Kitabı oku: «No eres tú, soy yo…», sayfa 2
CAPÍTULO 2
De: Clifford Jenkins
Para: Mis estrellas
Asunto: ¡Ca-ca-cambios! (nuevo nombre de la empresa)
¡Qué pasa, chavales! Fue lo que dijo Justin Bieber al conocer a Barack Obama, según los testigos del momento. Pero no quisiera desmerecer el gran trabajo de nuestras chavalas, ¡faltaría más! En fin. Vayamos al grano. Se acabó lo de Bueno, Fácil, Feliz. Eliminadlo del disco duro y de vuestra firma electrónica, tachadlo de vuestro cerebro. Ha pasado a mejor vida. Hagamos como si nunca hubiera existido, ¿vale? Nueva URL, nuevo servidor de correo, nuevo comienzo, nuevo todo.
Ahora nuestro nombre oficial es Palabras de Amor, S. R. L., y seguro que con él lo vamos a petar.
SI OS SIGUEN LLEGANDO CORREOS DE BFF, NO CONTESTÉIS. Se los pasáis de inmediato al servicio de atención al cliente (¡yuju, Crystal!) y los borráis. Así de sencillo. Crystal se encarga.
Responderé encantado a todas las preguntas durante la reunión mensual, pero mientras tanto borrad todas las referencias a BFF (y a TMV para los veteranos) y sustituidlas por Palabras de Amor. En nuestra web aparecerán los cambios a lo largo de esta semana.
Nos vemos en los bares.
Clifford
CEO de Bueno, Fácil, Feliz (anteriormente, Tu Mejor Versión)
Zoey
Cruzar la calle. Es lo único que hay que hacer: cruzar la calle.
Pero no es tan sencillo, claro, porque no es una calle normal ni es una ciudad normal, y antes de cruzar la calle tengo que salir de mi piso. «Piso» es el graciosísimo nombre en clave para esta ratonera. Aunque creo que para las ratas de verdad sería un palacio. Las ratas de verdad están por ahí, por cierto, esperando para echar a correr entre mis zapatos y subir por mis piernas para contagiarme enfermedades, rechinando los dientes, envueltas por una nebulosa de gérmenes como la nube mortífera que rodea al Cochino de las historias de Carlitos y Snoopy.
Nada. No pasa nada. Que el «piso» sea en total media habitación, que el sofá haga las veces de cama, que la ducha esté en un rincón de la cocina y que tenga que trepar por los muebles para poder moverme no son motivos para alterarse. ¡Estoy viviendo una nueva experiencia! Pero como no me largue pronto, me volveré loca. Así está el tema.
Portátil, sí. Bolso, sí. Llaves, sí. Descorro el cerrojo normal y el de seguridad. Abro la puerta lentamente, tan solo un centímetro.
—Voy a salir —grito. El día que me mudé, una vecina a la que no he vuelto a ver me dijo que la avisara así. De vez en cuando la oigo, como supongo que ella me oye a mí, anunciar que sale al descansillo. Es tan pequeño que solo hay espacio para que lo ocupe una persona y, si no avisas y ya hay alguien ocupando el espacio, te arriesgas a sufrir o a provocar alguna lesión, así que uno de los dos tendría que retirarse para que el otro pudiera pasar.
Como no me responde nadie, abro la puerta de par en par, salgo rápidamente y la cierro detrás de mí.
—En el descansillo —grito para informar a alguien que quizá ni siquiera está ahí. Por alguna razón, mi voz se vuelve aflautada siempre que digo esa frase. Quiero asegurarme de que me oye. Mis botas militares garantizan que quien haya en el piso de abajo me oirá sí o sí.
Nuevo obstáculo: las escaleras. Cogería el ascensor, pero la última vez que me subí, había alguien durmiendo en el interior. (Mary, mi exjefa y actual casera, no mostró ninguna compasión: «En mi época, ya se habría ahogado en su propio vómito»). Tengo miedo a que haya alguien durmiendo dentro y que, en cuanto me meta en el ascensor, la persona en cuestión abra los ojos y me agarre del tobillo.
Cuando vivía en Los Ángeles, me preocupaba que alguien se escondiera debajo de mi coche y me rajara los tendones, así que no se trata de un miedo desconocido para mí. Nada más salir al aire «libre», sin embargo, todos los parecidos —reales o inventados— con la Ciudad de las Estrellas se evaporan.
