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Estado y religión: instrumentalización de un “islam oficial”

El resurgimiento islámico en Asia Central aconteció en un escenario político particular que determinó, desde un inicio, la naturaleza de la relación con el Estado y la posición de éste frente al mismo. Las nuevas constituciones políticas promulgadas entre 1992 y 1993 consagraron en los cinco países, en unos casos de manera más explícita que en otros, el carácter secular del Estado y el derecho a la libertad de credo religioso, pero esos pilares esenciales en una democracia moderna perdieron gran parte de su significado real en el contexto de regímenes autoritarios abiertamente represivos y opuestos a las libertades democráticas, incluyendo la religiosa.

Las independencias conllevaron la preservación del poder de la vieja élite comunista conservadora. En todos los casos, los antiguos primeros secretarios del Partido Comunista y presidentes de los sóviets supremos se convirtieron en los nuevos presidentes de las repúblicas independientes. En cuatro de ellos —Kazajistán, Uzbekistán, Turkmenistán y Kirguistán— la transición formal transcurrió sin mayores dificultades porque la oposición reformista había sido aplastada desde antes de la separación en 1991. Sólo en Tayikistán, donde las corrientes democrática e islamista formaron un frente opositor unido, el cambio resultó traumático y terminó desencadenando una cruenta guerra civil entre 1992 y 1997. El temor por la crisis tayika reforzó la solidaridad de los países vecinos, los cuales en 1993 convinieron en crear la Comunidad de Estados de Asia Central, una especie de santa alianza del autoritarismo regional. Gracias a ese apoyo, y también al de Rusia, el régimen de Emomali Rahmon logró resistir el embate y negociar un acuerdo de paz que le permitió mantenerse en el poder después de 1997.

Durante al menos los primeros 15 años de independencia no hubo ningún tipo de cambio político en Asia Central. Las repúblicas presidencialistas se convirtieron en gobiernos personalistas y el poder estuvo férreamente concentrado en manos de una generación de políticos formada en la escuela de la era soviética. En Turkmenistán, Saparmurat Niyázov gobernó desde 1991 hasta su muerte en 2006. Askar Akáiev fue presidente de Kirguistán de 1991 a 2005, año en que un movimiento de protesta espontáneo (Revolución de los Tulipanes) lo obligó a dejar el cargo. En los otros tres países la vida de las autocracias ha sido mucho más prolongada. En Uzbekistán, Islam Karímov ejerció un poder absoluto hasta su muerte en 2016; Nursultán Nazarbáyev hizo otro tanto en Kazajistán hasta 2019; y en Tayikistán el presidente Emomali Rahmon está por concluir su cuarto mandato de siete años (2013-2020).

Por otro lado, al concluir el poder de la rancia élite neosoviética, la sucesión quedó en manos de una segunda generación de figuras que ya no provenía de la alta jerarquía de la era soviética, pero sí del capital político creado por los prolongados poderes autocráticos y que, por consiguiente, estaba más interesada en el mantenimiento de esos regímenes que en promover una apertura democrática. Tras la muerte de Niyázov en 2006, asumió la presidencia de Turkmenistán su ex Viceprimer Ministro, Gurbangulí Berdimujamédov, quien utilizó el modelo autoritario de su predecesor para perpetuarse en el poder hasta la actualidad (Borh, 2016). En Kirguistán, a pesar de la Revolución de los Tulipanes y la caída de Akáiev en 2005, los cambios políticos no lograron promover una transición estable por la propensión de los mandatarios posteriores a reproducir los patrones autoritarios, las prácticas de corrupción y la violación de las libertades civiles (icg, 2016). El fin de la era Karímov tampoco trajo cambios significativos en Uzbekistán. El sucesor y ex primer ministro, Shavkat Mirziyoyev, ha seguido una línea más liberal en cuanto a la apertura económica del país, pero sin modificar los pilares del sistema político (icg, 2017a). En el caso de Kazajistán, la renuncia de Nursultán Nazarbáyev en 2019 y la elección de Kassym-Jomart Tokáyev, ex primer ministro (1999-2002) y presiden-te del Senado (2013-2019), abrió también en teoría la misma disyuntiva entre continuidad y cambio, aunque todavía resulta bastante riesgoso anticipar el curso que pueda seguir ese proceso (Bohr et al., 2019). A pesar de sus múltiples dificultades, más previsible se vislumbra el escenario futuro en Tayikistán donde, gracias al referendo orquestado en 2016, el presidente Emomali Rahmon ha venido preparando el camino para agenciarse un nuevo periodo o sentar las bases de una dinastía familiar traspasando el poder a su primogénito Rustam Emomali, alcalde de la capital del país (International Crisis Group, 2017b).

