Kitabı oku: «No eres tú, soy yo…», sayfa 3
CAPÍTULO 3
De: Leanne Tseng
Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón
Asunto: La palabra del día
Equipo:
A riesgo de sonar como cierta persona a la que todos conocemos y odiamos, la palabra del día es «sobrevender». Esta semana, quiero que tengáis en mente que somos una tienda exclusiva que ofrece una gran variedad de servicios. Ayudemos a que nuestros clientes saquen partido a nuestro equipo de talentosos especialistas. Sumergíos en los expedientes de vuestros clientes para ver cómo echarles una mano para que encuentren su final feliz.
Por cierto, aunque todavía no hayamos tomado medidas legales, os informo de que estamos estudiando si alguna empresa que ofrece servicios parecidos (aunque claramente inferiores) ha violado la propiedad intelectual o la privacidad de información. En cuanto a nuestros trabajadores autónomos que estén colaborando con alguna de esas empresas, esperamos haber resuelto esta cuestión lo más pronto posible, sin que eso afecte a vuestras labores ni lealtades hacia ninguna de las dos.
Dicho lo cual, el objetivo número uno es levantar el negocio hasta que os pueda contratar a todos a jornada completa, para que así no tengáis que pasaros media semana borrando los últimos e inapropiados comentarios de vuestro otro jefe.
No olvidéis la palabra del día, chicos. La palabra del día.
Saludos cordiales,
Leanne
Miles
Evelynn no exageraba con lo del café larguísimo. La leyenda de la cafetería está ahí, sentada a una mesa del rincón; lleva casi todo el día encorvada sobre el portátil y, de vez en cuando, me lanza una mirada asesina. Pero como ya le he dicho, llevo quince años viviendo en Nueva York. Si no fuera capaz de soportar los rayos mortíferos que emite una morena con ojos de corderito degollado, me tendrían que quitar la MetroCard.
Por cierto, aunque no me lo hubiera dicho, me habría dado cuenta de que no es de Nueva York solo por su ropa. Estamos a finales de abril y lleva una camiseta sin mangas y pantalones cortos. Hace menos de un par de semanas cayó una buena nevada, que podría justificar lo de las botas militares (que en realidad no tienen justificación). Aunque quizá sea su manera de decirle al mundo que tiene cuerpazo pero que te va a pegar una patada en el culo como la mires demasiado rato. Y lo respeto. Lo que más me cuesta descifrar son los rarísimos guantes de punto sin dedos que lleva hasta los codos y que, sin lugar a dudas, los tejió alguien que o estaba borracho o buscaba con entusiasmo una manera de utilizar la etiqueta #UñasPerfectas. El lugar del que proviene seguro que está falto de estaciones y —no nos engañemos— de cultura. Seguro que es de un sitio superpredecible, como Florida.
Sea cual sea su historia, tengo que ignorarla. Igual que tengo que ignorar por qué llevo seis semanas sin venir al Café Crudité. No es que fuera uno de «nuestros sitios», de Jordan y mío; pero sí que lo visitábamos a veces en la época en la que ella compartía con tres personas un piso cerca de allí, antes de que diéramos el salto para cruzar el puente y nos mudáramos a un barrio que no empezara con «Man» y terminara con «da huevos, este zulo vale un pastizal, pero fíjate en ese balcón tan bonito, me cabrá una silla y podré decir que tengo una terraza, ¿dónde hay que firmar?».
A ver, que igualmente dimos el salto para irnos a vivir juntos, sí, pero entonces mudarse a Brooklyn nos pareció lo más. Nota: el año pasado, Miles era un auténtico idiota.
Y un tarado. Un puto romántico en los tiempos que corren, ¿y a su edad? Como si hubiera tardado treinta y un años en darse cuenta de que los finales felices solo aparecen en los cuentos. En los cuentos de niños. Como decía Gemma, la inglesa con la que salí antes de Jordan: «¡Qué capullo!».
