Kitabı oku: «La lucidez del cine mexicano», sayfa 4

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Lado B: La lucidez light sexoadicta

En Todas mías, antes Castidad (Le Grand Films, 91 minutos, 2013), envalentonado séptimo film pretendidamente etéreo e hilarante del mismo autor total Joaquín Bissner de Me late chocolate, el cínico y mujeriego novelista de éxito en crisis creativa aunque todavía asediado por sus lectoras ninfómanas Lucas Romeo (supuesto alter ego del desatado comediante narigudo de origen libanés Bruno Bichir en un rol de enaltecimiento cimero) desea aún fervorosamente casarse con su guapísima novia millonaria Sandy (Alejandra Sandoval), pese a haber sido descubierto fajando con otra en pleno anuncio público de sus nupcias, por lo que acepta la exigencia de la chica de asistir con ella a una terapia de pareja con la quincuagenaria terapeuta veladamente urgida en lo sexual Patricia (Luz María Jerez), durante la cual el varón es descubierto como un enfermizo adicto al sexo, por lo que, para controlarse y sanar, el escritor ahora doblemente afligido, acepta recluirse en la cabaña aislada en un bosque lejos de toda civilización, propiedad de su impaciente editor harto de tanto fracaso libresco del pupilo estrella Dagoberto (Rodrigo Murray), pero, apenas recuperándose en la vida sana y abstinente, intentando pescar sin éxito en el arroyo cercano, luchando heroicamente con sus fantasías eróticas y consiguiendo retomar su imaginación novelística en una laptop, hasta allá habrán de congregarse para importunarlo sexualmente la motivosa sirvientita lugareña con ansias de estrella de la canción Guadalupe (Sherlyn) siempre perseguida por su celoso pretendiente brutote Pancho (Eric Guecha), la despampanante atracadora-asesina rubia argentina enmascarada Agustina (Erika Bruni) que irrumpe con una mordida de coyote en el tobillo que es en realidad una herida de bala y pronto seguida por su cómplice impresionantemente barbón Jerry (Mirko Ruggiero) a quien el frenético Lucas confundirá con Jesús redivivo en persona, la propia psicóloga que ya no aguanta tanta inhibición genital con su atractivo paciente, la noviecita colombiana que ha descubierto su emergente dependencia sexual con respecto al confinado, el mismísimo editor Dagoberto llegado para auxiliar a su autor en apuros a petición suya y last but not least la arpía esposa adúltera en trance de divorciarse de éste Eugenia (Verónica Jaspeado) que en realidad era amante del acorralado infeliz Lucas que hace descomunales esfuerzos por sustraerse a tantos embates eróticos, se esconde, agita, desespera y por fin cede a ellos, de manera sorpresiva, durante una estrepitosa noche en que la Guadalumpen ha decidido desquiciarlos y deshacerse de todos mediante viandas preparadas a base de mariguana, infalible para que el conjunto acabe en las camas y sofás o catres con quien menos se invaginaba.

La lucidez light sexoadicta confiesa su homenaje deliberado, tardío, hiperconsciente, distanciado, juguetón e irónico a las viejas desternillantes películas del cómico árabe conquistador hocicón por excelencia del pasado Mauricio Garcés, a los enredos en los que involuntariamente se metía por exitoso semental erotómano de categoría (en las antípodas de sus antecedentes Alberto Sordi o Ugo Tognazzi o Lando Buzzanca en la sexicomedia italiana de la misma época) y a los envidiables apuros que siempre de manera equívoca parecían a punto de hundirlo, pero también rinde tributo a los expeditos lances cogelones del cine de ficheras, a los titubeantes inicios bastardos del oscareado Alfonso Cuarón (Sólo con tu pendeja, 1991) y, ante todo, a las ambiciones desmedidas, a los proyectos absurdos y a los amoríos difíciles o en ciernes que poblaban las arcaicas si bien aún deliciosas farsas sainetero-vodevilescas muy años treinta de Don Juanito Bustillo Oro, con Enrique Herrera o Leopoldo Ortín, tipo la insuperablemente bien construida Cada loco con su tema (1938), rebosantes de malentendidos y escenas sarcásticas (aquí contra la voluntad casta) y confusiones falsamente pudibundas como la de ese vulgar Pancho que posee por turno en el transcurso de una sola noche a la argentinita dispuesta y a su propia arribista novia pueblerina creyendo éstas que lo hacían con el hiperasediado novelista, rumbo a ese gran finale promiscuo y desenfrenado, con ese inusitado sucedáneo de los euforizantes pasteles de mota de los nostálgicos años setenta, para cuyo consumo y estallido se han ido reuniendo poco a poco bajo un mismo techo los más disparatados personajes con disímbolos propósitos desalmados, pero fundamentalmente promiscuos.

