Kitabı oku: «Los hermanos Karamázov», sayfa 4
LIBRO SEGUNDO
UNA REUNIÓN INOPORTUNA
I. Llegan al monasterio
Hacía un día estupendo, cálido y soleado. Estaban a finales de agosto. La entrevista con el stárets se había fijado para justo después de la última misa, a eso de las once y media. Sin embargo, nuestros visitantes no asistieron a la misa, sino que llegaron al final. Se presentaron en dos carruajes; en el primero, una elegante calesa tirada por una pareja de costosos caballos, venía Piotr Aleksándrovich Miúsov en compañía de un pariente lejano, Piotr Fomich Kalgánov, un hombre muy joven, de unos veinte años. Este joven se estaba preparando para ingresar en la universidad, pero Miúsov, en cuya casa vivía entonces por alguna razón, lo tentaba ofreciéndole que lo acompañara al extranjero, a Zúrich o a Jena, para ingresar en la universidad de allí y concluir sus estudios. El joven no acababa de decidirse. Era una persona pensativa y parecía distraído. Tenía una cara agradable, era de complexión fuerte y bastante alto. En su mirada se advertía a veces una extraña inmovilidad: como les pasa a todas las personas muy distraídas, de vez en cuando te miraba fija y largamente, sin verte en absoluto. Era callado y un tanto desmañado, pero a veces —eso sí, únicamente cuando estaba a solas con otra persona— se volvía de pronto extraordinariamente locuaz, impulsivo, risueño, y se reía, a saber de qué. Pero aquella repentina animación se le pasaba con la misma rapidez con que le venía. Iba siempre bien vestido, hasta con alguna distinción: disfrutaba ya de cierta independencia económica, y esperaba mejorar aún más su posición. Era amigo de Aliosha.
En un coche de punto destartalado y traqueteante, pero muy espacioso, llevado por dos viejos caballos rosillos, aparecieron igualmente, muy por detrás de la calesa de Miúsov, Fiódor Pávlovich y su hijo Iván Fiódorovich. Dmitri Fiódorovich había sido informado la misma víspera de la hora fijada, pero llegaba con retraso. Los visitantes dejaron los coches junto al muro exterior, en la hospedería, y franquearon a pie el portón del monasterio. Aparte de Fiódor Pávlovich, los otros tres, por lo visto, jamás habían estado en un convento, y Miúsov llevaba igual treinta años sin pisar una iglesia. Lo miraba todo con cierta curiosidad, no exenta de desenvoltura algo afectada. Pero, para su espíritu observador, el interior del monasterio no tenía nada que ofrecer, salvo los edificios religiosos y las dependencias administrativas, bastante vulgares, por lo demás. Se cruzaron con las últimas personas que salían de la iglesia quitándose el sombrero y persignándose. Entre la gente sencilla se encontraban también peregrinos de clase alta, dos o tres damas, un general muy anciano: todos ellos se alojaban en la hospedería. Los mendigos rodearon de inmediato a nuestros visitantes, pero nadie les dio nada. Solo Petrusha Kalgánov sacó un grívennik del monedero y, atolondrado y confuso, Dios sabrá por qué, se lo entregó a una mujer, diciendo precipitadamente: «Repartidlo en partes iguales». Ninguno de sus acompañantes le hizo el menor comentario, así que no tenía ningún motivo para turbarse, pero, al caer en la cuenta, se turbó más aún.
Con todo, allí pasaba algo raro; lo cierto es que alguien tendría que haber ido a esperarlos, y hasta con cierta ceremonia, posiblemente: uno de ellos había donado recientemente mil rublos, y otro era un riquísimo propietario y, digámoslo así, un hombre muy culto, del que todos en el monasterio podrían llegar a depender en lo referente a la pesca en el río, en función del curso que siguiera el proceso. Pero resulta que, a pesar de todo eso, ningún responsable había salido a recibirlos. Miúsov mirada distraído las losas sepulcrales cercanas a la iglesia y estuvo a punto de comentar que aquellas tumbas, seguramente, les habrían costado lo suyo a quienes habían adquirido el derecho a recibir sepultura en un lugar «sagrado» como aquél, pero prefirió callarse: la mera ironía liberal iba degenerando en él, hasta convertirse casi en irritación.
