Kitabı oku: «La octava maravilla», sayfa 2

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3

El título de abogado me llegaba con la certeza de que a menos que me abriera paso como un tigre en la jungla de la muchedumbre colega, sería un simple esclavo de oficinas jurídicas, tan mal pagado como la secretaria que me llamaría doctor y mucho más aburrido que ella.

La esclavitud y el sueldo de miseria me importaban muy poco. Me asustó el tigre que la sociedad me imponía. Y no hablo, por favor, de otra sociedad que la que verdaderamente molesta: la del prójimo. Padres, tíos, amigos, novia, esa batida ululante que abre camino en la maleza, acorrala la fiera y luego se hace a un lado y espera que el cazador acierte el tiro.

La actividad de mi compañía nativa empezó cuando cursaba las últimas materias. Aturdían los tambores: “Y cuando Alberto se reciba”. Pues bien, el abogado de prestigio, el triunfador, el héroe, preso en la carpa del talento que lo exiliaba de ser un muchacho cualquiera de Villa del Parque, lo condenaba a jugarse la vida cotidiana en astucias menores, pensaba, estremeciéndose, en su clara incapacidad para estar a la altura de un épica tejida con cadáveres de clientes y de colegas.

Si hay duda, siempre es mejor callarse.

Una noche en que volvíamos del cine con Victoria, tuve la mala idea de preguntarle:

–¿Qué pasa si no me recibo?

Caminábamos por calles generosamente oscuras, entretenidos en la dificultad y el corto éxtasis de besos dados en plena marcha, y si recuerdo con tanta nitidez mi pregunta es porque la respuesta de Victoria la cristalizó.

–Imposible.

Me detuve bruscamente. Victoria, enredada en mi abrazo, casi cayó hacia atrás.

–¿Por qué imposible? –grité–. ¿Y si me aplazan en los exámenes?

Victoria era menuda, más bien baja (nunca me gustaron las mujeres altas), y con veinte años ya cumplidos y el título de maestra normal, conservaba intactos el temperamento y los modos de una niña. Ahí estaba precisamente su mayor encanto, en el notable divorcio entre forma y contenido. Ya extraída de un molde maravilloso de sensualidad, carne, piel, curva y ángulo, ni un solo trazo a dibujarse en la pequeña obra maestra de su cuerpo y sin embargo, pura e inalterable persistía en la mujer el alma de la niña. Siempre guardaría, para enamorarme a mí y, ay, a otros hombres, todo el dogmatismo, la astucia y la brutalidad de una chica de diez.

Los plátanos de la vereda marcaban una segunda sombra sobre nosotros, apenas si le veía la cara. Antes de hablarle, la besé. Una manzana arrancada tempranamente del árbol, mi Victoria: tersa, fragante y dura.

–¿Por qué imposible? Tenés que ver la cantidad de aplazados que hubo este cuatrimestre.

La suya era una mente, si bien restringida, lógica. Contestó:

–Medalla de oro en la primaria, medalla de oro del Urquiza. ¿Quién te quita la medalla de oro de la facultad?

Y agregó, impaciente:

–Mamá me está esperando levantada. Vos sabés que nos tienen calculado el tiempo.

A veces sospecho que las peores cosas de mi vida me suceden porque así como hay personas que carecen del sentido del olfato o del gusto, a mí me falla el instinto de sincronización. De modo que en vez de aguardar una ocasión a todas luces más propicia que la vuelta del cine, con la señora madre en la otra punta del camino y mirando el reloj, insistí:

–Escúchame, Victoria. Por favor. Ya me he estado preguntando qué pasa si no me recibo. Si no, fíjate bien, es una suposición, si no ejerzo de abogado. Porque últimamente, creéme, siento que no voy a ser un buen profesional. No el que vos y la familia esperan.

