Kitabı oku: «Origen de la defensa personal», sayfa 4
Y como no quiero hablar de casos inventados de laboratorio, os voy a contar un caso real que yo llevé:
Mi cliente (una persona tranquila y normal) sale una mañana de domingo a darse una vuelta con su bicicleta. Al llegar a un semáforo, se pone paralelo a un coche, por la parte izquierda del mismo, un poco más atrasado. El conductor del vehículo no se percata de su presencia, y baja la ventana para escupir, con tal mala suerte que lo que hace es «bañar» a mi cliente. Este, sobresaltado, se pega a la ventana para recriminarle la actitud. Y al conductor no se le ocurre otra cosa que arrancar el coche girando hacia su izquierda, medio abalanzándose sobre la bici, quitándoselo de en medio.
¿Sorprendido de lo que te estoy contando? Pues agárrate, que vienen curvas.
Mi cliente, tras caer al suelo, con la adrenalina a flor de piel, se monta en la bici y se va detrás del coche que ha salido echando leches saltándose los semáforos (de película, pero real como la vida misma). Pero más adelante, al llegar a un semáforo en donde había más coches, se tiene que parar y mi cliente le da alcance. Se baja de la bici para llamar a la Policía y, de pronto, se encuentra que el conductor sale con un palo para arrearle (no estoy exagerando nada). Mi cliente, al verlo venir, coge la bici con las dos manos en peso, a la altura del pecho y, dándole la espalda, se pone a correr huyendo de él. Pero como lleva la bici y zapatillas con calas, no puede ir rápido y el conductor le da alcance. Justo cuando llega a su altura, alguien le grita: “Cuidado, que te va a dar”, momento en que mi cliente, aterrado, se gira con la bici, a la vez que la sube para ponerla a la altura de la cabeza a modo de escudo y protegerse del golpe del palo que el intuye que va a recibir.
Pues aquí viene lo “bueno”. El conductor iba como un animal y no contaba que mi cliente se detuviera y se girara. Y con ese impulso lo que pasó fue que, al girar y subir la bicicleta, los platos de la misma (piensa que son como unas sierras) chocaron con su nariz rajándola de lado a lado. Como te lo cuento.
Pues aquí viene la pregunta del millón, ¿esto es una legítima defensa? ¿Mi cliente tenía otros medios para defenderse? ¿Hubo proporcionalidad? Pues yo lo tengo claro. Para mí es una legítima defensa como una catedral, pero es una cuestión subjetiva, y habrá quien, tras ver cómo le dejó la nariz (hecha un poema), no lo tenga tan claro. Y como este podría poner mil ejemplos más en lo que lo sucedido se encuentra (como dice la canción) en el límite del bien, en el límite del mal (por cierto, a mi cliente conseguí que lo absolvieran) ;).
Pero vamos a echar más carne al asador, para que veas lo complicado que es todo. Si has empezado a ver una película y te pregunto si es de suspense, de miedo o de terror del bueno, me vas a responder que hasta que no termines de verla no me puedes responder. Porque, quizás, a última hora hay un giro de argumento que te da un repullo de cuidado. Es de Perogrullo. Pues esta tontería que te acabo de contar es lo que le pasa día a día a los abogados, fiscales y jueces. Ahora estarás alucinando en colores. ¿Qué quiere decir este tío?
Pues muy sencillo, que cuando yo, como abogado, para defender a mi cliente, o un juez para decidir si condena o absuelve, lee el atestado y actuaciones de una pelea, ya sabe lo que ocurrió, como acabó todo y si, verdaderamente, el agresor era peligroso o era un “atontao de medio pelo”. Es decir, que a base de leer atestados, lo hacemos sumergidos, por la reiteración y la costumbre, en una banalización de lo sucedido. A toro pasado, todo es más sencillo. Y con esa premisa analizamos la proporcionalidad. Pero cuando alguien se encara contigo, tú no sabes cómo va a terminar la película. No tienes ni idea si tan solo te va a dar un empujón, si sabe artes marciales, si tiene un cuchillo en el bolsillo o si, sencillamente, está tan zumbado que no va a parar hasta que te mate.