–¡Demonios! Y ¿a quién se podría preguntar aquí, entre tanto barullo? Habría que tomar una decisión, porque se nos está echando el tiempo encima —soltó de pronto, como si hablara solo.
Súbitamente, se les acercó un señor mayor, calvo, con un holgado abrigo de verano y una mirada dulce. Tras saludar levantándose el sombrero, se presentó ante el grupo, seseando melosamente, como el terrateniente Maksímov, de Tula. En un instante, se hizo cargo de la inquietud de nuestros visitantes.
–El stárets Zosima vive en el asceterio, vive retirado, a unos cuatrocientos pasos del monasterio; hay que atravesar el bosquecillo, el bosquecillo…
–Sí, sí, ya sé que hay que atravesar el bosquecillo —le respondió Fiódor Pávlovich—, pero no recordamos muy bien el camino, llevamos tiempo sin venir.
–Es por ahí, saliendo por ese portón, y luego todo derecho por el bosque… por el bosque. Vengan conmigo. Si les parece bien… yo mismo… yo puedo… Por aquí, por aquí…
Salieron por el portón y siguieron por el bosque. El terrateniente Maksímov, hombre de unos sesenta años, más que caminar iba casi corriendo a su lado, mirándolos a todos con una curiosidad frenética, prácticamente insoportable. Tenía los ojos un tanto saltones.
–Verá usted, hemos venido a ver al stárets por un asunto particular —aclaró Miúsov en tono severo—; se nos ha concedido, por así decir, una audiencia con «esta personalidad», y por eso mismo, aunque le estamos muy agradecidos por habernos indicado el camino, no vamos a invitarle a que entre con nosotros.
–Yo ya he estado, ya he estado; yo ya he estado… Un chevalier parfait! —Y el terrateniente chasqueó los dedos.
–¿Qué chevalier es ése? —preguntó Miúsov.
–El stárets, el sublime stárets, el stárets… Gloria y honor del monasterio. Zosima. Es un stárets como…
Pero su confusa cháchara se vio interrumpida por un pequeño monje con capucha, bajo, muy pálido y demacrado, que había dado alcance a los visitantes. Fiódor Pávlovich y Miúsov se detuvieron. El monje, con una profunda reverencia, muy ceremoniosa, anunció:
–El padre higúmeno invita humildemente a los señores, cuando concluyan su visita al asceterio, a comer con él. A la una, no más tarde… También a usted —añadió, dirigiéndose a Maksímov.
–¡Iré sin falta! —gritó Fiódor Pávlovich, encantado con la invitación—. ¡Sin falta! ¿Sabe? Todos hemos dado nuestra palabra de portarnos aquí decorosamente… ¿Y usted, Piotr Aleksándrovich, piensa ir?
–¿Cómo no? He venido aquí expresamente para eso, ¿cómo no iba a conocer todas las costumbres del lugar? El único problema, Fiódor Pávlovich, es que ahora usted y yo…
–Sí, Dmitri Fiódorovich aún no se ha presentado.
–Y sería estupendo que no apareciera. ¿Cree usted que me agrada todo este trajín que se traen entre manos, y estando usted por añadidura?… Muy bien, iremos a la hora de la comida, dele las gracias al padre higúmeno —añadió, dirigiéndose al monjecillo.
–Sí, pero ahora mi deber es conducirles hasta el stárets —respondió el monje.
–En ese caso, yo me voy a ver al padre higúmeno; sí, entretanto iré a ver al padre higúmeno —gorjeó el terrateniente Maksímov.
–El padre higúmeno en estos momentos está muy atareado, pero si a usted le viene bien… —dijo indeciso el monje.
–Qué viejo más pesado —comentó en voz alta Miúsov, una vez que el terrateniente Maksímov se hubo encaminado, a toda prisa, hacia el monasterio.
–Se parece a Von Sohn29 —soltó de pronto Fiódor Pávlovich.
–Usted siempre está con lo mismo… ¿En qué se parece a Von Sohn? ¿Acaso ha visto usted a Von Sohn?
