Kitabı oku: «La octava maravilla», sayfa 3

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7

Poco antes de recibirme empezaron las pesadillas.

Para alguien que siempre ha dormido bien o tiene sueños agradables, despertarse en mitad de la noche sudando frío, pasarse la otra mitad tratando de interpretar un sueño tan absurdo como aterrador, es un hecho que puede cambiarle la vida. Y cambió la mía.

Una de aquellas terribles noches, sin verdadera conciencia de lo que hacía, salí al patio, trepé la escalera a la terraza. Pleno invierno, yo en piyama, con una manta escocesa como abrigo, sujetándola alrededor del cuello, subiendo esa escalera. Mi naturaleza es friolenta, desconfío de la oscuridad, pero ahí estaba, en la proa del balcón, aterido, cacheteado por el viento, bajo una llovizna de hielo.

Miraba el barrio que dormía y yo insomne, cuando sucedió. Me refiero a que la pesadilla que me había echado de la cama apareció ante mis ojos bien abiertos.

Casas y árboles oscilaron con el leve temblor de una película sumergida en el líquido que la revela. Un instante ondularon los techos. Las pocas luces encendidas (un farol, una ventana abierta), se apagaron y prendieron en posiciones diferentes. La calle abajo zigzagueó, se derramó de su cauce, volcó a la izquierda, pasó el bulto cuadrado de la esquina y desembocó en la gran avenida iluminada que no era Nazca. El retumbar de un trueno me aturdió. No había tormenta. Sólo viento y agua. El trueno era el paso de un tren por un puente de hierro, sobre mi cabeza. Pensé, aterrado: “La estación está lejos, qué puente, dónde, por qué arriba”. El silencio que siguió a esa ráfaga de estruendo, se ahondó en nuevas convulsiones del barrio. Desgajado, hostil, no era Villa del Parque.

Bajo la lluvia, algunos trazos se afirmaban. Sentí tanto miedo como fascinación y me incliné aún más, aplastada la cintura por el parapeto de cemento del balcón, para ver bien la imagen que brotaba en aquella inesperada fotografía.

Negro, gris, trémulo, ajeno, vi otro barrio. Una calle, una puerta en una casa, un cartel con letras rojas que no pude leer, un baldío o tal vez un gran patio desierto, y entre las sombras, el círculo de un faro remoto que me buscaba en la noche y la lluvia, que aumentaba velozmente de tamaño a medida que se acercaba a mí. Primero fue una luz amarilla, luego un remolino de colores intensos, y por fin el rostro desconocido de un hombre que movía los labios silenciosamente. La visión se estremeció de pronto. Villa del Parque y aquel negativo que no concluyó de revelarse, desaparecieron borrados por algo tibio que me cubría los ojos.

Eran lágrimas.

La encontré el viernes y hoy es lunes. Se irá a las nueve, dijo.

Todavía era noche cuando me escurrí de la cama. Cerré la puerta del dormitorio, cerré la puerta del estudio, puse un mantel doblado bajo la máquina para atenuar el ruido de las teclas, y seguí escribiendo.

Llegué, como han leído, hasta la pesadilla en la terraza. Ahí me detuve. No lo hice a propósito. La sorpresa de recordarme en esa situación ridícula (en piyama, bajo la lluvia y además llorando), me impidió continuar. No me reconozco, no puedo creer que la escena pertenezca a ese pasado que inten­to recuperar y explicarme. Una pieza de otro juego; una de las comunes trampas de la memoria.

La chica de la estación de Villa del Parque duerme todavía, pero falta poco para que suene el despertador. Idea de ella.

–Es un lindo reloj –había dicho, tomándolo con esas manos delicadas como si el despertador fuera una cosa viva.

Le dio cuerda, observó la posición de las agujas antes de colocarlo en la mesa de luz, entre la lámpara y el cenicero de ónix que me regaló Victoria para el último cumpleaños celebrado en pareja.

Tan absorto la miraba que tuvo que repetir la pregunta:

–¿Me acompañarás?

–Sí, sí –contesté.

–Sos muy bueno.

Y sonrió. Yo ya sabía que iba a sonreír. Todo en esta muchacha es tan lento. En el gris de los ojos, por detrás de una corola de pétalos dorados, se alza una tenue luz que inunda progresivamente la mirada hasta convertirla en un único brillo de metal. Pero, independientemente de los ojos, durante dos, tres segundos, no demasiado tiempo, el suficiente para que yo lo advierta y me asombre, el rostro continúa suspendido en la expresión previa: grave, concentrado o vacío. Luego, paso a paso, la risa hace su obra. Se abre el arco de las cejas, los altos pómulos aplacan su severidad, el labio se desprende del labio, la bella boca de dibujo grueso, con el finísimo vello de las mujeres nórdicas, comienza a distenderse hacia las comisuras y, entre dos paréntesis y dos puntos de hoyuelos, aparece entera, de pie, la sonrisa.