Frunció el ceño, pensé que reflexionaba. Continué:

–Supongamos que apruebo los exámenes, que me recibo. ¿Y después? Nos casamos. ¿Y qué vida tenemos? Yo todo el día afuera, trabajando como loco para ganar plata, para comprar la casa-quinta y el auto, y vos sola, aburrida, esperándome, hasta que yo llego medio muerto, sin ganas de nada, tal vez furioso.

–¿Qué tiene de malo la casa-quinta? –me interrumpió, alarmada.

Uno de nuestros sueños de novios era una casita en el Tigre.

La tranquilicé.

–No es por la casa-quinta. Se trata de otra cosa.

Le expliqué que de sólo imaginar una vida de constantes decisiones me daba náusea y vértigo. Que la misma desidia que me llevaba rectamente a la medalla de oro sería la causa de mi fracaso como profesional. Que mientras ella me veía rico o famoso, yo me veía convertido en un abogado de tercera, trotando por los tribunales, perdiendo pleitos y acumulando honorarios impagos.

–Para esa vida de peleas, soy un cobarde.

Me escuchaba con tanta atención que, arrastrado por mi propia elocuencia, pasé a describir mi modesto, anhelado paraíso. Casarme con ella; ayudar a mi padre en la carpintería; comprar una casita en Villa del Parque y también la casa-quinta en el Tigre; nada de autos, de viajes a Europa, de cansadores lujos, que imponen tantas obligaciones, tanta gente aburrida. Victoria y yo, Villa del Parque, nuestros hijos.

La excitación, el tiempo que apremiaba, la madre suspicaz esperando en la puerta, me empujaron a farfullar esta cursilería:

–Tengo una sola ambición, Victoria. Decir, como Ulises, que mi nombre es Nadie y empezar por el final feliz. No salir de Itaca, ahorrarme las batallas y los viajes.

Por si acaso, aclaré:

–Itaca es Villa del Parque.

He dejado de escribir. He ido al dormitorio y he contemplado el retrato de Victoria en un estado de agitación muy similar al de aquella noche. Tan solo, tan incoherente como entonces. A la cara hoy extraña de la fotografía le he reprochado, tal vez injustamente, porque me siento abandonado por todo lo que me era familiar y querido:

–¿Qué te costaba? Me hubieras ahorrado el viaje a Berlín, ese sueño y esta pesadilla. ¿Qué te costaba, Victoria? Era tan fácil.

¿Lo era?

En el fondo de nuestras expectativas hay un libreto que nunca respetan los autores. Ya me parecía oír, desde la doble sombra de los plátanos, la voz aniñada de mi novia recitando una letra común al cine de la época, a la película que habíamos visto esa noche y que la había hecho llorar a mares. Victoria diría: “Tenemos una vida por delante. Será feliz mientras estemos juntos, amor mío…”

Victoria dijo:

–Imposible.

La tomé del brazo y la arrastré a un claro entre las hojas por donde pasaba, débil y trémula, la luz del farol de la calle. Le puse una mano bajo el mentón, alcé el bonito rostro hacia mi cara, que sentía dura por el esfuerzo de ocultar la decepción y la única recordada furia que me provocaría Victoria en largos años de amor y desencuentro. Inciertos puntos amarillos le salpicaban la frente y las mejillas, pecas de luz, que falseaban la limpia belleza de su piel.

–¿Por qué imposible? –susurré, ahogándome, desesperado y terco.

Estaba loco por ella y con razón; mis amigos me la envidiaban y con razón. Era hermosa, despreocupada, alegre.

Abrió enormes los ojos, sabía que me gustaban tanto. Despreocupadamente, alegremente, contestó:

–Porque te quiero mucho.

4

Necesito hablar de Victoria y sin embargo me disgusta hacerlo. Más que cualquier otro sentimiento humano, el amor es una cosa del presente. Y yo un cobarde. El miedo me vuelve cuidadoso. Hay una explicación para todo, me digo. Pero no la encuentro. Paradójicamente, sobran las explicaciones. Ninguna me conforma y en el fondo de la papelería de buenas razones, intuyo otra que no sólo no es buena sino que nada tiene de razonable.