–He visto su retrato. Aunque no en los rasgos, sí se parecen en algo difícil de explicar. Es un segundo ejemplar de Von Sohn, tal cual. Me basta fijarme en la fisonomía para darme cuenta de esas cosas.
–Puede ser; usted entiende de eso. Aunque, mire, Fiódor Pávlovich, usted mismo ha recordado hace un momento que hemos dado nuestra palabra de que nos portaríamos decorosamente, no lo olvide. Contrólese, le digo. Si empieza usted a hacer payasadas, yo no estoy dispuesto a que nos midan a los dos con el mismo rasero… Ya ve cómo es este hombre —dijo, dirigiéndose al monje—, da miedo ir con él a visitar a la gente decente.
En los labios pálidos, exangües, del monjecillo, se dibujó una sonrisita sutil y callada, no carente, a su modo, de astucia, pero no replicó, y quedó muy claro que guardaba silencio por su sentido de la propia dignidad. Miúsov frunció aún más el ceño.
«¡Oh, que el diablo se los lleve a todos; todo es pura apariencia, elaborada a través de los siglos, pero, en el fondo, no es más que charlatanería y estupidez!», le vino a la cabeza.
–Aquí está el asceterio, ¡ya hemos llegado! —exclamó Fiódor Pávlovich—. La valla y el portal están cerrados. —Y empezó a persignarse, con amplios gestos, ante los santos pintados encima y a los lados del portal—. Cada monasterio se rige según su propia regla —observó—. En este asceterio hay veinticinco santos que buscan todos la salvación, se observan los unos a los otros y comen coles. Y ni una sola mujer cruza este portal, eso es lo más asombroso. Y realmente eso es así… Aunque, claro, ¿no he oído yo decir que el stárets recibe a señoras? —le preguntó de sopetón al monjecillo.
–Mujeres del pueblo llano las hay ahora mismo; ahí las tienen, esperando junto a la galería, echadas en el suelo. Y para las damas más distinguidas se han construido dos habitaciones pequeñas en la misma galería, pero fuera del recinto; mire, son esas ventanas; el stárets se acerca a verlas, cuando su salud se lo permite, por un pasaje interior, pero ellas nunca pasan al interior del recinto. Ahora está esperando la señora Jojlakova, una propietaria de Járkov, en compañía de su hija, que está muy débil. Seguramente el stárets ha prometido salir a verlas, aunque últimamente tiene tan pocas fuerzas que apenas se muestra a la gente.
–O sea, que hay una pequeña salida del asceterio para ir a ver a las señoras. No vaya a pensar, santo padre, que estoy insinuando nada, lo digo por decir. Ya sabrá que en el monte Athos, esto lo habrá oído contar, no solo no se permiten las visitas femeninas, sino que está prohibida la presencia de mujeres en general, y hasta de toda clase de hembras, como gallinas, pavas, terneras…
–Fiódor Pávlovich, yo me doy media vuelta y le dejo aquí solo, y a usted sin mí le sacan de este sitio a empellones, se lo advierto.
–Pero ¿en qué le estoy molestando yo, Piotr Aleksándrovich? Fíjese —gritó de repente, tras dejar atrás la valla del asceterio—. ¡Mire cómo viven en un valle de rosas!
En efecto, aunque entonces no había rosas, se veía gran cantidad de raras y hermosas flores otoñales en todos los lugares donde era posible plantarlas. Era evidente que se ocupaba de ellas una mano experta. Los parterres estaban situados junto a las vallas de las capillas y entre las tumbas. La casita donde se encontraba la celda del stárets, una construcción de madera, de una sola planta, con una galería delante de la entrada, también estaba rodeada de flores.
–¿Estaba esto igual en tiempos del anterior stárets, de Varsonofi? Dicen que no era amigo de la elegancia, que se alteraba y molía a palos incluso a las damas —observó Fiódor Pávlovich, mientras subía al soportal.
–El stárets Varsonofi parecía a veces, en verdad, un yuródivy, pero se cuentan muchas tonterías de él. Nunca dio de palos a nadie —respondió el monje—. Ahora, señores, esperen un momento, voy a informar de su presencia.
