Kitabı oku: «Cafés con el diablo», sayfa 3
El rocoso coronel Mamo ganó todas las batallas contra sus rivales sin ceder un ápice de terreno, porque no defendía su carrera militar sino un deber histórico que creía tener encomendado. Sembró el terror y dejó un reguero de sangre, pero cumplió su misión, recurriendo a los métodos más despiadados. En pocos meses logró diezmar a los sindicatos, anuló a los movimientos sociales y desmanteló el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Después, a lo largo de los dos años siguientes, liquidó al Partido Socialista y al Comunista, las dos grandes organizaciones históricas de la izquierda chilena, facilitando que Pinochet gobernara en la paz y el silencio de los cementerios.
Manuel Contreras no sólo estaba satisfecho de su obra, sino que gozaba desempeñando las funciones de sicario mayor de la dictadura. Incluso descendía a las cámaras de tortura para tomar parte en los rituales del interrogatorio a los prisioneros. Numerosos sobrevivientes de la represión lo reconocieron. Entre las figuras más populares que lo identificaron, destacan la actriz Gloria Laso Lazaeta y la presidenta Michelle Bachelet[11], ambas hijas de militares. Uno de los testimonios más contundentes sobre los procedimientos seguidos por la DINA en sus centros de detención lo prestó una sobreviviente llamada Luz de las Nieves Ayress Moreno, quien en 2004 declaró al diario La Nación:
—Me daban choques eléctricos en las partes más sensibles del cuerpo, como los senos, los ojos, el ano, la vagina, la nariz o los dedos. También me amarraban los pies y los brazos, me colgaban cabeza abajo y me aplicaban choques eléctricos. Además, me golpeaban con fuerza los dos oídos simultáneamente. Me torturaban desnuda y encapuchada, en presencia de mi padre y de mi hermano, y una vez me forzaron a intentar el acto sexual con ellos. Me obligaban a presenciar sus torturas y las de otros conocidos que estaban presos. Y varias veces me violaron.
Uno de sus interrogadores en las mazmorras de Tejas Verdes fue el Mamo Contreras.
—Pude verle la cara porque la venda que me cubría los ojos estaba floja, y después lo reconocí en fotos. Él daba las órdenes y supervisaba todo, pero también participaba directamente en la tortura.
En 1975, Manuel Contreras volvió a los Estados Unidos, invitado por la CIA a una estancia de quince días en Fort Langley. Cuando regresó a Chile, explicó a Pinochet su convencimiento de que la única forma realmente efectiva de aniquilar a la izquierda chilena consistía en perseguirla más allá de las fronteras. Y le planteó la necesidad de extender la actuación de la DINA a otros países, estableciendo una colaboración directa con dictaduras ideológicamente afines como las de Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay y Bolivia. Argumentó que ello permitiría acabar también con las organizaciones subversivas de todo el Cono Sur, para facilitar el establecimiento de un modelo político y económico común. Y aseguró que el proyecto contaba con la bendición –e incluso el respaldo diplomático y financiero– del entonces todopoderoso secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger. Conseguido el beneplácito de Pinochet, el Mamo convocó una reunión secreta de sus homólogos de las naciones vecinas el 25 de noviembre de 1975. Y en ella se aprobó la creación de la Operación Cóndor, una red de inteligencia militar que facilitaría el intercambio de información, la entrega secreta de detenidos en el extranjero, así como de exiliados y prisioneros de otras nacionalidades, e incluso la realización de operaciones conjuntas para cometer atentados, secuestros y asesinatos más allá de las fronteras nacionales. Entre sus éxitos destacó el asesinato en Buenos Aires, el 30 de septiembre de 1976, del general Carlos Prats, que se había mantenido fiel al Gobierno constitucional de Allende. Su balance final sería de 50.000 muertos, 30.000 desaparecidos y 400.000 presos, según prueban documentalmente los denominados «archivos del terror», encontrados en Paraguay en 1992.
