Kitabı oku: «Asia Central. Análisis geopolítico de una región clave», sayfa 2

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Introducción

La expresión Asia Central, así como Medio Oriente, proviene de una visión del mundo occidental y las subdivisiones inventadas por sus geógrafos en el siglo xix y principios del xx (Djalili y Kellner, 2000). El objetivo, mantener una política regional que facilitara la explotación. Al respecto, Michel Foucault afirmó que clasificar, en este caso una región, es un mecanismo de poder y una lógica para la explotación de los recursos naturales. La identificación de particularidades que no admiten contraste, sigue la lógica del colonizador.

Durante la Guerra Fría, el concepto de Asia Central perdió su valor al ser una región asimilada como parte de la ex Unión Soviética. Sin embargo, mantuvo su importancia como frontera de seguridad, lo cual le permitió estar presente en el tablero de Medio Oriente, un papel que mantienen hasta el día de hoy cada uno de los jóvenes Estados que lo conforman, sea de manera individual o en bloque.

Asia Central, integrada por Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán, fue adquiriendo protagonismo como espacio geopolítico autónomo. Mackinder (1904) habló de ello refiriéndolo como el “eje geográfico de la historia”. En él se fueron generando nuevas dinámicas de cooperación con todo su vecindario (Rusia, China, Irán y Afganistán) así como con el resto del mundo (la Unión Europea y Estados Unidos).

Para entender con claridad cómo es que estos procesos y dinámicas interestatales se han desarrollado, es importante analizar su contexto desde inicios de la última década del siglo xx, pues, con la caída del modelo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (urss), estos países han luchado para cimentar nuevas relaciones comerciales, económicas y políticas entre sí.

Factores antropológicos tales como sus expresiones étnicas, lingüísticas, comerciales y demás manifestaciones socioculturales, ilustrarán el panorama actual de las dificultades más notorias en la región.

El enfoque demográfico será entonces una pieza clave para entender por qué este bloque ha sido utilizado como zona de paso entre los extremos continentales que van desde China hasta Europa, del este y central, y cómo es que en la actualidad ha ganado cada vez mayor protagonismo.

Desde un punto de vista geográfico, el litoral distingue a Asia Central del resto del continente: está lejos de los mares abiertos —a 2,000 km del mar Negro y el golfo Pérsico— y de los océanos —el más cercano, el Pacífico, está a 5,000 km de distancia.

Casi treinta años después de la caída de la urss, Asia Central sigue siendo una de las regiones más olvidadas del planeta. Sin embargo, su ubicación, su estatus como zona de tránsito e importancia energética, la reposicionan como área de interés desde el 11 de septiembre de 2001 con el ataque a las Torres Gemelas en Nueva York, y el ataque estadounidense contra los talibanes en Afganistán un mes después. Desde entonces, Rusia, China y Estados Unidos han perfilado una nueva relación con los cinco países, postura que de igual manera han tomado Turquía e Irán.

Actualmente, en estas ex repúblicas soviéticas, aunado a los conflictos internos, temas como la organización religiosa o política-democrática han quedado relegados a tal grado que sus habitantes se han convertido en no menos que meros espectadores de la vorágine de intereses extranjeros de explotación económica, de la que tanto escribió Foucault. Países tales como los mencionados en el párrafo previo, serán entonces una muestra del interés dado a esta importante región.

Los coordinadores de este libro, historiadores de profesión, creemos que uno de los objetivos de la Historia como disciplina es exponer los hechos para que los lectores juzguen por sí mismos. En este sentido, la obra que presentamos tiene como objetivo dar a conocer los elementos que definen a Asia Central como una zona estratégica en el tablero del Medio Oriente, una región que se ha encontrado a expensas de las potencias regionales y globales, y que, por motivos diversos, no ha logrado un desarrollo propio exitoso.

