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¿Conducta profesional en el arbitraje? Una discusión necesaria

Professional behaviour in arbitration? Necessary discussion

Otto Alonso Acosta Bernedo*

Nicolás Alarcón Loayza**

La cuestión sobre la conducta ética de las partes en el arbitraje ha sido objeto de amplia discusión. La discusión parece cobrar mayor relevancia a la luz de los recientes episodios de corrupción en el Perú y en el marco de un debate sobre posibles vías de reforma del arbitraje en el Perú. Adicionalmente, el crecimiento exponencial de la práctica del arbitraje obliga a pensar en medidas que permitan la conducción justa y eficiente de los procesos arbitrales. En el presente trabajo nos planteamos las siguientes dos preguntas: ¿es un Código de Ética adecuado al arbitraje? y, de ser la respuesta afirmativa, ¿qué conductas debe regular dicho Código de Ética? Para atender ambas preguntas, procedemos de la siguiente manera: Primero, identificamos y definimos los problemas a los que pretendemos dar solución a través de un Código de Ética. Segundo, analizamos si el escenario actual de regulación de la conducta de abogados en el arbitraje es suficiente para responder al problema identificado. Tercero, identificamos y proponemos las conductas que podrían ser reguladas en un Código de Ética la autoridad a cargo de la adopción y supervisión de dicho Código de Ética.

* Máster en Derecho por la Universidad de Peking, China (2019). Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú (2016) y Administrador de Empresas (2013) y Contador (2012) por la Universidad del Pacífico, donde obtuvo el Premio Robert Maes al obtener el primer puesto en la Facultad de Negocios. Actualmente se desempeña como Presidente de Directorio de la Organización Educativa Idem.

** Abogado por la Universidad Católica San Pablo (2018). Cuenta con un Diploma de Especialización en Arbitraje Comercial Internacional por la American University Washington College of Law (2015) y la International Arbitration Academy for Arbitration Law Paris (2016). Actualmente se desempeña como Asociado del área de Litigios y Arbitraje del Estudio Rodrigo, Elías & Medrano Abogados.

1. INTRODUCCIÓN

Para muchos abogados, la ética es un concepto difícil de entender, un concepto abstracto que no tiene relación con el ejercicio de la profesión sino sólo con su vida privada. Para otros, es un concepto desfasado aplicado por profesionales “inocentes” y sin la “cancha” necesaria1. Sin embargo, es un concepto que, dadas las circunstancias actuales, reviste indudable importancia.

La ética2 (entendida como sinónimo de “moral”) es de vital importancia para el abogado dada la naturaleza del ejercicio profesional del Derecho, que impone como obligación la defensa de intereses de parte3. Esta obligación convive con otra obligación sistémica de defender el Estado Constitucional de Derecho4.

De ese modo, el abogado debe satisfacer tanto los intereses del cliente como los de la justicia en abstracto, generándose una serie de dilemas morales que podrían ser absueltos, de manera predecible, en base a principios debidamente codificados5.

Lamentablemente, aquellos principios éticos no siempre están codificados (como es el caso de aquellos aplicables a la conducta de los abogados en el arbitraje) haciendo de su aplicación un ejercicio discrecional (por parte de los árbitros o de los centros de arbitraje) que suele ser inexistente.

Esto contrasta ampliamente con la imperante necesidad de velar por estándares de conducta en el arbitraje. Quizás la muestra más latente de ello es el conocido caso “Lava Jato” que ha alcanzado casi todos los estamentos del Estado, llegando incluso a influenciar la práctica del arbitraje6. Siendo así, partimos de la siguiente premisa para la elaboración del presente trabajo: la regulación de la conducta ética de los abogados en el arbitraje es un ejercicio deseable y necesario.