La soberbia y la falta de límites de Manuel Contreras precipitaron su caída en 1977, cuando, convencido de la absoluta impunidad de que disfrutaba, no supo valorar las contradicciones internas de la política estadounidense. Ordenó el asesinato de Orlando Letelier –antiguo ministro de Exteriores y embajador de Salvador Allende– en su exilio de Washington, ignorando que la Casa Blanca podía organizar, respaldar y financiar crímenes de Estado en otros países, pero no tolerarlos dentro de su propio territorio. El Departamento de Estado norteamericano montó en cólera al saber que el mortal atentado con bomba, el 21 de septiembre de 1976, había sido perpetrado por la DINA. Pocos meses más tarde, las presiones diplomáticas hicieron que Pinochet cesara a Contreras, lo mandase a retiro y cambiara el nombre de su policía política por el de Central Nacional de Informaciones (CNI), que pasó a depender del Ministerio del Interior[12]. Pero las consecuencias del escándalo no acabaron ahí. Porque Washington pidió su extradición y, aunque el fallo de la Corte Suprema de Chile fue negativo, el Mamo sufrió la humillación de esperar la sentencia en prisión durante catorce meses. Fuentes judiciales filtraron que, asustado por la dura reacción estadounidense, había destruido toda la documentación que lo incriminaba en el caso Letelier. Y, por si acaso, aportó pruebas médicas de padecer un cáncer intestinal.
Sin embargo, su existencia no se volvió demasiado incómoda durante los siguientes años. Continuó disfrutando de una apacible vida familiar junto a su segunda esposa, Nélida Gutiérrez: un alma gemela, ferviente hacedora del mal como él, a la que conoció como agente de la DINA y convirtió, primero, en su secretaria, después, en su amante y, finalmente, en su mujer. Es tentador imaginar a la feliz pareja sentada en el sofá con las manos trenzadas, charlando sobre las detenciones y asesinatos que más les enorgullecían, o riendo al recordar algunas anécdotas en las salas de tortura. Nunca tuvieron problemas de dinero, porque varias de las empresas utilizadas para obtener y enmascarar fondos negros para la DINA permanecieron en poder de Contreras[13]. Incluso disfrutó del cariño de sus hijas, que admiraban sus hazañas, convencidas de que su padre era un héroe mundial de la lucha contra el comunismo. Y recordaban con orgullo aquella vez que viajó a Teherán en 1976 junto a otro hombre excepcional, Gerhard Mertins, antiguo miembro destacado de las Waffen SS a las órdenes de Otto Skorzeny en el rescate de Mussolini y caballero de la Cruz de Hierro… reconvertido en traficante de armas. Ambos fueron escoltados por tres centuriones chilenos y otro brasileño, bajo el paraguas de la DINA, para ofrecer sus servicios como mercenarios al sah Mohammad Reza Pahlevi. No fueron contratados, pero su heroica disposición quedó manifiesta.
Las aventuras de Contreras terminaron de manera más pacífica y confortable de lo que hacían esperar sus méritos como amo y señor de las tinieblas de Pinochet. La tranquilidad de su vejez sólo se vio alterada tras el retorno de la democracia a Chile en 1990, cuando los jueces empezaron a inquietarlo con investigaciones sobre una multitud de denuncias. No valió de nada que su amante esposa y sus dulces hijas atacaran a golpes y arañazos a los agentes de policía encargados de detenerlo en su domicilio. Las consecuencias judiciales del error Letelier se le vinieron otra vez encima. En 1993 fue condenado a siete años de reclusión por homicidio y uso de pasaporte falso, aunque no ingresó en la prisión de Punta Peuco hasta 1995. Se le amontonaron los procesos, algunos por casos tan graves como el asesinato del general Prats o la Operación Colombo, que causó las muertes y desapariciones de 119 militantes de varias organizaciones de izquierda en 1975. Dos lustros más tarde volvió a la cárcel, aunque esta vez se alojó en una de las confortables cabañas del Penal Cordillera, con una sentencia de doce años por el secuestro del mirista Miguel Ángel Sandoval. Sus ochenta y seis años de vida ejemplar finalizaron en una cama del hospital militar, con sus enemigos rezando para que Dios hiciera justicia y no le permitiera descansar.
El estadio del terror
El 11 de septiembre de 1973 se extendió un denso manto de terror sobre el mapa de Chile. El país entero se convirtió en un inmenso campo de concentración, con la práctica de detenciones colectivas, ejecuciones sumarias y torturas sistemáticas. La Junta Militar logró imponer el silencio sobre cuanto ocurría mediante un riguroso toque de queda, una censura extrema y un cierre total de las fronteras. Miles de prisioneros se hacinaron en cárceles improvisadas en cuarteles, buques de la Marina y comisarías, pero también en recintos polideportivos, almacenes portuarios y viejas instalaciones industriales. Incluso se utilizaron como mazmorras algunas cuevas naturales de la isla Quiriquina.