–Fiódor Pávlovich, por última vez: aténgase a lo acordado, hágame caso. Compórtese; si no, me las pagará —aún tuvo tiempo de farfullar una vez más Miúsov.
–No acierto a comprender por qué está usted tan nervioso —dijo Fiódor Pávlovich en tono burlón—; ¿no estará asustado por sus pecados? Porque, según dicen, este hombre adivina, mirando a los ojos, las razones de cada visitante. Mucho valora un hombre tan avanzado como usted, todo un parisino, las opiniones del stárets. ¡Me deja usted anonadado, ya ve!
Pero Miúsov no tuvo tiempo de responder a este sarcasmo: les rogaron que pasaran. Entró un tanto irritado…
«Bueno, yo ya me conozco: estoy irritado, me pondré a discutir… empezaré a acalorarme… me rebajaré y rebajaré mis ideas», pensó por un momento.
II. El viejo bufón
Entraron en la estancia casi a la vez que el stárets, que abandonó su modesto dormitorio en cuanto aparecieron ellos. Ya estaban en la celda, aguardando la salida del stárets, dos hieromonjes30 del eremitorio: uno de ellos era el padre bibliotecario; el otro, el padre Paísi, un hombre enfermo, aunque no viejo, pero muy sabio, según se decía. Además, estaba esperando de pie en un rincón —y luego no se sentó en ningún momento— un mozalbete que aparentaba unos veintidós años, vestido con levita, seminarista y futuro teólogo, protegido, por alguna razón, del monasterio y de la comunidad. Era bastante alto, de rostro lozano, con anchos pómulos y unos estrechos ojos castaños, inteligentes y despiertos. Se apreciaba en su rostro una deferencia extrema, aunque digna, sin muestras visibles de adulación. No saludó a los recién llegados con una inclinación de cabeza, de igual a igual; lo hizo, por el contrario, como persona dependiente y subalterna.
El stárets Zosima apareció en compañía de Aliosha y de otro novicio. Los hieromonjes se levantaron y lo saludaron con una profundísima reverencia, rozando el suelo con los dedos; acto seguido, tras ser bendecidos, le besaron la mano. Después de impartir su bendición, el stárets respondió a cada uno de ellos con idéntica reverencia, rozando el suelo con los dedos, y a cada uno de ellos les pidió a su vez la bendición. Toda la ceremonia se desarrolló con suma seriedad; no daba la sensación, de ningún modo, de ser un mero rito cotidiano, sino algo casi emotivo. A Miúsov, sin embargo, le pareció que todo aquello se hacía con ánimo de sugestionar. Miúsov se había quedado parado, por delante de todos los que habían entrado con él. Lo correcto habría sido —y así lo había pensado él mismo la tarde anterior—, al margen de cualquier idea, por simple cortesía, dado que allí era la costumbre, acercarse al stárets a recibir su bendición; eso como mínimo: recibir su bendición, si es que uno no quería besarle la mano. Pero, al ver todas esas reverencias y todos esos ósculos de los hieromonjes, cambió de parecer en un instante: con aire serio y grave, hizo una reverencia bastante profunda, al modo profano, y se acercó a una silla. Exactamente igual actuó Fiódor Pávlovich, que en esta ocasión imitó cabalmente a Miúsov, como un mono. Iván Fiódorovich se inclinó con mucha pompa y cortesía, pero también con los brazos pegados al cuerpo; en cuanto a Kalgánov, estaba tan desconcertado que no saludó de ningún modo. El stárets bajó la mano que había empezado a levantar para impartir su bendición y, tras inclinarse por segunda vez ante los visitantes, les rogó a todos que se sentaran. A Aliosha le salieron los colores: estaba abochornado. Se confirmaban sus peores presentimientos.