¿Es posible que yo, Alberto Paradella, el hombre más sensato del mundo, pueda volverme loco?

Escribo con bastante serenidad, pero cuando me aparto del papel, dejo de creer que soy el que soy, ya no me pertenezco, no pertenezco a nada ni a nadie. Todo lo que me rodea parece extraño y hostil. La casa, ajena. El jardín con palmera, siniestro.

Entonces, sin pensar, llevado por un impulso del que me arrepiento en seguida, hago cosas de chico o de borracho. Marco el número de la casa de Victoria, donde vive con el hombre por el que me dejó.

–Hola.

La voz del marido de Victoria. Ronca, malhumorada. Es natural, porque no respeto la hora –tengo todo el tiempo del mundo, la eternidad del insomnio– y deben ser las tres o las cuatro de la mañana.

–¿Puedo hablar con Victoria, por favor?

–¿Qué?

–Por favor. Cuestión de vida o muerte. Deme con Victoria. Prometo no hablar mucho, un minuto nomás.

Murmullos sofocados, una exclamación. El teléfono está junto a la cama. Dios. Al fin, Victoria.

–Hola.

–Victoria, soy yo.

–¿Pero quién habla?

–Alberto.

–Alberto qué.

–Alberto, tu marido, Alberto Paradella, yo, soy yo, Victoria.

–¿Cómo? Pero ¿qué dice?

Ah, finge asombro, me niega.

–Victoria, no es el momento de jugar. Tengo que hablar con vos. Tengo que verte. Por favor.

La voz del hombre, muy próxima –quizá tenga la cara pegada a la de Victoria para escuchar– exclama: “¿Quién es?”

–¡Y qué sé yo! –contesta la inconfundible voz aniñada de Victoria, con una irritación que me alegra porque está dirigida a él.

Furiosa, se defiende:

–Escuche, yo no conozco a ningún Alberto Como-se-llame. Voy a colgar. Y no se le ocurra molestar de nuevo.

¿El hombre es tan celoso o de tan buena imaginación que la obliga a negar a un marido que ella misma abandonó?

–Por favor, Victoria, no cuelgues. Tengo que verte y explicarte. Vos sos la única que…

Antes del clic me alcanzan las atroces palabras de mi mujer al otro.

–Un chiflado, un borracho. Anda a saber.

5

Conocí a Victoria en Argentinos Juniors el mismo día en que dos amigos míos, integrantes del equipo juvenil de básquet que salió campeón esa temporada, se expulsaron voluntariamente del club. Tiraron la biblioteca del presidente a la recién estrenada pileta de natación.

Yo estaba entre los que se agolparon a mirar cómo los peones sacaban el mueble de la pileta –una biblioteca matrona, con anchas molduras talladas– y los socios cadetes pescaban lo que había quedado de los libros después de una noche en el agua.

–El crimen –gemía el presidente– fue cometido al amparo de las sombras nocturnas, sí señor.

Miraba, repito, más asombrado que divertido, pero con la turbia satisfacción de contarme entre los testigos del acontecimiento del año, cuando oí que alguien gritaba mi nombre desde el otro lado de la pileta. Era Paco Stein, mi amigo de toda la vida y quien me presentaría a Victoria.

Que se llamara Paco Stein jamás nos sorprendió, ni a mí ni a la barrita de la cuadra y del club. Quiero decir que aceptamos sin curiosidad alguna ese curioso apodo, tal como corresponde a muchachos criados en medio de nacionalidades confusas. Ignoro por qué grieta se filtró ese nombre –el verdadero es Boris y lo descubrí o me lo dijo cuando ya no vivíamos en Villa del Parque– en una familia tan estrictamente judía como la suya. Pero Paco mismo era una misteriosa digresión en el relato bíblico de los Stein.