Un mes después del golpe, ya mediado octubre de 1973, un informe de la CIA aseguraba que las denominadas «operaciones militares de limpieza» habían causado 1.400 muertes, de las cuales «entre 320 y 360» se debían a «ejecuciones sumarias». El número de detenidos se cifraba en «más de 13.500», entre los que se encontraban muchos «habitantes de chabolas» por el mero hecho de serlo, junto a militantes políticos y sindicales. Aquel primer balance de la represión, elaborado por los padrinos políticos de Pinochet, también señalaba que la ciudadanía sólo conocía algunos de los muchos lugares de confinamiento. Y destacaba entre ellos el Estadio Nacional, donde fueron confinados 7.612 prisioneros políticos, según una primera contabilidad que comprendía únicamente el periodo entre el 11 y el 20 de septiembre. La cancha donde se jugó la final del Campeonato Mundial de Fútbol de 1964 quedaba así señalada en la Historia como campo de concentración y exterminio.
La «desclasificación» de los informes secretos elaborados para el Departamento de Estado norteamericano permitiría, al cabo de los años, disponer de una fuente de información fehaciente sobre la barbarie desatada por el Gobierno castrense. Sus contenidos también resultan reveladores de los métodos empleados por la Junta Militar para deshacerse de sus víctimas: a falta de datos concretos, el texto citado informaba de que los cuerpos habían sido «enterrados en lugares secretos, lanzados al río Mapocho o al mar, y abandonados en las calles durante las noches».
Los periodistas chilenos habían quedado divididos en dos categorías: cómplices de la dictadura o perseguidos por ella. Los corresponsales extranjeros se enfrentaban a innumerables dificultades y fortísimas presiones oficiales que obstaculizaban su trabajo. Las mismas que tuvimos que arrostrar los enviados especiales cuando, al amanecer del 19 de septiembre, nos permitieron entrar en Chile en un vuelo chárter desde Buenos Aires, pese a que las fronteras permanecían clausuradas. Lógicamente, la Junta Militar no quería facilitar la información sobre sus atropellos. Nuestras crónicas tenían que alimentarse de los escasos datos que nos facilitaban Cruz Roja, la morgue o las embajadas –desbordadas por solicitantes de asilo– para contextualizar evidencias puntuales, como la aparición de decenas de cadáveres en las orillas del Mapocho o entre las callampas[14] del cinturón obrero de Santiago. La represión y el miedo se hacían visibles en las calles, ocupadas por las tropas; en barrios enteros, acordonados por soldados fuertemente armados; en los masivos registros domiciliarios y las detenciones constantes; en las requisas de volúmenes en las librerías; en algunas iglesias, cuyos parroquianos rezaban entre lágrimas; en los disparos que se oían durante las noches, cuando Santiago era una ciudad fantasma; en el silencio de gentes que caminaban siempre apresuradas, desde que el toque de queda era levantado con el amanecer hasta que volvía a caer con la tarde; incluso en el vestir, ya que no había mujeres con pantalones ni hombres de pelo largo o sin corbata. Y, sobre todo, en los alrededores del Estadio Nacional, al que en vano acudían personas desesperadas en busca de alguna información sobre sus familiares detenidos. Porque el uso que los centuriones habían dado a sus instalaciones era un secreto imposible de guardar.