Y esa incertidumbre de por sí ya supone adrenalina a flor de piel. Y, claro, intenta tú en ese momento ser proporcional a su ataque si aún no sabes cómo va a terminar. Es imposible. Ojo, lo último que quiero es legitimar la violencia y al que se cree Chuck Norris. Todo lo contrario. Pero tampoco podemos negar que, a veces, nos encontramos con un distinto enfoque, el que tú tenías a la hora de defenderte y el que pudiera ser evidente cuando ya ha pasado todo. Y, claro, las cuentas no cuadran y luego en los juzgados nos llevamos el palo. Porque nos guste o no, la proporcionalidad en la defensa es subjetividad pura y dura.
Y podemos seguir echando más leña al fuego. En España, el que no corre vuela, y está llena de pillos que, constantemente, intentan defender agresiones infundadas con legítimas defensas, tratando de dar la vuelta a la tortilla. Y precisamente esta experiencia de los jueces en su día a día hace que a veces paguen justos por pecadores. Añádele que lo normal, por pura estadística, es que si hay lesiones es porque ha habido una agresión intencionada, y que la legítima defensa es la excepción. Y a todos nos pasa (no solo a los jueces) que siempre hay una tendencia a dejarse llevar por la regla general, precisamente porque la excepción es (valga la redundancia) lo excepcional.
Así que, así explicado, parece hasta comprensible que haya que sudar sangre para poder probar la legítima defensa en un Tribunal, que nadie se piense que será sencillo. Pero que algo sea difícil no significa que sea imposible. Como las meigas, haberlas haylas (yo mismo he conseguido que se le aplicara a mis clientes).
¿Cambiarías algo de la ley?
Pues, aunque pueda parecer contradictorio con lo que acabo de decir hasta ahora, no. En la ley no se habla de proporcionalidad, sino de “necesidad racional del medio empleado” para defenderse. Pues bien, este concepto tan abstracto sirve de límite para que esto no se convierta en un desmadre en el que el fin (defensa) justifica los medios. Vamos, que es el muro de contención para que no se pueda matar moscas a cañonazos.
Ahora bien, cuando se aplica la legítima defensa en un Tribunal, al valorar si ha habido proporcionalidad o no, sí que, creo, sería muy adecuado entender como un elemento más (y esencial), con el que tiene que contar el agredido, “la incertidumbre de la agresión”. O, como hemos dicho antes, valorar como una circunstancia básica el que, la víctima, desconoce el alcance que pudiera llegar a tener la agresión, y es con esa incertidumbre con la que se tiene que defender.
Creo que esto sería muy complicado de incluir en un artículo del Código Penal, pero debiera ser un elemento clave a valorar por los Jueces (desde mi humilde opinión) a la hora de aplicar la legítima defensa.
¿Vale la pena practicar un sistema de lucha?
Rotundamente sí. Y me explico. Aquí hay que diferenciar dos cosas: por un lado, el que ante una agresión te merezca la pena defenderte, pese a que lo mismo no te aplican la legítima defensa, y, por otro, que te especialices en un arte marcial o sistema de defensa personal. En cuanto a la primera cuestión, es evidente que, si te pegan, no vas a poner la otra mejilla (allá cada uno, yo, por lo menos, me defendería). Y sí, existe el riesgo de que te puedan condenar a ti también, pero algo tendrás que defenderte. Además, no tenemos que olvidar que, si no aplican la legítima defensa en su totalidad (lo que se llama la eximente completa), cabe la posibilidad de que la apliquen en parte (eximente incompleta). O dicho en otras palabras, si no consideran proporcional la defensa (el caso más típico), te van a condenar por un delito de lesiones, sí, pero si ha quedado claro que tu intención era la de defenderte, te aplicarán la eximente incompleta de legítima defensa reduciendo la pena que te pondrían en condiciones normales. Así que, siempre te trae a cuenta intentar defenderte.
Ahora bien, a lo que acabo de decir hay que añadir una cosa, la más relevante: por qué es útil saber un arte marcial o modalidad de defensa personal.
En el artículo que has transcrito anteriormente, explicaba que saber una defensa personal pudiera suponer una agravación de la pena por la agravante de abuso de superioridad o por utilizar métodos especialmente peligrosos para la vida. Y aun así sigo considerando que saber artes marciales es de vital importancia.
