Kitabı oku: «La octava maravilla», sayfa 5

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–Estoy lista.

De pie frente a mí, alta, rubia, tan bella, la cartera en la mano, la lenta sonrisa en ese rostro blanco. Sentí un golpe de pánico.

Me ha asegurado que volverá. Una y otra vez lo repitió, sin irritarse ante mi insistencia. Igualmente he tomado recaudos, como el detective con el sospechoso al que debe dejar en libertad. Vive en Villa del Parque. Tengo la dirección de su casa y también la de la perfumería donde trabaja. La pobre chica, con una paciencia admirable, me dictó el nombre letra por letra, ya que me resisto a aceptar que se llame Alicia Martínez.

Es lo menos Alicia Martínez que ustedes puedan imaginarse. En la punta de la lengua tengo un nombre para esta mujer, pero no logro articularlo. Supongo que se trata (en el mejor de los casos) de esa manía de rebautizar que ataca a los enamorados, como si ofendiera el uso de un viejo nombre en una nueva situación amorosa; en el peor, bueno, tan poco tiempo no le permite a nadie hallar el sustituto íntimo, el atajo afectuoso para evitar la cédula.

Alicia Martínez. Es curioso cómo pronuncia Alicia. Suena Álicia, el acento sobre la primera vocal. Mis ganas, espero, de que su singularidad física se extienda al nombre. Porque a veces oigo el saltito, la arritmia, y otras no.

Cuando uno trata de escribir sobre sí mismo, descubre, si es honesto, que la emoción fundamental convive con una cantidad de pavadas. El terror que sentí cuando dijo “estoy lista” lo produjo, por supuesto, la inminencia de la partida. Pero también, a que negarlo, la visión de Alicia Martínez en el living de casa, preparada para salir.

Tenía puesta la misma ropa del viernes. Lo afirmo porque de la estación vinimos directamente aquí, aunque algo caminamos, no mucho, por el barrio, aunque quizás entramos en un café. Yo estaba demasiado perturbado por el encuentro para fijarme en su vestido. Luego, todo el fin de semana transcurrió entre estas cuatro paredes y ella no me acompañó cuando fui a la rotisería en busca de comida y de una botella de vino. Además, con esa perezosa languidez que me conmueve tanto, que en ningún momento sugiere vanidad y menos todavía impudor, estuvo casi siempre desnuda; sólo se cubrió una o dos veces, echando mano de la sábana, para asomarse al jardín, que parece atraerla de un modo especial, porque lo mira absorta, como si buscara a alguien ahí abajo y la defraudara encontrar lo único que hubo en estos días: verde y silencio.

Ahora, lejos del impacto de nuestro encuentro en la estación, la vi por primera vez. Quiero decir que la vi como la verían otros en la calle.

El vestido era de una tela muy fina, de color celeste, seguramente lo más apropiado para un verano de Buenos Aires: sin hombros, sin breteles, con una falda amplia y –como diría Victoria– vaporosa. Realmente la envolvía como una especie de vapor, ya que la ligera corriente de aire que entraba por la ventana abierta, lo hacía temblar y despejarse y adherirse, en suaves movimientos de traslación alrededor del cuerpo. Una nube celeste. Debajo de la nube no había nada, salvo ella misma.

Me pregunté cómo habíamos llegado de Villa del Parque sin provocar un escándalo en la vía pública. Me pregunté cómo llegaríamos a Retiro. Estaba a punto de rogarle que se cubriera con algo, cuando preguntó, inocente, femenina:

–¿Estoy bien?

Oír su voz (me llega adelantada o con retraso, como esas películas checas, polacas, rusas, tan mal traducidas que el texto nunca se lee en la escena a la que corresponde), me avergonzó.

–Estás perfecta.

El alarde de coraje respondía a la necesidad de actuar naturalmente y me duró hasta que salimos del departamento. Tenía media cuadra para llegar al coche. La recorrí como un ladrón, con Alicia Martínez colgada de mi brazo. Sin embargo, ninguno de los vecinos, esos reclutas de imaginaria en la vere­da, la miró dos veces. Tampoco, desde la silla instalada contra la pared, desde los improvisados bancos de plaza que hacen el saliente de las vidrieras de cuatro esquinas, donde se instala, por turnos, el vecindario ocioso y conversador, me negaron el saludo.