En el presente trabajo nos planteamos las siguientes dos preguntas: ¿es un Código de Ética adecuado al arbitraje7? y, de ser la respuesta afirmativa, ¿qué conductas debe regular dicho Código de Ética? Para atender ambas preguntas, procedemos de la siguiente manera: Primero, identificamos y definimos los problemas a los que pretendemos dar solución a través de un Código de Ética. Segundo, analizamos si el escenario actual de regulación de la conducta de abogados en el arbitraje es suficiente para responder al problema identificado. Tercero, identificamos y proponemos: (i) las conductas que podrían ser reguladas en un Código de Ética y (ii) la autoridad a cargo de la adopción y supervisión de dicho Código de Ética

2. LA NECESIDAD DE REGULAR LA CONDUCTA DE LOS ABOGADOS EN EL ARBITRAJE

Resulta imposible separar la función profesional del abogado (confinada a la relación abogado-cliente8) de su importante función social, pues la labor que desarrollan quienes conocen y aplican el Derecho es de suma importancia para la constitución de intereses y posiciones de poder legítimos en la sociedad. Los abogados son quienes modelan la forma y el sentido que adquieren los derechos y el sistema legal en su conjunto9. En breve, son quienes debieran defender el Estado Constitucional de Derecho10.

Dada la relevancia social del abogado, así como la influencia que puede ejercer sobre el ordenamiento jurídico, es importante que exista un ordenamiento que garantice el correcto ejercicio de la profesión, que puede materializarse en una serie de principios dirigidos a velar por el Estado de Derecho11. Aquellos principios, como resulta evidente, podrían enunciarse en un Código de Ética.

El Código de Ética del Abogado establece los lineamientos bajo los cuales debe ejercerse la abogacía, así como las sanciones ante el incumplimiento del comportamiento esperado12. Siguiendo a la doctrina mayoritaria, el Código de Ética es una verdadera norma jurídica en tanto cumple con todos los requisitos de validez que una norma exige13.

De manera similar, para la doctrina comparada, el Código de Ética es “aquella guía de normas para el profesional, que persigue facilitar y orientar el buen cumplimiento de los principios morales que impone una determinada profesión. Se trata de un esfuerzo para fortalecer y garantizar la moral profesional, asegurando, además, un modelo profesional de relaciones humanas. Es, fundamentalmente, un Código de moral profesional que plasme los deberes de los colegiados para el resto de la sociedad y para con los mismos miembros de la profesión”14.

Por ende, el Código de Ética del Abogado no representa un conjunto de postulados morales relacionados a cuestiones abstractas que estudia la deontología del abogado, los cuales no tienen aplicación alguna en la realidad. Por el contrario, representa un conjunto de normas jurídicas y principios que regulan situaciones concretas en el ejercicio profesional del abogado15.

De esta manera, un Código de Ética tiene la virtualidad de permitir al abogado lidiar con los conflictos éticos propios de la profesión, buscando en todo momento no sólo el beneficio de su patrocinado, sino también procurando una mejor sociedad, donde la justicia sea un valor compartido y disfrutado por todos. Desde una perspectiva más amplia, el Código de Ética orienta la labor de todos los operadores del Derecho hacia los fines mencionados (incluidos, claro está, los árbitros).

Estas consideraciones (planteadas desde una perspectiva genérica) resulten igualmente predicables a la práctica del arbitraje. Encontramos, al menos, tres problemas que justifican la adopción de un Código de Ética para abogados en el arbitraje.

En primer lugar, la creciente sofisticación de las prácticas en el arbitraje ha propiciado una mayor tensión entre una conducción eficiente del proceso y una conducción que se someta enteramente a la autonomía de la voluntad de las partes. Esto es particularmente relevante cuando se trata de conductas desplegadas por los abogados que riñen con la ética (dentro de las que podríamos catalogar a las denominadas “tácticas de guerrilla”16) pero que, ante el vacío normativo existente, suelen ser defendidas como conductas legítimas17. En principio, la Ley Peruana de Arbitraje18 al igual que la gran mayoría de reglamentos arbitrales19 no proporcionan herramientas concretas a los árbitros para hacer frente a estas conductas.

De modo tal que, el manejo de estas conductas suele depender enteramente de un ejercicio discrecional de las facultades de los árbitros de conducción del proceso. Por diversos motivos, entre los que podrían destacarse la muy conocida “due process paranoia” y la incertidumbre sobre la competencia de los árbitros para aplicar normas de ética profesional20, los árbitros no suelen —en la experiencia de los autores— conceder mayor relevancia a estas conductas.