En primer lugar, porque, de esta manera, vas a aprender a defenderte, lo cual te ayudará a controlar más tu defensa y a conseguir hacerla lo más proporcional posible. O, lo que es lo mismo, si sabes un arte marcial, en contra de lo que se pudiera pensar (y siempre que no se te vaya la olla), será más fácil controlar tu fuerza para conseguir que te apliquen la legítima defensa. Pero hay otro factor clave, y de hecho, para mí el más importante, para aprender defensa personal: la confianza.
De nuevo os quiero contar un caso real: clienta de unos 30 años, que se monta en un autobús que la lleva de una provincia de Andalucía a Madrid. Durante el trayecto, ella notaba ciertas molestias como en la parte baja de la espalda, pero iba escuchando música y, al principio, no le dio más importancia, pensando que eran las rodillas del pasajero de atrás chocando en su respaldo. Hasta que ya notó algo muy raro y descubrió que el amigo que tenía sentado detrás (un hombre de 55 años) llevaba un rato metiendo la mano por debajo del asiento para tocarle el culo. Para flipar en colores.
La mujer se pone a gritar y llama a la Policía. Cuando el autobús llega a su destino, lo estaban esperando y se llevan al manos largas. Pone su denuncia y se inicia un procedimiento judicial. Y ahora viene la parte de la que quiero hablar. Esta clienta contacta conmigo porque la parte contraria le ha propuesto un acuerdo por el que le indemnizan en una cantidad para archivar el procedimiento. Y ella no puede más, porque lo está pasando fatal. Me cuenta cómo en el juzgado la vinieron a tachar de exagerada por denunciar un hecho así (tuvo mala suerte con la gente que dio, porque suelen ser bastante comprensivos con estos temas). Me explica cómo, además de ser víctima, sufre una especie de culpabilidad, se siente como señalada. Y que, aunque no quiere su dinero para nada (de hecho, lo donó a una ONG) solo quiere pasar página.
Quizás haya personas que consideren recriminables este tipo de actitudes. Eso es porque, sencillamente, no se ponen en su piel, o desconocen precisamente lo que sufre una piel en esos casos. Sirvan de ejemplo las personas que han sufrido un accidente de tráfico, en muchas ocasiones tienen pavor a volver a ponerse al volante... pues ni que decir tiene si hablamos de una agresión. Y es que, si vas a criticar mi camino, te presto mis zapatos, y yo, después de tratar con mucha gente que se ha visto sometida a este tipo de presión, no seré el que tire la primera piedra. Porque los entiendo. Y es que, cuando uno es agredido, es difícil gestionar la situación, porque nos sacan de nuestra zona de confort, provocándonos una gran ansiedad. El golpe te daña físicamente, pero más tu autoestima, provocándote una situación de inseguridad absoluta. Te genera una situación de bloqueo.
De ahí la importancia de saber defenderte, porque te aporta otros valores, te afianza como persona, te ayuda a enfrentarte a los miedos, a los nervios que genera una situación traumática.
Esos entrenamientos diarios en los que haces sparring y te pones delante de una persona que, aunque sea en el dojo y con todo muy medido y calculado, pretende golpearte. Ese acostumbrarte a tener el miedo de cara y enfrentarte a él. A pensar bajo presión (que si te distraes un segundo y bajas una guardia te llevas una yoya). Es fuerza mental. Es aprender a tener la cabeza bien alta. Te empodera. Te da confianza. Y eso no sale en ningún Código Penal, pero, créeme que es el principal motivo por el que merece la pena aprender un arte marcial.
De hecho, yo he estado dando charlas en institutos sobre el bullying en las redes sociales. Y, sin duda, el gran motivo por el que suelen meterse con un compañero de clase es porque, sencillamente, no tiene confianza en sí mismo (ya sea falta de autoestima, timidez etc.).
Y a todo lo expuesto hay que añadir que, el más común de los mortales se puede ver envuelto, sin quererlo en una pelea. Que esto no son cosas que le pasen solo a los balas perdidas. Piensa en el caso que he contado de mi cliente con la bicicleta. Una persona normal y corriente que simplemente tenía pensado echar la mañana del domingo haciendo un poco de deporte. Y sin quererlo ni beberlo se vio envuelto en una situación traumática. Y no solo eso, le reclamaban 5000 € por el “tatuaje” que le había provocado al otro en la nariz. La broma es pequeña. A todos nos puede pasar. Porque, el porcentaje de peleas será pequeño, pero no dejan de ocurrir y yo, como abogado, las veo constantemente, día tras día, porque es mi trabajo. Así que, mejor estar preparado y saber un arte marcial. Porque te ayudan a defenderte, pero, lo más importante, a crecer como persona. Seguridad y confianza en ti mismo. Es la mejor defensa ante cualquier ataque.
