­de, pero na­die ha ocu­pa­do la gran mesa jun­to a la ven­ta­na, así que el día no pin­ta tan mal. Me pro­me­to a mí mis­ma que voy a ser pro­duc­ti­va. Me pa­sa­ré las pró­xi­mas seis u ocho ho­ras al­ter­nan­do en­tre el guion que es­toy es­cri­bien­do y el por­tal de Pa­la­bras de Amor, para ver si han en­tra­do nue­vos clien­tes al sis­te­ma y pue­do pi­llar uno. Lle­vo cua­tro días sien­do muy len­ta y mis fac­tu­ras lo van a re­fle­jar. Me gus­ta­ría sa­ber si los de­más au­tó­no­mos se han ins­ta­la­do una es­pe­cie de sis­te­ma de alar­ma y por eso siem­pre se me ade­lan­tan.

Me ru­gen las tri­pas. Aho­ra mis­mo, en la ne­ve­ra no ten­go más que unas bol­si­tas de két­chup y me­dia bo­te­lla de Ries­ling, y no pue­do gas­tar el di­ne­ro para ta­xis en una ca­rí­si­ma qui­che para desa­yu­nar; será otra ma­ña­na de bis­cot­ti, pues. (El Café Cru­di­té ofre­ce gra­tis «de­li­cias hor­nea­das ayer» en un pla­to a la vis­ta en el mos­tra­dor). El es­ta­ble­ci­mien­to está prác­ti­ca­men­te va­cío: en la cola solo hay una per­so­na de­lan­te de mí y na­die de­trás. A cá­ma­ra len­ta, veo cómo el glo­tón que ten­go de­lan­te mue­ve la mano ha­cia los bis­cot­ti gra­tui­tos, es de­cir, ha­cia mi desa­yuno. Solo que­dan dos, que bas­ta­rían para una tris­te se­mi­co­mi­da. Ten­go tan­ta ham­bre que noto la sa­li­va que se me acu­mu­la en el in­te­rior de las me­ji­llas.

Ne­ce­si­to los bis­cot­ti.

—¡Un mo­men­to! —chi­llo. He gri­ta­do con mi voz rara y re­so­nan­te de «¡En el des­can­si­llo!». Vuel­vo a em­pe­zar—. Es que… son míos y… —ter­mino con voz nor­mal.

La mano del tío se de­tie­ne en el aire y se gira para mi­rar­me. Es alto y mo­reno, como mis li­gues de Ca­li­for­nia del pa­sa­do, pero en él no hay bon­dad, des­preo­cu­pa­ción ni go­tas del océano so­bre el ros­tro. Tie­ne el pelo ne­gro, de pun­ta, in­ten­so y en­fa­da­do, lle­va unas ga­fas de híps­ter que se­gu­ra­men­te no ne­ce­si­ta y un ama­go de bar­ba que no sabe qué quie­re ser de ma­yor. Se pa­re­ce a Zayn Ma­lik en una ver­sión de es­tu­dian­te de Odon­to­lo­gía es­tre­sa­do.

—¿Cómo que son «tu­yos»? —pre­gun­ta el den­tis­ta Zayn Ma­lik, y hace el ges­to de las co­mi­llas en el aire.

—Pue­des que­dar­te con los muf­fins de ayer —digo, y se los se­ña­lo. (Je. Son ve­ge­ta­les, pero Ga­fas de Híps­ter qui­zá no lo sabe. Qui­zá tam­po­co sabe que las cru­di­tés son ver­du­ras)—. Son más gran­des, lle­nan más y te hago el fa­vor de de­jar que te los que­des tú —aña­do con los dien­tes apre­ta­dos.

—Qué gran ge­ne­ro­si­dad la tuya. Es­tán du­ros.

—¡Por eso son gra­tis!

—Y se­gu­ra­men­te lle­van ca­la­ba­cín o kale.

Vaya. Lo sabe.

—Los bis­cot­ti tam­bién es­tán ya du­ros, no van a es­tar bue­nos —me es­pe­ta an­tes de di­ri­gir­se de nue­vo ha­cia ellos—. Pero los muf­fins es­ta­rán ma­lí­si­mos. Ade­más, yo he lle­ga­do pri­me­ro.