La evolución política regional en el periodo postsoviético refleja, por tanto, claros elementos de continuidad con la herencia del antiguo régimen comunista. Dentro de ese panorama, la relación Estado-religión, en general, y Estado-islam, en particular, también estuvieron esencialmente influidas por esa visión continuista. La actitud de los gobiernos autocráticos hacia el resurgimiento islámico estuvo determinada por el interés de subordinar el proceso a un estricto control estatal y de instrumentalizarlo como recurso de legitimación política a través de la construcción de un “islam oficial”. Si durante la era soviética la función de ese islam oficial fue neutralizar el potencial subversivo que la religión suponía para un régimen promotor de una nueva cultura atea y supranacional, su misión después de 1991 ha estado ligada al rescate y fortalecimiento de una identidad cultural autóctona que legitime y proporcione un sentido histórico a las nuevas realidades estatales. Esa diferencia de funciones contribuye a entender la postura de los gobiernos centroasiáticos de promover en cierta medida la islamización de la sociedad, y de hasta ribetear con símbolos religiosos la política del estado secular, pero asegurando los mecanismos de control necesarios para evitar que el fenómeno trascienda los límites deseables y pueda convertirse en un problema para la estabilidad de los poderes autocráticos.

Siguiendo la tradición de la Junta Espiritual de Musulmanes de Asia Central y Kazajistán de la era soviética, cada república creó su propia “administración espiritual” como única instancia de autoridad y representación religiosa bajo control gubernamental. La esfera religiosa fue sometida gradualmente a una política fiscalizadora por parte de los estados, quienes se mostraron muy activos en la promulgación de leyes, registros y procedimientos regulatorios. La constitución de organizaciones religiosas quedó sujeta a estrictos registros oficiales. El proselitismo religioso, la labor misionera y las actividades políticas fueron legalmente prohibidas. A los imanes se les requirió acreditarse y renovar sus documentos periódicamente para ejercer sus oficios rituales. Con el tiempo también empezaron a recibir estipendios estatales, pagados de manera indirecta a través de organismos no gubernamentales, como el caso de la Fundación Iman para el Desarrollo de la Cultura Espiritual en Kirguistán (Nogoybayeva, 2017, p. 42), con lo cual muchos fueron transformados de facto en funcionarios públicos.

Después de cierta espontaneidad durante los primeros años, la construcción de mezquitas y otras obras religiosas se regularon legalmente, requiriendo el otorgamiento de licencias y permisos estatales. La clausura de mezquitas y centros religiosos, considerados ilegales por carecer de esas autorizaciones oficiales, se convirtió en un poderoso instrumento para el ejercicio del control gubernamental. En los últimos años, muchos lugares de culto islámico han sido forzados a cerrar sus puertas por carecer de los registros oficiales, sólo en 2017 fueron clausuradas por esa razón 2,000 mezquitas en Tayikistán (AsiaNews, 2018). Aunque la responsabilidad por la edificación de los lugares de culto no recae en los gobiernos, sino en la comunidad de creyentes y en patrocinadores externos como Turquía, Arabia Saudita y otras monarquías del Golfo, estos han ejercido una fuerte supervisión sobre el ámbito interior de las mezquitas, sometiendo a revisión y censura los sermones de los imanes e incluso instalando cámaras de seguridad para monitorear las instalaciones. La educación islámica también sufrió restricciones. Se impidió la enseñanza privada de la religión, y las escuelas y universidades islámicas creadas después de 1991 quedaron insertadas dentro del sistema de educación general y tuvieron que compartir su currículo religioso con materias de las ciencias seculares.