2.ª PARTE
EL SENDERO
NO ME HACÍA FALTA MÁS
Cómo cambian las cosas, hoy con cuarenta y tres años no las veo como cuando tenía dieciséis, ni tan siquiera como cuando tenía treinta.
Algunos dirán que es por la edad, y es posible que exista algún condicionante relacionado con la maduración del cerebro, pero también es cierto que pesa mucho la experiencia acumulada y el querer tener los ojos abiertos para intentar entender lo que te rodea. Recuerdo la época en la que practicaba kárate kyokushinkai. Ya había cumplido diecisiete años y había adquirido mi primer cinturón negro. Todos los viernes dedicábamos prácticamente una clase entera al kumite (combate). Nos poníamos por parejas e íbamos trazando la estrategia para golpear a nuestros oponentes y no ser alcanzados por sus golpes. Estaba en un estado de forma envidiable, debido a la edad, el entrenamiento y el llevar a mis espaldas unas cuantas competiciones que me habían curtido bastante. Con esa mezcla de ego, testosterona e imprudencia adolescente, salía a la calle tras finalizar la clase para emprender el camino de vuelta a casa y, muchas veces, pensaba «ojalá me saliera ahora uno», refiriéndome a algún producto de esta sociedad que únicamente se alimenta del dolor ajeno. En milésimas de segundo analizaba la situación y me veía victorioso en la contienda.
Cuidado con lo que se desea, porque puede hacerse realidad. Por suerte, no fue mi caso, ni el desear unos cuantos millones de pesetas de la época tampoco. Pero ahora, echando la vista atrás, doy gracias y me siento afortunado, pues hoy en día prefiero no tener que encontrarme con una situación así. Y no es una cuestión de miedo, porque si hubiera que actuar, sabría cómo hacerlo, es más bien una cuestión de querer vivir en paz, de no tener que pasar ese mal trago y mucho menos si fuera acompañado de mi familia. Cómo cambian las cosas.
Una de las lecciones que me ha enseñado la vida es a no limitarme. Ni por creencias, ni por costumbre en el sentido «es que siempre se ha hecho así», ni por imposición, tanto física, verbal o mental, ni por lesión o enfermedad. Además de los límites legales y los destinados a la convivencia de aquellos que poblamos este planeta, así como los límites establecidos por nuestra condición humana relativos a la ciencia, los demás límites nos los imponemos nosotros mismos, y gracias a ellos perdemos la oportunidad de descubrir quiénes somos en realidad y hasta donde podríamos llegar.
Cuando practicaba kárate y ya tenía una edad próxima a la mayoría de edad, existía un cóctel en mi interior mezcla de conocimiento, vida, energía inagotable, descaro, ganas de entrenar y seguir practicando ese arte marcial que no dejaba sitio para la curiosidad. Me sentía tan pleno al practicar este arte marcial por todo lo que me aportaba y lo que había conseguido que ni siquiera me paraba a pensar en otro tipo de disciplinas, y no significa que no las conociera, porque en esa época el que no hacía judo practicaba taekwondo, pero no mostraba interés alguno en profundizar en su historia. Me estaba limitando, aun sin saberlo, pero lo estaba haciendo. En ocasiones nos pasa algo similar, estamos cómodos en nuestra zona de confort y no queremos abandonarla, y es normal, si algo me hace sentir bien para qué dejarlo. La cuestión no es esa, sino que, cuando se te presenta una situación que está fuera de tu zona de confort, que no conoces y no sabes cómo afrontar y controlar es cuando más te perjudica haberte limitado a algo en concreto, haberte especializado notablemente en una materia determinada no te prepara para el resto.
A mí se me presentó esa situación, una que me abrió los ojos.
EL INCIDENTE
Recuerdo una tarde de verano en la que iba paseando por la calle con mi mejor amigo de aquel entonces, pasando un buen rato y riéndonos mucho, que era nuestra consigna, nada más vernos ya empezábamos a reírnos y aún no habíamos intercambiado palabra alguna. Ahora existen numerosos estudios científicos que avalan lo que nosotros hacíamos y resaltan su importancia. Pues nada, a reírse.