–Qué tal, doctor.

La cabeza baja, agité la mano unas cuantas veces, irritado por el inevitable doctor. Oyen la máquina de escribir y deciden que en mi departamento trabaja un abogado. No he podido convencer ni al portero de que ahora me gano la vida como periodista. Me confunden con el abogado del quinto, un hombre viejo e inválido, de rotundos bigotes grises, sombrero de fieltro y chalina, que transportan a su estudio cada mañana, milímetro a milímetro, dos muletas y dos hijos fuertes. Del fondo del pequeño cuerpo de títere, una voz ronca, de hierro, me saluda cada vez que lo cruzo en su heroica trayectoria de caracol: “Buenos días, doctor”. Hasta él me confunde con él.

El chico de la playa de estacionamiento, que de ávido no discrimina y piropea a todo lo que pasa y merece, siquiera genéricamente, la denominación de mujer, se portó como un caballero, me acompañó hasta el auto haciendo las preguntas de costumbre, que tienen que ver con mis viajes al extranjero y su necesidad de consejo sobre el tema. Siempre está por viajar. Esta vez, inquieto ante la diáfana presencia de Alicia Martínez, le contesté brutalmente.

–No dudes un segundo. Entre Mar Chiquita y Lobos, la mejor elección es Berlín.

–No me cargue, doctor, que le hablo en serio.

La muchacha ya estaba a cubierto en el auto. Me di vuelta para mirar al chico.

Tendrá unos cinco años menos que yo, pero en el barrio le decimos el chico. Y está bien, no ha dejado de serlo, no lo imagino viejo, se ha instalado en el límite de la infancia, crecido y sin maduración, como la casilla de la playa de estacionamiento donde pasa su día. Es flaco, desgarbado, de piel amarillenta, tiene el pelo lacio y negro, demasiado largo, demasiado brilloso, peinado hacia atrás y sin raya, que forma una rampa curva sobre el cuello de una camisa no muy limpia pero de colores que aturden.

Es alegre, parece feliz. Me ha ayudado a cargar tantas valijas, me ha despedido tantas veces, me ha recibido y preguntado, curioso, sin ninguna timidez, dónde estuvo, cómo le fue, que a la larga, sin contacto alguno fuera de esa playa y esa vereda, ha logrado que me sienta menos solo cuando me voy y cuando vuelvo. A la larga, sin serlo, somos muy amigos.

–Perdóname. Estoy en contra de los viajes, sabés.

Sacudió la melena, se echó a reír a carcajadas.

–Ahí estuvo genial, doctor. Dele nomás que hay aire para que salga su catramina.

Dos cosas me irritan en el chico: una, no consigo que me tutee y así me obliga a ese desagradable tic porteño del voceo al mozo, al chófer, al cadete de la oficina, obligados, por tradición jerárquica, al usted. Otra, que llame catramina a mi coche y se ofenda porque no he comprado un modelo nuevo y lujoso. Pero ni una palabra, ni un guiño, por Alicia Martínez. En suma, cuando quiere, sabe portarse como un señor.

En la estación Retiro, profundamente aliviado ante la indiferencia de una multitud de varones, me dije: “Soy yo el que exagera. Veo más ese cuerpo porque lo conozco mejor. Porque lo conozco, lo adivino. No era para tanto”.

Mi preocupación (una prueba de la capacidad que tengo para distraerme con tonterías), desapareció mientras esperábamos el tren. Y fue inmedia­tamente reemplazada por la angustia de la despedida.

Le hice jurar que me llamaría por teléfono a la tarde, que nos veríamos esa misma noche, a las nueve. Llegó el tren, se detuvo, bajó la gente, subió todo el mundo y yo aún la aferraba de un brazo y suplicaba. Mi desesperación no perturbó esa calma, ese maravilloso equilibrio que me admira tanto como su belleza. Apenas durante unos instantes se mostró indecisa. Parecía perturbada. Miró el reloj.

–¿Qué pasa? ¿No vas a venir?

Sonrió a su modo: lentamente.

–No nos separaremos nunca –dijo al fin.