¡Cláxones! ¡Frenazos! ¡Timbres! ¡Discusiones! ¡Gritos!
Me asaltan los ruidos. Y los olores. El de la basura acumulada fuera del portal flota en el aire. Y las cacofonías. Me toca lidiar con el ansia de taparme los oídos, cerrar los ojos y rezar por un dispositivo de teletransportación. ¿Por qué los ruidos son tan fuertes? ¿Por qué sale un humo no identificado de una rejilla mugrienta en plena acera? ¿Por qué todo el mundo avanza y me da codazos a un ritmo tan frenético? Al menos las botas me protegerán. Pero no me ayudarán a ir deprisa, eso seguro.
Llega a la esquina. Tú llega a la esquina, y así podrás cruzar la calle.
Entiendo el atractivo de los quioscos, de verdad que sí. Y de los puestos de comida, cómo no. El problema es que ahora tengo que moverme entre ellos sin chocarme con nadie por accidente, sin mancharme de grasa y sin oler algo que preferiría no oler a esta hora de la mañana.
Madre mía, solo he avanzado media manzana y ya me han fulminado con la mirada, comido con los ojos, pisado, empujado y rodeado. Lo que daría por recuperar la paz y la tranquilidad de mi coche de California. Lo sé, lo sé, allí hay el tráfico más horroroso del mundo, pero ¿sabes qué más hay? Espacio para mí. Control sobre la temperatura. Un lugar en el que respirar, la opción de escuchar la música, el podcast o la emisora que me dé la gana y la posibilidad de prestarle atención en la calma de mi coche, mientras me bebo un té helado o imagino hipotéticos diálogos.
Por fin llego a la intersección y el semáforo se pone en verde, pero ya he aprendido que todavía no hay que empezar a caminar. Los tres primeros coches no se paran. Dos patinan y el tercero pita, como si me insultara y me prohibiera siquiera pensar en él.
¿Sabes qué más tenemos en California?
Montañas. Árboles. Playa. Hierba (de los dos tipos).
Antes de que me dé cuenta, vuelve a iluminarse la funesta mano roja y he perdido la oportunidad de cruzar. Me echo hacia atrás, frustrada y avergonzada. ¿Por qué no consigo mover los pies? Se me acercan varias personas y me pongo tensa, preparada para recibir golpes a medida que me rodean. ¡Y entonces van y todos cruzan la calle! Aunque se vea claramente la advertencia de «No cruzar». Por lo visto, tienen tendencias suicidas. Me tendría que haber agarrado a la camisa de uno y dejar que me arrastrara consigo. Seguro que es la única manera que tengo de llegar al Café Crudité.
Dos nuevas luces verdes y reaparece la advertencia roja. Me obligo a echar a correr, lo más rápido posible, con la cabeza gacha y sin mirar atrás. ¡Chúpate esa, Nueva York! Paso por delante de una quesería y una farmacia y logro entrar en la cafetería. Hoy he llegado más tarde, pero nadie ha ocupado la gran mesa junto a la ventana, así que el día no pinta tan mal. Me prometo a mí misma que voy a ser productiva. Me pasaré las próximas seis u ocho horas alternando entre el guion que estoy escribiendo y el portal de Palabras de Amor, para ver si han entrado nuevos clientes al sistema y puedo pillar uno. Llevo cuatro días siendo muy lenta y mis facturas lo van a reflejar. Me gustaría saber si los demás autónomos se han instalado una especie de sistema de alarma y por eso siempre se me adelantan.
Me rugen las tripas. Ahora mismo, en la nevera no tengo más que unas bolsitas de kétchup y media botella de Riesling, y no puedo gastar el dinero para taxis en una carísima quiche para desayunar; será otra mañana de biscotti, pues. (El Café Crudité ofrece gratis «delicias horneadas ayer» en un plato a la vista en el mostrador). El establecimiento está prácticamente vacío: en la cola solo hay una persona delante de mí y nadie detrás. A cámara lenta, veo cómo el glotón que tengo delante mueve la mano hacia los biscotti gratuitos, es decir, hacia mi desayuno. Solo quedan dos, que bastarían para una triste semicomida. Tengo tanta hambre que noto la saliva que se me acumula en el interior de las mejillas.
Necesito los biscotti.
—¡Un momento! —chillo. He gritado con mi voz rara y resonante de «¡En el descansillo!». Vuelvo a empezar—. Es que… son míos y… —termino con voz normal.