Se jugaba un mundial de fútbol y yo era muy de Brasil y mi amigo de Alemania. La gente estaba en la calle, en la zona de los bares, viendo la retransmisión de los partidos. Buen ambiente algo cargado de alcohol y tapas. Al aproximarnos a un bar, recuerdo que llevaba una carpeta en la mano, vimos que la gente se llevaba las manos a la cabeza al haber fallado alguno de los equipos un gol. En ese instante de revuelo, se giró hacia mí un personaje más bajito que yo, a simple vista, no pareciera que practicara deporte alguno más que el del noble arte de sostener una jarra de cerveza, el cual, sin pensárselo dos veces me dijo: «¡Eh colega, aguántame esto!» a la vez que me lanzaba un puñetazo con su mano libre a la boca de mi estómago. No llegó a impactar, solo reprodujo el movimiento y cuando mi amigo se le echaba encima, este no paraba de decir que se trataba de una broma. El incidente no pasó de ahí, pero ¿cómo reaccioné yo?
Ya era cinturón negro, iba tres días a la semana a Kárate, entrenaba muy duro, estaba compitiendo al K. O. y me quedé paralizado, únicamente el reflejo de doblar el cuerpo hacia delante para absorber el golpe, pero ¿dónde estaban los blocajes que una y otra vez repetía en el tatami? ¿Dónde estaba ese punto de velocidad de reacción que me propiciaba el entrenamiento? ¿Dónde estaba esa respuesta contundente a base de puñetazos y patadas, o al menos un simple empujón? Aquello me dejó tocado, de hecho, hoy, si cierro los ojos, puedo recordar cada detalle de ese momento a la perfección. Pero fue uno de aquellos toques de atención que me sirvió para enfocarme en la defensa personal.
Si analizamos la situación y le ponemos nombre y apellidos es cuando nos hacemos una idea de a dónde quiero llegar. Mi zona de confort era mi gimnasio, el tatami, mis amigos, amigas, profesores, técnicas conocidas, un horario preestablecido, una determinada uniformidad y situaciones controladas, a lo que, sin saberlo, me había limitado durante tantos años. Era aquello. La situación que escapaba a mi zona de confort se daba en la calle, un espacio abierto e inexplorado por mí, algo que no conocía palmo a palmo como el tatami. Con personas ajenas a mí que nada tenían que ver con la familiaridad que despertaban mi maestro y el resto de karatekas. A una hora y en un ambiente donde yo no estaba acostumbrado a entrenar, nada que ver con la tasación de horario de 19 a 20 horas y en un espacio determinado, mi clase.
Alcohol, sillas, mesas, vehículos estacionados, perros, gritos, objetos... demasiada información para analizar sin tener consciencia de la misma. No estaba concentrado preparándome para un combate arropado por mi sempai (instructor) de entonces, Javier, estaba paseando por la calle con mi amigo, relajado, con mi atención puesta en él y en nuestro diálogo. No supe cómo reaccionar porque no estaba en mi ambiente entrenando con mi gente. Era algo nuevo para mí. No había prestado atención a lo que sucedía a mi alrededor.
Con el tiempo, entendí unas frases que mi maestro Pepe pronunciaba a menudo en los duros entrenamientos específicos a los que nos sometía para competir en kumite, «lo que entrenéis aquí os saldrá en el combate (kumite)» además de aquella alentadora «aquí se viene a sufrir y al campeonato a disfrutar». Si bien, en ese momento le daba la importancia debida, no fue hasta el pequeño incidente cuando alguna neurona de mi cerebro hizo conexión y, por primera vez, las razoné. Si sufres en los entrenamientos, es decir, si te preparas para lo peor, podrás hacer frente a cualquier situación, e incluso, como él decía, a disfrutar en el campeonato. Pero es tan cierto que, si lo que practicas cada día es lo que saldrá después en el campeonato, es normal que me quedara algo paralizado, pues en mi vida había entrenado para una situación así, una situación de calle.
En el libro Sobre el combate, escrito por el teniente coronel Dave Grossman y Loren W. Christensen, aparece una experiencia real relatada por un policía que hace mención a la reacción que tuvo ante un hecho determinado en la que le salió lo que había practicado.