No es extraño que me distraiga en la contemplación de estos singulares procesos. Sólo cuando agregó que tomaría el tren de las ocho y veintiséis –el único defecto que le descubro es un maniático respeto por el reloj–, entendí que no me preguntaba si la acompañaría en el amor o la felicidad. Quería que la llevara a la estación Retiro.

Si al describirla doy la impresión de que la juzgo estúpida, aclaro que no soy el tipo de hombre que confunde velocidad de movimiento con inteligencia. Más rápida que Victoria no hubo otra y sin embargo, con todo lo que la quería, nunca fui ciego a las irrefutables pruebas de su estupidez.

A propósito de Victoria: esta muchacha es tan diferente a ella, que a cada rato las comparo. No necesito mirar la fotografía de mi mujer que, en parte por pereza y en parte porque sentí que las dos o tres cosas que podía hacer con el retrato –romperlo, quemarlo, esconderlo en un cajón– implicaban una venganza repugnante, sigue encima de la cómoda, donde siempre estuvo.

A Victoria le gustaba mucho esa fotografía. Lograba adularla más que el espejo. Y le disgustaba la mía, que hacía juego, porque según su opinión, la cámara, la luz y el fotógrafo, me habían inventado un fuego en los ojos, una sonrisa divertida en los labios, una expresión de curiosidad apasionada, rasgos que ni por asomo pertenecían al hombre frío, aburrido e indiferente, que vivía con ella. A mí, para decir verdad, me parecía ridículo tener fotos de ambos ocupantes del dormitorio como si estuviéramos ausentes o muertos, pero Victoria se enojó tanto cuando protesté, que no volví a tocar el tema.

El día en que Victoria se fue de casa, destruí mi fotografía. Tuve que romper el vidrio para sacarla del marquito. Me costó, de puro torpe, una cortadura en el dedo. Pero ni loco me arriesgaba a que el portero le contase a todos los vecinos que había hallado mi imbécil cara sonriendo en el tacho de la basura.

8

Del todo no me siento culpable. Hay personas que nacen con una aversión natural por la mentira y yo soy una de ellas. Creo, tal vez ingenuamente, que en el respeto a la verdad se encuentra el único camino de salida del infierno. Si mentí, fue porque a la verdad no la creyeron.

–¿Cómo? Entonces no querés trabajar –exclamó mi madre, mientras la mano tironeaba del pañuelito escondido en la manga de su blusa.

No alcanzaba a sacarlo. Yo aclaraba:

–Por supuesto que quiero trabajar.

Y la acusación de haraganería me obligaba a defenderme, recordándole cómo había trabajado todos esos años sobre los aburridos libros de texto.

Mi madre postergaba el pañuelito.

–La verdad, nunca fuiste un vago, a Dios gracias.

–Voy a trabajar. Dije que no quería ejercer.

–¿No qué?

–No usar el título. Me gustaría emplearme en otra cosa. Ayudar a papá en la carpintería, por ejemplo.

–¡Un abogado en la carpintería!

–Te aseguro que papá gana más plata con la carpintería que un abogado que no sabe hacer plata.

–Tu pobre padre. Enterrado en la viruta, del día a la noche, sin ver gente.

La carpintería, lo juro, era un club. Iba a replicar que si algo no le faltaba a mi padre, conversador famoso del barrio, era gente, cuando entendí que ella se refería a trajes, corbatas, automóviles y casas-quintas, no a las personas que los habitan.

Necesitaba la complicidad de mi madre. La mítica indulgencia maternal que todo lo acepta y lo perdona y de paso ayuda a convencer a su futura nuera de que, abogado o no, el hijo es un hombre de valía. Insistí: ni coche, ni yate, ni viaje a Europa, apenas un abogado mediocre y encima triste. No me negaba a trabajar. Me negaba a la selva, al tigre, al inevitable fracaso.

Yo era un típico estudiante argentino. Quiero decir que la universidad me educaba para recibirme, no para andar perdiendo el tiempo en pavadas que desmerecen al caballero instruido. Si mi padre hubiera sido abogado, me habría refugiado en su oficina; si ingeniero, en su empresa. Pero mi padre era carpintero, todo el panorama laboral se reducía al limbo de los avisos clasificados, así que imprudentemente insistí en la carpintería.