Sus ca­be­llos em­bra­ve­ci­dos y re­vuel­tos me sa­can de qui­cio. Es evi­den­te que al­guien le tiró del pelo ano­che en un mo­men­to de pa­sión y no se ha preo­cu­pa­do por arre­glár­se­lo. Se debe de ver a sí mis­mo como un tío des­pei­na­do y sexy, al día si­guien­te de triun­far; se­gu­ro que se ha le­van­ta­do tar­de y le ha pre­pa­ra­do a su pa­re­ja hue­vos y tos­ta­das para desa­yu­nar en la cama, y ¿aho­ra pien­sa que tam­bién se va a que­dar con mis bis­cot­ti? Aun­que to­da­vía no los ha co­gi­do…, a lo me­jor atien­de a ra­zo­nes y todo.

—Es que los bis­cot­ti siem­pre me los lle­vo yo —mur­mu­llo. Ya casi pue­do sa­bo­rear­los—. Me los guar­dan para mí.

La ca­ma­re­ra hace acto de pre­sen­cia y le en­tre­ga el café gran­de al tío. En su cha­pa se lee «Evelynn».

—¿Le es­tás guar­dan­do los bis­cot­ti de ayer a esta loca, Evelynn? —le pre­gun­ta.

—No la he vis­to en mi vida. Y no, va por or­den de lle­ga­da.

—Ven­go to­dos los días —pro­tes­to—. De lu­nes a do­min­go, sie­te días a la se­ma­na.

—No me acuer­do de ti. —Evelynn se en­co­ge de hom­bros.

—Yo te doy más tra­ba­jo que él —digo a la de­ses­pe­ra­da—. Soy una clien­ta ha­bi­tual, ven­go to­dos los días des­de que me mudé a Nue­va York.

—¿Cuán­do te mu­das­te? —pre­gun­ta Ga­fas de Híps­ter.

—Hace un mes.

—Ahí va, ma­dre mía, sí, eres toda una le­yen­da —ex­cla­ma—. ¡La chi­ca de la ca­fe­te­ría! ¿Di­ces que hace un mes que vie­nes? Im­pre­sio­nan­te…, pero es que YO LLE­VO VI­NIEN­DO DES­DE HACE CASI QUIN­CE AÑOS.

Un com­ple­to des­co­no­ci­do me está gri­tan­do, ¡en pú­bli­co! En Los Án­ge­les, eso solo les pasa a los fa­mo­sos. La par­te rep­ti­lia­na de mi ce­re­bro chi­lla: «¡Re­ti­ra­da!», pero la par­te ham­brien­ta le res­pon­de: «Ni se te ocu­rra», así que le­van­to la ca­be­za.

—¿Cómo es po­si­ble que no te haya vis­to nun­ca, en­ton­ces? —exi­jo sa­ber.

—Pues será por­que dejo pa­sar un tiem­po en­tre una vi­si­ta y otra, como se su­po­ne que hace la gen­te nor­mal.

—La pró­xi­ma vez deja pa­sar más tiem­po y más es­pa­cio —le con­tes­to. Sé que sue­na a lo­cu­ra, pero él no ne­ce­si­ta los bis­cot­ti como yo. Es neo­yor­quino, li­bre de mo­ver­se por la ciu­dad, mien­tras yo, por aho­ra, es­toy atra­pa­da en esta man­za­na.

—Un mo­men­to. —Evelynn chas­quea los de­dos ha­cia mí—. Sí que me acuer­do de ti. Café ame­ri­cano lar­guí­si­mo, sin nada de co­mer.

—Eso no es dar­les tra­ba­jo —apun­ta Ga­fas de Híps­ter—. Es qui­tar­les tra­ba­jo.

—Evelynn, te doy diez cén­ti­mos por los bis­cot­ti —es­pe­to.

—Vein­ti­cin­co —con­tra­ata­ca el tío.

Evelynn se nos que­da mi­ran­do.

—Se­ten­ta y cin­co —re­pli­co.

—La gra­cia es que son gra­tis —dice Evelynn len­ta­men­te—, por­que no es­tán de­ma­sia­do bue­nos.