«Déjame que te cuente lo poderoso que es este asunto del piloto automático. Me acerqué a la puerta de la furgoneta de este tipo; iba a decirle que la moviera. Ignoraba que ya había matado a una persona. En realidad, no sabes lo que estás haciendo. De pronto, aparece una pistola en su mano. Entonces aparece un agujero en su pecho y el tipo se desploma. Lo primero que pensé fue: ¡Madre mía, alguien le disparó por mí! Lo cierto es que me volví para ver quien lo había hecho. Entonces me di cuenta de que tenía una pistola en la mano y que había sido yo el que le había disparado».
El piloto automático no es, ni más ni menos, la reacción de lucha de la que hemos estado hablando en capítulos anteriores, que se desató ante una situación de amenaza para la vida del policía, pero esa reacción buscó información adquirida, automatismos logrados con la práctica y repetición como bien expresa el libro sobre el combate, «lo que se practica durante el adiestramiento, sale por el otro lado en combate». Si lo pienso bien, entre la frase de mi maestro Pepe «lo que entrenéis aquí os saldrá en el combate» y esta última frase que acabo de citar, existen aproximadamente 25 o 26 años de diferencia, pues la primera edición en castellano del libro Sobre el combate publicada en España data del año 2014, así pues, la sabiduría de los antiguos maestros, transmitida generación tras generación, queda, de nuevo, aquí patente.
Si cada día de mi vida entreno para una competición de pelador de manzanas y llegado el momento de la prueba me lesiono la mano derecha teniendo que competir con la izquierda, sencillamente no podré hacerlo, pero si hubiera programado mi entrenamiento para pelar con las dos manos, incluso con los pies, al menos lo habría intentado, ya que la situación no me habría sorprendido, habría tenido herramientas para afrontarla.
Queda claro que mi entrenamiento no estaba programado para defenderme de una agresión antideportiva fuera de las paredes del gimnasio. Así que, cuando me repuse y empecé a analizar la situación, con el espíritu del guerrero forjado en mi interior, tomé una decisión. Primero, no hundirme pensando que el kárate no valía para nada, porque no era así y, segundo, tenía que reforzar aquello en lo que no destacaba: puñetazos a la cara, como propinarlos y como defenderlos. Por supuesto que sabía lanzar puñetazos y, de hecho, en los combates semanales los poníamos en práctica, pero no con la mentalidad adecuada. Hacer miles de repeticiones al aire te capacita desde el punto de vista de la técnica, pero si no se ponen a prueba en escenarios reales... ¿Cómo sabes el daño que producen al golpear? ¿Y el que te produce a ti mismo? ¿Cómo mides la distancia correcta para impactar? En combate, estábamos limitados por una cuestión de estilo marcial al no poder lanzar golpes a la cara con las extremidades superiores.
La decisión era la correcta, pero para llegar a ella pasé un largo tiempo de incertidumbre intentando dar respuesta a las mil preguntas que suscitó el incidente. Seguramente, este fue el punto de partida para adentrarme en el mundo de la defensa personal, pero era todo confuso, faltaba mucho para concluir en aquello, me limité a dar el siguiente paso.
¿TIENES CLARO PARA QUÉ ENTRENAS?
La pregunta parece clara, pero la respuesta puede suscitar dudas e incluso nuevas preguntas. Hoy en día existe tanta carga informativa, tantas formas distintas de entretenimiento y diversión, que parece difícil hasta saber por cuál decantarse. Es como los primeros años de las televisiones, tenías dos canales para elegir así que la cuestión estaba muy clara y, además, sin mando a distancia, o te levantabas para cambiar de canal o aquel aparato se quedaba allí, impasible, observándote. Ahora existe tanta oferta que incluso llega a sobrecargar.
En los sistemas de lucha pasa exactamente lo mismo. Viciados por la inercia de lo comercial para subsistir en una economía que no esconde sus intenciones capitalistas, existe tanta oferta que hasta puede llegar a confundir. Si pensamos únicamente en las artes marciales de oriente y trazamos mentalmente un árbol genealógico, en la cúspide ubicaríamos el bu jutsu y, a partir de ahí, todas las ramificaciones que han ido apareciendo a lo largo de los años. ¿Sería tamaña hazaña posible?
