Kitabı oku: «No eres tú, soy yo…», sayfa 3

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CAPÍTULO 3

De: Lean­ne Tseng

Para: To­dos los tra­ba­ja­do­res de Ha­bla el Co­ra­zón

Asun­to: La pa­la­bra del día

Equi­po:

A ries­go de so­nar como cier­ta per­so­na a la que to­dos co­no­ce­mos y odia­mos, la pa­la­bra del día es «so­bre­ven­der». Esta se­ma­na, quie­ro que ten­gáis en men­te que so­mos una tien­da ex­clu­si­va que ofre­ce una gran va­rie­dad de ser­vi­cios. Ayu­de­mos a que nues­tros clien­tes sa­quen par­ti­do a nues­tro equi­po de ta­len­to­sos es­pe­cia­lis­tas. Su­mer­gíos en los ex­pe­dien­tes de vues­tros clien­tes para ver cómo echar­les una mano para que en­cuen­tren su fi­nal fe­liz.

Por cier­to, aun­que to­da­vía no ha­ya­mos to­ma­do me­di­das le­ga­les, os in­for­mo de que es­ta­mos es­tu­dian­do si al­gu­na em­pre­sa que ofre­ce ser­vi­cios pa­re­ci­dos (aun­que cla­ra­men­te in­fe­rio­res) ha vio­la­do la pro­pie­dad in­te­lec­tual o la pri­va­ci­dad de in­for­ma­ción. En cuan­to a nues­tros tra­ba­ja­do­res au­tó­no­mos que es­tén co­la­bo­ran­do con al­gu­na de esas em­pre­sas, es­pe­ra­mos ha­ber re­suel­to esta cues­tión lo más pron­to po­si­ble, sin que eso afec­te a vues­tras la­bo­res ni leal­ta­des ha­cia nin­gu­na de las dos.

Di­cho lo cual, el ob­je­ti­vo nú­me­ro uno es le­van­tar el ne­go­cio has­ta que os pue­da con­tra­tar a to­dos a jor­na­da com­ple­ta, para que así no ten­gáis que pa­sa­ros me­dia se­ma­na bo­rran­do los úl­ti­mos e inapro­pia­dos co­men­ta­rios de vues­tro otro jefe.

No ol­vi­déis la pa­la­bra del día, chi­cos. La pa­la­bra del día.

Sa­lu­dos cor­dia­les,

Lean­ne

Miles

Evelynn no exa­ge­ra­ba con lo del café lar­guí­si­mo. La le­yen­da de la ca­fe­te­ría está ahí, sen­ta­da a una mesa del rin­cón; lle­va casi todo el día en­cor­va­da so­bre el por­tá­til y, de vez en cuan­do, me lan­za una mi­ra­da ase­si­na. Pero como ya le he di­cho, lle­vo quin­ce años vi­vien­do en Nue­va York. Si no fue­ra ca­paz de so­por­tar los ra­yos mor­tí­fe­ros que emi­te una mo­re­na con ojos de cor­de­ri­to de­go­lla­do, me ten­drían que qui­tar la Me­tro­Card.

Por cier­to, aun­que no me lo hu­bie­ra di­cho, me ha­bría dado cuen­ta de que no es de Nue­va York solo por su ropa. Es­ta­mos a fi­na­les de abril y lle­va una ca­mi­se­ta sin man­gas y pan­ta­lo­nes cor­tos. Hace me­nos de un par de se­ma­nas cayó una bue­na ne­va­da, que po­dría jus­ti­fi­car lo de las bo­tas mi­li­ta­res (que en reali­dad no tie­nen jus­ti­fi­ca­ción). Aun­que qui­zá sea su ma­ne­ra de de­cir­le al mun­do que tie­ne cuer­pa­zo pero que te va a pe­gar una pa­ta­da en el culo como la mi­res de­ma­sia­do rato. Y lo res­pe­to. Lo que más me cues­ta des­ci­frar son los ra­rí­si­mos guan­tes de pun­to sin de­dos que lle­va has­ta los co­dos y que, sin lu­gar a du­das, los te­jió al­guien que o es­ta­ba bo­rra­cho o bus­ca­ba con en­tu­sias­mo una ma­ne­ra de uti­li­zar la eti­que­ta #Uñas­Per­fec­tas. El lu­gar del que pro­vie­ne se­gu­ro que está fal­to de es­ta­cio­nes y —no nos en­ga­ñe­mos— de cul­tu­ra. Se­gu­ro que es de un si­tio su­per­pre­de­ci­ble, como Flo­ri­da.