La mano del tío se detiene en el aire y se gira para mirarme. Es alto y moreno, como mis ligues de California del pasado, pero en él no hay bondad, despreocupación ni gotas del océano sobre el rostro. Tiene el pelo negro, de punta, intenso y enfadado, lleva unas gafas de hípster que seguramente no necesita y un amago de barba que no sabe qué quiere ser de mayor. Se parece a Zayn Malik en una versión de estudiante de Odontología estresado.
—¿Cómo que son «tuyos»? —pregunta el dentista Zayn Malik, y hace el gesto de las comillas en el aire.
—Puedes quedarte con los muffins de ayer —digo, y se los señalo. (Je. Son vegetales, pero Gafas de Hípster quizá no lo sabe. Quizá tampoco sabe que las crudités son verduras)—. Son más grandes, llenan más y te hago el favor de dejar que te los quedes tú —añado con los dientes apretados.
—Qué gran generosidad la tuya. Están duros.
—¡Por eso son gratis!
—Y seguramente llevan calabacín o kale.
Vaya. Lo sabe.
—Los biscotti también están ya duros, no van a estar buenos —me espeta antes de dirigirse de nuevo hacia ellos—. Pero los muffins estarán malísimos. Además, yo he llegado primero.
Sus cabellos embravecidos y revueltos me sacan de quicio. Es evidente que alguien le tiró del pelo anoche en un momento de pasión y no se ha preocupado por arreglárselo. Se debe de ver a sí mismo como un tío despeinado y sexy, al día siguiente de triunfar; seguro que se ha levantado tarde y le ha preparado a su pareja huevos y tostadas para desayunar en la cama, y ¿ahora piensa que también se va a quedar con mis biscotti? Aunque todavía no los ha cogido…, a lo mejor atiende a razones y todo.
—Es que los biscotti siempre me los llevo yo —murmullo. Ya casi puedo saborearlos—. Me los guardan para mí.
La camarera hace acto de presencia y le entrega el café grande al tío. En su chapa se lee «Evelynn».
—¿Le estás guardando los biscotti de ayer a esta loca, Evelynn? —le pregunta.
—No la he visto en mi vida. Y no, va por orden de llegada.
—Vengo todos los días —protesto—. De lunes a domingo, siete días a la semana.
—No me acuerdo de ti. —Evelynn se encoge de hombros.
—Yo te doy más trabajo que él —digo a la desesperada—. Soy una clienta habitual, vengo todos los días desde que me mudé a Nueva York.
—¿Cuándo te mudaste? —pregunta Gafas de Hípster.
—Hace un mes.
—Ahí va, madre mía, sí, eres toda una leyenda —exclama—. ¡La chica de la cafetería! ¿Dices que hace un mes que vienes? Impresionante…, pero es que YO LLEVO VINIENDO DESDE HACE CASI QUINCE AÑOS.
Un completo desconocido me está gritando, ¡en público! En Los Ángeles, eso solo les pasa a los famosos. La parte reptiliana de mi cerebro chilla: «¡Retirada!», pero la parte hambrienta le responde: «Ni se te ocurra», así que levanto la cabeza.
—¿Cómo es posible que no te haya visto nunca, entonces? —exijo saber.
—Pues será porque dejo pasar un tiempo entre una visita y otra, como se supone que hace la gente normal.
—La próxima vez deja pasar más tiempo y más espacio —le contesto. Sé que suena a locura, pero él no necesita los biscotti como yo. Es neoyorquino, libre de moverse por la ciudad, mientras yo, por ahora, estoy atrapada en esta manzana.
—Un momento. —Evelynn chasquea los dedos hacia mí—. Sí que me acuerdo de ti. Café americano larguísimo, sin nada de comer.
—Eso no es darles trabajo —apunta Gafas de Hípster—. Es quitarles trabajo.
—Evelynn, te doy diez céntimos por los biscotti —espeto.
—Veinticinco —contraataca el tío.
Evelynn se nos queda mirando.
—Setenta y cinco —replico.
—La gracia es que son gratis —dice Evelynn lentamente—, porque no están demasiado buenos.
—Te los doy a ti, Evelynn —remarco—. Bajo mano. No se tiene que enterar nadie.
—Dos dólares —dice el ricachón con el dinero en la mano—. Es mi última oferta.
—La gracia es que son gratis —protesto. Ya no puedo competir. Necesito los dos dólares para mi café americano.