Esto contrasta con el impacto que estas conductas pueden tener en la conducción eficiente del proceso. Como ha señalado el profesor Grigera-Naón, el arbitraje puede ser conducido con mayor eficiencia y de una manera ordenada cuando los abogados ajustan su conducta a ciertos estándares de respeto mutuo, lealtad, cortesía, integridad, buena fe y profesionalismo21. Esto es lógico, el arbitraje se despliega sobre la conducta de los abogados y, en gran medida, hace depender de ésta su resultado (por ejemplo, en relación con los documentos que exhiben, a las afirmaciones de hecho y de derecho que efectúan, al contrainterrogatorio que realicen a testigos y expertos, etc.).

En segundo lugar, el crecimiento de la práctica arbitral ha traído aparejada una diversificación cultural en relación con las partes involucradas en el arbitraje. En un documento de trabajo sobre la ética en el arbitraje internacional, la CNUDMI señaló: “El incremento del arbitraje internacional también se ha traducido en la diversificación de las partes que intervienen en el proceso arbitral. Por esa razón, las opiniones sobre la ética o la conducta de los árbitros pueden diferir considerablemente y las expectativas propias pueden contraponerse a las expectativas de personas de otra jurisdicción o a la práctica general en materia de arbitraje internacional.”22 Aunque referido únicamente a la conducta ética de los árbitros, la afirmación es igualmente (y quizás con mayor razón) extrapolable a la conducta ética de los abogados.

Con razón, la profesora Rogers se ha referido a la regulación de la conducta ética de los abogados en el arbitraje como a “no-man’s land”23 y Veeder (2004) ha señalado que “Los abogados no son música o bailarines de ballet: la educación de un abogado, sus habilidad y su ética están esencialmente enraizados en el ordenamiento jurídico nacional; y no es claro cómo y en qué medida las normas nacional de conducta profesional aplicarían extraterritorialmente el abogado transnacional en un arbitraje internacional” (p. 116). En efecto, es un escenario crecientemente común que en un mismo arbitraje participen abogados de diversas jurisdicciones sin que ninguno tenga certeza sobre qué norma deóntica guía su actuación. La multiplicidad de opciones (por ejemplo, la norma del lugar donde se encuentra registrado para la práctica del derecho, la norma del lugar de la sede, alguna norma transnacional, etc.) genera una situación de confusión evidente.

En tercer lugar, el arbitraje tiende hacia una mayor transparencia24 por lo que el escrutinio público sobre la conducta de árbitros y abogados es cada vez mayor. Esto refuerza la necesidad de elevar el estándar de la práctica del arbitraje, en tanto la confianza de los usuarios del arbitraje es un elemento esencial para el funcionamiento del arbitraje.

En buena cuenta, concluimos provisionalmente que existen determinadas conductas de los abogados que peligran el logro de los fines de todo proceso arbitral y, desde una perspectiva sistémica, peligran la confianza y la legitimidad del sistema arbitral. Siendo ello así, lo siguiente es determinar si la respuesta a dicho problema puede tomar la forma de un Código de Ética para abogados en el arbitraje. No asumimos, sino más bien pretendemos argumentar, que la solución sea una mayor regulación pues somos conscientes de que existe ya una sobre regulación de la práctica arbitral, signada por una proliferación de códigos, lineamientos, guías y reglamentos que peligran con transformar al arbitraje de un arte a un “ejercicio burocrático”25.

3. EL CASO A FAVOR DE UN CÓDIGO DE ÉTICA PARA ABOGADOS APLICABLE AL ARBITRAJE

3.1. La insuficiencia de la regulación actual de la conducta de los abogados en el arbitraje

Frente a la verificación de conductas como las antes señaladas y la necesidad de que éstas sean controladas, proponemos la adopción de un Código de Ética aplicable a todos los arbitrajes cuya sede sea el Perú26. A fin de argumentar a favor de la idoneidad de este código, describimos a continuación la situación normativa actual de la regulación de la conducta de abogados en el arbitraje y analizamos si dicha situación es suficiente para atender los problemas que describimos en el acápite anterior.