En fin, que este capullo no ha visitado esta cafetería últimamente porque me asaltan demasiados recuerdos: de cuando me tomaba un café por la mañana tras haber pasado la noche con ella, o de cuando nos quedábamos vagueando después de comer porque no les importaba y no teníamos precisamente mucho dinero. Por esa razón, cuando las oficinas de Habla el Corazón desaparecieron en una columna de humo de lo que estuviera fumándose Clifford, la cafetería se convirtió en el lugar en el que dejarme caer y trabajar un poco. Aunque estuviera a un buen rato de Brooklyn, al desplazarme hasta allí seguía con mi rutina diaria de ir «a la oficina».
Y por eso estoy aquí ahora. Es el último sitio en el que recuerdo haberle dado cierta importancia a mi trabajo. Y si ahora me veo obligado —bajo amenaza de descrédito profesional y despido— a intentar parecerme al viejo Miles Ibrahim, el empleado del siglo, parece el lugar lógico al que acudir.
Abro el cuestionario de Jude Campbell y lo leo. Y lo releo, una y otra vez, hasta que me lo sé de memoria. Se acabaron las sorpresas de cuartetos de cuerda. Hago clic en los tres perfiles de las páginas en las que se ha registrado y los leo detenidamente. Empiezo a tomar notas sobre lo que hay que cambiar. No ha publicado demasiada información, un error de principiante. Tampoco es cuestión de escribir una tesis, pero es interesante incluir contenido suficiente para que vean que has invertido tiempo rellenando el perfil. Así dejas claro que quieres acabar lo que has empezado y que te vas a dedicar por completo a la causa. Hay una línea muy fina entre ser exhaustivo y pasarse de coñazo, claro, y ahí es donde entro yo. Se deben elegir las palabras con cuidado para reflejar la personalidad (mejorada y editada) de nuestros clientes; tienen que brillar… y dejarte con ganas de más.
Le mando un correo a Jude y me presento como su asesor de Habla el Corazón para preguntarle cuándo está libre para quedar, y le digo que yo podría hoy mismo. Nada más darle a «enviar», de la mesa del rincón brota una canción a toda pastilla que me permite mirar hacia esa dirección.
Se trata de la leyenda de la cafetería, cuyo rostro se ha teñido de un rosa intenso, pestañeando a lo Bambi mientras aporrea desesperada las teclas de su ordenador. Creo que es la banda sonora de ¡Cincuenta sombras de Grey. ¿Para eso ha venido al Crudité? ¿Engullir comida gratis mientras ve porno erótico en público hace que tenga un orgasmo o algo? Me quedo mirándola unos instantes y me pregunto si sería capaz de adivinar si está cachonda. Y entonces caigo en la cuenta. De ninguna de las maneras voy a volver a fijarme en una mujer, aunque sea por meros motivos antropológicos.
Un pitido me anuncia que me ha llegado un mensaje. Un correo de Jude, que me dice que puede quedar hoy a las cuatro. Estupendo. Que un cliente sea entusiasta y comunicativo es una buena señal. Le respondo con la ubicación del Café Crudité.
En ese momento, saco el móvil para comprobar si me he empapado bien del perfil de mi cliente.
Abro 24/7, una de las enésimas aplicaciones de citas que me he descargado (por trabajo, ¿eh?, porque es obvio que yo jamás volveré a tener una cita. Los perfiles que subo ni siquiera son míos, sino un batiburrillo de información inventada y de imágenes robadas del buscador de Google que seguro que son de un folleto de un instituto checo). Me fijo en los veinticuatro destacados, con sus imágenes en miniatura y breves fragmentos de los perfiles, que me aparecen como los matches diarios para «mí». Y escojo los cinco que creo que es más probable que seleccionara Jude. Dudo un poco, y al final me toca elegir entre una analista de finanzas que los fines de semana juega al softball y una coordinadora de marketing que es profesora de pilates. Me quedo con Doña Pilates: seguro que tiene más tiempo libre y es más flexible. Cuando nuestra reunión esté a punto de terminar, comprobaré con Jude si he acertado.