Sea cual sea su his­to­ria, ten­go que ig­no­rar­la. Igual que ten­go que ig­no­rar por qué lle­vo seis se­ma­nas sin ve­nir al Café Cru­di­té. No es que fue­ra uno de «nues­tros si­tios», de Jor­dan y mío; pero sí que lo vi­si­tá­ba­mos a ve­ces en la épo­ca en la que ella com­par­tía con tres per­so­nas un piso cer­ca de allí, an­tes de que dié­ra­mos el sal­to para cru­zar el puen­te y nos mu­dá­ra­mos a un ba­rrio que no em­pe­za­ra con «Man» y ter­mi­na­ra con «da hue­vos, este zulo vale un pas­ti­zal, pero fí­ja­te en ese bal­cón tan bo­ni­to, me ca­brá una si­lla y po­dré de­cir que ten­go una te­rra­za, ¿dón­de hay que fir­mar?».

A ver, que igual­men­te di­mos el sal­to para ir­nos a vi­vir jun­tos, sí, pero en­ton­ces mu­dar­se a Brooklyn nos pa­re­ció lo más. Nota: el año pa­sa­do, Mi­les era un au­tén­ti­co idio­ta.

Y un ta­ra­do. Un puto ro­mán­ti­co en los tiem­pos que co­rren, ¿y a su edad? Como si hu­bie­ra tar­da­do trein­ta y un años en dar­se cuen­ta de que los fi­na­les fe­li­ces solo apa­re­cen en los cuen­tos. En los cuen­tos de ni­ños. Como de­cía Gem­ma, la in­gle­sa con la que salí an­tes de Jor­dan: «¡Qué ca­pu­llo!».

En fin, que este ca­pu­llo no ha vi­si­ta­do esta ca­fe­te­ría úl­ti­ma­men­te por­que me asal­tan de­ma­sia­dos re­cuer­dos: de cuan­do me to­ma­ba un café por la ma­ña­na tras ha­ber pa­sa­do la no­che con ella, o de cuan­do nos que­dá­ba­mos va­guean­do des­pués de co­mer por­que no les im­por­ta­ba y no te­nía­mos pre­ci­sa­men­te mu­cho di­ne­ro. Por esa ra­zón, cuan­do las ofi­ci­nas de Ha­bla el Co­ra­zón des­apa­re­cie­ron en una co­lum­na de humo de lo que es­tu­vie­ra fu­mán­do­se Clif­ford, la ca­fe­te­ría se con­vir­tió en el lu­gar en el que de­jar­me caer y tra­ba­jar un poco. Aun­que es­tu­vie­ra a un buen rato de Brooklyn, al des­pla­zar­me has­ta allí se­guía con mi ru­ti­na dia­ria de ir «a la ofi­ci­na».

Y por eso es­toy aquí aho­ra. Es el úl­ti­mo si­tio en el que re­cuer­do ha­ber­le dado cier­ta im­por­tan­cia a mi tra­ba­jo. Y si aho­ra me veo obli­ga­do —bajo ame­na­za de des­cré­di­to pro­fe­sio­nal y des­pi­do— a in­ten­tar pa­re­cer­me al vie­jo Mi­les Ibrahim, el em­plea­do del si­glo, pa­re­ce el lu­gar ló­gi­co al que acu­dir.

Abro el cues­tio­na­rio de Jude Camp­bell y lo leo. Y lo re­leo, una y otra vez, has­ta que me lo sé de me­mo­ria. Se aca­ba­ron las sor­pre­sas de cuar­te­tos de cuer­da. Hago clic en los tres per­fi­les de las pá­gi­nas en las que se ha re­gis­tra­do y los leo de­te­ni­da­men­te. Em­pie­zo a to­mar no­tas so­bre lo que hay que cam­biar. No ha pu­bli­ca­do de­ma­sia­da in­for­ma­ción, un error de prin­ci­pian­te. Tam­po­co es cues­tión de es­cri­bir una te­sis, pero es in­tere­san­te in­cluir con­te­ni­do su­fi­cien­te para que vean que has in­ver­ti­do tiem­po re­lle­nan­do el per­fil. Así de­jas cla­ro que quie­res aca­bar lo que has em­pe­za­do y que te vas a de­di­car por com­ple­to a la cau­sa. Hay una lí­nea muy fina en­tre ser ex­haus­ti­vo y pa­sar­se de co­ña­zo, cla­ro, y ahí es don­de en­tro yo. Se de­ben ele­gir las pa­la­bras con cui­da­do para re­fle­jar la per­so­na­li­dad (me­jo­ra­da y edi­ta­da) de nues­tros clien­tes; tie­nen que bri­llar… y de­jar­te con ga­nas de más.