Desde la perspectiva gubernamental, la política de control se justifica por la necesidad de conservar la pureza del islam “tradicional” y sustraerlo de la influencia perniciosa del radicalismo salafista foráneo. Con ese propósito, la narrativa gubernamental ha promovido, por un lado, la simbiosis entre islam “oficial” y “tradicional”, basada en el reconocimiento de la adscripción del islam centroasiático a la escuela de pensamiento hanafí, de naturaleza menos rigorista y tradicionalmente apolítica; y por el otro, su contraposición con el islam extremista, violento y ajeno a la tradición cultural de la región (Omelicheva, 2017, pp. 8-9). A medida que el islam aumentó su influencia en las sociedades centroasiáticas, la instrumentalización de un islam oficial como encarnación de la identidad cultural se hizo tanto más importante. La tradición sirvió para condenar públicamente los vicios de la influencia occidental y justificar las prácticas políticas autoritarias. Creció el interés por recuperar el patrimonio y la memoria histórica asociada al islam, y figuras casi olvidadas de grandes juristas y maestros sufís adquirieron nueva relevancia. Las referencias religiosas en los discursos se hicieron más recurrentes y el capital simbólico del islam comenzó a usarse como recurso de movilización con fines políticos y electorales. Los presidentes de las cinco repúblicas, en particular, empezaron a mostrar un especial empeño por proyectar una imagen personal asociada al islam. El uso del Corán en las investiduras presidenciales y las peregrinaciones a la Meca de los mandatarios constituyeron dos expresiones inequívocas del nuevo papel legitimador conferido al islam, aunque también del interés de insertarse en el mundo musulmán para asegurarse el acceso a la solvente banca islámica (Khaki y Malik, 2013; Hoggarth, 2016), como alternativa a la tradicional dependencia económica de Rusia, y más recientemente de China.

Pero además de su utilidad como línea diferenciadora entre un islam bueno y autóctono, y otro nocivo y extranjero, la exaltación de la tradición hanafí sirvió también para legitimar la aspiración de los gobiernos centroasiáticos de mantener al islam totalmente fuera del ámbito político. A lo largo del periodo postsoviético los partidos de orientación religiosa han estado expresamente prohibidos por la ley en todos los países, con la única excepción de Tayikistán durante los años 1997-2015 donde, como resultado de la guerra civil, tuvo lugar un intento fallido de coexistencia de un partido islámico dentro del marco de un estado secular (Nogoybayeva, 2017, p. 36).

El Partido del Renacimiento Islámico de Tayikistán (irpt), fundado en 1991 por Said Abdullo Nuri, encabezó la Oposición Tayika Unida (otu), el frente combinado de fuerzas islamistas y demócratas seculares que combatieron al régimen de Emomali Rahmon durante la guerra civil. Después de un difícil proceso de negociación auspiciado por Naciones Unidas y otros actores internacionales, en 1997 Rahmon y Nuri aceptaron suscribir un acuerdo de paz sobre la base de la repartición del poder, mediante el cual la otu aceptó desmovilizar sus fuerzas militares para insertarse dentro del proceso de reconciliación nacional. El Protocolo Político del acuerdo de paz concedió a la otu 30% de los puestos gubernamentales, incluidos algunos ministerios, y consagró el compromiso de realizar enmiendas constitucionales (Abdullo, 2001, pp. 51-52). Como resultado, los grupos integrados en la otu fueron legalizados y el irpt se convirtió en un partido político con cierto peso en la estructura formal de gobierno. En el 2000 el irtp participó por primera vez en unas elecciones legislativas y obtuvo dos de los 63 escaños en disputa.