Dividida en diez capítulos, aborda la importancia del islam en la conformación del Estado, la definición de un nacionalismo étnico frente al cívico, las injerencias de Rusia y China, así como el papel de Irán, Turquía y Estados Unidos en sus procesos nacionales económicos e identitarios. Estos trabajos permitirán que el lector tenga un panorama amplio de lo que fue y es Asia Central.

No quisiéramos finalizar sin agradecer a los autores del libro por creer en el proyecto y tener tanta paciencia. Asimismo, los colaboradores del Seminario permanente de estudios sobre el Islam, ilm-udlap, Miguel Ángel Guevara Becerra y Rodrigo Omar Gonzáles Gracia, fueron un eje de este proyecto en la revisión y edición de la obra. Agradecemos de igual forma, al Programa Universitario de Estudios sobre Asia y África (pueaa, unam) así como a la Universidad de las Américas Puebla (udlap) por su respaldo y apoyo en su publicación. Muchas gracias.

Mohamed El Yattioui / Claudia Barona

Seminario permanente de estudios sobre el Islam, ilm (udlap)

csgs, aue, Dubai

San Pedro Cholula, Puebla, a 13 de noviembre de 2020


Referencias

Djalili, M. R. y Kellner, T. (2000), “Moyen-Orient, Caucase et Asie centrale: des concepts géopolitiques à construire et à reconstruire?”, Central Asian Survey, vol. 19, núm. 1, pp. 117-140.

Lacoste, Y. (1993), Dictionnaire de géopolitique, Flammarion.

Mackinder, H. J. (1904), “The geographical pivot of history”, The Geographical Journal, vol. 23, núm. 4, pp. 421-437.

El islam en el Asia Central postsoviética

Enrique Baltar

Introducción

A finales de 1991, una tras otra, las cinco repúblicas soviéticas de Asia Central —Kirguistán, Uzbekistán, Tayikistán, Turkmenistán y Kazajistán— proclamaron su independencia después de 67 años de haber sido incorporadas por el régimen de Stalin a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (urss). La balcanización de Asia Central fue una expresión más de la desintegración general del sistema y de la recomposición de la geografía política del extinto espacio soviético, formalmente desmembrado con la firma del Tratado Belovezha y del Protocolo de Almá-Atá en diciembre de 1991. Sin embargo, las características de la región confirieron a ese proceso rasgos particulares y pusieron en primer plano varios problemas de gran importancia para el curso de la subsiguiente transición política, como las contradicciones entre autoritarismo-democracia, regulación-modernización económica, nacionalismo-regionalismo y secularismo-religión, esta última de mayor interés para el propósito de este capítulo.

Si bien las repúblicas de Asia Central no estuvieron ajenas a los vientos de cambio y a la efervescencia política y social que socavaron las bases del sistema en los últimos años de existencia de la urss, tanto el impacto de la corriente reformista hacia el interior de sus estructuras internas (partidistas y gubernamentales), como la participación regional en el proceso final de cambio, fueron comparativamente bastante pobres dentro del contexto general del espacio soviético. La independencia de las cinco repúblicas centroasiáticas resultó una alternativa inevitable del fracasado proyecto de conservar una Unión Soviética renovada y del fallido golpe de Estado de agosto de 1991. En todos los casos, la nueva realidad representó la continuidad en el poder de las élites dirigentes del viejo régimen, por lo que la independencia vino acompañada de un férreo autoritarismo que frustró la posibilidad de una verdadera transición democrática y que, con algunas variaciones, se ha mantenido casi incólume hasta la actualidad.

