Kitabı oku: «La octava maravilla», sayfa 4

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La desesperación estimula el ingenio.

Hoy la mentira me parece extraordinaria. En esos días de irresolución y de pánico no fue, sin embargo, más que una escapatoria pedestre. ¿Cómo se me ocurrió? Mirándome al espejo.

De pie frente a la luna del ropero, durante largas noches en las que me era imposible dormir, me estudiaba. Trataba de decir, con soltura, con insolente desparpajo, como Paco Stein:

–Soy un intelectual.

Nadie me creería. Ahí, bien clara en el espejo, estaba la viva imagen del ominoso abogado.

–Soy un intelectual.

Lo decía en todas las posturas. Y me deprimía inevitablemente. Ni con la mejor voluntad daba para más que el doctor en leyes. Y eso si mantenía cada músculo de la cara en su sitio, porque en cuanto me movía un poco, aparecía el segundo personaje a elección: el cirujano joven, de paso atlético, que enarbola una sonrisa robusta en el pasillo del hospital, de ida hacia el quirófano o de vuelta de un cadáver irresponsable.

–Si algo te falta, pedazo de idiota –me decía tristísimo, en voz alta, porque a la semana ya hablaba solo–, es el physique du role.

El muchacho del espejo proclamaba a gritos una buena salud, un temperamento equilibrado, una naturaleza imperturbable. Ese cuerpo estaba tan bien hecho para circular sedosamente por las trivialidades organizadas de la existencia como la hormiga por el hormiguero. ¿Dónde introducir la resquebrajadura intelectual, el traspié genético?

Arrugaba la frente, fruncía el ceño, sonreía de lado, amargo, cínico, feroz. Era inútil. Por más que me torciera, encorvara y gesticulara, seguía ofreciendo el mismo aspecto de chico sano, simpático, sin imaginación alguna. Ni anteojos podía inventarme; tenía una vista de águila.

Una noche, mientras me miraba en el espejo, vi por primera vez la biblioteca que había en mi dormitorio. Era realmente escasa –unos estantes de madera que preparó y nunca concluyó mi padre– y en ella no guardaba los libros de texto sino los que me gustaba leer. En el espejo, detrás de mi deplorable imagen, la biblioteca reflejada parecía más grande. Pensé en un dique, con los libros como ladrillos bien ensamblados. Sin darme vuelta, saqué el paquete de cigarrillos y el encendedor. Las manos me temblaban.

Ahí, de pie, fumando entre la doble biblioteca, como un hombre que espe­ra su tren en la estación, esperé. El tren llegó, me trajo la solución y la partida.

A pesar de mi handicap anatómico, yo era (en términos de Villa del Parque), un ávido lector. Leía mucho, pero de una manera que no me ponía en evidencia. Quiero decir que no se me notaba, como a Paco, la frecuentación de los libros. Jamás comentaba mis lecturas y carecía de esa habilidad de gimnasta para la pirueta crítica que admiraba en mi amigo. Leía sólo para mi placer y secretamente. Pero si callaba no era por vergüenza; me faltaban opiniones comunicables.

Mi relación con los libros fue siempre un contacto individual, cada uno de ellos una casa en la que entraba, me alojaba un tiempo, salía, cruzaba la calle, tocaba el timbre de otra puerta. Esa noche, con bastante asombro, comprendí que, casa por casa, había vivido en un barrio y que el barrio, aunque parezca raro al que se cría en él, forma parte de una ciudad, así como la ciudad forma parte del mundo.

–¡Libros!

El abogado del espejo me entendía: no hablaba de los bloques de piedra del Derecho Constitucional, ni de ninguno de sus parientes.

La literatura es el arte de los pobres. Una madre generosa que no hace distingos entre hijos legítimos y bastardos, que pide menos de lo que da y soporta a pie firme la negación y el abandono. Que mi biblioteca personal fuera modestísima, mi familia iletrada, mi trato con la literatura distraído y tartajeante, no me descalificaba para el salto a ese amplio regazo. Los libros no exigen árbol genealógico, intermediario ni instrumento; no hacen preguntas, no toman examen. Si uno aprendió a leer, descubre que no necesita más que las ganas. En todas partes, polvorienta, mustia, descorazonadora pero disponible, hay una sucursal de esta Legión Extranjera de las Artes, donde enrolarse cuesta el gesto.