Volvamos de nuevo a sumergirnos en aquel Japón feudal. Durante los distintos períodos históricos, las artes de la guerra han ido adaptándose a los cambios culturales y sociales con el propósito de dar sentido a su existencia. Tras su origen fundamental que es el de la lucha, ya fuera en los campos de batalla como entre varias personas con el único objetivo de sobrevivir, tomaron una senda más propia de las exhibiciones mediante un tipo de coreografía denominada kata (forma). Los katas son un conjunto de movimientos programados donde se puede admirar la exquisitez de la técnica así como la coordinación de los movimientos junto con el control de la respiración. En el último período adoptaron un carácter más filosófico o incluso religioso debido a la influencia de distintos movimientos como el confucionismo, taoísmo, sintoísmo, budismo, zen, en el que se buscaba, a través de la práctica física y mental de las artes marciales, desarrollar el interior de cada ser humano y conectarlo con el todo.
Dichos cambios evolutivos no implican, al igual que pasa en nuestro cerebro, que se hayan eliminado los antiguos conceptos, pudiendo encontrar perfectamente en las artes marciales estas tres formas de concebirlas, según el libro Secretos de los Samurái, «...estas tres aplicaciones del bujutsu: la utilitaria (waza), la forma o ritualista (kata) y la moral (do), nunca están, por supuesto, tan claramente perfiladas ni son tan mutuamente excluyentes. Se mezclan y sobreponen...».
Esta evolución marcial es la que llegó a nuestro país, pero pensemos que habían pasado muchos años de dispersión de clanes, de enseñanzas secretas, de aplicar la esencia de uno mismo a cada técnica, lo que propició la proliferación de distintas escuelas que entendían el origen de forma similar, pero lo traducían según el sentido que le quisieran dotar.
Es muy importante saber de dónde se viene para entender qué es lo que ahora se oferta en cualquier centro. Para ser más exactos, pensemos que muchos historiadores sitúan las técnicas del bu jutsu en el siglo XI, aunque, según reza el libro Secretos de los Samurái, tuvo su mayor esplendor en los siglos XVI y XVII. Pero en cambio, la primera edición escrita y publicada en España sobre artes marciales data del año 1907 y se denominaba Tratado de Ju jutsu3 y sus secretos, según el trabajo de recopilación llevado a cabo por Carlos Gutiérrez García, Estudio de las primeras obras sobre artes marciales escritas en español.
Podemos hacernos una idea mucho más aproximada del paso del tiempo y de la magnitud de escuelas que surgieron promoviendo distintos estilos, partiendo todos ellos de la misma base o principio. Y de esos estilos surgieron otros que no han dejado de evolucionar en otros distintos, y siguen haciéndolo, no tanto en artes marciales, pero sí en defensa personal. Por esta razón se hace mucho más complicado ahora que hace años diferenciar lo que se está practicando. Este, nuestro planeta, no me atrevo a decir a todos los niveles, pero sí que a ciertos de ellos, se mueve por dinero. Imaginemos que ayer era afortunado por haber heredado los conocimientos en un arte marcial, así como que habían confiado en mi persona para transmitirlo. Persona que, tras mucho tiempo y sacrificio, había obtenido todas las titulaciones exigibles, así como que se había preparado para la docencia. Pero «el negocio» flaquea, existen nuevas formas de entender el deporte que crean tendencia tan pronto que es casi imposible quedarse al margen, lo cual por otro lado, supone bajar hasta el mismísimo infierno, pues para seguir en la cresta de la ola e impedir que el alumnado salga en estampida, el sagrado arte marcial que siempre he defendido a sangre y fuego ha de adaptarse a la nueva moda y, para ello, tiene que ver modificado su ADN.
Eso puede costar debates, discusiones, salidas de federaciones, fundación de otras, no en vano hablamos de una revisión profunda de las bases y cimientos de un arte milenario que aglutina creencia y cultura a la par. Al final, tras una durísima reestructuración a todos los niveles, un arte marcial que no tenía técnicas de suelo de repente contrata a una persona con conocimientos para aplicarlos a esa nueva idea; un arte marcial que no integraba manejo de armas de repente contrata a alguna persona con conocimientos y lo incluye. Tenemos un grandioso híbrido capaz de competir con lo moderno, con lo actual, con lo que vende, con lo que demanda el público, pero ¿a qué precio?