En congruencia con su vocación autoritaria y neosoviética, los gobiernos centroasiáticos tampoco favorecieron la adopción de políticas de apertura y modernización económica. Durante casi tres décadas de independencia, las economías de los cinco países han conservado en lo esencial la especialización heredada de la división soviética del trabajo como proveedores de productos primarios, especialmente energéticos y agrícolas. Esa dependencia económica, fuera del marco del sistema autárquico y planificado que la generó, inhibió el crecimiento económico y abonó el terreno para el incremento del desempleo, la pobreza y el deterioro de las condiciones de vida de amplios sectores de la población, especialmente rurales, convirtiéndose en factores potenciales de la migración laboral extra-regional, sobre todo a Rusia, y también de muchos conflictos locales dentro del abigarrado escenario étnico centroasiático, los cuales se han encargado de alimentar estrechos nacionalismos de corte etno-regional que han hecho más difícil la ya compleja tarea de construir identidades nacionales que fundamenten las artificiales fronteras territoriales heredadas de la era soviética.

Los nuevos Estados soberanos nacieron así dentro de un contexto de pluralidad étnica y sin el anclaje de identidades nacionales propias. La necesidad de diferenciarse de su anterior identidad soviética, creó condiciones propicias en todos ellos para que el islam se convirtiera en un punto de reencuentro con una vieja y rica tradición cultural autóctona, totalmente disociada de ese pasado soviético. En consecuencia, la evolución de las cinco repúblicas centroasiáticas desde 1991 se ha visto inmersa, con especificidades y grados diferentes, en una doble contradicción: por una parte, entre el creciente renacimiento del islam a nivel societal y la acción de un Estado interesado en instrumentalizar parcialmente esos valores religiosos sin renunciar a su carácter secular; y por otra, entre la vocación autoritaria del Estado, que pretende mantener bajo control el ámbito religioso, y las crecientes expresiones de oposición religiosa a la política interventora y represiva gubernamental, incluyendo las modalidades más radicales de extremismo violento.

La presunta vinculación de este último con las redes de la yihad internacional ha sido un tema que durante las últimas dos décadas ha despertado interés por la islamización del Asia Central postsoviética, aunque desde perspectivas diferentes. La corriente predominante centra su atención en la expansión del islam político y el extremismo violento en Asia Central como una amenaza latente para la seguridad y estabilidad regionales (Baran, 2005; Idrees, 2016; Mori y Taccetti, 2016; Karin, 2017; Lang, 2017). En contraste, hay quienes sostienen que la islamización no conlleva necesariamente la radicalización y consideran exagerado el peso atribuido al extremismo islámico por tratarse de una fuerza muy reducida en el espectro del islam regional (Heathershaw y Montgomery, 2014); o incluso afirman que el islam hanafí profesado tradicionalmente en Asia Central —tolerante, liberal y distante de la cultura árabe— no es por naturaleza político, violento ni incompatible con la democracia y, por ende, no representa en sí mismo un caldo de cultivo para el radicalismo (Priego, 2009).

Esas diferencias derivan, en no poca medida, del carácter multidimensional implícito en el proceso de islamización de Asia Central después de 1991, por eso en este capítulo trataremos de abordarlo en tres ámbitos diferentes. Primero, como fenómeno social, asumiendo como tal el renacimiento de la fe y práctica religiosa en las sociedades centroasiáticas, así como el creciente papel de los valores, tradiciones e instituciones islámicas en la vida cotidiana de las personas. Segundo, en su dimensión estatal, que presupone la acción para mantener la islamización bajo control gubernamental y transformarla en un “islam oficial” que sirva a la vez de instrumento de legitimación política y de contención a la influencia del islamismo radical y de cualquier otra forma de oposición religiosa moderada. Y tercero, como medio de activismo político, que conlleva el análisis particular del espectro de expresiones políticas del islam, tanto de aquellas con pretensiones de erigirse en partidos opositores dentro de la política nacional, como de los diversos grupos que se oponen al estado secular y buscan implantar la ley islámica, ya sea por medios constitucionales, por la labor misionera o a través de la yihad violenta. En las siguientes páginas se analizará en detalle cada una de estas dimensiones del proceso de islamización.