—Te los doy a ti, Evelynn —re­mar­co—. Bajo mano. No se tie­ne que en­te­rar na­die.

—Dos dó­la­res —dice el ri­ca­chón con el di­ne­ro en la mano—. Es mi úl­ti­ma ofer­ta.

—La gra­cia es que son gra­tis —pro­tes­to. Ya no pue­do com­pe­tir. Ne­ce­si­to los dos dó­la­res para mi café ame­ri­cano.

Evelynn coge el pla­to.

—Es­tu­pen­do —se en­fa­da el tío—. ¡Aho­ra na­die va a co­mer bis­cot­ti ni per­di­ces!

—Vale, cal­ma. ¿Per­di­ces?

Con las ma­nos en­guan­ta­das, Evelynn par­te los dos bis­cot­ti por la mi­tad. Pone dos tro­ci­tos en mi mano y los otros dos, en la mano de él. Pero ¿por qué los ha par­ti­do por la mi­tad? ¿Por­que era la úni­ca ma­ne­ra de mos­trar la ra­bia que sien­te? ¿Por­que así los dos ten­dre­mos dos tro­zos, ce­rra­re­mos el pico y nos lar­ga­re­mos? ¿O es su ma­ne­ra de re­cor­dar­nos quién os­ten­ta el po­der aquí? (Es irre­le­van­te, ya lo sé. Pero es que son los de­ta­lles los que cons­tru­yen una per­so­na­li­dad. Y yo siem­pre me fijo en los de­ta­lles).

Con los tro­ci­tos de bis­cot­ti y las mi­gas bien apre­ta­dos, pido un ame­ri­cano lar­guí­si­mo y dejo se­ten­ta y cin­co cén­ti­mos en el ta­rro de las pro­pi­nas, por­que es lo que he apos­ta­do en la subas­ta. Me ar­den las me­ji­llas y evi­to la mi­ra­da de Evelynn cuan­do me en­tre­ga el pe­di­do. Des­pués de gri­tar­me a la cara, el dra­má­ti­co se­men­tal se ha apar­ta­do a toda pri­sa con su tris­te bo­tín, y yo me ten­go que que­dar allí y acep­tar la irri­ta­ción que ema­na de Evelynn como si fue­ra una ola de ca­lor. Mas­cu­llo un «gra­cias» y me ale­jo. Noto sus ojos cla­va­dos en mí mien­tras me en­ca­mino ha­cia mi mesa jun­to a la ven­ta­na, mi ama­da y enor­me mesa, y no la cul­po. Dejo el café y…

¿Es­tás de coña? Hay una bol­sa en el asien­to de en­fren­te, en el lar­go y bo­ni­to ban­co que da a la ven­ta­na. A mi ven­ta­na.

Se tra­ta de una mo­chi­la ban­do­le­ra con cie­rre fron­tal de vel­cro, una de esas bol­sas pre­cio­sas y ex­clu­si­vas de ma­te­rial re­ci­cla­do de Sui­za o algo así, he­cha con PVC y con una co­rrea que cru­za el hom­bro y se en­ca­ja en la cla­ví­cu­la. Es mo­ral­men­te su­pe­rior a cual­quier otra bol­sa, que es la úni­ca ra­zón para com­prar­la, y aho­ra tam­bién ocu­pa mi mesa. El pro­pie­ta­rio no está allí, por lo que en teo­ría po­dría… des­li­zar la ban­do­le­ra, de­jar­la en el sue­lo y fin­gir que no la he vis­to caer del ban­co. El que va a Se­vi­lla pier­de su si­lla. Miro a iz­quier­da y a de­re­cha y me in­clino con las bo­tas mi­li­ta­res cuan­do…

—Ese asien­to está ocu­pa­do —dice una voz mas­cu­li­na.

Me que­do pa­ra­li­za­da, pi­lla­da in fra­gan­ti.

Y es el mis­mo im­bé­cil de an­tes, qué raro. Para de­mos­trar que lle­va ra­zón, ro­dea la mesa por el otro lado y se re­go­dea al­zan­do la mo­chi­la del ban­co y sol­tán­do­la en me­dio de la mesa.