Le man­do un co­rreo a Jude y me pre­sen­to como su ase­sor de Ha­bla el Co­ra­zón para pre­gun­tar­le cuán­do está li­bre para que­dar, y le digo que yo po­dría hoy mis­mo. Nada más dar­le a «en­viar», de la mesa del rin­cón bro­ta una can­ción a toda pas­ti­lla que me per­mi­te mi­rar ha­cia esa di­rec­ción.

Se tra­ta de la le­yen­da de la ca­fe­te­ría, cuyo ros­tro se ha te­ñi­do de un rosa in­ten­so, pes­ta­ñean­do a lo Bam­bi mien­tras apo­rrea de­ses­pe­ra­da las te­clas de su or­de­na­dor. Creo que es la ban­da so­no­ra de ¡Cin­cuen­ta som­bras de Grey. ¿Para eso ha ve­ni­do al Cru­di­té? ¿En­gu­llir co­mi­da gra­tis mien­tras ve porno eró­ti­co en pú­bli­co hace que ten­ga un or­gas­mo o algo? Me que­do mi­rán­do­la unos ins­tan­tes y me pre­gun­to si se­ría ca­paz de adi­vi­nar si está ca­chon­da. Y en­ton­ces cai­go en la cuen­ta. De nin­gu­na de las ma­ne­ras voy a vol­ver a fi­jar­me en una mu­jer, aun­que sea por me­ros mo­ti­vos an­tro­po­ló­gi­cos.

Un pi­ti­do me anun­cia que me ha lle­ga­do un men­sa­je. Un co­rreo de Jude, que me dice que pue­de que­dar hoy a las cua­tro. Es­tu­pen­do. Que un clien­te sea en­tu­sias­ta y co­mu­ni­ca­ti­vo es una bue­na se­ñal. Le res­pon­do con la ubi­ca­ción del Café Cru­di­té.

En ese mo­men­to, saco el mó­vil para com­pro­bar si me he em­pa­pa­do bien del per­fil de mi clien­te.

Abro 24/7, una de las enési­mas apli­ca­cio­nes de ci­tas que me he des­car­ga­do (por tra­ba­jo, ¿eh?, por­que es ob­vio que yo ja­más vol­ve­ré a te­ner una cita. Los per­fi­les que subo ni si­quie­ra son míos, sino un ba­ti­bu­rri­llo de in­for­ma­ción in­ven­ta­da y de imá­ge­nes ro­ba­das del bus­ca­dor de Goo­gle que se­gu­ro que son de un fo­lle­to de un ins­ti­tu­to che­co). Me fijo en los vein­ti­cua­tro des­ta­ca­dos, con sus imá­ge­nes en mi­nia­tu­ra y bre­ves frag­men­tos de los per­fi­les, que me apa­re­cen como los mat­ches dia­rios para «mí». Y es­co­jo los cin­co que creo que es más pro­ba­ble que se­lec­cio­na­ra Jude. Dudo un poco, y al fi­nal me toca ele­gir en­tre una ana­lis­ta de fi­nan­zas que los fi­nes de se­ma­na jue­ga al soft­ball y una coor­di­na­do­ra de mar­ke­ting que es pro­fe­so­ra de pi­la­tes. Me que­do con Doña Pi­la­tes: se­gu­ro que tie­ne más tiem­po li­bre y es más fle­xi­ble. Cuan­do nues­tra reunión esté a pun­to de ter­mi­nar, com­pro­ba­ré con Jude si he acer­ta­do.

Y aho­ra debo ha­cer algo du­ran­te los cua­ren­ta y cin­co mi­nu­tos que fal­tan para que lle­gue a la ca­fe­te­ría. Ten­go un poco de ham­bre, pero ya no que­dan bis­cot­ti (evi­den­te) y cier­ta per­so­na de­ses­pe­ra­da se ha adue­ña­do de los muf­fins de ka­lell. Miro ha­cia la mesa del rin­cón y veo que la le­yen­da tam­bién se va a mar­char, no sin ful­mi­nar­me con la mi­ra­da an­tes de lle­gar a la puer­ta. Que te vaya bien, Miss Flo­ri­da. Más vale que apren­das a ser más fuer­te, o de lo con­tra­rio Nue­va York te hará añi­cos en una se­ma­na y te man­da­rá de vuel­ta a las ma­ris­mas so­lea­das de las que sa­lis­te.