Renacimiento de la identidad islámica en Asia Central

La incorporación de Asia Central a la urss supuso una ruptura con una larga historia de influencia islámica en la región que, de diversas formas, había contribuido a moldear sus particularidades y tradiciones culturales a lo largo de doce siglos. A finales del siglo vii y principios del viii, el islam llegó a la zona junto con la conquista árabe de la Transoxiana, enclavada entre los ríos Amu Daria y Sir Daria, y que hoy forma parte de Uzbekistán, Tayikistán, Kirguistán y Kazajistán. Los califatos omeya y abasí no lograron afianzar por mucho tiempo su presencia en una zona de confluencia de fuertes rivalidades y después de un siglo de enfrentamientos con iranios, turcos y chinos el dominio árabe desapareció. Pero la semilla del islam perduró y siguió creciendo gracias, por una parte, a la función intermediadora de Asia Central en el comercio entre China y Oriente Medio, que transformó lugares como Bujara, Samarkanda y Kokand en grandes ciudades bazares y en centros difusores del islam; y por otra, a la adopción de la religión por muchos gobernantes locales (Mori y Taccetti, 2016, p. 7).

La adscripción de los gobernantes al islam contribuyó a promover la nueva religión entre las élites dominantes y a conformar lo que Ernest Gellner denominó “alto islam” (1992, pp. 10-11), del cual emanó una particular jerarquía religiosa esencialmente sunita, patrocinada por gobernantes seculares y partidaria de la escuela hanafí, con una interpretación más flexible de la doctrina religiosa, desligada del puritanismo de la tradición árabe (Priego, 2009, pp. 236-237) e influida por la herencia cultural de los diversos poderes sucesivos y de las costumbres locales. Aunque los gobernantes al parecer no recurrieron a la conversión forzosa de la población, durante los siglos posteriores también se fue configurando gradualmente un amplio “bajo islam” por su difusión entre los sectores populares. Ese islam “folklórico”, enriquecido por costumbres y tradiciones locales, se fue transformando en un pilar fundamental de la identidad cultural en la región y, gracias a ello, incluso muchos pueblos nómadas entraron en la órbita de la civilización islámica (Khalid, 2014). Hacia el siglo xviii el islam se había implantado amplia y sólidamente en las sociedades centroasiáticas.

Entre 1863 y 1885 el Asia Central cayó bajo la órbita del imperio zarista. Hasta la Primera Guerra Mundial el dominio ruso en la región enfrentó frecuentes expresiones de rebeldía motivadas por su política económica, cultural y de colonización de tierras. Pero el triunfo de la revolución bolchevique en 1917, de orientación comunista y antirreligiosa, desató una beligerancia significativamente mayor contra las medidas impositivas del nuevo régimen de Moscú. La nacionalización de tierras, la prohibición de las madrasas y la clausura de los tribunales islámicos representaron un fuerte golpe al orden tradicional y provocaron el estallido de una vasta resistencia armada encabezada por la clase media terrateniente, jefes tribales y líderes religiosos, con amplio apoyo de la población local. Durante seis años el movimiento nacionalista basmachi (bandoleros), denominado así despectivamente por el poder soviético, luchó por impedir la consolidación del nuevo régimen, pero finalmente fue aplastado en 1924, año en que los territorios de Asia Central pasaron a formar parte de la urss.

El islam quedó estigmatizado y fue duramente asediado por la política estalinista durante los años veinte y treinta, la cual arreció la prohibición de las escuelas y cortes islámicas, convirtió a los líderes religiosos en blancos de sus purgas políticas, y cerró la mayoría de las mezquitas, cuyo número descendió drásticamente de 26,000, en 1912, hasta un millar hacia 1941 (Peyrouse, 2007, p. 42). Sólo tras la entrada de la urss a la Segunda Guerra Mundial, la política estalinista suavizó su intolerancia religiosa como parte de la estrategia para defender a la “madre patria” de la agresión nazi. A finales de 1943 el gobierno soviético estableció la Junta Espiritual de Musulmanes de Asia Central y Kazajistán (jemak), cuya misión principal fue establecer una rigurosa diferenciación entre las prácticas religiosas “puras y correctas” y las “tradicionalistas y retrógradas” (Epkenhans, 2016, p. 182). Así el islam fue reconocido y dotado de una estructura bajo control gubernamental, compulsada a cooperar y mostrar lealtad al régimen. La jemak se convirtió en el único cuerpo representativo oficial de los musulmanes hasta la desintegración de la urss en 1991.