No existe un cuerpo normativo ético que resulte aplicable a la conducta de abogados en arbitrajes con sede en Perú27. Las normas que regulan la conducta de los abogados en arbitrajes cuya sede es el Perú son privadas, particularmente aquellas adoptadas por los colegios de abogados y cuyo ámbito de aplicación está circunscrito a los abogados que los conforman28. Por ende, su efecto en la práctica del arbitraje es limitado29.

Adicionalmente, la supervisión del cumplimiento de estas normas suele ser potestad de los colegios profesionales de los cuales provienen30. Por ende, su incumplimiento por los abogados de las partes solo surte efectos extra proceso. En consecuencia, no ofrecen una solución a las consecuencias perniciosas que estas conductas pueden tener en la conducción eficiente y justa del arbitraje.

Aún si asumiéramos in arguendo que los árbitros pudieran supervisar el cumplimiento de dichas normas dentro del arbitraje31, su aplicación acarrearía una desigualdad entre las partes. En particular cuando abogados de diversas jurisdicciones intervienen en un proceso (sea representado a partes opuestas o a la misma parte), existe la posibilidad de que una misma conducta esté proscrita para algunos de ellos (en aplicación de la norma deóntica que les resulte aplicable) y no para otros32. Si bien, dada la creciente armonización de prácticas en el arbitraje33, estos supuestos debiesen tender a la desaparición, aún son posibles pues las normas deónticas locales suelen no estar ajustadas a la práctica del arbitraje34.

Finalmente, en el marco regulatorio actual de la conducta de los abogados en el arbitraje, no puede omitirse el impacto de las facultades de los árbitros para controlar dichas conductas. Estas facultades estuvieron al centro de la discusión en dos casos de arbitraje de inversión en los que se solicitó la “recusación” del abogado de una de las partes (incorporado luego de iniciado el arbitraje) por la relación entre éste y uno de los árbitros. En Hwatska c. Eslovenia, el tribunal arbitral al decidir sobre la solicitud determino que tenía “poderes inherentes” para preservar la integridad del proceso arbitral35 y, sobre la base de dichos poderes, decidió excluir al abogado en cuestión del arbitraje. En Rompetrol c. Rumania, el tribunal arbitral, aunque rehusándose a ejercer dichos “poderes inherentes” en el caso, aceptó que estos podían ser usados únicamente cuando haya una “imperante e innegable necesidad de salvaguardar la integridad esencial de todo el proceso arbitral”36. Finalmente, en Fraport c. Filipinas, los árbitros sostuvieron que la solicitud de “recusación” del abogado del demandante debía ser analizada como una cuestión que afectaba la integridad del proceso y que los árbitros “(…) no tienen responsabilidades deontológicas o jurisdicción sobre los representantes legales de las partes. A pesar del acuerdo de las partes de someter la solicitud de anulación, los árbitros [el Comité de anulación] no tienen poder para resolver una alegación de inconducta bajo cualquier regla profesional que pueda aplicar. Su preocupación por ende está limita a la justa conducción del proceso.”37

Por otro lado, existen otros casos arbitrales en los que los tribunales arbitrales parecen haber considerado la conducta de las partes en el proceso como un elemento al momento de distribuir los costos del arbitraje. En el caso Victor Pey Casado c. Chile, el tribunal arbitral abordó expresamente la conducta procesal de la Demandada al distribuir los costos y sostuvo: “(…) el Tribunal de arbitraje considera oportuno tomar en consideración la actitud de las partes, así como su grado de cooperación en el procedimiento y en la misión confiada al Tribunal. Desde este punto de vista, es preciso señalar que la duración del presente procedimiento, y por consiguiente sus costas para todas las partes y para el Centro, se han visto considerablemente aumentadas debido a la estrategia adoptada por la Demandada que consistió, además de las excepciones habituales o “normales” a la competencia, en multiplicar objeciones e incidentes a veces incompatibles con las prácticas del arbitraje internacional.”38 De manera similar, en el caso Desert Line c. Yemen, el tribunal arbitral consideró expresamente al distribuir los costos que el demandado “cooperó insuficientemente en exhibir documentos y prueba testifical”39.