A pe­sar de los ru­gi­dos de mi es­tó­ma­go, opto por no com­prar nada de co­mer. Aun­que hoy haya sido la mar de efi­cien­te, a sa­ber si la se­ma­na que vie­ne se­gui­ré te­nien­do tra­ba­jo. Me da­ría de hos­tias si me veo obli­ga­do a que­dar­me sin ce­nar por ha­ber caí­do en la ten­ta­ción de una por­ción de tar­ta de cua­tro dó­la­res. Y aho­ra que se ha ido la le­yen­da, no hay na­die in­tere­san­te a quien mi­rar/in­ti­mi­dar para que así ex­pe­ri­men­te en sus car­nes la Nue­va York más real y au­tén­ti­ca.

Vuel­vo a co­ger el mó­vil. Y an­tes de sa­ber qué es­toy ha­cien­do, he abier­to Ins­ta­gram y he bus­ca­do la pu­bli­ca­ción del em­ba­ra­zo de Jor­dan. Esta vez, solo me paso un mi­nu­to o así mi­ran­do a la foto an­tes de aca­bar en­ce­rra­do en el la­be­rin­to de co­men­ta­rios.

En­tre las fe­li­ci­ta­cio­nes y los men­sa­jes de «ma­dre mía» hay al­gu­nas jo­yi­tas.

«¡Os fe­li­ci­to, Mi­les y Jor­dan!», dice Gre­ta, la es­tu­dian­te ale­ma­na de in­ter­cam­bio que mis pa­dres aco­gie­ron un ve­rano. ¡Ja! Por lo me­nos no soy el úni­co que ha pen­sa­do que el bebé es mío. Y aun­que ten­dría que es­cri­bir­le, no ten­go ni idea de cómo se­ría el co­rreo:

Hola, Gre­ta:

Cuán­to tiem­po. Es­pe­ro que es­tés bien. Una cosa, ¿po­drías de­jar de se­guir a mi in­fiel ex­no­via en las re­des so­cia­les?

Dan­ke,

Mi­les

A con­ti­nua­ción, un bre­ve «En­ho­ra­bue­na» de… ¡¿En se­rio?! ¿De mi tía Fat­ma?

Y en­ton­ces, como si hu­bie­ra per­ci­bi­do mi in­mi­nen­te ata­que de ner­vios y la in­cre­du­li­dad que sien­to al pen­sar en su ma­dre, re­ci­bo un men­sa­je.

¿Cómo es­tás?

Es Ais­ha, mi pri­ma.

¿Te ha avi­sa­do tu sex­to sen­ti­do arác­ni­do?, es­cri­bo. Ais­ha tie­ne un don (a mí me gus­ta pen­sar que am­bos lo te­ne­mos) para no­tar el mo­men­to pre­ci­so en el que al­guien ne­ce­si­ta que le ha­blen. Es pro­ba­ble que se deba a que so­mos hi­jos úni­cos. Ais­ha es lo más pa­re­ci­do a una her­ma­na que ten­go, y vi­ce­ver­sa.

Es­pe­ro que no es­tés mi­ran­do la foto de Jor­dan. Ni es­cri­bién­do­le. Ni pen­san­do en ella, me dice.

Pues cla­ro que no, le res­pon­do. ¿Por qué iba a es­cri­bir­le? Lo de esta ma­ña­na no cuen­ta, por­que es evi­den­te que lo que guio mi mano fue la pura adre­na­li­na. Pero ha­blan­do de es­cri­bir, qui­zá ten­drías que ha­blar con tu ma­dre.

Ay, Dios. ¿Qué ha he­cho aho­ra?

No, nada, le digo. Solo ha fe­li­ci­ta­do a mi ex­pro­me­ti­da por el bebé que va a te­ner con otro. En Ins­ta­gram. No pasa nada.

Hay una pau­sa con­si­de­ra­ble an­tes de que Ais­ha vuel­va a es­cri­bir. ¿Sa­bes los con­tro­les pa­ren­ta­les que ca­pan los te­lé­fo­nos de los hi­jos? Ten­drían que po­ner unos que fun­cio­na­ran al re­vés. Para con­tro­lar a los pa­dres. Ha­bla­ré con ella. Lo sien­to.