Durante la era soviética el islam fue desplazado de los espacios públicos y la política oficial promovió con especial fervor la secularización de la conciencia religiosa, no sólo por medio de la represión y la censura a la libertad de credo, sino también a través de la construcción y promoción de una nueva idea de la cultura e identidad “nacional” (soviética), y de la realización de grandes proyectos en materia de educación sustentados en los principios del ateísmo científico, los valores del “hombre nuevo” (comunista) y la emancipación de la mujer, todo ello ampliamente difundido desde las escuelas, las organizaciones sociales, los medios de comunicación masiva y las diferentes manifestaciones artísticas, especialmente la literatura y la cinematografía. La política de “ateización” e imposición de la “cultura soviética” consiguió coaptar al islam y lo obligó a adoptar una versión “oficial”, pero no logró erradicar la influencia de unos valores profundamente arraigados en la tradición regional y que, de diversas formas, siguieron permeando las relaciones sociales y la vida cotidiana (Heathershaw y Montgomery, 2014, p. 5). Incluso, a pesar de la represión y del entorno ideológico hostil, muchos líderes espirituales siguieron propagando las ideas religiosas entre sus discípulos y mantuvieron sus escuelas clandestinas (hujra) para la enseñanza coránica, sobre todo en el aislado valle de Ferganá, territorio compartido por las repúblicas de Uzbekistán, Tayikistán y Kirguistán (Peyrouse, 2007, p. 41).

El inicio de la perestroika en 1985 creó las condiciones para la reversión del proceso de desislamización emprendido durante las seis décadas precedentes. El nuevo ambiente de apertura política, la libertad de las identidades religiosas y el despertar de una fuerte crítica social contra las bases del modelo soviético, contribuyeron a que una tradición islámica contenida y restringida, pero no destruida, pudiera retomar fuerza al calor del proceso de crisis general que condujo al colapso del sistema y a la desintegración de la urss. A finales de los años ochenta se multiplicaron las asociaciones musulmanas, creció el número de mezquitas, la educación religiosa volvió a ser permitida, la literatura islámica procedente del Medio Oriente comenzó a circular internamente y los puntos de vista religiosos encontraron algunos espacios de expresión en los medios de comunicación (Alonso, 2005, p. 10). El proceso de renacimiento islámico, por consiguiente, era ya una tendencia en curso a finales de la era soviética.

Pero después del colapso de la urss, la islamización de la sociedad entró en una significativa fase de crecimiento en las cinco repúblicas centroasiáticas. Tras el fin del sistema comunista, y dentro del contexto de las nuevas independencias “nacionales”, el progresivo reencuentro con la identidad islámica devino en un recurso de autoidentificación socialmente viable (también para los Estados, como se verá en el apartado siguiente), por su estrecha ligazón a la historia y cultura anterior al periodo de la sovietización forzada de Asia Central. Ello determinó que después de 1991 tuviera lugar un fuerte incremento de la actividad islámica, tanto al nivel de la religiosidad personal, como de la visibilidad del islam en el ámbito público (Heathershaw y Montgomery, 2014, p. 4).