Cojo mi café.

—Muy bien, jo­der. Ya me voy.

Evelynn no nos qui­ta ojo y, para no mon­tar otra es­ce­ni­ta, y con toda la dig­ni­dad que lo­gro re­unir, me di­ri­jo a otra mesa. Es­pe­ro que no se que­de mu­cho rato. Se­gu­ro que ni si­quie­ra ne­ce­si­ta ese si­tio: es uno de esos tíos que siem­pre quie­re con­se­guir lo me­jor de lo me­jor. Esa mesa es ob­via­men­te la rei­na del Cru­di­té, las de­más son solo ple­be­yas. Y son tan pe­que­ñas que no ten­go es­pa­cio para el por­tá­til y el bol­so.

No es­ta­ría tan ca­brea­da si no fue­ra otra ma­ña­na de mier­da en esta ciu­dad de mier­da, o si mi guion fue­ra bien, o si no tu­vie­ra tan­ta ham­bre de co­mi­da y de clien­tes, o si —lo ad­mi­to— el tío fue­ra del mon­tón. Con ese as­pec­to des­ali­ña­do, sus ojos ma­rrón os­cu­ro, su cons­ti­tu­ción del­ga­da y su me­le­na abun­dan­te, es ab­sur­da­men­te atrac­ti­vo o, lo que es lo mis­mo, nun­ca ha te­ni­do que preo­cu­par­se por su ca­rác­ter, así que es pro­ba­ble que se pase la vida pre­sen­tán­do­se don­de más le ape­te­ce para que la gen­te le dé lo que desea. Bueno, pues una ser­vi­do­ra se nie­ga. Ven­go de la ciu­dad de los mo­de­los ba­rra ac­to­res: su fí­si­co no me im­pre­sio­na.

Es la pri­me­ra vez que al­guien me roba la mesa gran­de, pero voy a te­ner que es­pe­rar a que se mar­che. Des­de mi ra­to­ne­ra no pue­do tra­ba­jar, y en mi pe­rí­me­tro de se­gu­ri­dad no hay nin­gu­na otra ca­fe­te­ría.

***

Han pa­sa­do cua­ren­ta mi­nu­tos y el tío si­gue ahí, per­dien­do el tiem­po, con las lar­gas pier­nas ex­ten­di­das para que cual­quie­ra que se acer­que tro­pie­ce con él. Me he ter­mi­na­do el café y ten­go que ir a ha­cer pis.

«Vete», le or­deno te­le­pá­ti­ca­men­te. «¡Vete!». Me le­van­to para ir al ser­vi­cio, con la es­pe­ran­za de que cuan­do vuel­va ese tío y su ri­dícu­lo pei­na­do se ha­yan lar­ga­do.

Pero no. Al re­gre­sar, lo veo es­cri­bir en el por­tá­til como un loco. Tie­ne pin­ta de ha­ber­se ins­ta­la­do ahí para un buen rato. En­cien­do el or­de­na­dor —lo co­lo­co so­bre mi re­ga­zo, lo que se­gu­ro que me pro­vo­ca cán­cer de mus­lo—, y en­tro en el por­tal de Bueno, Fá­cil, Fe­liz, es de­cir, de Pa­la­bras de Amor, y leo el te­mi­do men­sa­je: «Por aho­ra no hay nue­vos clien­tes dis­po­ni­bles. Nos es­ta­mos es­for­zan­do en atraer a más. Te agra­de­ce­mos la pa­cien­cia. Mien­tras es­pe­ras, ¿por qué no aña­des algo a la base de da­tos des­ple­ga­ble? ¡Nos ve­mos en los ba­res!».

De­ba­jo del men­sa­je apa­re­ce el co­no­ci­do logo con las le­tras «BBF» ro­dea­das por un co­ra­zón rojo. Su­pon­go que to­da­vía no han ter­mi­na­do de eli­mi­nar to­das las re­fe­ren­cias al an­ti­guo nom­bre de la em­pre­sa.