La lucidez light sexoadicta basa todo su lerdo encanto esquemático y caricaturesco, pero eficaz, en la desaforada performance hiperactiva en sforzato continuo al límite de la tour de force insotenible, en esos encuadres exactos con planos a veces elegantemente abiertos del buen camarógrafo profesional Carlos Díaz Muñoz, en diálogos lacónicos aunque obviotes (“De seguro con su nueva novela anda superajetreado”) e interrumpidos por pícaros insertos desplazados (al inesperado ajetreadito con una admiradora desnuda encima que ni siquiera se ha quitado las gafas para copular: “Así, así”), en la invención de un harem imaginario en blanco y negro cual seudocine silente de pena ajena, en los fallidísimos gags verbales que ocasiona con su desconocimiento del castellano un inepto asistente japonés Takeshi (Takahiro Murokawa) para quien todo es “pendejo, mano” y todo se resuelve con diligentes whiskies on the rocks, en el comprensible miedo pánico mochilero chilango a caminar de noche por el bosque con sólo una linterna para espantar a los aullantes coyotes, en el cuchitril jodido con catre que en la nocturnidad semeja la prometida cabaña bonita y bien amueblada con todos sus servicios al punto, en la sustitución de los primeros títulos del célebre novelista baratón (Te regalo mi corazón, La mujer es una diosa) por uno inmisericorde menos complaciente (La mujer es una odiosa), o en momentos ineludiblemente elegantes como ese antepenúltimo plano virtuosístico donde la linda sudamericana, tras haberse pasado la noche orgiástica (¡la Noche de la Expiación!) esperando en vano la visita del novio vuelto satisfactoriamente casto, va descubriendo con mohines de complicidad sarcástica que los esposos separados y los engañadores novios pueblerinos se reconciliaron en sus respectivas camas o lechos improvisados y que el Jesús intempestivo la pasó sensacional crucificado por la vetusta psicoanalista indómita.

Y la lucidez light sexoadicta en su inesperado giro final se ríe de toda verosimilitud y previsión al desembocar en varios remates hiperbólicos, que incluyen la ruptura de los interesados novios convencionales para que la gaucha homicida satisfaga en una larga relación conyugal el suicida masoquismo del héroe y acabe liquidándolo criminosamente para terminar purgando su pena en la prisión futura, cual excelente conclusión al cabo de tanta liviana y facilona e inefable orgía de castidad que nadie podía creerse.

La lucidez límbica

Al limbo iban a dar las almas de los santos y los patriarcas antiguos mientras esperaban la redención del género humano, pero también las de los niños que morían sin bautismo, unas y otras exactamente iguales a las de los santos varones y damas de mente infantil que de pronto acostumbran poblar cierto mundo de nuestra comedia romántica light o agriada, a la búsqueda de una inequiparable lucidez límbica en más de media docena de modalidades distintas.

Lado A: La lucidez límbica encamada

Cinco piezas fáciles se desarrollan de manera relativamente autónoma.