Más allá de las características específicas de cada país, en el desarrollo de ese fenómeno, calificado frecuentemente como resurgimiento, renacimiento o reislamización, puede apreciarse la transición por tres estadios fundamentales (Nogoybayeva, 2017, pp. 19-20). El primero tuvo un contenido de externalidad identitaria, que implicó la revalorización y apropiación de la cultura islámica por un creciente número de personas autodefinidas como musulmanas. El sistema ateísta desapareció y el arsenal simbólico del islam fue ganando terreno en la vida pública y privada. La narrativa política incorporó expresiones religiosas, se rehabilitaron muchos lugares históricos relacionados con el pasado islámico, se celebraron festividades religiosas, se abrieron nuevas mezquitas e instituciones educativas, creció el número de personas que incorporaron los pilares del islam a su cotidianidad, en especial los rezos rituales, y aumentó el interés de los creyentes por las peregrinaciones a los lugares sagrados de la Meca y Medina (hajj). La idea de pertenencia a una comunidad islámica global también se abrió paso en el imaginario colectivo y en el ámbito de la política formal. El ascenso sostenido de la identidad musulmana, como veremos más adelante, no se enfiló en contra de la secularidad del Estado, ni siquiera en el caso de Tayikistán, donde un partido islámico fue parte activa en la trágica guerra civil de 1992-1997, pero en poco más de dos décadas logró definir con mucha más claridad la adscripción religiosa de la inmensa mayoría de la población.

Como muestra la siguiente tabla, en la actualidad 85% del total de la población de Asia Central ex soviética se considera musulmana, en su inmensa mayoría sunita de tradición hanafí. Cuatro de los cinco países están por encima de ese promedio, con Tayikistán y Kirguistán a la cabeza. Sólo en Kazajistán la población musulmana está todavía algo distante del resto de sus vecinos. Pero si se tiene en cuenta que en 2001 la cantidad era de sólo 47% (Baltar, 2003, p. 101), eso significa que en menos de veinte años los musulmanes kazajos pasaron de ser menos de la mitad a convertirse en una imponente mayoría. Los años de la independencia también trajeron una relativa expansión del sufismo, forma mística y heterodoxa del islam con viejas raíces históricas en la región, que combina el pensamiento esotérico, la experiencia mística y el culto a los santos como formas de comunión con Dios. Resulta difícil medir el peso de las creencias sufistas en los países centroasiáticos por la ausencia de datos y porque muchas de sus prácticas están incorporadas a la tradición popular y pueden convivir con una adscripción musulmana hanafí tolerante y poco puritana. Sin embargo, después de 1991, muchos santuarios de maestros sufís también fueron rehabilitados para convertirse en centros de peregrinaje.


En cambio, la presencia del chiismo en los países de Asia Central constituye una expresión meramente testimonial por su insignificante peso demográfico. La comunidad chía ha estado asociada con dos minorías étnicas fundamentales. La más importante es la azerí que vive en partes de Turkmenistán, Kazajistán, Uzbekistán y Kirguistán; y la otra es la población de origen iranio integrada a la minoría tayika radicada en las regiones de Samarkanda y Bujara, en Uzbekistán. Sin embargo, el resurgimiento islámico en la región no parece haber contribuido como en otras partes a exacerbar el fenómeno del sectarismo religioso, quizá porque la mayor amenaza para las pequeñas minorías chías no ha provenido de la abrumadora mayoría sunita sino de los propios gobiernos centroasiáticos, quienes bajo la suspicacia de la infundada influencia de Irán se han encargado de reprimir su actividad, obligándolas a sobrevivir casi en condiciones de clandestinidad, sobre todo en Turkmenistán y Uzbekistán (Peyrouse e Ibraimov, 2010, pp. 91-93).

A la par de la masa de creyentes, crecieron vertiginosamente las instituciones islámicas. De las cinco repúblicas centroasiáticas, fue Tayikistán la que vivió con más intensidad el resurgimiento islámico durante los años de la perestroika. En diez años las mezquitas se decuplicaron, de 12, en 1980, a 128, en 1990. Pero de 1991 a 2016 el crecimiento de las mezquitas se multiplicó 30 veces, llegando a la cifra de 3,930, el país con mayor cantidad de centros de oración y también con el mayor nivel de concentración de imanes (líderes religiosos) por habitante, uno por cada 2,210 personas. La misma tendencia puede apreciarse en los otros países. Hacia 2016, en Kirguistán estaban reconocidas oficialmente 2,669 mezquitas y 112 instituciones de educación religiosa; 2,516 y 13 en Kazajistán; y 2,065 y 11 en Uzbekistán (Nogoybayeva, 2017, pp. 8-10).