Debí alegrarme. En cambio, me sentí extrañamente triste. Esas lindas palabras, tan indispensables, no me sonaron bien.

Dudo antes de escribir mi impresión, pero tengo que hacerlo: sonaron como golpes de formón en una piedra. Me recordaron esas tumbas del cementerio que nadie visita, esa lápida de un muerto que nadie reconoce, y en ella el texto claro, pero sin sentido, que nadie lee. Me estremecí.

De puro hábito, fui a la oficina. La encontré medio desierta, porque era muy temprano. Alguna cara de día lunes me miró sorprendida y preguntó:

–¿Qué haces aquí?

En la confusión de este fin de semana, me había olvidado: estoy de vacaciones. Disimulé mi estupidez con una excusa.

–Vine a buscar el material para la nota de la itb.

La itb es la International Tourism Bourse de Berlín, que se celebra todos los años en esta fecha. El material comprendía gacetillas, folletos, fotografías. Lo recogí, saludé a mis atónitos colegas, vine a casa.

Ahí está el sobre, aún cerrado, en una punta de mi escritorio. Toda esa información inútil. La nota está hecha y entregada. Aunque este año no he asistido a la itb, da lo mismo. La ceremonia se repite con pocas variaciones. Utilicé ese argumento para no viajar a Berlín y como corresponde lo aceptaron.

¿Y si me equivoqué? ¿No estaría protegido ahora por la distancia? ¿Acaso la locura de esos congresos de turismo no es una hojarasca en la que cualquier hoja individual de locura puede ocultarse sin esfuerzo? Miro el sobre. Contiene una realidad tranquilizadora –la itb– y una ciudad concreta, Berlín. Lo miro y me reprocho mi cobardía.

Pero también es cierto que cuando me propusieron el viaje no había teni­do ninguna noticia de Vida y obra de Francisco Uriaga y tampoco había encontrado a la muchacha.

13

Si se entiende a la felicidad como el producto que se obtiene de la suma y la resta de buenos y malos momentos acumulados en un periodo de la vida, no he mentido al declarar que durante los años de mi matrimonio fui feliz. Pero también debo admitir que la desdicha me avergüenza, me hace actuar como un criminal y entonces busco un lugar escondido, cavo un foso, entierro mi cadáver. Y que cuanto más violento el golpe, mejor represento mi papel: el de un hombre al que todo dolor le llega sin asombro, un extraño perro de Pavlov que segrega una sonrisa oblicua toda vez que la campanilla del amo toca a duelo.

Mis libros documentan prolijamente que aquellos fueron años felices. Si hubo error en el cómputo o algún desfalco, no soy la persona indicada para descubrirlo; nunca tuve facilidad para los números.

En los primeros tiempos, nuestra vida en común era un modelo de sencillez y de equilibrio. La oficina jurídica prosperaba y yo con ella. Regularmente me aumentaban el sueldo; regularmente ajustaban, por este medio, la producción de cariñosas exclamaciones de Victoria. Ella ocupaba su día comandando el pequeño ejército mercenario de la construcción, soldados cuyo rasgo más notable consistía en desertar en plena batalla, abandonándonos a nuestra suerte entre montañas de cascotes, bolsas de cemento y arena, pedazos de cañería rota y azulejos. Yo escribía (fingía escribir), en una mesita que Victoria trasladaba de rincón a rincón, en huecos de trinchera.

Durante un largo año, anidamos en este incómodo paréntesis de destrucción y reparación, a la espera del día maravilloso en que se retiraran los obreros y pudiéramos quedarnos solos. Los obreros, en cambio, no demostraban ninguna ansiedad por concluir sus tareas. Como yo, preferían el diálogo a la obra.

Los albañiles, los pintores, los plomeros, los yeseros, los carpinteros y yo, estábamos estrechamente unidos por nuestra fe en la comunicación humana. Apenas Victoria salía y me dejaba vigilándolos, ellos saltaban del andamio, yo me escurría del escritorio, y nos abandonábamos al oprobio de la conversación.

