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EL REGADÍO

El sistema de regadío en los valles transversales fue, sin duda, muy adelantado en comparación con el resto del país. La naturaleza árida del espacio, sumada a la herencia de las viejas formas de regadío prehispánicas23, fomentaron una mayor racionalidad en la distribución y en el uso de los escasos recursos hídricos en las angostas franjas cultivables a ambos lados de la ribera de los ríos.

Como se adelantó, el principal recurso de donde se extraía el agua provenía de los escurrimientos cordilleranos, siendo insignificante el papel desempeñado por pozos o norias. Así, salvo algunas vertientes y manantiales, casi las únicas fuentes de extracción del recurso hídrico en la orientación norte-sur eran los ríos Copiapó, Huasco, Elqui, Limarí, Choapa, Petorca, Putaendo y Aconcagua. Tradición y modernidad convergieron a lo largo del siglo XIX en el sistema de regadío para dar respuesta a los ciclos de crecimiento y desaceleración de la demanda interna y externa de productos agrícolas. Las viejas acequias indígenas convivieron con algunos intentos exitosos en el camino de redistribución y almacenamiento de las aguas que por los valles transversales del Norte Chico se dirigían al océano.

Durante la primera mitad del siglo XIX se puede observar que en, términos generales, el sistema de regadío fue el mismo que se utilizó durante el último tercio del siglo XVIII. Con la atracción de población desde la zona central originada por los descubrimientos de nuevas vetas de minerales y la creciente necesidad de mano de obra, que respondía a la demanda externa de trigo, se originó un incentivo a la producción agrícola en campos y chacras. Esto llevó a la construcción de canales, embalses y acequias para una eficiente distribución del agua. Con todo, es necesario advertir que la optimización de las tierras regadas era mínima. En La Ligua, por ejemplo, en 1850, de las 148 mil 950 hectáreas de terreno agrícola, tan solo tres mil 901 se irrigaban durante el año24. Las características morfológicas de las restantes hacían prácticamente imposible el riego.

Estas condiciones generales del regadío, sumadas a la escasez del recurso, originaron no pocas desavenencias entre los vecinos respecto de los turnos y las modalidades para repartir el agua entre las haciendas y el área de pequeña propiedad, principalmente debido a la localización frente a la captación de las aguas y a las políticas de la autoridad sobre el tema25. Tales problemas, que se arrastraban desde mucho antes, hicieron que entre Copiapó y Angol cumpliera un papel destacado el juez de ríos, conocido comúnmente como juez de aguas.

Dicho cargo, que tiene su origen en la tradición consuetudinaria del regadío local español, se traspasó a las colonias americanas y perduró hasta el siglo XIX a través de las ordenanzas26. Así, por ejemplo, conocemos las normativas para el río Aconcagua de 1872 y para el Huasco de 1880, en que se regulaba la distribución del agua.

Uno de los más agudos testigos sobre el regadío en el periodo en estudio fue Vicente Pérez Rosales, quien, en visita al valle de Copiapó, celebró a sus vecinos por la administración de los canales, que permitían mantener cual vergel al valle. El sistema era más digno de destacar porque las mismas aguas se ocupaban para servir las necesidades de minas y lavaderos27. Y en Vallenar y Freirina los canales como el Marañón, el Bellavista, el Canto del Agua y otros permitieron “verdaderos milagros realizados allí con un hilito de agua”28.

Ignacio Domeyko, en su viaje por el Norte Chico a fines de 1838, tuvo la misma impresión que Pérez Rosales, pero esta vez las observaciones se dirigieron al valle de Limarí, notando que, a pesar de su escaso caudal, este se administraba muy bien en los numerosos canales que de él salían29.

En términos generales, los canales y las acequias del siglo XIX fueron desarrollados por los mismos dueños de las haciendas y quintas en función del beneficio de sus plantaciones. Un ejemplo de ello es la apertura de los canales Bellavista y Romero, en las proximidades de La Serena, siendo el primero, con una extensión de 80 kilómetros, obra financiada por una sociedad en que participaron Gregorio Cordovez, Custodio de Amenábar, Joaquín Vicuña Larraín, Juan de Dios Varela, Daniel W. Frost y Gregorio Aracena. El canal, terminado después de 12 años de trabajos, conducía las aguas extraídas del río Elqui para regar cerca de tres mil cuadras en las afueras de La Serena y Coquimbo, y fue prolongado en la década de 1850 por Joaquín Amenábar Espinoza hasta los llanos de Pan de Azúcar, al suroriente de ese puerto30. La hacienda Valdivia, en la hoya del río Limarí, de Edmundo Eastman y después de Carlos Lambert, fue regada por el canal de los Resilvos, iniciado por Ramón Lecaros Alcalde y concluido por su sobrino Julio Lecaros Valdés, y permitió poner 600 hectáreas bajo riego31. Otros canales en el valle de Limarí fueron el de las Barrancas, el de Cabrería y el de la Vega32. Los fundos próximos a la ciudad de Ovalle eran regados por los canales Romeral, Manzano y Manzanito, “los más grandes del departamento”33.