En el segundo estadio de la reislamización la cuestión principal se centra en la internalización de la conciencia religiosa. En muchos casos, el reconocimiento de la adscripción confesional es sucedido por la necesidad de comprender el significado y los principios del islam, de conocer el contenido del Corán y la Sunna como fuentes de autoridad religiosa, o de entender qué se dice en árabe durante las ceremonias rituales. Un sector creciente de creyentes se vuelve más piadoso y, en consecuencia, aumenta su demanda acerca de la interpretación correcta de los preceptos islámicos (Nogoybayeva, 2017, pp. 19-20). Cada vez más, el “ser” musulmán se asume como “pensar y vivir” de acuerdo con las normas del islam. Es difícil saber con precisión cuándo y cómo sucede esa transición, y más aún determinar su magnitud con alguna exactitud. El incremento de la educación religiosa puede ser un indicio a tener en cuenta, pero el fenómeno no sólo se limita a los espacios dedicados a la enseñanza formal del islam, también ocurre en las mezquitas y hasta en el ámbito familiar e individual. No obstante, la evidencia del potencial acumulado se refleja con el inicio de las expresiones de un tercer estadio, cuando esa nueva fuerza pasa a la acción y comienza a proyectarse en el plano social o incluso político.

El activismo islámico viene a aumentar la presión sobre el estado secular para que adopte una postura más permisible hacia los valores religiosos o, incluso, para que se conduzca de acuerdo con ellos. Dentro de esa acción colectiva, sin embargo, es necesario hacer una distinción entre islamismo e islam como recursos de movilización diferentes, si bien es cierto que en principio pudiera aceptarse con reservas que la expan-sión del segundo contribuye a generar mejores condiciones, aunque no necesaria e inevitablemente, para el ascenso del primero. El islamismo o islam político, que será abordado en el último apartado, constituye una forma de instrumentalización de la religión con objetivos políticos y, en su expresión más radical, representa una fuerza antisistema que pretende transformar el Estado secular en uno islámico. En contraste, la otra forma de actividad colectiva proviene de una espiritualidad piadosa compartida (islam) por personas y grupos sociales comprometidos con un modo de vida, mas no interesadas en cuestionar la autoridad política (Shaykhutdinov y Achilov, 2014, p. 388). Ese creciente activismo social, fruto del ascenso de la religiosidad cotidiana, en general no tiene carácter antisecular, por el contrario, muchas veces argumenta sus demandas como parte de los derechos de libertad religiosa consagrados en las constituciones seculares. Como parte de esas acciones, podemos considerar las presiones en torno a cuestiones relacionadas con la extensión del ámbito de expresión de esa religiosidad, como el uso del hijab en lugares públicos, centros laborales y escuelas; la realización de rezos en las calles, el uso de la barba, el llamado al rezo (azan) a través de micrófonos, o las cuotas para realizar el hajj y el umrah (peregrinaciones a la Meca), las cuales han sido recurrentes en los cinco países centroasiáticos, con más o menos intensidad, especialmente durante la última década. Esas presiones, generadoras también de polémicas a nivel social, evidencian la contradicción entre dos realidades coexistentes dentro de las sociedades centroasiáticas, la religiosa y la secular, pero difícilmente podrían ser consideradas en sí mismas como acciones de oposición política, aunque todas ellas representan de hecho claras transgresiones a los firmes límites impuestos por los gobiernos centroasiáticos a la reislamización de la sociedad.

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