A nuestro de modo de ver, estos casos (aunque parecen ofrecer una respuesta a la conducta de los abogados) ilustran las limitaciones de las facultades de los árbitros in statu quo para regular la conducta de los abogados. Esto por, al menos, tres razones: (i) en ambos casos, tratándose de arbitrajes de inversión, el análisis sobre los “poderes inherentes” se efectúa sobre la base de la interpretación del Convenio CIADI (un tratado internacional) y del derecho internacional público por lo que, difícilmente, es extrapolable a la discusión sobre el arbitraje comercial doméstico o internacional40; (ii) aun asumiendo que dichos “poderes inherentes” también puedan encontrarse en la práctica del arbitraje comercial, estos derivan de normas dirigidas a regular el proceso y no de normas deónticas; de allí que la aproximación del tribunal arbitral en el caso Rompetrol c. Rumania sea adecuada al reducir las posibilidad de utilizar dichos poderes a supuestos extremos. Sobre este punto es ilustrativa la decisión de un Comité ad hoc de anulación en un caso en el cual el demandante alegó el abogado del demandado había representado en un proceso anterior y conexo a éste a su cliente. Las partes alegaron la aplicación de normas de ética locales, el Comité sostuvo en relación con éstas: “The material is valuable to the extent that it reveals common general principles which may guide the Committee. But none of it directly binds the Committee, as an international tribunal. Accordingly, the Committee’s consideration of the matter is not, and should not be, based upon national jurisdiction. Such codes may vary in theur detailed application. Rather, the Committee must consider what general principles are plainly indispensable for the fair conduct of the proceedings”41; y (iii) en el caso de la distribución de costos como un mecanismo de respuesta a la conducta de los abogados, se trata de un mecanismo ex post por lo que —más allá de una fuerza disuasiva que tenga efectos sistémicamente— en el caso concreto no previene las demoras o la disrupción que una conducta poco ética pueda generar en la otra parte, sino que únicamente las sanciona hacia el final del proceso por lo que su efecto es limitado. Por ende, asumir que los tribunales arbitrales tienen facultades suficientes para controlar este tipo de conductas no es correcto.

Pero aun asumiendo que los tribunales arbitrales tuvieran facultades suficientes para controlar la conducta de los abogados en el arbitraje, restaría el problema evidenciado en este acápite: la multiplicidad de normas potencialmente aplicables y la incertidumbre sobre cuál debe ser aplicada y cómo. En efecto, el árbitro investido hipotéticamente de facultades para controlar la conducta de los abogados tendría que navegar las turbias aguas de los diferentes estándares domésticos de conducta aplicables a cada abogado, que conducirían a distintos parámetros de conducta aceptable42, un resultado no deseado.

3.2. Dificultades en la adopción de un Código de Ética para abogados aplicable al arbitraje

Un intento por adoptar un Código de Ética como el propuesto se enfrenta, al menos, a tres dificultades: (i) la dificultad para determinar su contenido, (ii) la idoneidad o inidoneidad de los árbitros para aplicar las normas de dicho código y (iii) el riesgo de que el Código de Ética propicie un incremento en costos ante las complicaciones procesales que supondría su aplicación. En este acápite ensayamos una respuesta a cada una de estas dificultades.

En relación con el contenido, parece sostenerse que un Código de Ética debiese reflejar estándares comunes a la práctica del arbitraje43. De acuerdo con este argumento, una regulación doméstica fallaría en reflejar con suficiencia las diversas prácticas y elementos culturales que suelen estar involucrados en un arbitraje internacional. Sin embargo, el argumento no es correcto. Por un lado, un Código de Ética no debería tener una vocación totalizante (esto es, una intención de recoger exhaustivamente todas las prácticas comunes al arbitraje) y, nada impide, que una correcta labor legislativa permita dar forma a un código que refleje las prácticas actuales del arbitraje.