Me echo a reír sin po­der evi­tar­lo. Si te soy sin­ce­ro, es la pri­me­ra vez que me río des­de que Jor­dan me sol­tó lo de «te­ne­mos que ha­blar». A lo me­jor le ten­drías que dar las gra­cias y todo.

¿Quie­res que te diga que Jor­dan no te me­re­ce, que es­tás me­jor sin ella y que lo su­pe­rarás en un san­tia­mén?

Em­pie­zo a es­cri­bir: No, pero en­ton­ces, pen­sán­do­lo me­jor, sigo es­cri­bien­do y aña­do: No me iría mal…

Pues eso, que no te me­re­ce. Y que es­tás mu­chí­si­mo me­jor sin ella. Y lo ha­brás su­pe­ra­do an­tes, mu­cho an­tes de lo que ima­gi­nas. Es­tar jun­tos no era vues­tro des­tino.

Vuel­vo a reír, pero aho­ra amar­ga­men­te. Yo no creo en el des­tino.

Ya, cla­ro, me con­tes­ta. El que aho­ra ha­bla es Mi­les el Aban­do­na­do. Vuel­ve a es­cri­bir­me den­tro de dos me­ses, cuan­do vuel­vas a ser Mi­les, el que se pi­rra en se­cre­to por las co­me­dias ro­mán­ti­cas.

Oye, le digo. Nun­ca ha sido un se­cre­to.

Cier­to, me res­pon­de. Mi­les, el li­bro abier­to de par en par. Te es­ta­ré es­pe­ran­do.

Que sí, que sí.

Mien­tras tan­to… Desins­tá­la­te Ins­ta­gram, anda.

Me que­do mi­ran­do el mó­vil, du­dan­do. ¿Po­dré ha­cer­lo? O sea, ¿al­guien pue­de ha­cer­lo de ver­dad?

Sí que pue­des. Ais­ha vuel­ve a res­pon­der a las se­ña­les de mi ce­re­bro. Y me en­car­ga­ré de que mi ma­dre tam­bién, crée­me.

Sus­pi­ro y hago clic en el bo­tón de des­ins­ta­lar la app. Vale. ¿Algo más?

Sí. Que tqm.

Yo tam­bién tqm.

Y si al­gún día me en­cuen­tro con Jor­dan, le daré una pa­ta­da en el culo.

Me echo a reír. Ais­ha mide un me­tro y me­dio, pero va a cla­ses de kick-bo­xing tres ve­ces por se­ma­na. Yo nun­ca apos­ta­ría en su con­tra. Gra­cias, le res­pon­do. Aun­que en su es­ta­do me­jor que no.

Tie­nes ra­zón, me es­cri­be. Le voy a dar una tre­gua de…, no sé…, ¿de ocho me­ses tras el par­to?

Me pa­re­ce jus­to.

Sue­na la puer­ta de la ca­fe­te­ría y, al le­van­tar la mi­ra­da, veo que la cru­za un ros­tro co­no­ci­do. Me ten­go que ir. Ha lle­ga­do mi clien­te.

Uuh. ¿Mi­ras a ver si me ne­ce­si­ta? Este mes me iría ge­nial tra­ba­jo ex­tra.

Cla­ro.

Me le­van­to, me guar­do el te­lé­fono y lla­mo a Jude para lla­mar su aten­ción, ya que soy el que tie­ne ven­ta­ja por ha­ber­lo vis­to en foto. Lle­va el pelo cas­ta­ño ro­ji­zo pei­na­do con maña y una bar­ba bien cui­da­da. Tie­ne los ojos ver­des y ha es­co­gi­do el co­lor de la ca­mi­se­ta ajus­ta­da que vis­te para re­sal­tar­los, y para re­sal­tar tam­bién sus bí­ceps, un cla­ro be­ne­fi­cio de su tra­ba­jo como en­tre­na­dor per­so­nal. Vein­te años atrás, si este tío qui­sie­ra li­gar con chi­cas en un bar…, no ha­bría ne­ce­si­ta­do mi ayu­da, ni de coña.

En fin, que no se­ría exa­ge­ra­do re­co­men­dar­le los ser­vi­cios fo­to­grá­fi­cos de Ais­ha. Te­nien­do en cuen­ta su as­pec­to, y la ma­gia de Ais­ha para dar con la luz y la pose ade­cua­das y su fil­tro de fres­cu­ra se­cre­to, fijo que si qui­sie­ra lo ha­ría pa­re­cer­se a Jude Law.