Hablábamos de todo, mientras tomábamos mate para reponer fuerzas. La “refacción”, como llamaba a esas ruinas siempre frescas el maestro mayor de obras, subalterno inmediato de Victoria, comenzó en marzo con un análisis de la política nacional, y concluyó en el mes de mayo del año siguiente, cuando ya estábamos tan adelantados en el terreno de la confidencia, que yo me despertaba preguntándome si el Cacho se habría animado a proponer la separación a la Gorda, si la nena de Ramón había aprobado el examen de ingreso al banco, si Varela llegaría lúcido o sujetándose de las paredes. Era como tener otra familia.

Las frecuentes ausencias de los obreros no me preocupaban. Parte de la rutina, esas faltas enriquecían la charla, apuntalaban la rueda del mate, prolongaban placenteramente la refacción. Victoria, furiosa, me reprochó que no los fustigara. Se rebelaba contra mi blandura; no sabía que estaba hablando con el cómplice, con el interlocutor satisfecho de personas tan comunicativas.

Pero aunque los obreros parecían decididos a vivir con nosotros para siempre, un día se fueron. Y durante semanas, porque los gremios me malcriaron, Victoria tuvo que soportar mi impaciencia.

Ocurre que Victoria, que deslumbraba a todo el mundo con su facilidad de palabra y era el alma de fiestas y reuniones, conmigo llevaba a la práctica aquella máxima de san Martín que, en tándem con la famosa anécdota de la mosca, pedalea en los cuadernos de la escuela primaria: “Habla poco y sólo lo necesario”.

San Martín, refugiado en Boulogne-sur-mer; no carecería de buenas razones para aconsejar el silencio. Pero ¿qué motivos podía tener Victoria, con excepción de la falta de ganas, en nuestro departamento de Montserrat? Porque ahora que estábamos por fin solos, nuestras conversaciones demostraron tener una vida muy efímera. Como mariposas, morían estrelladas contra el vidrio de los ojos de mi mujer cuando yo, mate en mano, intentaba recuperar la felicidad de mis diálogos con los obreros. Morían ahogadas en sus bostezos, atravesadas por el alfiler de una observación impertinente. Hasta que una noche protesté:

–No me escuchabas.

–¿Querés que te repita lo que dijiste?

–Por Dios, no.

–Ahora te enojaste.

–No me enojo, me entristezco.

–Es lo mismo.

–¿Cómo va a ser lo mismo?

–Puedo prestar atención a dos o tres cosas al mismo tiempo, sabés.

–Qué atención será ésa.

–Mira, palabra por palabra. “Lo que más me gusta del cine es que me hace olvidar quién soy, dónde estoy y para qué.” ¿Ves? Y te puedo repetir lo que…

–Victoria, basta.

–Ahí tenés. Te enojaste.

Traté de explicarle que no es fácil hablar cuando el interlocutor, aunque profundamente interesado en el tema, bosteza, nos transmite una repentina preocupación por esa mancha en el sofá, pregunta si el que narra se ha acordado de sacar la basura. Tampoco alienta demasiado descubrir que el otro se ha ido por ahí, en recuerdos y ensoñaciones, y uno queda como el chico que ha remontado un barrilete: el hilo en la mano, el barrilete allá arriba, tan lejos que apenas es visible desde la tierra donde el dueño, solitario, lo mira.

–Además…

Callé.

La noche anterior habíamos estado en una fiesta, en casa de uno de mis primos. Comparé la Victoria resplandeciente, la Victoria alerta, conversando (sin un bostezo), con un amigo de mi primo, la Victoria que tanto hizo reír con sus bromas, la que bailó incansablemente hasta las cuatro de la madrugada, con la Victoria desvaída que tenía delante. Recordé muchas escenas similares –un contrapunto de Victorias luminosas en casa ajena y opacas en la nuestra–, y la obvia inferencia de que sólo yo aburría, me amargó el mate.

–¿Qué ibas a decirme?

La curiosidad la reanimó. Como un gato desplegó el cuerpo en el sillón y desde una honda distancia los ojos verdes se clavaron en mí, muy atentos, en busca de la fuente de un vago ruido amenazador. Intuí que si mencionaba las pruebas de su desinterés, me diría que estaba celoso.