Se­gu­ro que, mien­tras es­pe­ra­ba con odio a que el la­drón de me­sas se fue­ra, otros ghostw­ri­ters han pi­lla­do a to­dos los nue­vos clien­tes. Ocu­rre muy a me­nu­do: Clif­ford ha con­tra­ta­do a tan­ta gen­te que la ra­tio de tra­ba­ja­do­res y clien­tes está des­com­pen­sa­da. Dice que el ne­go­cio cre­ce más cada día que pasa y me fío de él (creo), pero así es di­fí­cil ga­nar un suel­do es­ta­ble. Hay unas bo­ni­fi­ca­cio­nes —o eso dice él— para los que acom­pa­ñan a los clien­tes has­ta el fi­nal, aun­que a mí to­da­vía no me ha pa­sa­do. Sus­pi­ro y hago clic en la base de da­tos des­ple­ga­ble. Una de las ideas de Clif­ford es un pa­que­te de au­to­ser­vi­cio, por el que los clien­tes pa­gan a la em­pre­sa para ac­ce­der a una lis­ta de te­mas de con­ver­sa­ción y de men­sa­jes ade­cua­dos y pro­vo­ca­ti­vos dis­tri­bui­dos en cua­tro ca­te­go­rías: Co­que­to, Pí­ca­ro, Sexy y Des­preo­cu­pa­do, de ma­ne­ra que pue­dan re­unir ma­te­rial que uti­li­zar con sus po­si­bles e in­cau­tos mat­ches. Con cada fra­se que aña­do a la lis­ta me lle­vo cin­co dó­la­res, y tam­bién la preo­cu­pan­te sos­pe­cha de que es­toy ace­le­ran­do mi fin como em­plea­da al ha­cer que mi tra­ba­jo se vuel­va in­ne­ce­sa­rio.

Des­de que lle­gué a la Gran Man­za­na in­fes­ta­da de gu­sa­nos, he man­da­do por lo me­nos trein­ta cu­rrí­cu­lums, pero de mo­men­to to­dos mis in­gre­sos pro­vie­nen de Pa­la­bras de Amor. Ten­go que con­se­guir que me vaya bien, aun­que para ello deba en­trar en la pá­gi­na web cin­cuen­ta mil ve­ces al día.

Pip.

Me apa­re­ce un nue­vo men­sa­je en la pan­ta­lla.

¡¿Por qué me ig­no­ras?!

Mier­da, ¿la he ca­gado? ¿He de­ja­do un en­car­go a me­dias cuan­do me toca a mí me­ter baza? En la em­pre­sa, eso está prohi­bi­dí­si­mo. Res­pon­de­mos en­se­gui­da, a no ser que se dé la or­den de se­guir una es­tra­te­gia y tar­dar en con­tes­tar. Tess, mi clien­ta, no lo ha pe­di­do, así que me toca arre­glar­lo de in­me­dia­to.

Os­tras, es­cri­bo. Lo sien­to mu­cho, lle­vo unos días de lo­cos, pero en reali­dad…

Y en­ton­ces veo quién me man­da el men­sa­je. Nick, no un clien­te. Nick, el tío con el que me­dio sa­lía en Los Án­ge­les. (Én­fa­sis en lo de «me­dio». Era el ca­me­llo de Mary, por lo que nues­tros en­cuen­tros eran… irre­gu­la­res).

No te ig­no­ro, lo co­rri­jo. Ya te dije que me mu­da­ba.

¡No has res­pon­di­do ni uno de mis men­sa­jes! ESO ES IG­NO­RAR.

No, es de­cir adiós. Ig­no­rar es des­co­no­cer la exis­ten­cia de algo.

PUES NADA, te de­seo lo me­jor. Tu jefa me debe dos mil pa­vos de ma­ría.

Se­gu­ro que es ver­dad, pero ¿qué quie­re que haga yo?

Pues há­bla­lo con ella.

Blo­quea­do, si­ga­mos.