—Hola. Mi­les, ¿ver­dad? —dice, y se di­ri­ge ha­cia mí con la mano ex­ten­di­da.

Pues sí, hice bien en es­co­ger­lo por su acen­to. Vale, sí, a lo me­jor me cues­ta un poco des­ci­frar lo que dice, pero es que es di­fí­cil oír­lo por en­ci­ma del rui­do de las bra­gas que se van ca­yen­do a su paso.

—Sí. ¿Qué tal, Jude? En­can­ta­do de co­no­cer­te. Sién­ta­te. —Nos es­tre­cha­mos la mano y se sien­ta de­lan­te de mí—. ¿Quie­res be­ber algo? ¿Un café?

—No, no, gra­cias —dice—. Lle­vo unos días sin to­mar ca­feí­na. —Me lo apun­to. Tras pen­sar unos ins­tan­tes, aña­de—: Pero ¿crees que me po­drían pre­pa­rar una taza de agua ca­lien­te con li­món?

—Se­gu­ro que sí. Aho­ra mis­mo vuel­vo. —Es­pe­ro en la cola y se lo pido a la sus­ti­tu­ta de Evelynn, que no dice nada so­bre el he­cho de que lle­vo ho­ras aquí sen­ta­do y que aho­ra quie­ro algo que me va a te­ner que dar gra­tis. Meto un dó­lar en el ta­rro de las pro­pi­nas para te­ner buen kar­ma.

—Gra­cias —dice Jude cuan­do dejo la taza de­lan­te de él, y des­pués se echa a reír—. Per­do­na, es que es un poco raro, ¿no? Lo de co­no­cer a al­guien que en teo­ría va a ha­cer­se pa­sar por mí, digo.

—No lo veas así. —Le­van­to las ma­nos—. Tú ima­gí­na­te que soy un coach. O un edi­tor. Te voy a ayu­dar a que des la me­jor ver­sión de ti mis­mo so­bre el pa­pel. Bueno, so­bre la pan­ta­lla.

—Sí, ya me he dado cuen­ta de que ne­ce­si­to ayu­da con eso —asien­te Jude—. El pro­ble­ma es que nun­ca sé qué res­pon­der, y lue­go me ol­vi­do, y para cuan­do me acuer­do ya me han ig­no­ra­do. En fin. Es lo que me han di­cho un par de chi­cas.

—Sa­ber es­cri­bir es vi­tal —asien­to—. En reali­dad, vas a con­tra­tar a un asis­ten­te que te ayu­de a lle­gar has­ta la puer­ta. Es lo mis­mo que si con­tra­ta­ras…, no sé, a al­guien para que te eche una mano con el cu­rrí­cu­lum.

—Ya, ya. —Jude le da un sor­bo la taza—. Oye, y ¿cómo fun­cio­na exac­ta­men­te? ¿Los mat­ches los eli­jo yo?

—A ver —em­pie­zo, y me lan­zo a sol­tar­le el dis­cur­so—. Bá­si­ca­men­te, ofre­ce­mos pa­que­tes de ser­vi­cios. Con el pa­que­te bá­si­co, vas a po­der ele­gir a tus mat­ches, y nues­tro ob­je­ti­vo es con­se­guir­te una pri­me­ra cita en per­so­na. Siem­pre po­drás aña­dir ser­vi­cios a la car­ta, como por ejem­plo que una de nues­tras ce­les­ti­nas es­pe­cia­lis­tas —Geor­gie, tam­bién co­no­ci­da como la asis­ten­te/di­se­ña­do­ra grá­fi­ca/ges­to­ra de re­des so­cia­les de Lean­ne— te ayu­de a se­lec­cio­nar a tus po­si­bles mat­ches. Otro aña­di­do es un pa­que­te de fo­to­gra­fía. Nues­tra fo­tó­gra­fa, que por cier­to es es­plén­di­da, te ayu­da­ría a es­co­ger y me­jo­rar tus imá­ge­nes para el per­fil —le digo, para así plan­tar la se­mi­lla de un hi­po­té­ti­co en­car­go para Ais­ha—. Has­ta te­ne­mos coaches con­ver­sa­cio­na­les para ayu­dar­te con las ci­tas en per­so­na. —Se tra­ta de Gi­les, el abo­ga­do de Lean­ne que, por ra­zo­nes que to­dos des­co­no­ce­mos, le debe un su­per­fa­vor a Lean­ne.