Yo no podía anunciar “Soy un intelectual” sin que se me rieran en la cara. A mi edad, no iba a ponerme a aprender piano. Dibujo y pintura era el recurso de las niñas y de los locos. En cambio, impunemente, podía decir:

Estoy escribiendo.

Nunca había hecho un dibujo que llamara la atención de la maestra o de la mamá; cantaba desafinadamente. Pero tenía (como el noventa por ciento de la población alfabeta), mi pasadito de escritor: las composiciones de la primaria, la retórica de almanaque y la cuerda sensiblera, ejecutadas primorosamente en la secundaria, plus las cartas que me elogiaba Victoria y cuyas cumbres poéticas eran un dócil calco del mapa literario español. En cuanto a mi cultura, todo el mundo sabía que Paco Stein me prestaba libros y que, casi tan regularmente como a Argentinos Juniors, desde muy chico concurría a la biblioteca pública que quedaba más cerca, la Miguel Cané. Como si eso fuera poco, había estudiado inglés y podía leer, a los tropezones, el francés raso de los libros de texto.

Arrimé una silla al espejo y me senté a pensar. Juro que me vi en la cara una sonrisa astuta.

Suponiendo que un imaginario fiscal me acusara:

–Usted es un abogado de tres al cuarto. No adelanta, no gana, las mujeres lo dejan, no se compra la casita en el Tigre, no hace el viaje a Europa, no se aplica, se me distrae.

Yo, suelto, invulnerable, respondería:

–Estoy escribiendo.

Y le cerraría la boca.

Ah, el gerundio salvador. El presente continuo del verbo escribir. Lo había visto en acción en la facultad, esgrimido por condiscípulos que fracasaban en sus exámenes, por muchachas inteligentes y feas. Lo había visto en un café que frecuentaba Paco, en boca de un tipo al que le ofrecían trabajo. “Perdóname, pero estoy escribiendo.” Efecto mágico: instantáneo silencio, asentimiento respetuoso.

–Cuidado. El tiempo del verbo es fundamental –dije al inocente muchacho del espejo.

Nunca escribo, fanfarronería que exige un pasado de artista cachorro y yo no había emitido ni un ladrido vocacional. Tampoco escribí o he escrito, porque producen en la gente la alarma de la campanilla que agitaba el leproso en la Edad Media: hasta el más lerdo intuye que precede a la lectu­ra del manuscrito fresco. Ni ebrio ni dormido anunciar escribiré, que induce al descreimiento inmediato.

–Estoy escribiendo.

Y claro que me perdonarían. Porque a la vez que nadie siente curiosidad por la obra en progreso, nadie puede tampoco resistir el hechizo que emana de su comunicación pública: la promesa del genio sustentada, paradójicamente, en el alivio de no tener una sola prueba de su existencia.

A ese templo corrió a buscar asilo el acosado pero responsable Alberto Paradella.

10

Si hubiera tenido más tiempo para reflexionar, no lo habría hecho. Me refiero a que el cuidadoso estudio de la estratagema ocupó todas las noches en que no iba al cine con Victoria, estudiaba o dormía. Porque dormía. La pesadilla, tal vez borrada por la práctica delante del espejo, desapareció, y con la ingratitud que otorga el alivio, no volví a preocuparme por alucinaciones ni sueños. Tampoco me pregunté si sería capaz de la mentira. Sim­plemente, noche a noche, pulía mi juego solitario, mientras día a día sorteaba, desgana­do, las incomodidades de la realidad. Uno de esos días, misteriosamente, me recibí.

La fiesta de celebración arrancó de mí el gesto que nunca hubiera par­tido de la pura voluntad. Mis recuerdos más vívidos de esa fiesta abarcan dos etapas: una infinita tristeza primero, una loca borrachera después. Nadie advirtió ninguno de esos estados. Desgarrado de pena, me las ingenio para sonreír; borracho, conservo la insufrible máscara de mi sensatez.