Y ahora debo hacer algo durante los cuarenta y cinco minutos que faltan para que llegue a la cafetería. Tengo un poco de hambre, pero ya no quedan biscotti (evidente) y cierta persona desesperada se ha adueñado de los muffins de kalell. Miro hacia la mesa del rincón y veo que la leyenda también se va a marchar, no sin fulminarme con la mirada antes de llegar a la puerta. Que te vaya bien, Miss Florida. Más vale que aprendas a ser más fuerte, o de lo contrario Nueva York te hará añicos en una semana y te mandará de vuelta a las marismas soleadas de las que saliste.
A pesar de los rugidos de mi estómago, opto por no comprar nada de comer. Aunque hoy haya sido la mar de eficiente, a saber si la semana que viene seguiré teniendo trabajo. Me daría de hostias si me veo obligado a quedarme sin cenar por haber caído en la tentación de una porción de tarta de cuatro dólares. Y ahora que se ha ido la leyenda, no hay nadie interesante a quien mirar/intimidar para que así experimente en sus carnes la Nueva York más real y auténtica.
Vuelvo a coger el móvil. Y antes de saber qué estoy haciendo, he abierto Instagram y he buscado la publicación del embarazo de Jordan. Esta vez, solo me paso un minuto o así mirando a la foto antes de acabar encerrado en el laberinto de comentarios.
Entre las felicitaciones y los mensajes de «madre mía» hay algunas joyitas.
«¡Os felicito, Miles y Jordan!», dice Greta, la estudiante alemana de intercambio que mis padres acogieron un verano. ¡Ja! Por lo menos no soy el único que ha pensado que el bebé es mío. Y aunque tendría que escribirle, no tengo ni idea de cómo sería el correo:
Hola, Greta:
Cuánto tiempo. Espero que estés bien. Una cosa, ¿podrías dejar de seguir a mi infiel exnovia en las redes sociales?
Danke,
Miles
A continuación, un breve «Enhorabuena» de… ¡¿En serio?! ¿De mi tía Fatma?
Y entonces, como si hubiera percibido mi inminente ataque de nervios y la incredulidad que siento al pensar en su madre, recibo un mensaje.
¿Cómo estás?
Es Aisha, mi prima.
¿Te ha avisado tu sexto sentido arácnido?, escribo. Aisha tiene un don (a mí me gusta pensar que ambos lo tenemos) para notar el momento preciso en el que alguien necesita que le hablen. Es probable que se deba a que somos hijos únicos. Aisha es lo más parecido a una hermana que tengo, y viceversa.
Espero que no estés mirando la foto de Jordan. Ni escribiéndole. Ni pensando en ella, me dice.
Pues claro que no, le respondo. ¿Por qué iba a escribirle? Lo de esta mañana no cuenta, porque es evidente que lo que guio mi mano fue la pura adrenalina. Pero hablando de escribir, quizá tendrías que hablar con tu madre.
Ay, Dios. ¿Qué ha hecho ahora?
No, nada, le digo. Solo ha felicitado a mi exprometida por el bebé que va a tener con otro. En Instagram. No pasa nada.
Hay una pausa considerable antes de que Aisha vuelva a escribir. ¿Sabes los controles parentales que capan los teléfonos de los hijos? Tendrían que poner unos que funcionaran al revés. Para controlar a los padres. Hablaré con ella. Lo siento.
Me echo a reír sin poder evitarlo. Si te soy sincero, es la primera vez que me río desde que Jordan me soltó lo de «tenemos que hablar». A lo mejor le tendrías que dar las gracias y todo.
¿Quieres que te diga que Jordan no te merece, que estás mejor sin ella y que lo superarás en un santiamén?