El sábado 22 de septiembre, las autoridades militares organizaron una visita de periodistas al Estadio Nacional para mostrarnos «las buenas condiciones en que se encontraban los presos». Sería una experiencia demoledora, pese a las muchas precauciones adoptadas por los uniformados que nos escoltaron. Casi al mismo tiempo que nuestro autocar, llegó a las puertas del recinto deportivo un vehículo celular repleto de prisioneros. Los soldados les hicieron bajar a culatazos, sin ahorrar en malos tratos pese a la presencia de fotógrafos y cámaras de televisión de todo el mundo. «Esto es precisamente lo que debemos evitar que ocurra», comentó un oficial dirigiéndose a sus hombres. Nos condujeron directamente al terreno de juego, ocupado por soldados que apuntaban sus armas automáticas a las gradas, desde las que nos miraban centenares de presos con ojos asustados. Aunque nos prohibieron aproximarnos y entablar conversación con ellos, se produjeron breves diálogos cortados por la amenaza de los fusiles. Al principio, los reclusos guardaron silencio, pero enseguida se dirigieron a nosotros con peticiones elementales, como que insistiéramos en que la Junta Militar acelerase sus trámites –porque algunos llevaban más de una semana esperando ser interrogados– o que les facilitaran aspirinas y papel higiénico. Muchos gritaron nombres y números de teléfono, para que comunicáramos a sus familias que se encontraban vivos. Otros trataban de llamar la atención de los camarógrafos de la televisión chilena, con la esperanza de ser vistos e identificados en los noticiarios. Lo único que podíamos hacer por ellos era filmar sus rostros, apuntar sus nombres y teléfonos, y lanzarles los paquetes de cigarrillos, mecheros e incluso caramelos y chicles que llevábamos en los bolsillos.
El coronel Jorge Espinosa nos reunió junto a las pistas de competición para contarnos que cada día recuperaba la libertad cerca de un centenar de reclusos, a la vez que se producían nuevos ingresos. «Por eso», argumentó, «no podemos precisar cuántos prisioneros tenemos ahora mismo.» Sin embargo, afirmó que entre ellos figuraban 34 mujeres y 240 extranjeros.
De repente, alguien dio una voz de aviso y los fotógrafos se precipitaron hacia el túnel de entrada de atletas. Llegaba otro grupo de detenidos, encañonados, con las manos en la nuca. Durante unos minutos, mientras las formalidades burocráticas eran satisfechas, permanecieron inmóviles en la penumbra, observando a los reporteros como lo que realmente éramos: seres de otro mundo. Sus miradas de animales heridos y sus gestos de absoluta indefensión fueron plasmados en fotogramas que serían exhibidos por los medios de comunicación internacionales como denuncias contra la dictadura... Pero, sobre todo, quedaron grabados en nuestras conciencias.
Con evidentes órdenes de ocultarnos toda la información que pudiera, Espinosa retomó su discurso negando que en el campo de fútbol se hubiese fusilado. Era algo que los portavoces de la Junta Militar habían repetido varias veces, pese a que la evidencia los desmintiera. Porque cuantos vivían en las proximidades habían oído los disparos. Incluso el conductor de un taxi que compartí con Diego Carcedo nos invitó a pasar una noche en su casa «para que sintiéramos los tiros y las ráfagas de ametralladoras». Y muchos sobrevivientes declararon posteriormente haber presenciado ejecuciones. Dos norteamericanos, Patricia y Adam Garret-Schesch, afirmaron que entre 400 y 500 personas fueron pasadas por las armas: «Una vez, cuando sacaron de los vestuarios a varios presos, escuchamos que empezaban a cantar La Internacional e inmediatamente después sonó una descarga de fusilería».
Al salir del estadio, fuimos abordados por un grupo de familiares de detenidos que montaban guardia en sus alrededores. Querían preguntarnos si éramos portadores de mensajes o, al menos, si recordábamos algunos nombres. Nos detuvimos a conversar durante un buen rato y, a través de ellos, conocimos lo narrado por varios prisioneros liberados. De ese modo pudimos averiguar que los vestuarios habían sido transformados en celdas colectivas, con más de 170 presos en 40 metros cuadrados; que las duchas se empleaban como salas de interrogatorios, lo que permitía a los prisioneros oír los gritos de sus compañeros sometidos a torturas y los disparos con que algunos fueron asesinados; o que un chico de unos quince años fue acribillado a balazos en las gradas... ¡porque sufrió un ataque epiléptico!
Frente a los periodistas, los centuriones chilenos se esforzaron en suavizar el inevitable impacto que producía la visión de aquel recinto, adoptando «medidas especiales» de cara a los visitantes. Así, se mejoró la alimentación y se emplazó una ambulancia en lugar destacado, con intención de negar que los prisioneros hubieran pasado hambre y carecido de asistencia médica durante sus primeros días de confinamiento. Pero las imágenes del Estadio Nacional resultaron inevitablemente perjudiciales para la Junta Militar, que optó por redistribuir a sus prisioneros en otros centros y cerrarlo el 9 de noviembre, cuando ya habían pasado por sus instalaciones cerca de 40.000 «sospechosos de profesar convicciones democráticas».