No heredó un solo rasgo de su padre, hombre callado, de sonrisa aguachenta, que raras veces salía de su taller de sastre; tampoco de la madre, rubia, menuda, pálida y de movimientos cautelosos, como si convaleciera de alguna grave enfermedad, cuyo aspecto frágil estaba desmentido por la salud de hierro y la acerada legislación que imponía a la casa, al marido, a los tres hijos y a un gato blanco, Mitsi, que, aunque gordo y lerdón, sabía hacer pruebas de habilidad como los perros y maravillaba a los vecinos. Las dos hermanas mayores, también rubias, vulnerables y enérgicas, no se daban con nadie, se casaron muy jóvenes y desaparecieron del barrio.

Paco Stein tenía el pelo erizado y rojo, la cara redonda, pecosa, los ojos grandes y saltones intensamente azules, la nariz chica, los labios gruesos, los dientes desparejos y mal cuidados, la risa fácil y cierta inclinación por la bebida fuerte más común al irlandés típico que al judío. Y hablaba con la volubilidad y desaprensión de un gallego.

Nunca conocí persona más sociable. También había en él algo de Mitsi, esa impertinente destreza para concertar los variados asombros de sus espectadores. Uno tenía su pequeño circuito de amistades y relaciones; Paco, hasta de chico, era habitué de un mundo que no se cerraba en la frontera de cuatro o cinco calles. Estaba en todas partes y su presencia verborrágica, risueña y feroz de vivacidad, brotaba en todo suelo. Se podía sospechar que ese pelirrojo de físico endeble, petiso, flaco, sin músculo, encerraba a unos cuantos pelirrojos diplomados en diferentes especialidades. Gran jugador de truco, imaginativo bailarín, asador impecable de nuestras escapadas al Tigre, centro-forward de nuestro primer equipo de fútbol, combinaba estas habilidades de índole social con un cerebro cuya actividad admirábamos y sólo a medias comprendíamos.

Porque le interesaba todo: la ciencia, la filosofía, la pintura, el teatro, el cine, la literatura. De sus viajes al centro –frecuentes, solitarias incursiones que respetábamos como otras tantas pruebas de su excentricidad– volvía con una cargazón de libros de segunda mano y una experiencia que trataba infructuosamente de comunicarnos. Como si fuera hoy, recuerdo una famosa partida de truco en el Café Juncal. Coincidió con su descubrimiento, aquella tarde, de una película que (gesticulando, colorado de excitación, el rojo pelo alborotado), calificaba de revolución en la historia del cine. Nadie le creyó porque la había visto en el Lorraine, que era una sala para dormirse.

La memoria produce asociaciones insólitas. Hoy, tantos años después, cuando alguien dice El ciudadano, el impresionado muchacho que fui le contestaría: “Por el río Paraná, iba navegando un piojo”. Aquel día, casi lo echaron del café. Lo salvó ganar, ante el asombro de su compañero de juego, el campeonato. Lo salvó su simpatía. Lo salvó la conciencia generalizada de que Paco o no Paco, su apellido era Stein, su inteligencia una marca de fábrica.

Es extraño. Escribo sobre Paco como si hubiera muerto. Peor, como uno evoca los fantasmas de su pasado. Y no es así. Paco perteneció a mi vida hasta hace un año. Pero ¿qué digo? Pertenece aún. Es verdad que no hablo con él desde… No sé. No entiendo a qué vino este desvío nostálgico de mi relato, si yo me proponía hablar de Victoria.

6

Yo me reí del amor a primera vista hasta ese día en Argentinos Juniors cuando vi, antes que a Paco Stein, a la chica que lo acompañaba.

Cabello negro, ojos verdes, naricita respingada, una boca de las que llaman generosas y con los labios sin pintar. La visión de esa cabeza adorable me cortó el aliento. Del cuerpo que la sostenía no recabé información hasta que torpemente empecé a abrirme paso entre la multitud, di una vuelta que me pareció inacabable alrededor de la pileta, llegué a ellos, la vi entera: una graciosa, diminuta réplica de la mujer ideal.