Evelynn coge el plato.
—Estupendo —se enfada el tío—. ¡Ahora nadie va a comer biscotti ni perdices!
—Vale, calma. ¿Perdices?
Con las manos enguantadas, Evelynn parte los dos biscotti por la mitad. Pone dos trocitos en mi mano y los otros dos, en la mano de él. Pero ¿por qué los ha partido por la mitad? ¿Porque era la única manera de mostrar la rabia que siente? ¿Porque así los dos tendremos dos trozos, cerraremos el pico y nos largaremos? ¿O es su manera de recordarnos quién ostenta el poder aquí? (Es irrelevante, ya lo sé. Pero es que son los detalles los que construyen una personalidad. Y yo siempre me fijo en los detalles).
Con los trocitos de biscotti y las migas bien apretados, pido un americano larguísimo y dejo setenta y cinco céntimos en el tarro de las propinas, porque es lo que he apostado en la subasta. Me arden las mejillas y evito la mirada de Evelynn cuando me entrega el pedido. Después de gritarme a la cara, el dramático semental se ha apartado a toda prisa con su triste botín, y yo me tengo que quedar allí y aceptar la irritación que emana de Evelynn como si fuera una ola de calor. Mascullo un «gracias» y me alejo. Noto sus ojos clavados en mí mientras me encamino hacia mi mesa junto a la ventana, mi amada y enorme mesa, y no la culpo. Dejo el café y…
¿Estás de coña? Hay una bolsa en el asiento de enfrente, en el largo y bonito banco que da a la ventana. A mi ventana.
Se trata de una mochila bandolera con cierre frontal de velcro, una de esas bolsas preciosas y exclusivas de material reciclado de Suiza o algo así, hecha con PVC y con una correa que cruza el hombro y se encaja en la clavícula. Es moralmente superior a cualquier otra bolsa, que es la única razón para comprarla, y ahora también ocupa mi mesa. El propietario no está allí, por lo que en teoría podría… deslizar la bandolera, dejarla en el suelo y fingir que no la he visto caer del banco. El que va a Sevilla pierde su silla. Miro a izquierda y a derecha y me inclino con las botas militares cuando…
—Ese asiento está ocupado —dice una voz masculina.
Me quedo paralizada, pillada in fraganti.
Y es el mismo imbécil de antes, qué raro. Para demostrar que lleva razón, rodea la mesa por el otro lado y se regodea alzando la mochila del banco y soltándola en medio de la mesa.
Cojo mi café.
—Muy bien, joder. Ya me voy.
Evelynn no nos quita ojo y, para no montar otra escenita, y con toda la dignidad que logro reunir, me dirijo a otra mesa. Espero que no se quede mucho rato. Seguro que ni siquiera necesita ese sitio: es uno de esos tíos que siempre quiere conseguir lo mejor de lo mejor. Esa mesa es obviamente la reina del Crudité, las demás son solo plebeyas. Y son tan pequeñas que no tengo espacio para el portátil y el bolso.
No estaría tan cabreada si no fuera otra mañana de mierda en esta ciudad de mierda, o si mi guion fuera bien, o si no tuviera tanta hambre de comida y de clientes, o si —lo admito— el tío fuera del montón. Con ese aspecto desaliñado, sus ojos marrón oscuro, su constitución delgada y su melena abundante, es absurdamente atractivo o, lo que es lo mismo, nunca ha tenido que preocuparse por su carácter, así que es probable que se pase la vida presentándose donde más le apetece para que la gente le dé lo que desea. Bueno, pues una servidora se niega. Vengo de la ciudad de los modelos barra actores: su físico no me impresiona.
Es la primera vez que alguien me roba la mesa grande, pero voy a tener que esperar a que se marche. Desde mi ratonera no puedo trabajar, y en mi perímetro de seguridad no hay ninguna otra cafetería.
***
Han pasado cuarenta minutos y el tío sigue ahí, perdiendo el tiempo, con las largas piernas extendidas para que cualquiera que se acerque tropiece con él. Me he terminado el café y tengo que ir a hacer pis.
«Vete», le ordeno telepáticamente. «¡Vete!». Me levanto para ir al servicio, con la esperanza de que cuando vuelva ese tío y su ridículo peinado se hayan largado.