Estudios del decenio de 1960 muestran que el diseño de los canales era extremadamente simple: carecían de revestimiento, su trazado era muy irregular, pues seguían fielmente las sinuosidades del terreno, sin rellenos o taludes que permitieran un curso recto en largas distancias34.

Ya en la segunda mitad del siglo XIX, el impulso de la demanda internacional por ciertos productos, particularmente el trigo, hicieron que muchos agricultores quisieran sacar el mejor partido a sus tierras. De esta forma, en el valle de Putaendo no pocos hacendados trabajaron por aumentar el caudal del río Volcán para regar el Valle Hermoso35.

Esto, sin duda, no fue un hecho aislado; otros factores también alentaron la construcción de obras hidráulicas. Siguiendo hacia el sur, en pleno corazón del valle de Aconcagua, el papel que los canales de regadío tuvieron para el desenvolvimiento de la agricultura fue altamente significativo por la gran concentración demográfica del sector. En 1843 Josué Waddington construyó el canal que lleva su nombre, la célebre acequia Guarintonia, que, nacido del río Aconcagua, regó Pocochay, La Palma, la hacienda San Isidro, en Quillota, de propiedad del empresario inglés, y tras perforar con un túnel el cerro San Pedro, pudo llegar a los campos de Limache36. Corroboran la ampliación del regadío los datos extraídos del censo agrícola de 1854-1855 para San Felipe, según el cual las tierras incorporadas a la agricultura y a la ganadería sumaban 16 mil 332 hectáreas, de las cuales ocho mil 754, es decir, el 53,6 por ciento, estaban regadas37.

Aunque ya en 1838 se daba noticia de la existencia de un embalse en la hacienda de Tapihue, en Casablanca, de Juan José Pérez, una de las mayores obras de ingeniería que se levantó en los valles transversales fue la que le encomendó Francisco Javier Ovalle al inglés Prat Collier para el regadío de su hacienda Catapilco, de 27 mil hectáreas, y de las chacras próximas. El embalse Catapilco, depósito con una capacidad de almacenaje superior a los cinco millones de metros cúbicos de agua, que ocupó una extensión no despreciable de 157 hectáreas, fue construido entre 1853 y 185938. Le correspondió al agrimensor alemán Teodoro Schmidt, llegado a Chile en 1858, terminar los canales de riego derivados del embalse. Asimismo, el aludido agrimensor construyó canales para la hacienda Pullally, de Manuel José Irarrázaval. Más adelante, y por encargo del presidente José Joaquín Pérez, debió planear y dirigir el regadío del valle de Catapilco, construyendo para ello un acueducto. Schmidt continuó su notable labor con levantamientos topográficos en la frontera39.

PRODUCTOS Y MERCADOS

En los valles transversales, por sus variadas extensiones y por la existencia de microclimas favorables a la agricultura, se apreciaba el cultivo de una amplia gama de frutas, hortalizas y cereales.

Debido al lento ritmo exhibido por la economía regional durante la primera mitad del siglo XIX, el autoconsumo de la producción fue la práctica más habitual. Frutas como la chirimoya y la papaya, según recuerda Maria Graham40, eran muy abundantes en la parte baja de los valles. Otras, como la lúcuma, crecían sin mayores problemas desde Coquimbo hasta Aconcagua41. En el valle del Huasco destacó la producción de higos y vino42. El olivo prosperaba en la región en forma muy llamativa, pero solo se consumían sus frutos. Llamó la atención el geógrafo francés Amado Pissis sobre la conveniencia de cultivarlo en gran escala para extraer aceite, porque “será su cultivo uno de los más productivos de Chile”43.

Pero la mayor parte de las tierras agrícolas fue destinada al trigo desde la mitad del siglo XIX. Gracias a la apertura de los mercados externos, como el de California en 1849, la producción aumentó con un dinamismo nunca antes visto. Tal vez el fenómeno solo podría compararse con las exportaciones que a fines de la etapa indiana se hacían al Perú44. Si bien el mercado norteamericano fue efímero, pues no duró más de un decenio45, originó consecuencias de largo plazo.

Un poco antes, iniciando la década de 1840, los rendimientos ya permitían vislumbrar un futuro alentador. En 1842 las proporciones eran en La Ligua 9-1 para el trigo y 10-1 para la cebada46; la productividad observada por Gay en San Felipe eran 13-1 para el trigo y 18-1 para la cebada, mientras que en Los Andes la relación era de 21-1 para el trigo y 25-1 para la cebada47.

Ocho años más tarde, el crecimiento de la productividad, gracias a la apertura de los mercados de Victoria y Sidney en Australia, hizo que haciendas como la de Catapilco produjeran en 314 hectáreas unas seis mil fanegas de cereal, lo que representaba el 15 por ciento de la producción del valle de La Ligua. Otras propiedades rústicas, como Pullally, aportaba el 10 por ciento de la producción de trigo candeal.

Entre 1858 y 1887 se observa en los valles transversales un amplio dominio productivo de cereales, particularmente de trigo y cebada. Las demandas desde California y Australia en la década de 1850, y desde el Reino Unido a partir del decenio de 1860, impulsaron una producción de tal amplitud, que historiadores como Carmagnani, Pinto y otros denominaron a este periodo como el del ciclo cerealero en los valles transversales.