Durante los quince años siguientes se desarrolló una relación controversial entre un partido islamista con creciente visibilidad pública y aspiraciones de fortalecer el papel de la religión en la sociedad, y un estado secular bajo la égida del Partido Democrático del Pueblo de Tayikistán, de Emomali Rahmon, interesado en anular progresivamente a la oposición para consolidar su hegemonía política (ifes, 2015, pp. 1-3). El desenlace sobrevino en 2015 cuando el gobierno tayiko involucró al irtp en el frustrado intento de golpe de Estado liderado por el viceministro de defensa Abdukhalim Nazarzoda. La Suprema Corte de Justicia prohibió de inmediato las actividades del irtp y en un referendo nacional celebrado en mayo de 2016, el gobierno de Rahmon consiguió la aprobación para la ilegalización de los partidos políticos de orientación religiosa y nacionalista. De esa forma concluyó una experiencia excepcional derivada de la guerra civil, que permitió al régimen tayiko retomar la tradición de los estados centroasiáticos de procurar mantener al islam al margen de la política. A pesar de ello, sin embargo, todos tuvieron que lidiar con la amenaza latente de un islamismo radical dispuesto a desafiar al estado secular fuera del ámbito del sistema y de la política formal.

Irrupción del islam político y radical

La presencia de un islam radical en la región no constituye un fenómeno nuevo ni importado, como tampoco parece tener la exagerada importancia que la narrativa oficial le atribuye como amenaza a la seguridad interna de los países centroasiáticos. Sus raíces se remontan a las décadas de los sesenta y setenta, durante el periodo soviético, cuando el valle de Ferganá devino en el centro fundamental de la resistencia doctrinaria al islam oficial impuesto desde el Kremlin, y en campo de confrontación entre conservadores de la escuela hanafí e islamistas de orientación hanbalí y shafi’í (Peyrouse, 2007, p. 52), contradicción acentuada en los años siguientes por la perestroika, la influencia de la situación en el vecino Afganistán tras la intervención militar soviética, y la crisis final del régimen comunista. De modo que el islam político en Asia Central tuvo antecedentes propios que, en cierta forma, abonaron el terreno para el desarrollo de una corriente salafista en el periodo posterior a 1991.

Sin embargo, la delimitación del ámbito de acción del islam radical y de su peso real durante el periodo postsoviético, resultan cuestiones más difíciles de determinar por la ambigüedad en el manejo de la terminología, en buena medida influida por la perspectiva del discurso oficial dentro y fuera de la región. La tendencia a considerar cualquier acción religiosa conservadora y/o política del islam como sinónimos de islamismo (islam político) o salafismo genera una confusión que desvirtúa la relación entre religión y política en Asia Central (Heathershaw y Montgomery, 2014, p. 7). El islamismo engloba un fenómeno de naturaleza bastante heterogénea, pero la esencia de su radicalismo está determinada, en primera instancia, por su carácter regenerador y la aspiración de implantar un Estado basado en la ley islámica; y, en segunda, por los medios utilizados para su consecución, siendo el yihadismo su expresión violenta y más extremista.

Esa distinción debería dejar fuera del islamismo las manifestaciones políticas cuyo propósito no es subvertir el carácter secular del Estado, sino, en todo caso, oponerse o mostrar el descontento de ciertos grupos sociales hacia las políticas particulares de los gobiernos. El caso ya analizado del irtp en Tayikistán constituye un buen ejemplo de un tipo de relación entre islam y política que no encuadraría bien dentro del molde salafista, ya que su programa nunca tuvo un carácter abiertamente antisecular, pero sí fungió como una oposición al gobierno dentro de un esquema constitucional por más de quince años. Tampoco encajarían como acciones de un islam político o radical aquellas relacionadas con las expresiones contestarias aisladas de sectores representantes de un islam piadoso y conservador. Sin embargo, la verdadera dimensión del islam político ha sido consistentemente distorsionada por la instrumentalización de una doble asociación: entre islamización e islamismo, y entre oposición política e incremento del radicalismo islámico. Ambas inferencias son construcciones de los gobiernos autoritarios para aplastar a los oponentes políticos y posicionar la idea, dentro y fuera de sus países, de los peligros de una islamización no regulada estrictamente por el Estado. La paradoja detrás de esas asociaciones es que el islamismo ha sido, en realidad, un producto menor dentro de la tendencia general a la islamización de la sociedad, no determinada por ella y distribuida geográficamente de manera desigual, con una gran concentración en el valle de Ferganá (Idrees, 2016, p. 6), compartido por Uzbekistán, Tayikistán y Kirguistán, y con bases de operaciones que han estado la mayor parte del tiempo, en algunos casos, fuera del territorio de Asia Central.