No eran celos lo que yo sentía. Era miedo. Ese miedo que produce acercarse a la intimidad ajena, la mezcla de fascinación y temor que crea la puerta de una habitación prohibida. Me intrigaba y asustaba esa puerta que guardaba una Victoria secreta, la madera que dejaba filtrar ocasionalmente el olor de un hambre insatisfecha, el ventanuco del que asomaba una mano ávida suplicando alimento para el cuerpo prisionero y famélico. Porque unos mendrugos de luces, de música, de gente, parecían devolverle la vida a mi Victoria muerta.

En todo caso, en noches como las del cumpleaños de mi primo, su comportamiento no se diferenciaba mucho del de un convicto que recibe unas pocas horas de libertad. Si aquella fiesta fuera una película, me bastaría frenar el reel en dos o tres escenas, para mostrarle la prueba de su desesperada, oculta busca.

Ahí está su cara girando como un reflector desde una punta de la mesa. Ahí comienza el juego indiscriminado de su seducción, la afiebrada coquetería que, de tanta gracia y tan múltiple despliegue, tiene un fondo de hielo. Entre todos los hombres que la rodean siempre hay un desdichado favorito, un rostro que se enciende bajo su encanto como la lámpara de Psique y la persigue durante toda la noche en vano, porque (dice una voz en off) es mi mujer, volverá a casa conmigo, es a mí a quien quiere. Ahí está Victoria, acalorada, las mejillas rojas, gotas de sudor en la frente, haciendo gestos de que no puede más cuando le pido que baile conmigo, empujándome, con mimos, hacia mi prima o una muchacha cualquiera, y un segundo después, Victoria en brazos de otro, fresca, radiante, olvidada de mí. Ahí estoy yo en pantalla, mirando con tristeza y con culpa, porque me siento mal, porque soy un avaro de Victoria, miro y miro los saltos de mi esposa que ha salido de encuadre. Manos extrañas me palmean el hombro. “Qué divertida es Victoria, qué loca.” Y antes de la palabra fin, la larga vuelta a casa. Victoria en sombras y callada mientras yo conduzco el automóvil, su cabeza reclinada en el asiento, los ojos cerrados, exangüe, pálida, muda, salvo cuando protesta ante cada luz roja que me obliga a frenar, que nos impide ir rectamente hacia la cama, en la que se echará sin desvestirse y que adquiere, por obra de este gesto suyo, la frialdad de una cama de hospital.

Solamente le dije:

–Yo te aburro. Anoche, en cambio, te divertías.

–Ah, estás celoso.

Pero qué tonto era, agregó. Todo porque había besado, un beso inocente, de cariño, al amigo de mi primo. La había visto y tenía celos.

Tragué saliva. No la había visto. Ojalá me hubiera ahorrado la información. Miré la bombilla de mi mate ya frío y no contesté.

–Lo que pasa es que no me entendés. Lo de anoche era un juego. Todo es un juego.

–¿Qué juego?

–Juego de jugar –respondió impacientándose.

–Es verdad, no entiendo. Si me explicaras, tal vez entendería.

Frunció el ceño para concentrarse, muy preocupada, como el científico que debe exponer los principios de la teoría de la relatividad a un salvaje. Luego de una larga pausa dolorosa, la cara se le iluminó en una sonrisa.

–Si yo hubiera querido engañarte, me las habría arreglado de otro modo. Cómo podés imaginarme capaz de semejante cosa con toda la familia de­lante.

Bien. Para probarme su fidelidad, me señalaba que podía engañarme sin que yo me enterase.

He pensado mucho sobre el amor –qué otra cosa, cuando uno está demasiado solo y sin amores– y la única conclusión expresable a la que llego, es compararlo con la calle Pernambuco en Villa del Parque, en el estado en que se hallaba antes del asfalto: un lujo de mi infancia, que yo recorría en bicicleta.

Más que calle era una zanja chata en un pedazo de campo, una huella arañada entre dos hileras de casas a medio construir que flotaban en blancos de yuyales rebeldes, pero para mi edad, mi tamaño y la voluptuosidad de pedalear libremente y a toda carrera, tenía anchura de avenida, comunicaba con el mundo. De ahí mi furia cuando no lograba esquivar un pozo y volábamos, la bicicleta y yo, hacia el porrazo que me dejaba un caro saldo de magullones, torcido el manubrio, suelta la cadena, el regreso de a pie. Chico y todo, ya se me ocurría protestar contra la calle y sus traiciones de tierra.