Pero no. Al regresar, lo veo escribir en el portátil como un loco. Tiene pinta de haberse instalado ahí para un buen rato. Enciendo el ordenador —lo coloco sobre mi regazo, lo que seguro que me provoca cáncer de muslo—, y entro en el portal de Bueno, Fácil, Feliz, es decir, de Palabras de Amor, y leo el temido mensaje: «Por ahora no hay nuevos clientes disponibles. Nos estamos esforzando en atraer a más. Te agradecemos la paciencia. Mientras esperas, ¿por qué no añades algo a la base de datos desplegable? ¡Nos vemos en los bares!».
Debajo del mensaje aparece el conocido logo con las letras «BBF» rodeadas por un corazón rojo. Supongo que todavía no han terminado de eliminar todas las referencias al antiguo nombre de la empresa.
Seguro que, mientras esperaba con odio a que el ladrón de mesas se fuera, otros ghostwriters han pillado a todos los nuevos clientes. Ocurre muy a menudo: Clifford ha contratado a tanta gente que la ratio de trabajadores y clientes está descompensada. Dice que el negocio crece más cada día que pasa y me fío de él (creo), pero así es difícil ganar un sueldo estable. Hay unas bonificaciones —o eso dice él— para los que acompañan a los clientes hasta el final, aunque a mí todavía no me ha pasado. Suspiro y hago clic en la base de datos desplegable. Una de las ideas de Clifford es un paquete de autoservicio, por el que los clientes pagan a la empresa para acceder a una lista de temas de conversación y de mensajes adecuados y provocativos distribuidos en cuatro categorías: Coqueto, Pícaro, Sexy y Despreocupado, de manera que puedan reunir material que utilizar con sus posibles e incautos matches. Con cada frase que añado a la lista me llevo cinco dólares, y también la preocupante sospecha de que estoy acelerando mi fin como empleada al hacer que mi trabajo se vuelva innecesario.
Desde que llegué a la Gran Manzana infestada de gusanos, he mandado por lo menos treinta currículums, pero de momento todos mis ingresos provienen de Palabras de Amor. Tengo que conseguir que me vaya bien, aunque para ello deba entrar en la página web cincuenta mil veces al día.
Pip.
Me aparece un nuevo mensaje en la pantalla.
¡¿Por qué me ignoras?!
Mierda, ¿la he cagado? ¿He dejado un encargo a medias cuando me toca a mí meter baza? En la empresa, eso está prohibidísimo. Respondemos enseguida, a no ser que se dé la orden de seguir una estrategia y tardar en contestar. Tess, mi clienta, no lo ha pedido, así que me toca arreglarlo de inmediato.
Ostras, escribo. Lo siento mucho, llevo unos días de locos, pero en realidad…
Y entonces veo quién me manda el mensaje. Nick, no un cliente. Nick, el tío con el que medio salía en Los Ángeles. (Énfasis en lo de «medio». Era el camello de Mary, por lo que nuestros encuentros eran… irregulares).
No te ignoro, lo corrijo. Ya te dije que me mudaba.
¡No has respondido ni uno de mis mensajes! ESO ES IGNORAR.
No, es decir adiós. Ignorar es desconocer la existencia de algo.
PUES NADA, te deseo lo mejor. Tu jefa me debe dos mil pavos de maría.
Seguro que es verdad, pero ¿qué quiere que haga yo?
Pues háblalo con ella.
Bloqueado, sigamos.
Me paso las dos horas siguientes alternando entre el guion en el que estoy trabajando y la web de Palabras de Amor. En mi intento número dieciséis, hay tres nuevos clientes; muevo el cursor a toda prisa para hacer clic en uno de los recuadros, pero no soy lo bastante rápida, porque la página se actualiza y aparece el blablablá de siempre: «Por ahora no hay nuevos clientes disponibles». El diseño ha cambiado, al menos, y ha pasado de un corazoncito rojo a una persona que susurra al oído de otra. (Palabras de amor, se supone). Por lo menos los informáticos sí que hacen su trabajo. Ahora el portal es mucho más chulo. Ojalá me llevara una tajada del curro.
Vuelvo a fulminar con la mirada al ladrón de mesas. Si no me hubiera robado mi puesto de trabajo ni mi desayuno, fijo que habría sido más rápida.
Las dos de la tarde y el tío sigue ahí.
Me acerco al mostrador —por suerte, el turno de Evelynn ya ha acabado y tengo una oportunidad de parecer normal a la nueva camarera— y me relleno el café. Me quedo mirando el bol de judías negras con quinoa. Es lo más barato del menú, pero sigue siendo demasiado caro para mi economía basada en un solo cliente.