Después de 1991 el ascenso del islamismo tuvo básicamente dos vertientes fundamentales de expresión; por un lado, mediante la acción expansiva de agrupaciones transnacionales partidarias de establecer un Estado islámico por medios generalmente pacíficos; y, del otro, por la aparición de organizaciones locales autónomas de corte yihadista, con una proyección más agresiva y violenta. El exponente más importante del primer tipo es la Hizb ut-Tahrir al-Islami (ht) [Partido de Liberación Islámica], organización surgida en Jerusalén oriental en 1953, que experimentó un progresivo auge en las décadas siguientes hasta convertirse en una de las agrupaciones panislamistas más populares, con varios millares de simpatizantes en diferentes partes del mundo (Karagiannis, 2010, p. 13). El programa de la ht promueve la estrategia de la “yihad previolenta” como vía para conseguir inicialmente el estado islámico por medios pacíficos a través de la incesante islamización de la sociedad (Mori y Taccetti, 2016, p. 10), aunque acepta el recurso de la yihad violenta en una etapa posterior para materializar la aspiración suprema de implantar un califato global.

Desde finales de los noventa la ht encontró un terreno fértil en Asia Central para expandir su influencia. Sin la presencia de otras grandes organizaciones islamistas competidoras, su mensaje del cambio social por medios pacíficos logró cierta resonancia en la región debido al vacío ideológico del periodo postsoviético, a las frustraciones sociales por las serias dificultades económicas y, también, por la carencia de canales para expresar el descontento hacia las políticas gubernamentales. Gracias a ello, la ht se convirtió en la principal agrupación islamista en todas las repúblicas centroasiáticas, con excepción de Turkmenistán en donde su presencia ha sido mucho menor. En Tayikistán, la ht no sólo se confrontó con las autoridades sino también pretendió erigirse en el rival ideológico del único partido religioso legalizado de la región, el irtp (Karagiannis, 2010, p. 15).

Desde sus inicios, la labor misionera y las demostraciones antigubernamentales de la ht fueron fuertemente reprimidas, especialmente en Uzbekistán, su bastión principal, lo que coadyuvó a que su actividad se moviera con más rapidez hacia los otros estados de la región. Sobre todo después de 2001, en que la organización fue proscrita en varios países occidentales, los gobiernos centroasiáticos le otorgaron el tratamiento de grupo terrorista, aunque tal percepción fuese poco compartida a nivel social por la naturaleza no violenta de sus acciones (McGlinchey, 2009). La respuesta punitiva, sin embargo, produjo dos efectos indeseables y en cierta forma contradictorios. Uno fue la escisión de grupos inconformes con la estrategia de la ht y partidarios de pasar a una acción más agresiva, los cuales formaron nuevos pequeños grupos más radicales y violentos, como el Hizb-an-Nusra y Akramiylar (Baran, 2005, pp. 47-49; Alonso, 2005). El otro fue que indirectamente contribuyó a incrementar la popularidad de ht y a llamar la atención sobre su mensaje, no ya de las capas más humildes, sino también de algunos sectores de las clases medias, lo cual contribuyó a que la agrupación islamista pudiera mantener su presencia pese a la represión, si bien su influencia, a diferencia de la narrativa oficial, difícilmente constituya una amenaza a la seguridad (Karagiannis, 2010, p. 15).

La Tablighi Jamaat (tj) es la otra organización transnacional islamista con actividad en la región. Fundada en India durante la década de 1920, la tj logró también ejercer alguna influencia por Asia Central después de 1991. Con una orientación aún más moderada, la tj rechaza la violencia como medio para establecer el estado islámico e incluso prohíbe a sus miembros el activismo político por considerarlo causa de división (fitna) entre los musulmanes. Como grupo salafista piadoso defiende el proselitismo como instrumento de regeneración del islam y vía para lograr el objetivo de un estado basado en la sharía. Para los líderes de la tj, la actividad misionera en la base, realizando proselitismo de puerta en puerta, constituye una especie de yihad pacífica encaminada a fortalecer la fe religiosa y el papel social de las mezquitas (Mori y Taccetti, 2016, p. 11). No obstante, desde la perspectiva gubernamental, esa imagen apolítica ha servido poco para librarla del estigma de ser una amenaza salafista y, por consiguiente, de la represión de las autoridades. Lejos de verla como una fuerza alternativa y de contención del islam radical, la mayoría de los políticos temen que, bajo ciertas circunstancias sociales, el proselitismo transformador de la tj pueda contribuir a la radicalización de una juventud insatisfecha, razón por la que sus actividades fueron prohibidas en todos los países de la región, excepto en Kirguistán.