En el patio, bajo la parra, se había tendido una mesa muy larga, armada con tablones y caballetes. Los blancos manteles de festividad, bordados por la mano hábil de mi madre, apenas alcanzaban a cubrir la madera. Esos manteles casi me hicieron llorar.

–Mortaja para un muerto en pie –se dijo el flamante abogado, mientras se servía una copa y miraba a su alrededor.

Tías, primos, la familia completa. Victoria, lindísima, trajo también la suya. Los compañeros de facultad y los muchachos del club. Paco Stein, que correteaba, conciliador, de uno a otro bando de las amistades y los parientes que deponían armas por una noche. “En presencia del muerto”, pensé, “postergan sus vendettas”. Y la actuación de los invitados no se apartaba mucho, en realidad, de la bondad prefabricada que opera en los velorios.

Aborrezco las fiestas, esas cuerdas flojas de las que siempre alguien cae al vacío. Pero me homenajeaban, era el esfuerzo de quienes me querían, y fingí estar contentísimo, disimulé fervorosamente mis aprensiones acerca del futuro, hasta olvidé la mentira que iba a infligirles. Para no aguar la fiesta, tomé enormes cantidades de vino.

Pasó la cena. Atiborrados de comida y de alcohol, bullíamos en el patio. Llegaron los postres y con ellos el brindis.

No. No fue el vino. No del todo. Fueron los aplausos, los gritos, el verano y la celebración. Rostros acalorados y risueños se volvieron a mí. Me maldije. “¿Por qué no me alegro? ¿Qué me cuesta? No tengo sensibilidad, no tengo corazón.”

–¡El discurso! ¡El discurso!

–Sí, que hable Alberto.

–Silencio, que va a dirigirnos la palabra el doctor Paradella.

–No te hagas rogar, che.

–Mira qué rico. Se pone colorado.

Mi gente, mis amigos, Victoria. Se me hizo un nudo en la garganta. Los quería mucho y ese amor era recíproco. Me puse de pie, emocionado, mareado, casi lagrimeando por la conciencia de ese gran amor y por el vino que empezaba a manifestarse. Me dije que no había hombre más afortunado en el mundo y comencé a hablar.

Estoy escribiendo.

Hablé para mi madre: nada del joven creador, peleando con sus fantasmas a puertas cerradas mientras se enfría la comida. Oh, no, madre, aunque estoy escribiendo, me portaré siempre muy bien. Hablé para Victoria: boda y tranquila prosperidad. Sí, Victoria, estoy escribiendo, pero detrás de un gran artista hay siempre una gran mujer. Hablé para mi padre, que no entendió el guiño cómplice y sacudía perplejo la cabeza: me emplearía, padre, en un estudio jurídico, porque me niegan la carpintería. Para mis amigos: defiendo, muchachos, el ganapán y la vocación. Porque estoy escribiendo.

Hablaba seriamente, mientras luchaba por contener la risa y me agarraba a la mesa para no perder el equilibrio, estimulado por la atención despavorida de quienes no habían querido escucharme. Gozaba anticipadamente el alivio que tendrían que disimular, pasado el susto. Tanto ensayo delante del espejo me permitía apartarme de la escena y pensar: “Les ofrezco una doble vida. Si algo falla, ¿a quién van a reclamar? ¿Al abogado? ¿Al escritor? A medias van a hacer su trabajo. Pero uno de los dos personajes no existe. Ese es el broche de oro”.

Ya estaba describiendo la obra. Me pareció sumamente gracioso castigarlos con una novela, empresa de largo aliento, que puede llevar muchos años, toda una vida. Mi broma, nacida del amor y de la falta de coraje para matar al abogado, era la despedida a noches de imaginaria astucia, noches en que los guardiacárceles me dejaban cavar hasta extenuarme pero aguardaban del otro lado del túnel. Y la dejé crecer en el silencio y la sorpresa para disfrutarla un poco más, antes de aclarar el discurso, antes de aplicarme, dolorosamente, a ser un abogado de éxito. Pero de pronto, mis ojos se cruzaron con los de Victoria. Esa mirada verde brillaba tanto que creí que ya iba a echarse a llorar y me alarmé. Si no me apuraba a confesar el chiste, en vez de aplausos recibiría el merecido reproche de mis prójimos.