Con astucia de madre y femenino sentido común, replicó:

–Jamás pudiste ni sostener derecha una herramienta. ¿Por qué te creés que te mandamos a estudiar?

Y agregó, persuasiva:

–Con toda tu salud, siempre fuiste un chico delicado. Siempre soñando, siempre en babia. Los chicos inteligentes son así. No sirven para nada. Por eso uno les da una carrera. Sin un título, los pasan por encima.

En el tono de mi madre había esa conmiseración por la inteligencia, que yo creí nativa y propia de Villa del Parque, de mi barrio y mi gente, hasta que descubrí que era nativa y propia del mundo.

Con apesadumbrada ternura, me dijo:

–¿Vos creés que a tu padre no le hubiera gustado que trabajaras con él? Pero unos tienen fuerza en las manos, otros en la cabeza. Y, Albertito, cada vez que te ofrecías a ayudarlo, temblábamos. O rompías algo, o algo se te rompía a vos en el cuerpo. Nunca vimos chico más inútil, pobrecito.

Seamos francos: ella no mentía.

–No verás abogado más inútil, tampoco.

–¡Ah, eso no! Para algo estudiaste, para algo sacaste tan buenas notas. Lo que pasa es que sos muy modesto, no como otros…

Y empezaba la nómina de los horribles otros: el hijo de Fulana, el sobrino de Mengana, etcétera.

Exhausto, derrotado, yo asentía en silencio.

Con mi padre no me fue mejor. En un punto del monólogo que emprendí para describir un futuro muy diferente al que él imaginaba, alzó los ojos de la madera que estaba lijando y me miró.

Mi padre, Antonio Paradella, era alto, flaco y de cara angulosa, con unos matorrales de cejas negras sobre los ojos grises, a su edad tan limpios como los de un niño. En el cuerpo magro pero duro, en la nariz aguileña, en el ancho mentón cuadrado y la sombra de barba que le costaba afeitar, nadie sospechaba a primera vista su firme vocación para la broma, su risa alegre, su incapacidad para tomar decisiones o mostrarse severo. Era, a pesar de su flexibilidad en el trato con todo el mundo y el número de sus amigos, un hombre tímido.

Sé que ha muerto. Pero hay tantas cosas que parecen desmentirlo. El olor de la madera fresca, recién cortada y sin barniz; las óperas de Verdi que todavía oigo, silbadas floridamente por mi padre, en las mañanas del domingo, cuando los domingos eran los de la infancia, una fiesta; en la mesa de una librería de viejo, un reseco ejemplar de Más allá, su única lectura, me devuelve su cara absorta y feliz; una mano ancha y tosca de obrero, vista en un colectivo, recupera la suya, y hasta creo oler la mezcla de azúcar y limón que frotaba en la piel callosa, en el guante de cuero que el trabajo había calzado en su mano íntimamente delicada, lenta en llegar a mi mejilla, avergonzada de rozarme con su aspereza.

Alzó los ojos y me miró, perplejo.

Tartamudée:

–Hay perezas y perezas. No es que no quiera dar las últimas materias. Se trata…

Para escucharme, suspendió el ir y venir de la lija sobre la madera. Solía hablar y trabajar al mismo tiempo, con armoniosa sincronización.

Bajé la vista. Me había sentado sobre el banco de carpintero, como cuando era chico y le contaba historias del colegio o del club. Me sentí chico y estúpido. Hubiera querido enterrar la cabeza en la montaña de viruta que había a mis pies. Pues bien, no era un chico. Debía mirarlo cara a cara y decirle, cara a cara, que los años de facultad, el abogado de la familia, corrían hacia el mismo destino que esa viruta. Se necesitaba coraje. No lo tuve. Salté del banco de carpintero, me sacudí la ropa.

–No me hagas caso. Estoy chiflado. Los nervios del examen, sabés.

Abrió la boca, asombrado y curioso. No dijo nada. Extendió la mano hacia mi cara y en el mismo movimiento la retiró.

–Yo no sé –dijo–. Yo no sé.

Buscaba alguna palabra. No la encontraba.

–Si no te gusta… Yo no sé…

Se miró la mano. Tenía un raspón fresco y lo estudió atentamente, palpando la raya de un rojo pálido, que cruzaba, fina y recta, la dura piel.

–¿Es para tanto? –preguntó, inesperadamente.

Recordé la pesadilla, la visión en la terraza, de algún modo ligadas a la desazón de recibirme. Pero ahora me encontraba ahí, en la carpintería, el sol entraba por la ventana, un río correntoso con todas las chispas del polvo de aserrín y todo el perfume de árboles aún frescos, no llovía, no era de noche, era inconcebible que mi padre tuviera que morirse un día, que yo, tan bien anclado en esa madera de Villa del Parque, emprendiera los viajes y en uno de esos viajes la película, Francisco Uriaga y la soledad del regreso. Mi padre repitió:

–¿Es para tanto, Alberto?