El stárets se sentó en un pequeño diván de caoba, tapizado en cuero, muy antiguo, y a los huéspedes, a excepción de los dos hieromonjes, los invitó a sentarse junto a la pared de enfrente, el uno al lado del otro, en cuatro butacas de caoba tapizadas en cuero negro, enormemente gastado ya. Los hieromonjes se sentaron a los lados, uno junto a la puerta y otro junto a la ventana. El seminarista, Aliosha y el novicio se quedaron de pie. La celda no era nada grande y tenía un aspecto desolador. Los objetos y el mobiliario eran toscos, pobres y se limitaban a lo más indispensable. Había dos macetas con flores en la ventana y numerosos iconos en un rincón; uno de ellos representaba a la Virgen, era de grandes dimensiones y, probablemente, lo habían pintado mucho antes del cisma31. Delante de este icono ardía débilmente una lamparilla. A su lado había otros dos iconos con deslumbrantes vestiduras en metal; había también unos querubines poco naturales, huevos de porcelana, una cruz católica de marfil con una Mater dolorosa abrazada a ella y algunos grabados extranjeros con obras de los grandes pintores italianos de los siglos pasados. Al lado de esos caros y elegantes grabados, llamaban la atención algunas hojas con litografías rusas típicamente populares, con imágenes de santos, mártires, venerables prelados y demás, de esas que se venden por unos kopeks en cualquier feria. Había, ya en las otras paredes, varios retratos litografiados de obispos rusos, contemporáneos y de otros tiempos. Miúsov recorrió con la vista, en un momento, todos esos «objetos rutinarios» y clavó la mirada en el stárets. Tenía en mucha estima su propia perspicacia, era ésa una de sus debilidades, una debilidad perdonable en su caso, si pensamos que había cumplido ya los cincuenta años, una edad a la que un hombre inteligente, mundano y con una posición holgada se vuelve siempre, aunque no lo quiera a veces, demasiado considerado consigo mismo.
Desde el primer momento el stárets le desagradó. De hecho, había algo en su rostro que podía disgustar a mucha gente, no solo a Miúsov. Era un hombrecillo bajo, encorvado, con las piernas muy débiles, que no pasaba de los sesenta y cinco años, pero que, a raíz de la enfermedad, parecía bastante más viejo: aparentaba, por lo menos, diez años más. Toda la cara, muy enjuta, por cierto, estaba recorrida por diminutas arrugas, especialmente abundantes en torno a los ojos. Éstos eran más bien pequeños, claros, vivos y brillantes, como dos puntos luminosos. Apenas conservaba unos cabellos grises en las sienes; tenía la barba muy pequeña y rala, en cuña, y los labios, a menudo sonrientes, eran finos como dos hilos. La nariz no era larga, precisamente, sino afilada, igual que el pico de un pájaro.
«Todo indica que se trata de un alma malvada, de una arrogancia mezquina», pensó fugazmente Miúsov. En general, se sentía a disgusto.
Un reloj dio la hora, y eso los animó a iniciar la conversación. Era un reloj de pesas, pequeño y barato, y dio las doce en punto, con un toque vivo.
–Es exactamente la hora en punto —exclamó Fiódor Pávlovich—, y mi hijo Dmitri Fiódorovich sin venir. ¡Pido disculpas en su nombre, sagrado stárets! —Aliosha se estremeció al oír ese «sagrado stárets»—. Yo, en cambio, siempre soy puntual, como un clavo, tengo muy presente que la puntualidad es la cortesía de los reyes32…
–Pero es que usted no es rey, precisamente —murmuró de inmediato Miúsov, sin poder contenerse.