Por otro lado, las normas deónticas no se aplican en vacío, pretender que las normas deónticas también se sustraigan a toda realidad específica (que, de algún modo, sean “deslocalizadas”) es erróneo. El Código de Ética debe también reflejar la realidad de la práctica local pues sólo así podría resultar realmente útil para atender los problemas que se suscitan en el Perú. Como han señalado Bishop y Stevens (2010), las normas deónticas “(…) son manifestaciones de valores humanos condicionados por la educación y la tradición, jurídica y no jurídica, que no pueden —con un sorbete— ser ordenados en una comunidad global, ordenada y consensual.” (p. 396).

Aun habiendo determinado cuáles serían estas normas, se ha sostenido que únicamente podría lograrse normas amplias y, por ende, de escasa o nula utilidad44, sin embargo, la crítica no parece acertada. El arbitraje no es ajeno a normas abiertas en relación con la conducción del proceso, piénsese en el deber de los árbitros de permitir que las partes tengan una oportunidad razonable de presentar su caso (la norma no señala qué debe entenderse por “razonable”). Dicho de otro modo, el arbitraje no es ajeno a determinaciones de prudencia jurídica que deben efectuarse caso a caso. Lo central, a nuestro modo de ver, es que un Código de Ética conceda facultades expresas a los árbitros para controlar conductas que, sobre un análisis de los hechos concretos, contravengan principios de ética profesional.

En relación con la segunda de las dificultades, la Association Suisse de l’Arbitrage (2014) ha criticado que pretenda atribuirse a los árbitros la función de supervisar la conducta de los abogados. Según su argumento, la función de adjudicar una controversia y la función de supervisar el cumplimiento de los deberes profesionales de los abogados son incompatibles: “la persona quien decide la disputa presentada por el abogado de las partes no debe al mismo tiempo decidir si el abogado cumple con las normas ética de la profesión” (p. 2). Sin embargo, no encontramos razones suficientes para sostener que esto sea así. Por el contrario, si la conducta de los abogados tiene un impacto directo en la integridad del proceso arbitral o en los derechos de la otra parte, el árbitro es el llamado a controlar dicha conducta como parte de su labor de conducción eficiente del proceso arbitral. En ese sentido, no puede entenderse que la función de los árbitros sea únicamente resolver sobre el fondo de una controversia, sino que también conducir de la manera más eficiente un proceso.

De igual modo, sobre esta segunda dificultad se ha manifestado que: (i) siendo que los árbitros suelen tener escasa conexión con la sede del arbitraje, la aplicación de normas locales (como lo sería el Código de Ética que proponemos) resultaría compleja; y (ii) tratándose de árbitros, suelen carecer de competencia para aplicar normas locales relativas a la conducta profesional de abogados45. A nuestro modo de ver ambas cuestiones son salvables.

Con relación a la primera, asumiendo que en efecto los árbitros tengan escasa o nula conexión con la sede del arbitraje, ello no enerva su capacidad para aplicar normas locales. De hecho, suele ser ése el ejercicio que efectúan cuando resuelven controversias cuyo derecho aplicable es un ordenamiento jurídico que les resulta ajeno. Adicionalmente, dicha dificultad se ve mitigada si dichas normas éticas reflejan los estándares internacionales actuales que sí les resultan familiares.

Con relación a la segunda, la crítica es inapropiada pues no pretendemos que los árbitros asuman competencia sobre normas emitidas por colegios profesional o normas locales que cuenten con un mecanismo propio de supervisión. El Código de Ética sería una norma (que junto a la Ley de Arbitraje y como tal, parte de la lex arbitri), otorgue a los árbitros expresamente la facultad de adoptar medidas enfocadas en el proceso46 y en que éste cumpla su fin.

En cuanto a la tercera de las dificultades, se ha sostenido que el Código de Ética no prevendría el uso abusivo de las partes, causando pérdidas adicionales de tiempo y dinero, lo que abundaría en una conducción poco eficiente del proceso. Consideramos que la dificultad es salvable si el Código de Ética ofrece respuestas concretas a la conducta de los abogados. Por ejemplo, si el Código incluye una regla clara de privilegio legal, entonces ello reduce la posibilidad de discusión entre las partes con relación a qué privilegio legal resulta aplicable. En todo evento, el riesgo de que el Código de Ética propicie conductas abusivas existe tanto como existe el riesgo de que las partes abusen de las reglas arbitrales. La mejor respuesta a esta dificultad está en la capacidad que el tribunal arbitral pueda ejercer al momento de aplicar y supervisar el cumplimiento de dichas normas.