Prisioneros en Cuatro álamos
Tres años más tarde, los militares chilenos volvieron a invitarme a ver uno de sus infiernos más emblemáticos: Cuatro Álamos, el centro de confinamiento y tortura de la DINA, donde habían desaparecido numerosos prisioneros. Pero, esta vez, los conocimientos que me proporcionara la visita serían mucho más profundos, ya que la efectuaría en calidad de prisionero. Ello me permitiría evaluar con precisión las condiciones carcelarias, desde la severidad del reglamento y el trato de los interrogadores hasta la higiene del establecimiento, la comodidad de sus celdas o la calidad del rancho. Con mi apresamiento, la policía política de Pinochet consiguió exactamente lo contrario de lo que perseguía: pretendieron inmovilizar a un enviado especial extranjero para evitar que informara de la amarga realidad de la dictadura, y acabaron mostrándole con el mayor detalle el funcionamiento interno de su principal cuartel, cuyas instalaciones constituían uno de los abismos de la represión y representaban un secreto insondable para los periodistas.
El sábado 11 de septiembre de 1976, tercer aniversario del asalto de las Fuerzas Armadas al poder, fui detenido junto a mi esposa, Lorna Grayson, frente al edificio Diego Portales, entonces sede del Gobierno pinochetista. Sólo llevábamos dos días en el país y la Dirección de Comunicación Social de la Junta Militar ya nos había avisado de que no éramos bienvenidos. Considerado persona non grata por mis artículos anteriores sobre el régimen chileno, me negaron las credenciales de prensa advirtiéndome de que no debía escribir nada sin ser previamente autorizado. Carentes de acceso a los actos oficiales, decidimos seguir desde la vía pública las ceremonias de celebración del golpe. Y fuimos detenidos cuando Pinochet comenzaba a pronunciar su discurso, transmitido por radio desde el despacho presidencial y difundido mediante altavoces callejeros, con inserciones de aplausos grabados cada vez que el general hacía una pausa.
Dos policías de paisano, que se identificaron como miembros de la DINA, nos condujeron a una estación del metro de Santiago todavía en construcción, sin vendarnos los ojos. Ello nos permitió descubrir una numerosa fila de detenidos, esposados y cegados, formada contra la pared. Y acarreó una seca reprimenda a los agentes por su torpeza. Nos mantuvieron largo rato encañonados, soportando de pie la helada corriente de aire del túnel, con las manos atadas en la espalda con alambre y la parte superior de la cara tapada por una cartulina sujeta con cinta adhesiva, que nos dejaba ver un metro de suelo alrededor de nuestros zapatos. Pero fueron amables, a pesar de todo: cubrieron los hombros de Lorna con un chaquetón, le soltaron un momento las manos para que sujetara el café caliente que le ofrecieron, y nos permitieron hacer flexiones y dar algunos pasos para no entumecernos. Unos privilegios que establecían diferencias de trato con los demás arrestados, limitando nuestro miedo. En un tenso silencio, escuchamos a través de un aparato de radio la voz aflautada del general Augusto Pinochet afirmando que los periodistas extranjeros podían «comprobar con sus propios ojos» la paz social que la Junta Militar había impuesto. Y, entre marchas militares, la canción Libre de Nino Bravo. Una ironía suculenta para alimentar una crónica… que no podría escribir.
Al cabo de dos horas, cuando finalizaron los discursos y las fanfarrias de un desfile militar, fuimos devueltos al exterior para ser trasladados a bordo de una camioneta. Minutos después ingresamos en Cuatro Álamos, caminando bajo las miradas de guardas apostados en torretas de vigilancia, a través de un corredor formado por planchas de cemento prefabricadas coronadas por un rollo de alambre de púas. Lo primero que me sorprendió fue el reducido tamaño de las instalaciones, más propio de una comisaría de provincias que de un centro operativo de la todopoderosa DINA. En esencia, se trataba de un pasillo en cuyos lados se alineaban dos despachos de unos doce metros cuadrados; una salita para guardias, dotada de un televisor; una docena de pequeñas celdas y otra de mayores dimensiones, así como un retrete para empleados y otro para presos. El sótano, que no pudimos ver, se utilizaba como cámara de torturas y mazmorra de castigo, por sus condiciones de aislamiento, oscuridad y humedad. Los funcionarios del terror lo denominaban, con siniestro sentido del humor, «el Terminal pesquero» por el olor de quienes pasaban largo tiempo allí sin poder lavarse.