–No, no es para tanto –contesté.

Como ven, fracasé con Victoria, con mis padres, con las tías, con los primos (ni al más rencoroso pude alistar en mis filas), con los amigos.

No soy dado a las confidencias, pero una tarde, en el Café Juncal, le dije a Paco Stein que recibirme de abogado equivalía a una suerte de suicidio. La exageración, impropia de este muchacho sano y equilibrado, lo so­bresaltó.

–Pero che.

Y ahí nomás llamó al mozo y pidió otra vuelta de ginebra.

Porque era Paco Stein no saltó al ruedo, como los otros, para explicarme que esa obsesión se sustentaba en mi modestia. Cuando no hablaba, sabía escuchar y me escuchó.

Por ahí, el empecinamiento que ponemos los porteños en decir escucho por oigo, nace de la realidad. Escuchaba, pero no me oyó.

Claro, también yo era (aunque no me había sucedido Berlín), el mismo que soy ahora, con ese pudor que me hace dar vueltas y vueltas antes de contar la historia, el que acumula datos y razones para escudarse de toda sospecha de inverosimilitud o de injusticia. Fui minucioso en los detalles. Extraje cada pequeña pieza de mi angustia, armé un complejo mecanismo. Todas las piezas, menos una: la pesadilla en la terraza. ¿Y qué podía oír Paco sino el monótono tic-tac?

–Veamos –dijo–. El correcto Alberto Paradella imagina que no le saldrán bien los deberes que le mandó la señorita. Imagina que en lugar del diez de costumbre, le van a poner ocho. Se agarra la cabeza, se desespera. ¿Voy bien?

No. Pero siempre he estado dispuesto a pensar lo peor de mí. Asentí vagamente.

–Luego, no quiere rendir examen. O le ponen diez, o se retira del establecimiento.

Con toda la buena voluntad que suelo poner en la admisión de mis defectos, la calificación de necio me ofendió. Para no contestarle de mal modo (al fin y al cabo le había pedido un consejo, al fin y al cabo tenía la obligación de ser franco conmigo), sacudí la cabeza lentamente.

–No exageres –murmuré.

–¡Pero dejate de jorobar! Un tipo como vos, con un currículum que te envidiaría Ceferino Namuncurá, preocupándose por el futuro.

–¿Lo de Ceferino lo decís porque tenía visiones?

–Nop. Porque lo adoran los pobres de espíritu. Ver, me parece que no veía nada. Pero sabés como es en la universidad religiosa con los trabajos prácticos. Optativos, el milagro, la visión o la voz celestial. Te bochan en una de éstas y sonaste. Al fichero a hacer cola beata, esperar el acomodo. Alguna visión tendría. ¿Por qué? ¿Vos no tendrás visiones? Si hablas así del futuro…

–No. El futuro no.

A ciegas busqué un término más adecuado. Tropecé con uno. Lo dije. Paco se echó atrás en la silla, silbó admirativamente. Luego, marcando el dos por cuatro con el vaso, se largó a canturrear: “Contra el destino, nadie la talla, se terminaron para mí todas las farras…”

El grito que pegué le cortó la sonrisa, el tango y el compás.

–¡Mozo!

El gallego se acercó trotando entre las mesas. En su cara peleaban a puño limpio el furor de que alguien lo llamara mozo, en vez de Manolo (o en su defecto, se lo atrajera chistando, agitando la mano, a guiños), y el asombro de que ese insulto proviniera de mí.

–¡Mozo! –gruñó, metiéndose la bandeja bajo el brazo, como para cuidar el lado expuesto a mi ataque de locura–. ¡Mozo! Que mozo sea. Aquí está el mozo, señor, y orejas no le faltan. Malo cuando al de buen oír le gritan.

Tal vez, bajo mi carácter apacible escondo a un iracundo. Tal vez, aquellos que parecen enojarse fácilmente poseen un enojo ficticio, un tic más o menos errático alrededor de la furia, y se asustan cuando ven una de verdad. El gallego y Paco me miraban escandalizados, pero con respeto. No me podía ver la cara, pero me di cuenta de que me costaba hacer pasar la voz por la garganta.

–Dos ginebras. No tenés derecho.

Manolo dio un respingo.

–¡Cómo que no tengo derecho!

–Pero callate, gallego, que no es con vos –dijo Paco–. El que no tiene derecho aquí soy yo. Derecho a qué, pregunto.