En la primera, que sirve para conectar, intervenir y comentar todas las demás, un solitario narrador bizco entre displicente erudito y cínicamente cómico denominado El Especialista (Jesús Ochoa hipotético) muestra, videograba con cien implementos de cámara, señala (“Han pasado muchas camas, hasta una de piedra”), explica, encomia (“Las camas de paso hacen vibrar los deseos más ocultos, es un desafío”) y utiliza para recitar filosofemas (“Soy el testigo más cercano de lo que la gente es o pretende ser”, dirá presumiendo cierta página sobre el filósofo-historiador de las ciencias Michel Serres sin vela en ese entierro), una demencial cantidad de camas monumentales, de épocas diversas y formas caprichosas hasta el ridículo sublime (formidable dirección de arte póstuma Martha Papadimitrou), al interior de cierto museo-set decorado hasta el abigarramiento y con inscripciones hasta en su último resquicio (decoración ad hoc de la estudiante cuequera Violeta Carbajal Papadimitrou), referido como el Gran Bazar de la Cama, inspirando y alentando historia, hasta que finalmente él mismo termina implicándose como emparentado con algunos personajes de las otras piezas / episodios, viendo visiones en la forma de una sexosa Fantasma (Sophie) que ronda por el ropero de su alcoba, renunciando a todas las camas por una sola (“Una cama sin artilugios, para mí solo, que he decidido no compartirla con nadie”), adoptando una postrera posición fetal sin sábanas encima y siendo reportado por su menos agraciada hija Sofía (Leslie Montero) que le rendirá culto póstumo (“Ya lo dijo mi mamá, era un policamero irredento”) y va a relevarlo en el regenteo del bazar.

En la segunda pieza, el harto licenciadillo exroquerín en ruptura total con el mundo Ricardo (Daniel Martínez) se enclaustra dentro de un gigantesco depto blanco sin otro mueble que una cama ni otro objeto que una guitarrita eléctrica para disfrutar de su liberación en soledad, pero de repente, por culpa de la indiscreción de un asistente traidor, le empieza a caer media humanidad para echarle a perder su soliloquio, los cuates parranderos Walterio (Christian Cataldi) y Tomás (Carlos Cejas) que se derrumban de borrachos debajo de la cama, la facilona secre nalgaparada Blanquita (Liz Gallardo) que acaba escondiéndose debajo de las sábanas y la tentadora Ingrid (Esperanza Díaz) que le ofertan perversamente para que caiga en la trampa tendida por la ardida esposa buenona en trance de divorcio Ofelia (Gabriela Canudas), quien también irrumpe, en compañía de un abogánster (Luis Alfonso Eguia), un policía (Fermín Martínez) y un fotógrafo (Raúl Trujillo), dispuestos a rendir testimonio legal de esa infidelidad preparada aunque flagrante para dejarlo solo, triste y despojado (“Pero las cuentas bancarias me las quedo yo”) pulsando una guitarrita imaginaria.

En la tercera pieza, la acomodada adolescente de sonrisa más allá de las comisuras aún virgen impaciente Gaby (Alina Montero) titubea al considerar si su amigo Sebastián (Valentín Trujillo) será el correcto para tener su primera relación sexual, pero recibe por venturoso azar el empujoncito decisivo cuando su hermana menor de faldita escocesa Sofía y sus aventadas condiscípulas más Perras (Guillermo Ríos, 2010) de la secundaria Regina (Andrea Hays) e Isabel (Tatiana del Real) los conminan, expresamente a Gaby y a Sebastián, a que actúen en la grabación de un documental didáctico para el buen uso del condón Sico (marca coproductora de la cinta), sin embargo, al irse las chavas a deliberar sobre un cuestionario olvidado, dejan funcionando la videocámara, que filma y voyeuriza sólo para ellas la sosa gozosa iniciación erótica de su amiga, cuyo registro será rescatado por la hermanita para entregárselo como recuerdo a su hermanita experimentada.