–Victoria, querida, voy a explicarte. Yo…

No me dejó seguir. Dio un gritito y corrió a arrojarse en mis brazos.

–¡Un escritor! ¡Mi Alberto un escritor! Mamá, papá, Alberto está es­cribiendo.

Mis suegros:

–Qué te dije. El muchacho es inteligente.

–Nunca lo discutí, vieja.

Tías y primos:

–Se lo tenía callado, el muy zorro.

–Capacidad no le faltará.

–Está perfecto. Por un lado se asegura el puchero con la abogacía, por el otro, se proyecta a la fama.

–No sé. Mira que hay libros que te llenan de plata y abogados que no salen de la estantería.

–Depende, che. Pero igual Alberto es una luz. Ponele la firma, éste siempre va a salir adelante.

–Una novela, qué amor.

–¿No te dije que Alberto tenía un algo espiritual?

Y mi madre, por fin, pudo usar el pañuelito. Pero ahora lloraba de or­gullo.

Los muchachos del club, resentidos, leales, me palmearon la espalda hasta doblarme.

–Pico de loro, cómo hablás.

–Y con esa labia, ¿qué querés? Fíjate, encima de abogado, escribe. Vos hasta el Nobel no te para nadie.

Mis condiscípulos de la facultad se sonreían, más medidos, indecisos entre la aceptación inmediata de un hecho corriente para jóvenes universitarios y la incredulidad.

–Qué raro, nunca mostraste nada.

–No conocés a Paradella. Reservado como pocos. Hizo bien, esperó su oportunidad.

–No le gusta la promoción. Nos garantiza un autor serio.

En medio del alboroto, mi padre estaba escandalosamente callado. Lo interrogué con la mirada.

–Así que era para tanto –dijo.

Cundió una orden: “Brindemos”. Victoria me susurró al oído:

–Tomá en mi vaso, porque no hay más secretos entre los dos.

Quise hablar. No me dejaron.

–¡Por el abogado!

–¡Por el novelista!

–¡Por la fama!

–¡Por la novela!

–¡Por el éxito!

Mis ojos se encontraron con los de Paco Stein, que bizqueaba furiosamente, la boca abierta, la melena roja erizada. Le envié un mudo, desesperado pedido de socorro. “Vos sabes, deciles la verdad, yo no me animo. Vos sabés bien que era una broma.”

Alzó una mano y exigió silencio. Dejó de bizquear. La sonrisa se abrió lenta y burlona. Hizo una profunda reverencia. Luego, la voz clara y vibrante en el patio callado, ante las caras expectantes, levantó su copa y dijo:

–Brindo por un hombre de genio.

11

Durante algunos años fui correctamente feliz.

Mi doble personalidad de escritor y abogado me permitía zafarme de las trampas que ya sólo por hábito colocaban los otros a mi paso. Cuando mi empleador en el estudio jurídico inquiría la razón que me apartaba de un desempeño más brillante, yo sonreía melancólicamente, extraía la tar­jeta de identidad literaria. Cuando la familia y los amigos pedían noticias de la obra, declaraba que la creación es un proceso lento y solitario, les recordaba mi necesidad de ganarme la vida, de respetar el horario de tri­bunales.

Me casé con Victoria. Compramos esta casa. Cómo olvidar el día en que la visitamos, acompañados por el vendedor de la inmobiliaria.

Llovía a cántaros. Victoria, impaciente, sin quitarse el impermeable rojo, con el pelo tan negro, las mejillas sonrosadas húmedas de lluvia, un suéter celeste y el verde de sus ojos más verde que nunca, aleteaba como una di­minuta ave del paraíso por aquellas habitaciones sombrías que olían a tierra mojada.

En el mismo recibidor, le dije:

–Es muy grande para dos personas.

–Traje la plata de la seña –contestó riendo y sin mirarme.