Empiezo a escribir: No, pero entonces, pensándolo mejor, sigo escribiendo y añado: No me iría mal…
Pues eso, que no te merece. Y que estás muchísimo mejor sin ella. Y lo habrás superado antes, mucho antes de lo que imaginas. Estar juntos no era vuestro destino.
Vuelvo a reír, pero ahora amargamente. Yo no creo en el destino.
Ya, claro, me contesta. El que ahora habla es Miles el Abandonado. Vuelve a escribirme dentro de dos meses, cuando vuelvas a ser Miles, el que se pirra en secreto por las comedias románticas.
Oye, le digo. Nunca ha sido un secreto.
Cierto, me responde. Miles, el libro abierto de par en par. Te estaré esperando.
Que sí, que sí.
Mientras tanto… Desinstálate Instagram, anda.
Me quedo mirando el móvil, dudando. ¿Podré hacerlo? O sea, ¿alguien puede hacerlo de verdad?
Sí que puedes. Aisha vuelve a responder a las señales de mi cerebro. Y me encargaré de que mi madre también, créeme.
Suspiro y hago clic en el botón de desinstalar la app. Vale. ¿Algo más?
Sí. Que tqm.
Yo también tqm.
Y si algún día me encuentro con Jordan, le daré una patada en el culo.
Me echo a reír. Aisha mide un metro y medio, pero va a clases de kick-boxing tres veces por semana. Yo nunca apostaría en su contra. Gracias, le respondo. Aunque en su estado mejor que no.
Tienes razón, me escribe. Le voy a dar una tregua de…, no sé…, ¿de ocho meses tras el parto?
Me parece justo.
Suena la puerta de la cafetería y, al levantar la mirada, veo que la cruza un rostro conocido. Me tengo que ir. Ha llegado mi cliente.
Uuh. ¿Miras a ver si me necesita? Este mes me iría genial trabajo extra.
Claro.
Me levanto, me guardo el teléfono y llamo a Jude para llamar su atención, ya que soy el que tiene ventaja por haberlo visto en foto. Lleva el pelo castaño rojizo peinado con maña y una barba bien cuidada. Tiene los ojos verdes y ha escogido el color de la camiseta ajustada que viste para resaltarlos, y para resaltar también sus bíceps, un claro beneficio de su trabajo como entrenador personal. Veinte años atrás, si este tío quisiera ligar con chicas en un bar…, no habría necesitado mi ayuda, ni de coña.
En fin, que no sería exagerado recomendarle los servicios fotográficos de Aisha. Teniendo en cuenta su aspecto, y la magia de Aisha para dar con la luz y la pose adecuadas y su filtro de frescura secreto, fijo que si quisiera lo haría parecerse a Jude Law.
—Hola. Miles, ¿verdad? —dice, y se dirige hacia mí con la mano extendida.
Pues sí, hice bien en escogerlo por su acento. Vale, sí, a lo mejor me cuesta un poco descifrar lo que dice, pero es que es difícil oírlo por encima del ruido de las bragas que se van cayendo a su paso.
—Sí. ¿Qué tal, Jude? Encantado de conocerte. Siéntate. —Nos estrechamos la mano y se sienta delante de mí—. ¿Quieres beber algo? ¿Un café?
—No, no, gracias —dice—. Llevo unos días sin tomar cafeína. —Me lo apunto. Tras pensar unos instantes, añade—: Pero ¿crees que me podrían preparar una taza de agua caliente con limón?
—Seguro que sí. Ahora mismo vuelvo. —Espero en la cola y se lo pido a la sustituta de Evelynn, que no dice nada sobre el hecho de que llevo horas aquí sentado y que ahora quiero algo que me va a tener que dar gratis. Meto un dólar en el tarro de las propinas para tener buen karma.