En la cuarta pieza, la premenopáusica esposa aún guapa pero briaga vomitona Emilia (Rebe-cca Jones) se encuentra tan obsedida con el envejecimiento sexual que se lo contagia a su marido sin problemas Jerónimo (Carlos Torres Torrija) y lo arrastra con ella (“Yo todavía te deseo”) hasta la impotencia, por más que ella lo faje y se la chupe bajo las sábanas, y a una terapia costosísima, aunque pronto el hombre se yergue ante el castigo y, cual si obedeciera las máximas que la sabia sirvienta obesa Paz (Flora Hernández) emite en su ausencia (“Las ganas son las ganas”), parece tomar revancha, jugueteando con su mujer a las furiosas nalgadas que pronto se transforman en un juguetón e infalible escarceo reanimador, sin importarles mayormente los sonidos percutivos de una guitarra taradita y los timbrazos de un telefonema insistente.

Por último, en la quinta pieza, la anciana bolsona todavía impúdicamente ganosa Milagros (Lilia Aragón) consigue hacer realidad, como su nombre lo indica, el milagro de que un joven (Sergio Mayer) acepte hacerle el favor, pero en una suntuosa habitación que les lanza mala vibra y donde las pinturas parecen vigilarlos, al grado de que el hombre se pone nervioso, sufre de impotencia y sale a media noche en inmostrable estampida, si bien su rol sexual será usurpado y llevado a buen término, con creces, por un viejo botones (Alejandro Usigli) que, pese a su uniforme de changuito de cilindrero, sabrá seducir a la voluminosa dama grande, haciéndola desayunar semicubierta por las sábanas y dándole a saborear una inmensa fresa fálica de inmediato efecto sensual (“Las prefiero maduras, rozarlas con la lengua para que se deshagan en el paladar”).

La cama (En Rodaje Films - Hilo Negro - Fidecine / Imcine - Eficine 226, 99 minutos, 2012), ambiciosa comedia psicológica viviseccional cotidiana 19 del semiolvidado veterano excuequero chilango de 59 años Rafael Montero (El costo de la vida, 1988; Cilantro y perjil, 1996; Corazones rotos, 2001), con guión suyo y de Lucía Carreras (también coguionista del Año bisiesto de Michael Rowe, 2010, y autora total de Nos vemos, papá, 2012), se compone de cinco piezas o sketches en torno a diversas camas a modo de limbos perfectos, o sexyepisodios, como se diría en nuestra antigüedad fílmica, que sólo buscan convocar e impresionar con los mecanismos de comportamiento light de personajes acomplejados cuya gracia secreta, despojada de amargura aunque muy puntuada y acentuada en lo físico, remitiría retrospectivamente a la comedia italiana neorrealista degenerada de los años sesenta-setentas, siempre en busca trastocante de una lucidez límbica encamada, como sigue.

La lucidez límbica encamada practica, muy propositiva y seudoartísticamente, una estética del no-estilo para que todos sus piezas / cuentos exhiban una sola característica común, el que ninguno de sus planos se concatene con el siguiente o con cualquier otro de manera lógica corriente, que jamás guarde ni con el precedente ni con los sucesivos alguna relación de continuidad absoluta, exactamente como en un videoclip montado a saltos de una imagen a otra y a otra al infinito cual si fuesen fotofijas ordenadas / desordenadas deliberadamente, al aventón o al vapor, pero aun así cada episodio tiene, quiéralo o no, características propias, sobre todo el primero, disperso, concatenador, desarrollado mediante invasiones arbitrarias, atiborrado de tomas a 180 grados desde afuera o desde la videocámara en ráfagas mareantes y autofilmadoras, en contraste con las hiperfragmentaciones precipitadas de encuadres desequilibrados, el abuso de la pantalla dividida en dos o en tres sin mayor motivo y los vertiginosos movimientos de una cámara desquiciada o ultrarrápida, a veces hasta enfocando carotas en posición horizontal o en pantalla parcialmente llena.