–Una oportunidad única –se apuró a señalarme el vendedor.

Era un hombre de unos cincuenta años, enorme y panzón, de cara redonda y bonachona, entristecida por un violento resfrío. Los estornudos y la necesidad de mostrarse jovial para vendernos el departamento lo obligaban a una serie de cabriolas faciales, que me habrían divertido mucho si no hubiera sentido pena por él y algo de miedo de que me contagiara.

–El precio es una ganga. Cinco dormitorios, dos baños, cocina, sala, vestíbulo.

Y abría la boca en una sonrisa gigantesca, cuadraba los hombros, sacaba panza, señalaba esas ruinas oscuras con un brazo portentoso, un gesto que nos incluía en su afable magnanimidad.

–Espacio, luz, buena ubicación.

Y un desgarrador estornudo. La bocaza invertía su curva, gemía; se doblaba la espalda; la mano regia buscaba temblorosa el pañuelo, limpiaba la nariz, doblaba el pañuelo, mientras los ojos lacrimosos lo miraban con in­finita tristeza antes de guardarlo en el bolsillo, luego se posaban en nosotros dos, cargados de llanto enfermo y de congoja, un segundo de conmiseración por los dolores de la existencia, y otra vez a cuadrar los hombros, sacar panza, sonreír teatralmente y elogiar el departamento.

Esos cambios de expresión eran tan rápidos y diestros, que desde ese día hasta que firmamos el bolero de compra, lo llamé Las Dos Carátulas. A Victoria no le gustó mi broma; aprovechó para acusarme de insensibilidad.

Las Dos Carátulas insistía:

–No se va a arrepentir, joven. Por supuesto, hay que ponerle unos pesos encima, para la reparación adecuada. O sea, una manita de albañilería, un toque de plomería, un llamado al carpintero, alguna pincelada aquí y allá. Pero dónde va a conseguir un departamento en pleno centro, o sea, con semejante capacidad habitacional, al precio que se le pide.

–Me parece muy grande –repetí.

–No es tan grande –dijo Victoria– si pensamos en tener chicos. Vos necesitas una pieza para escribir la novela, también. Y mucha tranquilidad.

–Ah –exclamó La Comedia–, si es por tranquilidad, le firmamos una garantía. Los vecinos son gente mayor. O sea, viejos al borde de la tumba. Fíjese las ventajas. Punto número uno: el anciano tipo cuida el centavo, o sea, que no los van a arruinar con las expensas, que manejan, les aseguro, como el avaro de la obra. Punto número dos: con la edad disminuye la capacidad auditiva. O sea, ustedes atruenan con el estereofónico, las criaturitas berrean, y los viejos como si nada. O sea, tienen el saludo asegurado para la mañana siguiente. Punto número tres…

–Igual ya la compramos –lo interrumpió Victoria. Y le explicó:

–Usted sabe cómo son los hombres. No tienen imaginación, no ven el futuro, como una, que si usted me pregunta, ya sé cómo va a quedar, cuando se limpie y se arregle y todo eso.

–O sea, que nos va a llevar unos cuantos meses y unos cuantos pesos –suspiré, echando un vistazo al largo canal del pasillo, a las puertas y más puertas, que exigían reparación con alaridos.

–Tenemos la vida por delante –dijo Victoria.

Me tomó del brazo y empezó a arrastrarme en dirección a las piezas del fondo. Las Dos Carátulas estornudó, sacó el pañuelo, lo aplicó a la cóncava mueca de sufrimiento, de pies a cabeza lo sacudió un chucho, quiso hablar, no le salió la voz. Encorvado, temblando, con gestos nos comunicó que nos esperaría en el vestíbulo.

El brillante impermeable rojo de Victoria flotaba delante de mí por el pasillo en sombras. Lo seguí, extendiendo los brazos como un sonámbulo, hacia una oscuridad aún más gruesa en la que entramos, Victoria rectamente, yo en zigzag. Choqué contra el marco de la puerta.

–¿No hay luz? –protesté.

–Arruina el efecto. Vos cerrás los ojos y los abrís cuando te diga.