Me paso las dos ho­ras si­guien­tes al­ter­nan­do en­tre el guion en el que es­toy tra­ba­jan­do y la web de Pa­la­bras de Amor. En mi in­ten­to nú­me­ro die­ci­séis, hay tres nue­vos clien­tes; mue­vo el cur­sor a toda pri­sa para ha­cer clic en uno de los re­cua­dros, pero no soy lo bas­tan­te rá­pi­da, por­que la pá­gi­na se ac­tua­li­za y apa­re­ce el bla­bla­blá de siem­pre: «Por aho­ra no hay nue­vos clien­tes dis­po­ni­bles». El di­se­ño ha cam­bia­do, al me­nos, y ha pa­sa­do de un co­ra­zon­ci­to rojo a una per­so­na que su­su­rra al oído de otra. (Pa­la­bras de amor, se su­po­ne). Por lo me­nos los in­for­má­ti­cos sí que ha­cen su tra­ba­jo. Aho­ra el por­tal es mu­cho más chu­lo. Oja­lá me lle­va­ra una ta­ja­da del cu­rro.

Vuel­vo a ful­mi­nar con la mi­ra­da al la­drón de me­sas. Si no me hu­bie­ra ro­ba­do mi pues­to de tra­ba­jo ni mi desa­yuno, fijo que ha­bría sido más rá­pi­da.

Las dos de la tar­de y el tío si­gue ahí.

Me acer­co al mos­tra­dor —por suer­te, el turno de Evelynn ya ha aca­ba­do y ten­go una opor­tu­ni­dad de pa­re­cer nor­mal a la nue­va ca­ma­re­ra— y me re­lleno el café. Me que­do mi­ran­do el bol de ju­días ne­gras con qui­noa. Es lo más ba­ra­to del menú, pero si­gue sien­do de­ma­sia­do caro para mi eco­no­mía ba­sa­da en un solo clien­te.

De vuel­ta a mi mesa de ta­ma­ño in­fan­til, veo que me ha lle­ga­do un co­rreo de Clif­ford. Se­gu­ro que no es más que otro con­tra­to que fir­mar o una ac­tua­li­za­ción del ma­nual del au­tó­no­mo (se ru­mo­rea que lo ha bir­la­do de la em­pre­sa en la que tra­ba­ja­ba an­tes). Hago clic en el en­la­ce de Drop­box del co­rreo y de re­pen­te sue­na mú­si­ca por los al­ta­vo­ces del por­tá­til: The Weeknd re­tum­ba por la ca­fe­te­ría y me can­ta la ban­da so­no­ra de Cin­cuen­ta som­bras de Grey.

Pero ¡esto qué es! Aprie­to el bo­tón para ba­jar el vo­lu­men has­ta que si­len­cio la can­ción. Las per­so­nas que ha­cen cola ar­quean las ce­jas. Una de ellas mue­ve la ca­be­za en mi di­rec­ción. Y sé que el la­drón de me­sas tam­bién lo ha oído.

Roja como un to­ma­te, me pon­go los au­ri­cu­la­res, los co­nec­to al or­de­na­dor y, con cui­da­do, subo un poco el vo­lu­men, no sin an­tes ase­gu­rar­me de que na­die más vaya a oír­lo. Es un ví­deo. Con el co­ra­zón a mil, pero esta vez con­ven­ci­da de que será algo pri­va­do, vuel­vo a abrir el en­la­ce. En una pan­ta­lla ne­gra, The Weeknd me can­ta Ear­ned It. Que me lo he ga­na­do, va­mos. Y en ese mo­men­to apa­re­ce Clif­ford. Ca­mi­na ha­cia la cá­ma­ra como si real­men­te se me es­tu­vie­ra acer­can­do.

—¡Sa­lu­dos, es­tre­lla! No te preo­cu­pes, mu­jer, la can­ción no nos ha cos­ta­do ni un duro por­que solo sir­ve para una bro­mi­lla. Pero es que te lo has ga­na­do.

«¿Ha gra­ba­do un men­sa­je para las tra­ba­ja­do­ras y otro para los tra­ba­ja­do­res?», me pre­gun­to, dis­traí­da. «Y de ser así, ¿les re­sul­ta­rá ofen­si­vo a los dos gru­pos?».