La lucidez límbica encamada se viaja del sainete anacrónico (Carlos Arniches, Hermanos Álvarez Quintero) poblado por desarticuladas caricaturas vivientes que se delinean con brocha gorda (ya desde el título mismo del film: Fachon Models es una naquización sin atractivo de Fashion Models), a la farsa en sketches de los años setenta (Sergio Véjar, Rafael Baledón) y a un inconfesable reciclaje de las comedias de albures con nalguita modelo ochenta-noventas (Güero Castro, Gilberto Martínez Solares), pese a la denodada fotografía también póstuma de Santiago Navarrete, para acabar generando, a timbrazos y desvestido de mujeres grotescas sólo porque quieren ejercer libremente su sexualidad precoz / procaz / tardía (“Ahora sí, a lo que venimos”), un pesadísimo descompuesto adefesio hiperligero que se creía pulsional.

La lucidez límbica encamada termina creyendo que el abrumador abrumado narrador alter ego de todos pero ante todo del cineasta neochurrero acabó sus felices pretenciosos días como futuro presidente de la Sociedad de Estudios sobre la Cama en la siberiana Vladivostok y esposo de una linda rusa (Masha Kostiurina sólo en fotofija compartida), porque “como dijo mi papá: camas vemos, mañas no sabemos”.

Y la lucidez límbica encamada era por desventaja contrastante una peligrosa simplificación seudoformalista y sin distancia del acaso legítimo deseo de llevar cada vez más lejos el retrato de las anormalidades, con base en detalles, situaciones chuscas per se y variantes arriesgadas sobre el sexo, supuestamente monstruoso en todas sus manifestaciones, que caen por el propio peso de su olor a naftalina.

Lado B: La lucidez límbica acomplejada

Ya con una panza prominente que le concede un aspecto patético y desglamurizado, el treintón clasemediero otrora aspirante a actor shakespeariano que aún vive al lado de mamita Ulises Castillo (Eugenio Bartilotti) es un caso perdido de comedor compulsivo, a quien hacer ejercicio o ir al cine sólo son pretexto para saciar su hambre instantánea ingiriendo comida chatarra, pero también es un figurante ideal en infomerciales para encarnar los papeles de gordo simpático que va a perder peso de manera prodigiosa, por lo que triunfa en todos los castings en que participa, a diferencia de su inseparable amigo también habitual de esos castings, el ocurrente barbudo enteco barriobajero aún arrimado con su familia Byron El Charal (Héctor Jiménez tan gracioso como en Besos de azúcar al dirigirse solo), que lo admira, le pide tips infructuosos y lo acompaña en sus correrías y lamentaciones, sea a restaurantes de cadena estadunidense con servicio al auto donde su cuate se desata pidiendo tragaderas aterradoras (“Dame dos combos de arrachera con papas grandes, una malteada de vainilla y dos pays de queso, ¿tú vas a querer algo?”) con un delicioso toque contradictorio (“Que los refrescos sean light”), o a fiestones de las compañías de publicidad cuyos inútiles pases sólo él puede hacer válidos por conocer al Mandril (Ángel Calderón) de la entrada, como aquella amenizada por las bandas Ruido Rosa y Agrupación Cariño compuestas por chavas para chavas, en cuyo transcurso, mientras El Charal intenta ligarse a una guapa empleadita dándole baje con las llaves de su carcacha a Ulises, éste se fascina con su excompañera de infancia hoy atareada y frustradísima asistente de imagen de un político Carolina (Adriana Louvier), que lo reconoce como el gallardo Peter Pan (niño Rogelio Frausto) de una inolvidable representación escénica escolar donde ella interpretaba el papel de Wendy (niña Scarlett Bavo), tan llena de alborozo nostálgico que le da su teléfono y le manifiesta su instantáneo interés por volver a verlo, cosa que el hombre se atreve a hacerlo efectivo al día siguiente, en un sofisticado café donde El Charal se apersona intentando caerle bien sin éxito con manidos chascarrillos (“Un viejo amigo” / “Viejos los cerros y aún reverdecen”) a Judith (Alejandra Adam), una despampanante rubia compañera de trabajo de Carolina, quien apenas pela al entusiasta Ulises que ridículamente se ha enamorado de ella, admitiendo que desde la infancia la amaba, pese a que su antigua actuación como Peter Pan ya hubiese premonitoriamente acabado en una catástrofe sólo por su culpa.