Adicionalmente, consideramos relevante resaltar que el Código de Ética no representa la creación de deberes y obligaciones ajenas a la práctica del arbitraje. En realidad, el Código de Ética busca reflejar aquello que es aceptado pacíficamente, y es “el principio básico del arbitraje comercial internacional que las partes tienen el deber de cooperar en buena fe en la ejecución de su acuerdo y en el proceso arbitral” (Hanotiau, 2014, p. 80). Dicho de otro modo, el Código de Ética concretiza la obligación de las partes y de los árbitros de conducirse con buena fe.

Finalmente, no puede omitirse que el derecho también tiene una fuerza educativa. Ciertamente un código de conducta cumple no sólo una función particular en cada caso sino también una función educativa que permite a los diversos actores involucrados en el arbitraje familiarizarse y adoptar un estándar específico de civilidad en el desempeño de sus funciones.

4. ANOTACIONES PRELIMINARES SOBRE EL CONTENIDO DE UN CÓDIGO DE ÉTICA PARA ABOGADOS APLICABLE AL ARBITRAJE

En la presente sección pretendemos esbozar, de manera sucinta, cuáles serían los lineamientos que debiese seguir un Código de Ética para abogados aplicable a arbitrajes con sede en Perú.

De manera preliminar, apuntamos que nuestra propuesta es que siempre que el Código de Ética acompañe a la Ley Peruana de Arbitraje, como normas de arbitraje de la sede, corresponderá al tribunal arbitral la supervisión y verificación de cumplimiento de las normas deónticas contenidas en dicho código. Los tribunales arbitrales, en la privilegiada posición de directores del proceso arbitral, son los indicados para velar por el cumplimiento de estándares de conducta profesional en el arbitraje. Además, esto resulta lógico desde que la regulación de la conducta de los abogados tiene una racionalidad —como ya lo explicamos— en asegurar eficiencia y justicia en los procesos arbitrales, valores de los cuales el tribunal arbitral es el primer guardián47.

Partimos de la premisa de que el Código de Ética no puede limitarse a enunciados genéricos, aunque indudablemente recoja principios y normas de textura amplia, sino que debe procurar incluir directrices concretas de actuación que faciliten su aplicación uniforme por árbitros nacionales y extranjeros, así como su comprensión y observancia por parte de abogados nacionales y extranjeros.

Al respecto, la profesora Beatriz Boza sostiene, en opinión que compartimos, que “(…) el enfoque tradicional contrasta con lo establecido en regímenes enfocados a establecer reglas concretas, objetivas y, por ende, exigibles a los abogados en materia de responsabilidad profesional. Así, en vez de limitarse a exhortar e invocar principios generales de buena fe, dignidad, honorabilidad y decoro profesional, la formación centrada en la responsabilidad profesional aporta cánones y pautas concretas que orientan la conducta del estudiante y del abogado” (Boza y Del Mastro, 2009, p. 88).

Consideramos que las conductas que se codifiquen en el Código de Ética pueden agruparse en tres amplias categorías: (i) relaciones con la parte que contrató al abogado, (ii) relaciones con la otra parte y sus abogados y (iii) relaciones con el tribunal arbitral. A continuación, desarrollamos brevemente cada una.

4.1. Relaciones entre el abogado y la parte que lo contrató

Ciertamente, el primer deber que hace parte de la función del abogado es el de lealtad a su cliente. Una formulación adecuada de este deber la encontramos en el Código de Buenas Prácticas Arbitrales del Club Español del Arbitraje que dispone: “Los abogados habrán de actuar, en todo momento, con integridad y honestidad, defendiendo los intereses de sus mandantes.”48 Este deber de lealtad incluye, también, la prohibición de representar intereses en conflicto en un proceso arbitral sin previo conocimiento del cliente y, en esa línea, el abogado no puede utilizar información obtenida de su relación con una de las partes en beneficio de la otra49.

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