—Si es­tás vien­do este men­sa­je es que ¡has es­ta­do bri­llan­te! Tu úl­ti­mo clien­te… —una pau­sa muy rara se­gui­da de un aña­di­do en pos­pro­duc­ción—, Tess Ri­ley… —y vuel­ve a su voz nor­mal y co­rrien­te—, ha eli­mi­na­do su per­fil de la web. Es de­cir, ¡que has te­ni­do éxi­to! ¡Sí! —Otra pau­sa de pos­pro­duc­ción—. Tess Ri­ley… ¡ha en­con­tra­do el ver­da­de­ro amor! ¿Que qué sig­ni­fi­ca? Sig­ni­fi­ca que vas a re­ci­bir una bo­ni­fi­ca­ción de qui­nien­tos dó­la­res. —Sue­na una mu­si­qui­lla de mo­ne­das, que caen al­re­de­dor de Clif­ford—. Y tam­bién una ce­le­bra­ción en tu ho­nor. Echa un vis­ta­zo a tu co­rreo, pan­te­ra, y des­cu­bri­rás una fan­tás­ti­ca sor­pre­sa. Y lo que es más im­por­tan­te: se te va a asig­nar au­to­má­ti­ca­men­te el pró­xi­mo clien­te que se re­gis­tre en la pá­gi­na. No hace fal­ta que te pe­lees por él, es todo tuyo. Fe­li­ci­da­des, y que pa­ses un fe­liz día o no­che.

Sigo im­pre­sio­na­da por el co­mu­ni­ca­do ines­pe­ra­do de Clif­ford y por la can­ción de The Weeknd, pero no pue­do ne­gar que es una no­ti­cia bue­ní­si­ma. Qui­nien­tos pa­vos que me pa­ga­rán mu­chas ca­rre­ras de ta­xis. Si me des­pla­za­ra a al­gún si­tio, iría su­per­ilu­sio­na­da.

Y al fin en­tien­do por qué es tan di­fí­cil pes­car a clien­tes en la web: la ma­yo­ría van di­rec­tos a las cuen­tas de los em­plea­dos que han de­mos­tra­do su va­lía. En lo que a mo­ti­va­ción se re­fie­re, Clif­ford es o un ca­pu­llo o un ge­nio. Los que no ten­gan ap­ti­tu­des para el tra­ba­jo no van a ne­ce­si­tar que los echen: sim­ple­men­te no con­se­gui­rán clien­tes nun­ca, sin sa­ber el por­qué. Se­rán ig­no­ra­dos por com­ple­to. No sé cómo me sien­to al res­pec­to, pero en cual­quier caso sí que me lo he ga­na­do, jo­der. Tess Ri­ley que­ría co­no­cer a un ar­qui­tec­to, de en­tre 28 y 37 años, con cuer­po de ju­ga­dor de fút­bol. Y cru­za­ba los de­dos por que fue­ra un hom­bre de as­cen­den­cia su­r­ame­ri­ca­na u ho­lan­de­sa. ¿Que si me por­té? ¡Apues­ta lo que quie­ras y per­de­rás!

Ma­teo van de Berg cum­plía to­dos los re­qui­si­tos.

Apa­go el or­de­na­dor y me pre­pa­ro para irme, flo­tan­do en una ola de sa­tis­fac­ción. Se aca­ba la jor­na­da por hoy, y por todo lo alto (bueno, un poco de ma­ría me iría ge­nial para cal­mar­me en el ca­mino de vuel­ta a casa). A lo le­jos ruge una si­re­na, que se acer­ca más y más, y me es­tre­mez­co al re­cor­dar lo que me es­pe­ra ahí fue­ra. La ciu­dad, viva e im­pla­ca­ble, dis­pues­ta a za­ran­dear­me como si fue­ra un vie­jo ba­lón de pla­ya.

Al sa­lir de la ca­fe­te­ría, paso cer­ca del la­drón de me­sas. Me mira a los ojos y yo los apar­to en­se­gui­da, pero no an­tes de que cru­ce­mos la mi­ra­da. Res­pi­ro hon­do y em­pu­jo la puer­ta. Y en­ton­ces, a pe­sar del rui­do y la mu­che­dum­bre que me ame­na­zan, es­bo­zo una leve son­ri­sa. Por­que aun­que él no lo sepa, hoy es el úl­ti­mo día que se va a sen­tar ahí.

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