Sin embargo, aunque la chica lo haya invitado a cenar en cierta ocasión a su elegante depto y él haya quedado inmejorablemente bien preparando manjares de emergencia y aceptando de buena gana ser relevado por una emergencia del jefe en demagogo ascenso César Reynoso (Raúl Méndez), el tenaz varón aspirante a galán no se desanima, insiste e insiste sin dignidad ni pudor alguno ante los evidentes desinterés y rechazo femeninos, toma inspiración de su shakespeariano ídolo infantil hoy en decadencia Don Claudio Mancera (Edgar Vivar el televisivo Señor Botija en persona) que pronto perecerá en plena grabación de un anuncio publicitario y, mientras El Charal consigue radiante su primer rol en otro comercial (“¡No lo puedo creer! Estoy en un foro, el templo del infomercial”), conseguirá acostarse con la asediada Carolina, aprovechándose casi involuntariamente de un borrachazo, pero de inmediato se decepciona de ella, al verla demasiado absorta en la atención de su examante el político de incontenibles lances pedófilos con chavitas, a quien cree todavía interesado en esa desechable empleada.

Entonces el infeliz Ulises rompe (por violenta elipsis inmotivada) con todo mundo, renuncia a la compañía publicitaria a donde había logrado introducir a su repelido amigo, ingresa a un círculo de Comelones Compulsivos Anónimos generoso trance de autoayuda colectiva que antes había desdeñado, se somete a pavorosas jornadas de gimnasia y ejercicio corporal trotando en Chapultepec sin ceder ante los puestos de hotdogs incitantes como parte culminante, escribe el catártico monólogo teatral ad hoc Sudando la gota gorda que él mismo lleva a escena como protagonista único además de autodirigirse y al estreno invita a todos sus examigos, colegas y seres queridos sobrevivientes, incluyendo a la malinterpretada por cuitada Carolina, a quien por fin se atreve a confesarle su amor (“Sí sentía algo por ti”), ella incluso renunciará a un viaje-huida desilusionada a España, para reunirse con él al término de su estreno triunfal en un microteatro a reventar.

Fachon Models (Balero Films - Bh5 Group - Fidecine / Imcine, 95 minutos, 2014), vigésimo largometraje del excuequero sexagenario Rafael Montero (dos años después de La cama), con argumento original de Valentín Trujillo Sentíes adaptado por él mismo en colaboración con Ángel Pulido y el también realizador Gustavo Moheno (remake de Hasta el viento tiene miedo, 2007), narra un capítulo más de la gordofobia / gordofilia rampante, uno en particular grotesco, esquemático y optimista, la vida, pasión, soledad quasi mortuoria y resurrección al tercer impulso elíptico de un dulce gordito, encantador por devastable a simple vista y en última instancia facilona, el retrato de un gordillo aspirante a actor cual pobre diablo perfecto, una semblanza entre sonrosada, acerba e irónica, complaciente y amarga, frívola e inofensiva de un gordito buenaonda aunque acomplejadazo, el caballero de la triste figura obesa y bajísima autoestima pero soñador y añorante de una relación amorosa, ostentando mente medio pueril, puesto que traumatizada tanto cuanto bien motivada desde la niñez, acaso alter ego físico y / o espiritual de los potenciales espectadores hilarantes que nunca llegaron, con sólo dos claves íntimas de su contexto de circunstancias falseadas y su pasado sobredeterminante en diferente clave (“Estudiamos juntos en el Monte Olimpo”, por no osar decir Montessori), sus idealizados cinco minutos de hipotética gloria remota como Peter Pan rellenito que a la primera se derrumbó con aparatoso marco escenográfico y el culto fervoroso al envejecido intérprete de Las alegres comadres de Windsor que se desplomaría al primer infomercial, pero todos confiando siempre en retener y sublimar una lucidez límbica acomplejada, como sigue.