—Ya veo —dice Jude.

—Tam­bién ofre­ce­mos otros pa­que­tes. Nues­tro pa­que­te pla­tea­do te ga­ran­ti­za ayu­da has­ta la ter­ce­ra cita e in­clu­ye re­to­ques fo­to­grá­fi­cos para tres imá­ge­nes, así como una con­sul­ta te­le­fó­ni­ca con nues­tro coach con­ver­sa­cio­nal. Y en nues­tro pa­que­te do­ra­do, que es la re­pe­ra, tra­ba­ja­re­mos con­ti­go has­ta la dé­ci­ma cita. Or­ga­ni­za­re­mos una se­sión de fo­tos y te da­re­mos diez imá­ge­nes re­to­ca­das, diez op­cio­nes dis­tin­tas para aña­dir a tu per­fil. Nues­tro asis­ten­te con­ver­sa­cio­nal es­ta­rá dis­po­ni­ble siem­pre que lo ne­ce­si­tes y has­ta asis­ti­rá a es­con­di­das a una cita para ayu­dar­te con la re­tó­ri­ca a tra­vés de un pin­ga­ni­llo. —Algo que ofre­ce­mos solo por­que na­die es­co­ge nun­ca el pa­que­te do­ra­do. No dis­po­ne­mos del equi­po ne­ce­sa­rio y pon­go la mano en el fue­go a que Gi­les ni si­quie­ra sabe que es una op­ción.

—Os­tras —dice Jude, que es­tru­ja, ner­vio­so, el li­món so­bre la be­bi­da—. Muy a lo Ja­mes Bond.

Noto que está abru­ma­do; ha lle­ga­do el mo­men­to de ga­nár­me­lo con la per­fec­ta com­bi­na­ción en­tre con­fian­za en sí mis­mo y au­men­to del amor pro­pio.

—He­mos te­ni­do éxi­to con to­dos los pa­que­tes. Pero en tu caso te re­co­mien­do el bá­si­co. No creo que va­yas a ne­ce­si­tar de­ma­sia­da ayu­da.

—¿En se­rio? —se sor­pren­de y me mira es­pe­ran­za­do.

—Pues cla­ro —lo tran­qui­li­zo. No es­toy min­tien­do. De reojo, veo que la ca­ma­re­ra lo mira con me­lan­co­lía. An­tes de que aca­be el año con­si­go una de dos: o que este tío se haya ca­sa­do o que esté ro­dea­do de un ha­rén; todo de­pen­de­rá del tipo de re­la­cio­nes que ande bus­can­do. Nor­mal­men­te, sin em­bar­go, si acu­den a no­so­tros es por­que tien­den a que­rer algo más se­rio—. Y si re­sul­ta que ne­ce­si­tas al­gún ser­vi­cio ex­tra, po­de­mos ver­lo so­bre la mar­cha. —En nues­tra pró­xi­ma reunión le en­se­ña­ré las ma­ra­vi­llas que hace Ais­ha.

—Vale —asien­te.

—Hoy me voy a li­mi­tar a en­se­ñar­te un par de co­si­llas de tus per­fi­les que pue­des me­jo­rar. Para que veas cómo tra­ba­ja­mos y que se­pas que no va­mos a cam­biar nada de tu per­so­na­li­dad.

—Me pa­re­ce bien —res­pon­de.

—Ge­nial. —Echo un vis­ta­zo a su per­fil de la app Quí­mi­ka—. Vale, aquí. En «Co­sas que me gus­tan», has pues­to: «La cer­ve­za». Que está bien que seas sin­ce­ro, ¿eh? Pero ¿qué es lo que más te gus­ta de be­ber?

Jude se me que­da mi­ran­do como si me hu­bie­ran sa­li­do tres ca­be­zas.

—Pues… bá­si­ca­men­te em­bo­rra­char­me, hom­bre.

—Cla­ro. —Le son­río—. Pero apar­te de eso. ¿Hay al­gu­na mar­ca que te gus­te en par­ti­cu­lar? ¿Al­gún bar en es­pe­cial?