Mientras mis amigos se desvivían argentinamente por las rubias, yo siempre tuve una firme debilidad por las morenas de ojos claros. Victoria no solamente cumplía con el color del pelo y de los ojos; era lindísima. Tan pequeña que hasta Paco parecía alto al lado de ella, y sin embargo concentraba en su escasa superficie todas las miradas de los socios más próximos. Miradas de admiración y pena, el mudo y triste ruego que provoca la belleza en los meros espectadores.

–Esta es Victoria –dijo Paco–, mi invitada especial al acto depredador que ha tenido lugar en nuestra magna sede deportiva.

Rodeaba los hombros de la chica con un brazo amistoso.

–Lástima los libros, che. Policiales de tercera categoría, dos o tres ejemplares del Manual del alumno bonaerense, una docena de Platero y yo. Ese burro flota como un corcho.

A la mujer ideal no la soltaba.

–La víctima incolora, inodora e insípida, desluce al victimario. Decí que la biblioteca, el mueble imperialista le da un toque de fuerza, o no valía el viaje de Victoria, que se viene de Flores.

Me miró fijamente y bizqueó. Tenía ese curioso tic. Cuando clavaba los ojos en un punto, bizqueaba. No era bizco.

–Victoria, este buzón de carne es mi gran amigo Alberto Paradella.

El codazo disimulado pero certero me despertó. Extendí una mano que temblaba.

–Encantado.

–Mucho gusto –dijo ella, formal.

Me observaba con el frío interés que yo había aprendido a reconocer en las chicas del club: gesto aprobatorio antes de lanzarse al ataque, el general que mide el campo de batalla y lo encuentra adecuado a su estrategia. Se trataba de la mujer ideal y dudé. ¿Cómo compararla con otras? Pero el centelleo en el mar verde de su mirada me recordó uno similar, casi olvidado: el de los ojos también verdes de la vecina en la terraza.

La mano que estreché con avidez y grandes ilusiones era la de una criatura, blanda, tierna, confiada. Las uñas, arrasadas por una mordedura constante, me llegaron al corazón; un defecto infantil que humanizaba al sueño, que me ensanchaba de ganas de protegerla y de mimarla, y que años después, en la butaca del cine o leyendo en la cama, no cesaría de reprocharle porque me irritaría tanto el ruidito de las pobres uñas esquiladas, el eterno clic-clac de los dientes voraces.

No le solté la mano. Ella tampoco intentó zafarla.

Paco retiró el brazo del hombro de Victoria y se lo miró como a un objeto extraño, de presencia enigmática. Luego, como el absurdo gato de los Stein, dio un salto, cruzó los pies en el aire, cayó de rodillas entre Victoria y yo.

–¡Aleluya, Aleluya!

Hacía esas cosas con frecuencia y espontaneidad y uno se reía y secre­tamente envidiaba su falta de pudor, de ese viril sentido del ridículo que nos enorgullecía y nos amargaba la vida al mismo tiempo. Pero esta vez enrojecí y lo odié. Fue apenas un instante porque Victoria no lo festejó, porque no se soltó de mi mano y porque Paco, loco y todo, ya decía generosamente:

–Oh, sí, Alberto Paradella, un gran amigo, un gran deportista. Aquí donde lo ves, Victoria, con esa cara de pavo, es el orgullo de Argentinos Juniors.

–¿Ah, sí? –dijo Victoria.

Y por fin desprendió la mano y se echó el largo pelo hacia atrás en un movimiento de tan felina delicadeza que casi me hizo llorar de ganas de abrazarla.

–No lo dudes, Victoria. Donde lo ponen a Alberto hay lucimiento. Composición. Tema: La vaca. Te explico. Es el sujeto de toda oración admirativa. Tema de ejercitación literaria, modelo de párvulos, tortura de infelices. En el cuaderno de premios, nunca está ausente. Nuestro mejor arquero, la estrella del juvenil de básquet…

¿No se le iría la mano? ¿No había un tono burlón en tanto elogio? ¿Y si a ella no le gustaba el deporte? Iba a decir que ya no jugaba al básquet cuando la oí exclamar, los ojos iluminados por un súbito interés:

–¿De los que tiraron la biblioteca al agua?