Mientras inscribían nuestro ingreso, los agentes dejaron un documento sobre la mesa, cuyo membrete confirmaba dónde nos encontrábamos: «Cuatro Álamos Brigada Rauten DINA»[15]. Esa información, que nos habían negado reiteradamente, no resultaba tranquilizadora. Tras confirmar nuestros datos personales, repitieron la ridícula pregunta que nos habían formulado al recibirnos en el metro: «¿Saben ustedes por qué han sido detenidos?». A continuación nos instalaron en dos celdas. La mía, que medía unos cuatro metros de longitud por dos de anchura, estaba amueblada únicamente con dos literas carentes de sábanas y almohadas, cuyas mantas apestaban. Un armario empotrado contenía cuatro escudillas sucias y un puñado de vasos de plástico. La pintura verde que cubría las paredes no había servido para ocultar las palabras que algunos convictos habían grabado en el yeso: «venceremos», «esto pasará», «extraño a mi mujer y a mi hija, las adoro»… Al fondo, una ventana daba a un patio alargado y limitado por un alto muro, donde languidecían varios árboles deshojados que tal vez fuesen álamos. En su marco se leía «Qué hermoso es ver volar a las aves». Alimentarlas con el pan del rancho sería un pasatiempo gratificante durante los tres días que allí permanecimos aislados.
Los guardianes –un grupo de jóvenes semianalfabetos– me informaron de las obligaciones básicas de los reclusos: barrer, limpiar exhaustivamente todo, incluso abrillantar con bayetas las baldosas del suelo; ir al retrete cada tres horas, siempre bajo vigilancia para evitar encuentros con otros reclusos; sobre todo, mantenerse en pie todo el día. Comprobaban que así fuera, abriendo inesperadamente las mirillas de las celdas. «Sentarse o tumbarse está castigado –me advirtieron–, pero no se preocupe, señor. Si lo vemos descansando, no diremos nada, porque no somos mala gente.» Al menos no lo parecían. Fueron corteses e incluso nos proporcionaron lectura para entretenernos: una novela de Los Vengadores y la Biblia. Uno de ellos me trajo noticias de Lorna y acabaría sirviéndonos de correo para que intercambiásemos unas palabras de amor. Ella las escribió en un papel con la cabeza de una cerilla y yo las grabé en un tubo de dentífrico.
Era fin de semana, algo sagrado para los burócratas de todo el mundo. Así que los interrogadores se olvidaron de nosotros hasta el lunes, concediéndonos un par de días de descanso a pensión completa. Eso sí, ya entrada la noche nos visitó un médico que no nos examinó y confesó carecer de una simple aspirina. La dieta tampoco resultó satisfactoria: una rebanada de pan y un cuenco de leche recalentada para desayunar, y guisotes a base de arroz, fideos y patatas en las comidas. Lorna –que ya había demostrado ser una mujer valerosa y firme en situaciones difíciles durante las guerras de Vietnam, Camboya o Angola, y bajo los fascismos de Sudáfrica y Argentina– se negó a probar bocado. Preocupados por encontrarse ante el inicio de una huelga de hambre, los agentes de la DINA se ofrecieron a comprar los alimentos que prefiriese, con el dinero que nos habían incautado. Que éramos unos reos privilegiados volvió a quedar patente cuando nos trajeron los objetos de aseo personal que habíamos dejado en el hotel. Pero no supe si agradecerlo o preocuparme, ya que la recogida de nuestras pertenencias significaba que podíamos desaparecer sin dejar huellas, como tantos otros inquilinos de Cuatro Álamos.