—Ah —dice—. Bueno, a ver, es­toy bus­can­do algo raro y es­pe­cí­fi­co. En reali­dad, es una cho­rra­da. —Le da otro sor­bo al agua y afe­rra la taza como si le die­ra se­gu­ri­dad, como si el he­cho de re­ve­lar una bús­que­da ex­tra­ña, pero se­gu­ro que en­can­ta­do­ra, le die­ra mu­cha ver­güen­za. Ma­dre mía, este tío es el pro­ta per­fec­to de una co­me­dia ro­mán­ti­ca.

—No, no. Cuén­ta­me­lo, anda. Está bien lo de bus­car algo con­cre­to. Es una ma­ne­ra de mos­trar tu for­ma de ser —lo ani­mo.

—Bueno… Es­toy bus­can­do una cer­ve­za ar­te­sa­nal sin glu­ten y baja en ca­lo­rías que sepa a una nor­mal. He re­co­rri­do la ciu­dad de cabo a rabo y he pro­ba­do to­das las de ba­rril. —¿Qué te ha­bía di­cho?—. De mo­men­to no he te­ni­do suer­te. Aun­que Brooklyn me da bue­na es­pi­na. —Nor­mal.

—Muy bien —digo—. Po­de­mos ti­rar por ahí.

—¿En se­rio? —me pre­gun­ta.

—Cla­ro. Ade­más, ¿no te gus­ta­ría que al­guien te hi­cie­ra com­pa­ñía en esta aven­tu­ra por los ba­res?

—Jo­der, se­ría ge­nial —dice con una ri­si­lla.

—Bueno, pues para eso es­toy yo aquí. Ven­ga, em­pe­ce­mos. ¿Te im­por­ta­ría abrir tu cuen­ta? —Giro el por­tá­til para de­jár­se­lo y que in­tro­duz­ca la con­tra­se­ña. He­cho esto, mue­vo el or­de­na­dor para que vea lo que es­cri­bo.

Co­sas que me gus­tan: En bus­ca de la cer­ve­za ar­te­sa­nal per­fec­ta y de la chi­ca per­fec­ta con la que en­con­trar­la. ¿Te gus­tan las aven­tu­ras? ¿Ex­plo­rar esta in­creí­ble ciu­dad con un reto en men­te y sin otra ra­zón que dis­fru­tar de la com­pa­ñía? Si es así, es­crí­be­me.

Y ter­mino con una flo­ri­tu­ra.

—Hala, qué guay —dice Jude—. Está muy guay.

—Gra­cias —digo—. Bueno, pues si quie­res apun­tar­te, te pue­do en­viar por co­rreo el con­tra­to, en el que ve­rás las ins­truc­cio­nes para cam­biar las con­tra­se­ñas de ac­ce­so de tus per­fi­les y que así po­da­mos en­trar. Que que­de cla­ro que no mo­di­fi­ca­re­mos nada sin tu con­sen­ti­mien­to.

—Ajá —mur­mu­ra Jude asin­tien­do an­tes de to­mar el úl­ti­mo sor­bo de la taza—. ¡Qué coño! Ha­gá­mos­lo, ¿no? —Me son­ríe y me vuel­ve a ten­der la mano.

—Ge­nial —res­pon­do, y se la es­tre­cho—. Oye, an­tes de que te va­yas, hay un jue­go al que me gus­ta ju­gar. —Saco el mó­vil y abro otra vez la app 24/7—. Ya que te voy a ayu­dar a mo­de­lar tu dis­cur­so, me gus­ta com­pro­bar cuán­to sé de mis clien­tes nada más leer el cues­tio­na­rio. Dime una cosa, de to­das es­tas mu­je­res, ¿qué cin­co ele­gi­rías?

—Mmm…, vale —dice Jude. Coge mi te­lé­fono y es­tu­dia la pan­ta­lla.

—Apun­ta la res­pues­ta —digo mien­tras le dejo mi bloc de no­tas y un bo­lí­gra­fo.

Se pasa un buen rato con mi mó­vil. De he­cho, me da tiem­po a em­pe­zar una par­ti­da de Ken­Ken en el por­tá­til an­tes de oír­lo ca­rras­pear.

—Vale. Creo que ya es­toy.

Veo lo que ha ano­ta­do. Y en­ton­ces, con una son­ri­sa, giro la pá­gi­na para que vea las que yo ha­bía ele­gi­do an­tes por él. Qui­zá no le ha­bría en­se­ña­do mis res­pues­tas si el re­sul­ta­do no fue­ra tan bueno.

Pero es que nor­mal­men­te lo es.

Cua­tro de cin­co. Mi­les Ibrahim, el Poe­ta del Amor, ha vuel­to.

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