—Gracias —dice Jude cuando dejo la taza delante de él, y después se echa a reír—. Perdona, es que es un poco raro, ¿no? Lo de conocer a alguien que en teoría va a hacerse pasar por mí, digo.
—No lo veas así. —Levanto las manos—. Tú imagínate que soy un coach. O un editor. Te voy a ayudar a que des la mejor versión de ti mismo sobre el papel. Bueno, sobre la pantalla.
—Sí, ya me he dado cuenta de que necesito ayuda con eso —asiente Jude—. El problema es que nunca sé qué responder, y luego me olvido, y para cuando me acuerdo ya me han ignorado. En fin. Es lo que me han dicho un par de chicas.
—Saber escribir es vital —asiento—. En realidad, vas a contratar a un asistente que te ayude a llegar hasta la puerta. Es lo mismo que si contrataras…, no sé, a alguien para que te eche una mano con el currículum.
—Ya, ya. —Jude le da un sorbo la taza—. Oye, y ¿cómo funciona exactamente? ¿Los matches los elijo yo?
—A ver —empiezo, y me lanzo a soltarle el discurso—. Básicamente, ofrecemos paquetes de servicios. Con el paquete básico, vas a poder elegir a tus matches, y nuestro objetivo es conseguirte una primera cita en persona. Siempre podrás añadir servicios a la carta, como por ejemplo que una de nuestras celestinas especialistas —Georgie, también conocida como la asistente/diseñadora gráfica/gestora de redes sociales de Leanne— te ayude a seleccionar a tus posibles matches. Otro añadido es un paquete de fotografía. Nuestra fotógrafa, que por cierto es espléndida, te ayudaría a escoger y mejorar tus imágenes para el perfil —le digo, para así plantar la semilla de un hipotético encargo para Aisha—. Hasta tenemos coaches conversacionales para ayudarte con las citas en persona. —Se trata de Giles, el abogado de Leanne que, por razones que todos desconocemos, le debe un superfavor a Leanne.
—Ya veo —dice Jude.
—También ofrecemos otros paquetes. Nuestro paquete plateado te garantiza ayuda hasta la tercera cita e incluye retoques fotográficos para tres imágenes, así como una consulta telefónica con nuestro coach conversacional. Y en nuestro paquete dorado, que es la repera, trabajaremos contigo hasta la décima cita. Organizaremos una sesión de fotos y te daremos diez imágenes retocadas, diez opciones distintas para añadir a tu perfil. Nuestro asistente conversacional estará disponible siempre que lo necesites y hasta asistirá a escondidas a una cita para ayudarte con la retórica a través de un pinganillo. —Algo que ofrecemos solo porque nadie escoge nunca el paquete dorado. No disponemos del equipo necesario y pongo la mano en el fuego a que Giles ni siquiera sabe que es una opción.
—Ostras —dice Jude, que estruja, nervioso, el limón sobre la bebida—. Muy a lo James Bond.
Noto que está abrumado; ha llegado el momento de ganármelo con la perfecta combinación entre confianza en sí mismo y aumento del amor propio.
—Hemos tenido éxito con todos los paquetes. Pero en tu caso te recomiendo el básico. No creo que vayas a necesitar demasiada ayuda.
—¿En serio? —se sorprende y me mira esperanzado.
—Pues claro —lo tranquilizo. No estoy mintiendo. De reojo, veo que la camarera lo mira con melancolía. Antes de que acabe el año consigo una de dos: o que este tío se haya casado o que esté rodeado de un harén; todo dependerá del tipo de relaciones que ande buscando. Normalmente, sin embargo, si acuden a nosotros es porque tienden a querer algo más serio—. Y si resulta que necesitas algún servicio extra, podemos verlo sobre la marcha. —En nuestra próxima reunión le enseñaré las maravillas que hace Aisha.
—Vale —asiente.
—Hoy me voy a limitar a enseñarte un par de cosillas de tus perfiles que puedes mejorar. Para que veas cómo trabajamos y que sepas que no vamos a cambiar nada de tu personalidad.