La segunda vertiente de expresión del islamismo en la región, el yihadismo violento, tuvo su exponente más importante en el Movimiento Islámico de Uzbekistán (miu), y su evolución generalmente se divide en tres periodos fundamentales: 1991-2000, 2001-2014 y después de 2014 (Lang, 2017, pp. 1-2). Durante los años 1991-2000 el islamismo radical tuvo su epicentro en el valle de Ferganá, especialmente en las zonas de población uzbeca, y su actividad estuvo vinculada a la lucha por derrocar a los regímenes neocomunistas en Uzbekistán y Tayikistán. En 1991 surgió el grupo salafí Adolat dirigido por Tahir Yuldashev, un ideólogo islámico uzbeco, y por Juma Namangani, un veterano del ejército soviético también de origen uzbeco, radicalizado tras su experiencia militar en la campaña de Afganistán. Debido al contexto de inestabilidad inicial que siguió a la independencia y a la debilidad del poder central uzbeco, Adolat logró imponer su autoridad temporal en la provincia de Namangán, en el extremo norte del valle de Ferganá, y desde allí confrontó al gobierno de Islam Karímov para imponer la sharía en todo Uzbekistán. Tras la ofensiva exitosa del régimen, los remanentes de la agrupación movieron su base de operaciones a Tayikistán en 1992, cuando recién iniciaba la guerra civil en ese país.

Las fuerzas de Adolat se aliaron con Abdullo Nuri y lucharon al lado del irpt contra el gobierno de Emomali Rahmon. De 1992 a 1997 su líder Namangani estuvo al frente de las operaciones militares en Tavildara, región montañosa y relativamente próxima a la frontera con Afganistán. Pero los acuerdos de paz de 1997 provocaron el distanciamiento entre Nuri y Namangani debido a la intransigencia del segundo a pactar con el gobierno, aunque de hecho siguió conservando su base de operaciones y reclutamiento en el valle de Tavildara. En 1998, las fuerzas de Adolat y de otros pequeños grupos radicales se unificaron bajo el liderazgo de Namangani y Yuldashev para constituir el Movimiento Islámico de Uzbekistán (miu) (Mori y Taccetti, 2016, p. 10) con el objetivo principal de combatir al régimen de Islam Karímov, si bien sus acciones violentas se extendieron también a las partes kirguisa y tayika del valle de Ferganá. El fallido atentado a Karímov en 1999, atribuido presuntamente a la agrupación yihadista, intensificó la persecución contra el miu y las presiones al gobierno tayiko para que lo expulsara de la región de Tavildara, lo cual conllevó su salida de Tayikistán y el inicio de su capítulo afgano.

Para ese entonces Afganistán se había transformado en el centro neurálgico de la subversión islamista regional (Baltar, 2003, pp. 97-116). Tras la conquista de Kabul en 1996 y la proclamación del Emirato Islámico encabezado por el mulá Omar, la posibilidad de un predominio talibán sobre todo el territorio, alentada por su incontenible avance hacia el norte, impulsó la conformación de un frente antitalibán integrado por las demás facciones rivales, comúnmente conocido como Frente Unido o Alianza del Norte. Con excepción de Pakistán, principal apoyo externo del talibán, los países del entorno regional, incluidas las repúblicas centroasiáticas, se inclinaron a favor del Frente Unido, no sólo por el temor a su radicalismo islámico, sino también por la nueva asociación que forjaron con Osama bin Laden y Al Qaeda, que implicó el traslado a territorio afgano del centro operacional de la yihad global y el establecimiento de campos para el entrenamiento de millares de yihadistas de diversas partes del mundo, incluida Asia Central.