–Pues sí, es verdad, no soy rey. Y figúrese, Piotr Aleksándrovich, eso lo sabía hasta yo, ¡le doy mi palabra! ¡Si es que nunca atino! ¡Reverendo padre! —exclamó con énfasis repentino—. Está usted delante de un bufón, ¡un auténtico bufón! Así me presento. ¡Ay, es una vieja costumbre! Pero, aunque mienta a veces sin venir a cuento, lo hago con la intención de divertir y de ser agradable. Conviene ser agradable, ¿a que sí? Hará unos siete años, llegué a una población donde tenía unos asuntillos y había montado una pequeña compañía con unos mercachifles. Vamos a ver al isprávnik33, porque había que pedirle alguna cosa y tocaba invitarlo a comer. Total, que sale el isprávnik, un hombre alto, gordo, rubio y mal encarado; en esas situaciones, esos tipos son los más peligrosos: el hígado, es cosa del hígado. Me dirijo a él, ya sabe, con mi desenvoltura de hombre de mundo: «Señor isprávnik, sea usted nuestro Nápravník34, por así decir». «¿De qué Nápravník me habla?», pregunta. Me di cuenta, en medio segundo, de que la cosa no pintaba bien; aquel tipo estaba muy serio, pero yo seguía en mis trece: «Solo era una broma, quería alegrar a todo el mundo; es que el señor Nápravník es un famoso director de orquesta ruso, y justamente lo que necesitamos, para la armonía de nuestra empresa, es una especie de director de orquesta»… Vamos, que creo que me expliqué bien e hice una comparación adecuada, ¿verdad? Pues va el otro y me dice: «Perdone, pero yo aquí soy el isprávnik y no voy a consentir que nadie haga chistecitos con mi cargo». Dio media vuelta y se marchó. Y yo seguí gritando: «Sí, sí, es usted el isprávnik, ¡nada que ver con ese Nápravník!». «No —me contesta—. Si lo dice usted, seré Nápravník.» Figúrese, ¡todo el negocio se fue al garete! Y siempre estoy igual, siempre. ¡No hago más que perjudicarme a mí mismo con mi amabilidad! ¡No falla! Una vez, hace ya muchos años, le decía yo a un individuo que tenía cierta influencia: «Hay que tener mucho tacto con su mujer»; en el mejor sentido, claro está, en referencia a sus cualidades morales. Pues él va y me suelta: «¿No la habrá tocado usted?». No me pude contener; de repente, pensé: «Venga, vamos a ser amables», y le dije: «Sí, señor, la he tocado». Él a mí sí que me tocó… El caso es que hace ya mucho de eso, así que no me da vergüenza contarlo; pero ¡siempre me estoy perjudicando!
–Justo lo que está haciendo en este instante —murmuró Miúsov con repugnancia.
El stárets los estaba observando en silencio, al uno y al otro.
–¡Por lo visto! Figúrese que eso también lo sabía, Piotr Aleksándrovich, y he tenido incluso el presentimiento de que iba a hacerlo en cuanto me he puesto a hablar, y hasta, ¿sabe una cosa?, he presentido que sería usted el primero en advertírmelo. En estos momentos, cuando estoy viendo que la broma no me sale bien, reverendo padre, los dos carrillos empiezan a secárseme por la parte de las encías inferiores, casi como si tuviera un espasmo; ya me pasaba de joven, cuando vivía de gorra en las casas de los nobles y me ganaba el pan a su costa. Yo soy un bufón de pura cepa, de nacimiento, me pasa como a esos yuródivye, reverendo padre; no niego que pueda haber en mí un espíritu impuro, si bien, en todo caso, de poco calibre: uno más importante habría escogido otra morada, aunque nunca la suya, Piotr Aleksándrovich, pues tampoco es usted una morada importante. Yo, pese a todo, creo en Dios. Solo en los últimos tiempos me han venido las dudas, pero ahora estoy esperando palabras magnificentes. Yo, reverendo padre, soy como el filósofo Diderot. Acaso sepa, reverendo padre, cómo se presentó Diderot el filósofo ante el metropolitano Platón35, en tiempos de la emperatriz Catalina. Entra y le suelta sin más: «Dios no existe». Al oírlo, el gran prelado levanta el dedo y le responde: «¡Afirma el insensato que no hay Dios en su corazón!». Y aquél, de pronto, se arroja a sus pies, gritando: «Creo, y acepto el bautismo». Y lo bautizaron allí mismo. La princesa Dáshkova36 fue la madrina, y Potiomkin37 el padrino…
–¡Fiódor Pávlovich, esto es intolerable! Usted sabe muy bien que está mintiendo y que esa estúpida anécdota es falsa. ¿Por qué se pone tan pesado? —protestó Miúsov con voz temblorosa, fuera ya de sí.