Mediada la tarde del lunes, nos interrogaron por separado en uno de los despachos policiales. Se encargaron de hacerlo dos oficiales, acompañados por cuatro hombres silenciosos, que miraban y escuchaban como becarios aplicados. Su jefe, un tipo de tez pálida y ademanes nerviosos, entraba y salía de la habitación dándoles instrucciones en voz muy baja. Nunca supe su nombre, pero su aspecto y su comportamiento coincidían con las descripciones que varios sobrevivientes habían hecho de Orlando Manzo Durán, un teniente de Gendarmería retirado que Contreras había recuperado para ponerlo al frente de Cuatro Álamos. Los prisioneros le apodaban Carapálida, y los guardias se referían a él con el nombre en clave de Lucero. Su crueldad quedó sobradamente acreditada, y se le atribuyen numerosas desapariciones, incluida la de uno de los agentes a sus órdenes, Carlos Carrasco Matus, alias Mauro, acusado de ser demasiado condescendiente con los enemigos del régimen.
Lógicamente, se interesaron por la visita que habíamos efectuado a la Vicaría de la Solidaridad, convertida en principal fuente de denuncias contra la represión, y por las escasas gestiones periodísticas que nos había dado tiempo de hacer antes de caer detenidos. Pero las cuestiones que me parecieron más relevantes fueron las que rozaban el sinsentido, porque evidenciaban lo desnortados que andaban los agentes de la temida Brigada Rauten, que, sin el terror y la tortura, no eran seres diabólicos sino oscuros policías mediocres: «¿Qué piensa sobre el Rey de España?, ¿Le gusta Cuba?, ¿Cree en Dios?, ¿Cuántos países socialistas ha visitado?»... El absurdo absoluto lo alcanzaron al preguntarme por qué todos mis calcetines eran de color negro. Asumieron mis contestaciones sin inmutarse. Con Lorna, sin embargo, se enfadaron cuando le pidieron su opinión sobre Chile y respondió: «Las montañas que se ven desde mi celda son muy hermosas».
Aquella misma noche fuimos trasladados al campo de Tres Álamos, lo que suponía un primer paso hacia la libertad. Dependiente de Carabineros, este centro se había convertido en un estricto presidio político, sin el carácter secreto de la vecina cárcel de la DINA, y donde tampoco se cometían atrocidades; además, estaban autorizadas las visitas y el intercambio de correspondencia. Su jefe médico nos recibió con unas palabras muy significativas: «Espero que no hayan sido ustedes torturados, pero sepan que aquí están a salvo de malos tratos. Porque los carabineros no somos como los de la DINA». Confirmábamos así los rumores sobre discrepancias en el seno de la Junta Militar sobre el poder sin límites con que Contreras ejecutaba una represión implacable desde hacía tres años. Para marcar diferencias, el doctor nos señaló a través de una ventana la celda que ocupaba Luis Corvalán, secretario general del Partido Comunista[16]. Después nos sometió a un largo reconocimiento, «en busca de huellas de posibles torturas». Finalmente, los carabineros nos entregaron nuestras maletas, para que pudiésemos cambiarnos de ropa, nos abrieron un lavabo con agua caliente e instalaron en las cocinas una litera para que pasáramos la noche sin pisar una celda. A las nueve menos cuarto de la mañana siguiente partía el avión de Iberia que nos llevaría a Lima.
«Parece usted muy seguro de que va a salir de aquí», me había dicho el jefe de Cuatro Álamos. Pero no acertó a ocultar la orden de expulsión de Chile que descansaba sobre su mesa. Yo sabía que estaba prevista la inmediata llegada del ministro español de Defensa, para negociar una operación de venta de armas. Y tener encarcelado a un periodista podría incomodar a un Gobierno democrático que estaba siendo criticado por sus negocios con la dictadura de Pinochet.
Recuerdos de amor y sueños entre torturas
Un antiguo campo de confinamiento de prisioneros políticos no parece el lugar más adecuado para dar un paseo hablando de amor y nostalgias de juventud, aunque se hubiera transformado en un apacible «parque de la memoria». ¿O sí? Eso fue precisamente lo que hicieron Nubia Becker y Osvaldo Torres el día que los conocí en Villa Grimaldi, donde se perdió el rastro del mayor número de desaparecidos del régimen militar chileno. Pero el más siniestro de los centros operativos de la DINA estaba íntimamente unido a los sentimientos personales y los anhelos sociales de ambos, presos sobrevivientes del terrorismo de Estado. Porque Nubia y Osvaldo –ambos militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR)– se conocieron en la resistencia contra la dictadura, fueron detenidos juntos y vivieron una larga historia como pareja compartiendo tormentos, cárcel y exilio.