–Y lo único que ahora me falta es escuchar que te soy infiel –gritó Victoria, antes de que yo abriera la boca.

Estaba enamorado de Victoria. Con melancólica resignación, la oí arengarme sobre la fidelidad matrimonial. No es cuestión de lealtades. Digan lo que digan, el enamorado espera amor. Y si la mujer que quiere puede enamorarse de otro, no hay nada que atenúe el golpe contra el suelo. Afecto, comprensión, camaradería, y hasta la cópula gozosa que persiste por esos caprichos misteriosos del cuerpo, se emparentarán tristemente con la sacarina, el café sin cafeína, el cigarrillo sin tabaco, el cocktail sin alcohol, simulacros que permiten retener apenas la memoria de lo que se ha perdido. La fidelidad, a ese precio de regateo, lo pone a uno en la situación del condenado a muerte que camino al patíbulo se jacta de su buena salud.

Ella usó la palabra fidelidad, no yo. Con tanta firmeza esgrimía ese término de connotaciones ambiguas, que logró que me sintiera estúpido, que comenzara a defenderla de mi mezquindad.

–No quise ofenderte, Victoria.

–Sí, me ofendiste. Me lastimaste en lo más profundo. Yo, que no quiero a nadie más que a vos, que sos el único hombre en mi vida.

Se echó a llorar. Aunque me quisiera menos –y su conducta lo insinuaba– yo no podía retirarle mi amor junto con mi credulidad, como si fuera un mueble prestado. Lloraba como una niñita, la cara contraída y bañada en lágrimas.

Me dije: “Es una niña, y no tiene la culpa de aburrirse conmigo”.

Le tomé la cara entre mis manos.

–Victoria. Dejá de llorar y escúchame. Quiero que seas sincera conmigo. Oíme bien, no estamos obligados a querer a nadie. Si no sos feliz conmigo, si querés separarte de mí, nos separamos. No voy a tenerte por la fuerza. Te quiero y te quiero libre. Podemos separarnos…

La voz se me murió en las últimas palabras. ¿Cómo habíamos llegado a ese punto? Una hora antes yo había estado más o menos contento, cebándome mate. Ahora me encontraba en un desierto, horrorizado por la soledad que se me venía encima.

Dejó de llorar tan repentinamente como había empezado. Los ojos verdes, titilantes de lágrimas, me miraron encandilados. Permaneció un momento rígida, cada músculo tenso, como si el cuerpo esperara su oportunidad para saltar fuera de la luz y lanzarse a la fuga. Sin voz, suspendido de su respuesta tuve coraje para mover la cabeza afirmativamente, en una mecánica confirmación de aquellas palabras suicidas.

No me di cuenta de que había cruzado a su territorio, que Victoria ya estaba protegida por la maraña de su jungla, por su pantano, por su río de poca agua pero de corriente traicionera, y que me tenía a tiro, inerme en la sorpresa de que me aislaran de mi regimiento, de hallarme en otra guerra, donde no eran eficaces las armas de la razón o de la buena voluntad.

–Qué tonto sos, qué celoso. Y yo te quiero tanto.

Un segundo después, Victoria entre mis brazos, Victoria consolándome, besándome, y yo, con la respiración entrecortada por el alivio, pidiéndole perdón.

Desde esa noche en adelante, no volvería a recriminar a Victoria su indiferencia, aceptaría el juego como el observador ignorante contempla una partida de ajedrez, y en los momentos de incertidumbre me persignaría con la cruz del amor, recitaría el credo al dios que me inculcó Victoria, supersticiosamente, con la vergonzosa esperanza de los escépticos.

En días previos a la partida de los obreros había decidido mandar al demonio la cansadora ficción de la novela, confesarle todo a mi mujer. La escena de esa noche (no sé cuál fue la razón de mayor fuerza, tampoco importa), inclinó el plato de la balanza que sostenía un libro inexistente. Me dije entonces que no me animaba a entristecerla con la noticia de que no iba a usar el estudio tan primorosamente decorado. El hecho es que, si bien me convertí a su religión con premura de moribundo, y acepté dócilmente los ritos de su dogma, no dejé de escribir.

Perdón. Quiero decir que no dejé la simulación de la literatura.

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