–¡Toda la vida he presentido que era falsa! —exclamó con emoción Fiódor Pávlovich—. Pero yo, señores, voy a contarles toda la verdad; ¡perdóneme, gran stárets! Lo último, lo del bautismo de Diderot, me lo acabo de inventar, en este mismo instante, según lo iba contando; es la primera vez que se me ocurre. Lo he añadido para darle más color. Precisamente por eso me hago el interesante, Piotr Aleksándrovich, para resultar más simpático. Aunque la verdad es que a veces ni yo mismo sé por qué. En cuanto a Diderot, eso de «afirma el insensato» se lo habré oído contar veinte veces a los terratenientes de por aquí, viviendo con ellos cuando era joven; también a su tía, Piotr Aleksándrovich, a Mavra Fomínishna, se lo oí contar, por cierto. Toda esa gente sigue convencida, hoy, de que el impío Diderot vino a ver al metropolitano Platón para discutir acerca de Dios…
Miúsov se levantó: no solo había perdido la paciencia, sino que parecía fuera de sí. Estaba furioso, y era consciente de que así se ponía en evidencia. Realmente, en la celda estaba sucediendo algo inconcebible. En esa misma celda, desde hacía cuarenta o cincuenta años, ya en los tiempos de los anteriores startsy, se solía recibir a los visitantes, pero éstos acudían siempre con profundísima veneración, no de otro modo. Casi todos los admitidos, al entrar en la celda, comprendían que se les estaba haciendo un enorme favor. Muchos se postraban de rodillas y no se levantaban en toda la visita. Muchos de los más «altos» personajes, muchos también de los más sabios, y hasta algunos librepensadores, que llegaban movidos por la curiosidad o por cualquier otra razón, al entrar en la celda en compañía de otra gente o al recibir una audiencia a solas, se imponían como primera obligación, todos sin excepción, la de mostrar un profundísimo respeto y consideración a lo largo de toda la entrevista, tanto más cuanto que allí no se exigía ningún dinero, sino que todo era cuestión de amor y de bondad, por una parte, y, por otra, de arrepentimiento y de deseo de resolver algún complicado dilema del alma o algún trance difícil en la vida del propio corazón. De manera que las bufonadas de Fiódor Pávlovich, que no mostraba ninguna consideración al lugar en el que se encontraba, suscitaron en los presentes, al menos en algunos de ellos, perplejidad y estupor. Los hieromonjes, sin alterar su semblante lo más mínimo, estaban muy pendientes de lo que pudiera decir el stárets, pero parecían dispuestos a levantarse en cualquier momento, como Miúsov. Aliosha estaba de pie, con la cabeza gacha, a punto de echarse a llorar. Le parecía muy raro que su hermano Iván Fiódorovich, el único en quien confiaba, el único que ejercía suficiente influencia sobre su padre para poder hacerle callar, siguiera sentado en su silla, inmóvil, con los ojos bajos, esperando, al parecer, con cierta curiosidad el desenlace de todo aquello, como si fuera alguien perfectamente ajeno a lo que allí ocurría. A Rakitin, el seminarista, a quien conocía muy bien y a quien tenía casi por un amigo, Aliosha no se atrevía ni a mirarlo: sabía lo que pensaba (de hecho, Aliosha era la única persona en todo el monasterio que lo sabía).
–Perdóneme… —empezó a decir Miúsov, dirigiéndose al stárets—. Tal vez crea que yo también tomo parte en esta indigna bufonada. Mi error ha consistido en creer que incluso alguien como Fiódor Pávlovich, al visitar a una persona tan honorable, estaría dispuesto a cumplir con sus obligaciones… No podía imaginarme que habría que pedir disculpas por haber entrado aquí en su compañía…
Piotr Aleksándrovich no concluyó y, presa de una gran turbación, se disponía ya a salir de la habitación.
–No se preocupe, se lo ruego. —El stárets se levantó de pronto y, sosteniéndose sobre sus débiles piernas, cogió a Piotr Aleksándrovich de ambas manos y lo hizo sentarse de nuevo en su butaca—. Tranquilo, se lo ruego. Le suplico muy especialmente que sea mi huésped.
Y, con una reverencia, se dio la vuelta y se sentó nuevamente en su pequeño diván.