–Nop.

La teoría de Paco de que la negación castellana era débil, había creado ese nop, que imitaba medio Argentinos Juniors y por lo menos un tercio de la población joven de Villa del Parque. Cuando uno quería mostrarse categórico, irrevocable y además finamente escéptico, usaba el nop de Paco Stein.

–Fue el año pasado, querida, antes de que los Juveniles de Básquet se convirtieran en vulgares delincuentes juveniles, como dice nuestro desconsolado, culto presidente. Ahora Alberto juega al ajedrez.

Por los ojos verdes pasó una sombra.

–¿Al ajedrez?

Paco saltó al rescate.

–Momento, aclaro. Ahora es nuestro campeón de ajedrez.

La carita se reanimó.

–Ah –dijo.

Si Paco había albergado alguna ilusión con respecto a Victoria, nunca me enteré. Seguramente, en el transcurso de aquella presentación que le costó la chica más linda que vimos en Villa del Parque, miró bizqueando cómo nos mirábamos, supo que todo estaba decidido, y con esa agilidad para adaptarse a los acontecimientos que maravillaba a sus amigos, se aplicó a elogiarme ante Victoria.

Yo estaba demasiado feliz para agradecérselo. Cuando esa noche, en el Café Juncal, lo arrinconé en la mesa, lo acribillé a preguntas sobre la mujer de mi vida, se mostró, en cambio, extraordinariamente parco. No pasaba de suministrarme meros datos de filiación –la casa, la familia, los estudios–, el modestísimo currículum de una muchacha de esa edad. Con la sed de los enamorados, insistí en que me hablara de ella. A nuestro intelectual, nuestro psicólogo, nuestro hombre de mundo, le pedí una opinión.

En esos días tomaba solamente café. Bizqueó inclinado sobre la taza, bizqueó concentrándose en la cucharita. Tardó en contestar y su respuesta, una perogrullada, me decepcionó.

–Es muy linda –dijo.

Y luego, bizqueándome en la cara, creó esa frase que a lo largo de los años que siguieron, por aplicación sabia y reiterada a casos que no podían ser esclarecidos mediante la razón, a situaciones que exigían prudente silencio, a descubrimientos penosos o a la llana perplejidad, se convertiría en su tarjeta de identificación.

–Este mundo es muy raro –dijo.

Lo perdoné porque me había alabado tanto delante de Victoria. Lo perdoné por la recolección de ah, esos ah de Victoria que probaban que yo le gustaba, que me quería. Cómo iba a sospechar que aquellas concisas, suspiradas exclamaciones, los ah emitidos esa mañana en el club, después en casa, cuando mi madre sustituyó a Paco en los elogios, después en la puerta de la facultad, cuando le comunicaba la nota de un examen, no eran sino la campanilla de una caja registradora que acusaba el ingreso de moneda. Moneda que hacía circular Victoria entre su propia familia, amigos y conocidos, con la prepotencia y la vulgaridad de un nuevo rico.

Lo supe aquella noche en una vereda de Flores, a la vuelta del cine, en su respuesta a mi pregunta: “Imposible”.

Me dije: “Victoria no me quiere. Para estar solo, mejor cortar ahora, separarse”.

Largamente contemplé su rostro buscando la palabra mordaz, el tono duro. Entonces, mientras la miraba, vi el enojo que empezaba a ensombrecerla, recordé que los nefastos ah me habían garantizado la frecuencia de sus besos, de su sonrisa. Imaginé la vida sin ella. Imposible. La vida con ella pero sin título de abogado. Imposible. Su orgullo la haría volverse a otro proveedor de indispensables ah.

Justo en el límite, a punto de perderla, atiné a abrazarla, a prometer:

–Era una broma. No te enojes, Victoria, era una broma.

–Ah –dijo.

Cerró los ojos y me ofreció la boca.

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