Mientras que las facciones tayikas y uzbecas del Frente Unido optaron por cambiar su postura hacia los gobiernos de Emomali Rahmon e Islam Karimov, el miu decidió aliarse al talibán en la lucha contra el Frente Unido a cambio de su apoyo para establecer sus bases en el norte de Afganistán, y desde allí emprender acciones en Uzbekistán y el resto del valle de Ferganá. Desde finales de 1999 el miu participó en las ofensivas del talibán en las provincias del norte y entró en relación directa con Al Qaeda y Osama bin Laden, con lo cual comenzó su inmersión dentro de la corriente yihadista global. Hasta ese momento la visión del miu acerca de la yihad había sido bastante simplista, a pesar de las pretensiones teológicas de Yuldashev y del paso de algunos de sus militantes por madrasas pakistaníes (Brill, 2007, p. 28).

El segundo periodo corresponde al capítulo pakistaní del miu. Bajo la presión de la campaña militar de Estados Unidos en Afganistán después de los atentados del 11/09, el miu siguió la misma estrategia del talibán y de Al Qaeda de cruzar la frontera con Pakistán para buscar refugio en Waziristán, una de las agencias autónomas de las Áreas Tribales Federalmente Administradas (fata, por sus siglas en inglés) (Baltar, 2009, pp. 57-60). La nueva realidad provocó una escisión dentro de la agrupación islamista entre quienes insistían en la lucha contra Karímov y los partidarios de unirse a la yihad global, lo que llevó a la formación del Grupo de la Yihad Islámica a principios de 2002, que cambiaría el nombre por el de Unión de la Yihad Islámica (iju, por sus siglas en inglés) en 2005. Sin embargo, la lejanía geográfica que supuso el éxodo a las fata, anuló cualquier distinción de propósitos e impuso un curso muy parecido a las dos agrupaciones islamistas. En la práctica, Asia Central, en particular el valle de Ferganá, perdió su centralidad como escenario de operaciones, aunque continuó siendo una fuente de reclutamiento y blanco de actos terroristas aislados con un valor más simbólico que desestabilizador. Las acciones del miu y la iju se encaminaron principalmente a combatir, junto al talibán y a Al Qaeda, al ejército pakistaní en Waziristán y a las fuerzas de la otan en Afganistán; y también se convirtieron en un instrumento al servicio de la yihad global por su presunta participación en la ejecución de atentados y actos terroristas en Europa, Rusia y Asia Central entre 2004 y 2012 (Lang, 2017, p. 2). Aunque el exclusivismo étnico nunca tuvo importancia primordial, a medida que aumentó el compromiso del miu y la iju con la causa yihadista internacional, también se acrecentó su carácter multicultural con la incorporación de militantes centroasiáticos, azerbaiyanos, turcos e incluso pakistaníes.

El tercer periodo inició en 2014 con la salida del miu y la iju de Waziristán, justo en el momento de la intensificación del conflicto en Siria, del ascenso de Estado Islámico (isi) y de su ruptura con Al Qaeda. Ante la dimensión de sus acciones violentas, el gobierno de Islamabad decidió endurecer su política hacia el talibán pakistaní (ttp) y ordenó una dura ofensiva militar contra sus bases en Waziristán. En consecuencia, las dos agrupaciones yihadistas se vieron obligadas a dejar el lugar que había sido su santuario por doce años. Muchos de sus militantes viajaron a Siria para integrarse a la yihad y otros se adentraron de nuevo en Afganistán, donde Estados Unidos y la otan habían evacuado al grueso de sus tropas y la responsabilidad de la seguridad había sido entregada al gobierno afgano (Baltar, 2018 y 2019). El miu y la iju adoptaron posturas distintas ante la disputa entre Abu Bakr al-Baghdadi y Aymán az Zawahirí por el liderazgo del yihadismo internacional. La primera se unió simbólicamente a isi en 2015 y poco después su líder cayó abatido en un enfrentamiento con el talibán, lo que prácticamente condujo a la desactivación de la organización. La iju, aunque muy debilitada, mantuvo la asociación con el talibán y Al Qaeda, y sus militantes siguieron participando en operaciones conjuntas en Afganistán.

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