–¡Derecho a gritarle a uno! Lo que hay que ver y que me quede ciego. Era así (Manolo marcó una altura de medio metro con la bandeja) y ya holgazaneaba en el Juncal y ahora mozo. ¡Mozo! Y uno a servirle que para eso está. Pero que no hay derecho, veréis si no hay derecho.

Cualquier cosa nos aguantaba el gallego y su paciencia, a lo largo de tantos años de doce horas diarias en el café, se había solidificado en estratos de diversas eras. Resultaba imposible horadar esa corteza sin desenterrar fósiles de anécdotas, respuestas darwinianas que caían con sumaria violencia sobre nuestra presuntuosa juventud, pero lo llamábamos mozo y se le volaban los pájaros junto con la soberbia autoridad que le daban el oficio y la experiencia. Fue esa rabia lo que me calmó. Como un espejo, me mostró la mía.

–Está bien, Manolo –dije, sintiéndome ridículo–, no era con vos, lo juro. ¿Pido de nuevo? Dos ginebras, Manolo. Por favor.

–Manolo ahora es Manolo –gruñó, a medias aplacado–. Jo, que te estrego, burra de mi suegro.

Pero, aunque sacudía la cabeza como si quisiera quitarse de encima la impresión de mi ruina moral, marchó a buscar las ginebras.

Paco hizo un gesto de que continuáramos. Dios, cómo necesitaba contarle. Pero la escena me había dejado exhausto. Prendí un cigarrillo para darme tiempo. Después de Ceferino Namuncurá y Adiós Muchachos no es fácil encontrar el tono apropiado para una confidencia. Temía enojarme de nuevo. Y total, para qué.

Paco esperaba, atento.

–Estarás preocupado si tomás tanto. Vas por la tercera ginebra.

–El que se tomó tres fuiste vos –dije cansadamente.

–Da lo mismo. En cultura alcohólica no aprobaste ni jardín de infantes. Aunque puede ser que no te venga mal.

No dije nada. Se inclinó sobre la mesa y acercó la cara, bizqueando aceleradamente.

–Oíme, Paradella. De verdad, ¿qué miércoles te pasa?

Pensé: “Si le cuento lo de la pesadilla en la terraza, no me creerá; si me cree, me tomará por loco; si no le cuento, por estúpido”.

Los ojos azules, redondos y brillantes de curiosidad, clavados en mí, a la expectativa, me hicieron sentir como al actor de reparto que cae por accidente bajo los reflectores destinados al protagonista. No recordaba mi papelito; me confundía una escena de lluvia, viento y metamorfosis. Dije lo primero que se me ocurrió:

–Un paso en falso y se pierde todo.

Hubo un largo silencio. Paco levantó su vaso y lo miró al trasluz. Estaba vacío, pero se lo llevó a los labios e hizo correr el hilo de unas gotas. A mí me daba vueltas la cabeza. Para frenar el mareo, tomé el resto de la ginebra.

–No sos muy claro –dijo.

–No –admití.

Había dos planos en mi angustia. Elegí el que me dejaba menos solo.

–Esperan demasiado de mí. Victoria, los viejos, la familia. Y yo no quiero lastimarlos. No quiero lastimar a nadie. Por nada del mundo.

Se rio suavemente, entre dientes, mientras sacudía la melena roja y hacía girar el hielo en el vaso.

–¿Vos? ¿Lastimar a alguien? ¿Justamente vos?

–¿Por qué justamente yo? ¿A vos no te importan las ilusiones de tu gente? ¿No te importa amargarlos?

Me miró con honesta sorpresa.

–¿Yo?

–Sí, vos.

Se echó a reír a carcajadas.

–Nadie se hace ilusiones con este señor. Nadie espera que triunfe o gane plata –con el pulgar se señaló el pecho–. Yo soy un intelectual –dijo.

La respuesta me dejó boquiabierto. O por ahí fue la quinta ginebra, que le dio su carácter de mágica iluminación. Vi claramente, entendí todo.

–Me salvaste la vida –dije.

Le agradecí efusivamente, le pedí que cambiáramos de tema. Se encogió de hombros, no insistió.

Yo había encontrado la digna, la única salida. Nadie lloraría sobre el cuerpo desgarrado del pobre cazador, nadie mataría al tigre. No había necesidad de destruir los campamentos, los fuegos, los tambores. El mero tigre no saciaría la sed de gloria de Alberto Paradella. La mira de su rifle apuntaría a un animal del que sólo se tiene referencia por boca de seres aún más raros que la pieza cobrada: el incapturable unicornio.

Eso sí, un paso en falso y todo lo perdía. Aquella misma noche empecé a mentir.

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