De vuelta a mi mesa de tamaño infantil, veo que me ha llegado un correo de Clifford. Seguro que no es más que otro contrato que firmar o una actualización del manual del autónomo (se rumorea que lo ha birlado de la empresa en la que trabajaba antes). Hago clic en el enlace de Dropbox del correo y de repente suena música por los altavoces del portátil: The Weeknd retumba por la cafetería y me canta la banda sonora de Cincuenta sombras de Grey.
Pero ¡esto qué es! Aprieto el botón para bajar el volumen hasta que silencio la canción. Las personas que hacen cola arquean las cejas. Una de ellas mueve la cabeza en mi dirección. Y sé que el ladrón de mesas también lo ha oído.
Roja como un tomate, me pongo los auriculares, los conecto al ordenador y, con cuidado, subo un poco el volumen, no sin antes asegurarme de que nadie más vaya a oírlo. Es un vídeo. Con el corazón a mil, pero esta vez convencida de que será algo privado, vuelvo a abrir el enlace. En una pantalla negra, The Weeknd me canta Earned It. Que me lo he ganado, vamos. Y en ese momento aparece Clifford. Camina hacia la cámara como si realmente se me estuviera acercando.
—¡Saludos, estrella! No te preocupes, mujer, la canción no nos ha costado ni un duro porque solo sirve para una bromilla. Pero es que te lo has ganado.
«¿Ha grabado un mensaje para las trabajadoras y otro para los trabajadores?», me pregunto, distraída. «Y de ser así, ¿les resultará ofensivo a los dos grupos?».
—Si estás viendo este mensaje es que ¡has estado brillante! Tu último cliente… —una pausa muy rara seguida de un añadido en posproducción—, Tess Riley… —y vuelve a su voz normal y corriente—, ha eliminado su perfil de la web. Es decir, ¡que has tenido éxito! ¡Sí! —Otra pausa de posproducción—. Tess Riley… ¡ha encontrado el verdadero amor! ¿Que qué significa? Significa que vas a recibir una bonificación de quinientos dólares. —Suena una musiquilla de monedas, que caen alrededor de Clifford—. Y también una celebración en tu honor. Echa un vistazo a tu correo, pantera, y descubrirás una fantástica sorpresa. Y lo que es más importante: se te va a asignar automáticamente el próximo cliente que se registre en la página. No hace falta que te pelees por él, es todo tuyo. Felicidades, y que pases un feliz día o noche.
Sigo impresionada por el comunicado inesperado de Clifford y por la canción de The Weeknd, pero no puedo negar que es una noticia buenísima. Quinientos pavos que me pagarán muchas carreras de taxis. Si me desplazara a algún sitio, iría superilusionada.
Y al fin entiendo por qué es tan difícil pescar a clientes en la web: la mayoría van directos a las cuentas de los empleados que han demostrado su valía. En lo que a motivación se refiere, Clifford es o un capullo o un genio. Los que no tengan aptitudes para el trabajo no van a necesitar que los echen: simplemente no conseguirán clientes nunca, sin saber el porqué. Serán ignorados por completo. No sé cómo me siento al respecto, pero en cualquier caso sí que me lo he ganado, joder. Tess Riley quería conocer a un arquitecto, de entre 28 y 37 años, con cuerpo de jugador de fútbol. Y cruzaba los dedos por que fuera un hombre de ascendencia suramericana u holandesa. ¿Que si me porté? ¡Apuesta lo que quieras y perderás!
Mateo van de Berg cumplía todos los requisitos.
Apago el ordenador y me preparo para irme, flotando en una ola de satisfacción. Se acaba la jornada por hoy, y por todo lo alto (bueno, un poco de maría me iría genial para calmarme en el camino de vuelta a casa). A lo lejos ruge una sirena, que se acerca más y más, y me estremezco al recordar lo que me espera ahí fuera. La ciudad, viva e implacable, dispuesta a zarandearme como si fuera un viejo balón de playa.
Al salir de la cafetería, paso cerca del ladrón de mesas. Me mira a los ojos y yo los aparto enseguida, pero no antes de que crucemos la mirada. Respiro hondo y empujo la puerta. Y entonces, a pesar del ruido y la muchedumbre que me amenazan, esbozo una leve sonrisa. Porque aunque él no lo sepa, hoy es el último día que se va a sentar ahí.