—Me parece bien —responde.
—Genial. —Echo un vistazo a su perfil de la app Químika—. Vale, aquí. En «Cosas que me gustan», has puesto: «La cerveza». Que está bien que seas sincero, ¿eh? Pero ¿qué es lo que más te gusta de beber?
Jude se me queda mirando como si me hubieran salido tres cabezas.
—Pues… básicamente emborracharme, hombre.
—Claro. —Le sonrío—. Pero aparte de eso. ¿Hay alguna marca que te guste en particular? ¿Algún bar en especial?
—Ah —dice—. Bueno, a ver, estoy buscando algo raro y específico. En realidad, es una chorrada. —Le da otro sorbo al agua y aferra la taza como si le diera seguridad, como si el hecho de revelar una búsqueda extraña, pero seguro que encantadora, le diera mucha vergüenza. Madre mía, este tío es el prota perfecto de una comedia romántica.
—No, no. Cuéntamelo, anda. Está bien lo de buscar algo concreto. Es una manera de mostrar tu forma de ser —lo animo.
—Bueno… Estoy buscando una cerveza artesanal sin gluten y baja en calorías que sepa a una normal. He recorrido la ciudad de cabo a rabo y he probado todas las de barril. —¿Qué te había dicho?—. De momento no he tenido suerte. Aunque Brooklyn me da buena espina. —Normal.
—Muy bien —digo—. Podemos tirar por ahí.
—¿En serio? —me pregunta.
—Claro. Además, ¿no te gustaría que alguien te hiciera compañía en esta aventura por los bares?
—Joder, sería genial —dice con una risilla.
—Bueno, pues para eso estoy yo aquí. Venga, empecemos. ¿Te importaría abrir tu cuenta? —Giro el portátil para dejárselo y que introduzca la contraseña. Hecho esto, muevo el ordenador para que vea lo que escribo.
Cosas que me gustan: En busca de la cerveza artesanal perfecta y de la chica perfecta con la que encontrarla. ¿Te gustan las aventuras? ¿Explorar esta increíble ciudad con un reto en mente y sin otra razón que disfrutar de la compañía? Si es así, escríbeme.
Y termino con una floritura.
—Hala, qué guay —dice Jude—. Está muy guay.
—Gracias —digo—. Bueno, pues si quieres apuntarte, te puedo enviar por correo el contrato, en el que verás las instrucciones para cambiar las contraseñas de acceso de tus perfiles y que así podamos entrar. Que quede claro que no modificaremos nada sin tu consentimiento.
—Ajá —murmura Jude asintiendo antes de tomar el último sorbo de la taza—. ¡Qué coño! Hagámoslo, ¿no? —Me sonríe y me vuelve a tender la mano.
—Genial —respondo, y se la estrecho—. Oye, antes de que te vayas, hay un juego al que me gusta jugar. —Saco el móvil y abro otra vez la app 24/7—. Ya que te voy a ayudar a modelar tu discurso, me gusta comprobar cuánto sé de mis clientes nada más leer el cuestionario. Dime una cosa, de todas estas mujeres, ¿qué cinco elegirías?
—Mmm…, vale —dice Jude. Coge mi teléfono y estudia la pantalla.
—Apunta la respuesta —digo mientras le dejo mi bloc de notas y un bolígrafo.
Se pasa un buen rato con mi móvil. De hecho, me da tiempo a empezar una partida de KenKen en el portátil antes de oírlo carraspear.
—Vale. Creo que ya estoy.
Veo lo que ha anotado. Y entonces, con una sonrisa, giro la página para que vea las que yo había elegido antes por él. Quizá no le habría enseñado mis respuestas si el resultado no fuera tan bueno.
Pero es que normalmente lo es.
Cuatro de cinco. Miles Ibrahim, el Poeta del Amor, ha vuelto.