Sus pasos se alejaron. Oí un ruido de metales oxidados, luego el estrépito de la lluvia.

–Ahora –dijo.

Abrí los ojos.

Una luz de plata sucia, cribada por la lluvia, iluminaba a mi mujer. Si no hubiera estado enamorado de ella, me habría enamorado entonces. La alegría y el orgullo la encendían como una antorcha en la costa desolada de ese cuarto sombrío. Un brazo rojo señalaba el balcón. Yo la miraba a ella. Sentí que en Victoria convergían todos los fuegos: el de un faro en la bruma, el de una aldea en plena jungla, el de una tienda en el desierto, el de una cabaña en la nieve, el de una estufa de gas en una casa de Buenos Aires, de este hombre, de esta mujer y de sus hijos. Victoria, Victoria, yo te amaba.

–Mirá, Alberto.

Ahí estaba la prueba. Aquello que justificaba –mucho más que los ciento treinta metros cuadrados, más que la ubicación privilegiada, que los vecinos sordos– la inteligencia de su decisión. Había un jardín.

Un jardín encerrado entre paredes de cemento. Pero a pesar de la lluvia tenía una belleza suntuosa: el lujo inesperado, en este barrio de veredas sórdidas y conventillos siniestros, de un jazmín del país, una hiedra, un cerezo, una estrella federal, un hibiscus y, emergiendo lánguida y firme de un rectángulo de gramilla, la palmera que había deslumbrado a Victoria.

–¿Te das cuenta? ¡Un jardín con palmera!

Y se echó en mis brazos.

–Pero Victoria, estás llorando.

Lágrimas abundantes y tibias corrían por las mejillas lisas, marcaban un doble curso de llanto a ambos lados de la boca.

–Estoy llorando de alegría. Debe ser el jardín. Debe ser por el jardín con palmera. No lloro más, ves, no lloro.

Y no lloraba. Los ojos verdes resplandecían, limpios como si no hubiera derramado una sola lágrima. Tenía esa facilidad para pasar de una emoción a otra, que yo envidiaba porque me costaba seguirla. Todavía la consolaba, preocupado y triste, cuando me ordenó, riéndose:

–Ahora me medís bien esas ventanas. Te traje el metro. ¿Tenés dónde anotar? Caray, el vendedor. Seguro que nos puede dar un plano. Ya vengo. Apúrate.

Y desapareció. Con el metro que Victoria me había puesto en la mano, me acerqué al balcón.

Victoria tenía razón. El jardín era tan raro como hermoso. Jazmines, hiedras, cerezos, son comunes. Tampoco hay nada de excepcional en una palmera. Lo raro era la simple existencia de un solo ejemplar de cada especie ahí, entre esos muros grises, como pobres bestias de zoológico. La belleza del jardín conmovía porque era obra de la misteriosa perseverancia de los vegetales, contra el cemento, la estrechez y la falta de amor. Con una terquedad casi humana, se encaramaba el viejo jazmín hacia la luz, florecía la rosa china, se adhería la hiedra.

Miraba la palmera de Victoria –no alta y esbelta, como se la adjetiva inevitablemente, sino desgarbada, áspera, mutante geométrica si la comparo con el roble, el fresno, el álamo, los árboles que a mí me gustan– cuando oí el gemido.

Era una larga, sostenida queja de labios cerrados. Un lamento de sonido puro, sin vocal, sin aire. Me incliné sobre la baranda del balcón. El jardín estaba desierto.

Apenas me asomé, la lluvia, que había caído durante toda la mañana sin interrupción, pero en forma de exasperante, monótono goteo, arreció. Una histérica catarata de agua se derramó sobre el jardín, acompañada por la explosión de un trueno. Durante unos segundos, la tormenta me impidió oír otros ruidos que el de los golpes asestados a persianas abiertas, las plantas lapidadas por la lluvia, flageladas por el viento. Luego, otra vez el grito.

Alguien se lamentaba en algún lugar del edificio. No era llanto ni alarido. Era una interminable ene que viboreaba, como una cinta de dolor, en el hueco abierto entre el jardín y el cielo.