–Gran stárets, pronúnciese: ¿le ofendo o no con mi vivacidad? —gritó de pronto Fiódor Pávlovich, agarrando con ambas manos los brazos de la butaca, como si se preparara para saltar en función de la respuesta.
–También a usted le ruego encarecidamente que no se inquiete y que no se sienta cohibido —le dijo el stárets en tono solemne—. No se sienta cohibido, compórtese como si estuviera en su casa; no debe avergonzarse de ese modo, porque ése es el origen de todo lo que le pasa.
–¿Como si estuviera en mi casa? O sea, ¿que me muestre tal como soy? Oh, eso es mucho, es demasiado, pero… ¡me siento conmovido al oírlo! ¿Sabe una cosa, venerado padre? No me invite a mostrarme tal como soy, no se arriesgue… Yo mismo soy incapaz de llegar a mostrarme tal como soy. Se lo advierto para protegerle. Sí, y el resto yace aún en las tinieblas de lo desconocido, aunque algunos hayan deseado retratarme. Eso lo digo por usted, Piotr Aleksándrovich; y a usted, criatura santísima, a usted le digo lo siguiente: ¡la emoción me embarga! —Se levantó y, alzando los brazos, proclamó—: ¡Bienaventurado el vientre que te trajo y los senos que mamaste!;38 ¡sobre todo los senos! Hace un momento, con su comentario: «No debe avergonzarse de ese modo, porque ése es el origen de todo lo que le pasa», con ese comentario me ha atravesado de parte a parte y ha leído en mi interior. Precisamente, siempre que me acerco a la gente, me da la sensación de que yo soy más canalla que nadie y de que todo el mundo me toma por un bufón, de modo que me digo: «Venga, vamos a hacer el bufón; no tengo miedo de vuestra opinión, porque todos, todos sin excepción, ¡sois más canallas que yo!». Por eso hago el bufón, lo hago por vergüenza, gran stárets, por vergüenza. Si armo tanto alboroto es por timidez. Si estuviera convencido de que, al entrar en un sitio, iba a acogerme todo el mundo como si fuera un hombre encantador e inteligente, ¡Señor, qué buena persona sería yo! ¡Maestro! —de repente cayó de rodillas—, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?39
Hasta en aquel momento era difícil decidir si bromeaba o si en verdad estaba conmovido.
El stárets lo miró y dijo con una sonrisa:
–De sobra sabe usted lo que tiene que hacer, inteligencia no le falta: no se entregue a la bebida ni a la incontinencia verbal, no se entregue a la lujuria ni, especialmente, a la adoración al dinero; cierre sus tabernas, si no pueden ser todas, que sean al menos dos o tres. Pero sobre todo, y eso es lo más importante, no mienta.
–¿Se refiere a lo de Diderot, tal vez?
–No, no se trata de Diderot. Lo más importante es que no se engañe a sí mismo. Quien se engaña a sí mismo y escucha sus propios embustes acaba por no discernir la verdad, ni en su fuero interno ni a su alrededor, y deja en consecuencia de respetarse a sí mismo y de respetar a los demás. Y, al no respetar a nadie, ya no puede amar, y al carecer de amor, con tal de estar ocupado y entretenido, se entrega a las pasiones y a los burdos placeres y llega a la bestialidad en sus vicios, y todo ello por culpa de la mentira incesante, a los demás y a sí mismo. Quien se engaña a sí mismo puede también sentirse ofendido antes que nadie. Porque sentirse ofendido, en ocasiones, resulta muy agradable, ¿no es así? Y uno puede saber que nadie lo ha ofendido, sino que él mismo ha urdido la ofensa y ha dicho falsedades por mero afán de presunción, que ha exagerado para completar el cuadro, que se ha atado a una palabra, que ha hecho una montaña de un grano de arena… Uno puede saber todo eso y, sin embargo, es el primero en sentirse ofendido, hasta un extremo que le resulta placentero y le proporciona una profunda satisfacción, y, por esta vía, llega a experimentar auténtico rencor… Pero levántese, siéntese, se lo suplico, todo esto no dejan de ser gestos falsos…