La lucidez límbica acomplejada incursiona como un descubrimiento en el limbo de los no-actores de infomerciales, estancados en algún interregno que puede ser perpetuo entre el modelaje y la actuación (“Toda mi vida he querido ser un actor acá, como los Bichir, como los Almada”, dijo lloriqueando El Charal tras ensoñarse al interior de una chafísima escena fílmica machista-revolucionaria en blanco y negro), que no son modelos ni son actores (“Ay qué bonito es el trabajo de ustedes, lleno de glamur”), en casting permanente e histérica grabación entre invariables gritoneos rabiosos por parte del director (“Échale más frescura, ¿no?, ¡alguien que me dé una ayuda!”), sino intérpretes meramente corporales y habitualmente guiñolescos, públicamente reconocibles por omnipresentes en la madrugada (“Güey, ¡soy tu fan!”), por aparecer en los TVanuncios publicitarios de fármacos chatarra supuestamente mágicos (como la cremita contra las hemorroides por la que el diputado César identifica al héroe), o de complicados aparatos para gimnasia casera (como los que opera desde adentro con enormes dificultades que debían ser alígeras el mismo protagonista que luego deberá ser sustituido por un fortachón porque todo puede arreglarse mediante photoshop para ilustrar un antes y un después), o de productos tan inútiles como los esprays con gases paralizaladrones cuyo TVestreno convoca aullante a toda la palomilla barriotera del Charal ante el televisor en la mejor secuencia satírica del film: la alegría de la comunidad por tener entre sus miembros a una figura pública, aunque no hable y así sea la más lamentable, monigotesca y vapuleada de manera pinchísima; los infomerciales como una forma de la fe consumista al interior de una sociedad en espacial desprovista de otras virtudes teologales.

La lucidez límbica acomplejada establece el esbozo de un significativo paralelo entre ese limbo sociolaboral con otro de los centenares que existen dentro de la compleja vida urbana actual: el limbo de los cultos sociólogos universitarios que acabaron como Carolina y su amiga Judith (“¿De veras, te lo cogiste?”), en cuidadores de imagen pública y supervisores de carteles, al servicio de cualquier politicastro sátrapa o pedófilo maniático violador de chavas menores de edad o alguna inmostrable edecán intoxicada; ambos limbos equivalentes e intercambiables en autohumillación corporal tanto como en consciente falta de ética.

La lucidez límbica acomplejada corona su anécdota-parábola plana como una victoria contra la baja autoestima, entre zarpazos de gozosa autoirrisión degradante (“Podría ser una pelota dentro de un clásico de William Shakespeare”), enfrentamientos omitidos de los nuevos Laurel y Hardy o Viruta y Capulina o El Chómpiras y el Señor Botija que te mereces, desgarramientos de vestiduras en una no-obra dramática obvísima (“¿Obra?, la del drenaje profundo”), elogios velados y cebollazos compasivos y compensatorios, a ese “hombre maravilloso, auténtico, que se merece todo en el mundo” (según la verbalización directa de su galana) y que, cual caballeresca dama a contrario de El lado oscuro del corazón de Eliseo Subiela (1992), terminará tomado de la mano amorosa por la profundidad de campo de la calle y clamando jubiloso: “Soy un peso completo que puede volar, volar”, al fin dueño de los secretos de la terapia cognitiva-creativa y de la cotidianidad con genuino placer, en tanto que, como pilón, al nacazo Charal bendito por la fama infomercial también se le hace con la reacia antes despectiva Judith (“¿Júrame que nadie se va a enterar?”).

Y la lucidez límbica acomplejada era por tenue humor sagaz una derrota de la debilidad y la fealdad ante la fuerza del amor, pero eso ¿qué podría hoy demostrar?

₺146,43

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Yaş sınırı:
0+
Hacim:
861 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9786070295065
Telif hakkı:
Bookwire
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