Nacía en un punto invisible, se extendía, se entrelazaba con la hiedra, se enroscaba a los tallos del jardín, trepaba la palmera hasta perderse allá en lo alto, y luego reemprendía el camino sinuoso, aterrador, en busca de la casa; una marcha que expresaba, desconsoladamente, todo el dolor del mundo.

Pensé en un cuerpo retorciéndose en una cama, la boca y los ojos sellados. Pensé en un cuerpo doblado sobre una mesa, los propios brazos abrazándolo, la cabeza escondida en el pecho. Pensé en un cuerpo de pie y contra una pared, ciego, aplastándose contra ella, tratando inútilmente de sofocar el grito. No podía decir si ese grito provenía de un hombre o de una mujer. Pero no dudé que fuera de soledad y de locura, de impotencia y de horror.

Cuando por fin cesó, me sentí como si despertara de un sueño. Seguía asomado al balcón, tenía las manos aferradas a la reja, medio cuerpo bajo la lluvia. A pesar del frío, estaba acalorado de miedo. El grito no se repitió. Me sequé torpemente con el pañuelo, cerré las persianas y fui en busca de Victoria.

Ni Victoria ni el vendedor habían oído el grito. Los dos me miraron con recelo. Mi mujer desconfiaba de esa imaginación desbordante cuya falta me había reprochado; Las Dos Carátulas temía un regateo. No insistí.

La casa le gustaba a Victoria y se había enamorado de la palmera. A mí, una vez que transigí en mudarnos de Villa del Parque y vivir en el centro, me daba lo mismo. Me pareció infantil asustarme de un grito. E hice bien en disimular mi temor supersticioso, porque como todas las supersticiones, nació de la ignorancia y murió de muerte natural en los días felices que siguieron a aquel día de lluvia, a aquel gemido, a aquella casa deprimente.

Todo ocurriría tal como lo anticipó Victoria: los obreros, los muebles, las cortinas, las macetas en los balcones, los libros en los estantes, mi estudio, el color de las telas nuevas, la pulcritud doméstica, convirtieron el páramo que compramos en un hogar cálido y hermoso, admirado por la familia, envidiado por los amigos.

En relativamente poco tiempo, Victoria, enérgica y hábil, completó el cuadro que me había pintado. Sólo dos pequeños detalles borraría del diseño original: no quiso tener hijos y la única vez que volvió a mencionar la palmera se burló de aquella superada cursilería.

En cuanto al grito que oí entonces, se repite de tanto en tanto, sobre todo en verano, cuando dejan las ventanas abiertas, y me acongoja menos. Es el lamento de un pobre muchacho enloquecido, a quien ni la familia, ni los médicos, ni el sanatorio donde pasa largas temporadas, pueden arrancar del viaje en círculos emprendido hace años.

Un día, el portero me lo señaló. Venía caminando desde el jardín, apoyado en el brazo de una anciana. Es un hombre joven, de cabello castaño y ojos hermosos y muy tristes, alto, delgado, pero con el paso aplomado y flexible de un jugador de tenis. La mujer, baja y rechoncha, muy fea, de cara decidida y amarga, es la única muestra de su enfermedad. La mano del muchacho se aferra al brazo de ella, se deja guiar, como un ciego. Viste bien, aunque su ropa tiene algo vagamente pasado de moda, difícil de precisar, una elegancia extranjera, propia de los reclusos, de los enfermos crónicos.

El portero me susurró, con su habitual indignación:

–Ahí como lo ve, es orgulloso. No se da con nadie.

La curiosidad me hizo volver la cabeza cuando pasó a mi lado. Él también me miró. La serenidad que había en esos ojos encarcelados me desconcertó. Yo esperaba la mirada de vidrio de los locos, esperaba una crispación muscular en la mejilla, una boca incierta. Nunca la sonrisa que, a pesar de la sombra de su irremediable prisión, como el agua que rodea a una isla, era plácidamente afectuosa. Nunca la cortesía delicada y espontánea con que inclinó la cabeza y dijo:

–Buenos días, señor.

Quise responder al saludo y las palabras se me atravesaron en la garganta.

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