Además de esos cereales, se continuó con la producción tradicional de la zona. Así, por ejemplo, duraznos, perales, naranjos y limoneros fueron muy habituales en los diversos valles, particularmente en los del septentrión. Los nogales y los olivos se veían con mayor frecuencia en los del sur, como Petorca y Aconcagua. Del mismo modo, el cáñamo y la alfalfa fueron muy comunes en casi la totalidad de los valles, desde Elqui al sur. Una innovación de importancia fue la plantación de pinos marítimos (Pinus pinaster), iniciativa de Josué Waddington en su hacienda San Isidro, en Aconcagua, para aprovechar terrenos de mala calidad48.

Común para los valles transversales y para la zona central fue la introducción de nuevas cepas de vid. Junto a la tradicional cepa criolla o país, con la cual se producía vino dulce, chicha y chacolí, la variedad moscatel —moscatel de Alejandría, blanca, y moscatel rosada o violeta, o uva pastilla—, muy aromática, prefiguró la entrada en escena del pisco como un licor característico de los valles del Norte Chico. Si bien dicho destilado se conocía ya en nuestro país y con ese nombre desde la primera mitad del siglo XVIII, esa variedad de uva garantizó la mejor calidad de los alcoholes49. Por decreto de 12 de noviembre de 1873 se estableció el Registro Oficial de Marcas, Normas y Emblemas de los Productores de Pisco.

El desarrollo de la minería en Coquimbo y Atacama consolidó un importante mercado para esos productos, ampliado, al concluir el periodo en estudio, por la incorporación a Chile de las salitreras de Antofagasta y Tarapacá. A pesar de ello, es necesario reconocer que la productividad de la vitivinicultura no fue alta ya que, si bien presentó algún progreso, era una inversión cuya elevada rentabilidad solo se alcanzaba en el mediano plazo. Además, sus costos comparativamente altos no favorecieron su extensión, frenando el desarrollo de ese cultivo en los escasos suelos existentes con esa aptitud, al menos en Aconcagua50.

Siguiendo la práctica de la zona central, también en los valles transversales se experimentó con cepas francesas. Las introdujeron en Elqui Jacinto Arqueros, en el valle del río Turbio, y Juan de Dios Peralta, en el valle del río Claro51. Asimismo, se sabe de la existencia de cepas francesas en el valle del Limarí, en Ovalle, y específicamente en la hacienda Carén, de Gallardo Hnos52.

Otra actividad derivada de la fruticultura, y que en el periodo exhibe cierto desarrollo en los valles por el aumento de la demanda interna, fue el secado de las frutas, en particular de los duraznos, para la producción de huesillos y orejones; de la uva, para las pasas, “superiores a todas las especies conocidas”, según el geógrafo Pissis53, y de los higos.

La principal traba que hubo de enfrentar la actividad agrícola fue la mala calidad de los caminos, que dificultaba y encarecía el transporte de los productos a los mercados. Este problema, huelga decirlo, no fue propio solo de los valles transversales, sino que afectó a todo el país y fue determinante en la mantención de la estructura de la propiedad: un gran predio en el norte o en el sur del país podía generar una renta sorprendentemente inferior a una chacra situada en Ñuñoa, como se verá más adelante. Dependiendo de la naturaleza de la carga y de la región, el transporte continuaba haciéndose con burros y mulas y, en caso de haber algún camino, con carretas tiradas por bueyes. El valle de Aconcagua es muy representativo de esa deficiencia, agravada en los decenios iniciales del siglo XIX por la oposición de muchos hacendados a las obras camineras, a menudo cerradas con tapias o cruzadas con cauces de acequias. Los problemas para trasladarse a Valparaíso y a Santiago produjeron un virtual aislamiento de un importante sector del valle. Todavía hacia 1840, como lo anotó Abdón Cifuentes, “las comunicaciones eran tan escasas y difíciles, que recuerdo que en nuestros viajes a Santiago decíamos: vamos a Chile…”54. Solo en 1864 concluyó la construcción del camino de San Felipe a Llaillay, estación del ferrocarril de Valparaíso a Santiago. La unión con los valles de Putaendo, La Ligua y Petorca se pudo alcanzar en 188955. De las innumerables dificultades para el transporte de productos desde su hacienda Las Mercedes, en el valle del Puangue, a Valparaíso o, durante la guerra con España, a Algarrobo o al “puerto viejo de San Antonio”, dejó numerosos testimonios el expresidente Manuel Montt en su correspondencia56.

LA MANO DE OBRA

El género de trabajo que demandaba la producción agrícola en el Norte Chico condicionó las características del trabajador y su relación con el empleador. Al igual que en la zona central, en los valles transversales las figuras del inquilino y del peón fueron las preponderantes, resultado de un proceso largo y complejo que se arrastraba desde el siglo XVIII.

El inquilino, originalmente un español “pobre” y carente de tierras que arrendaba un retazo a un propietario pagando con trabajo el importe de la renta, vivía dentro de la gran hacienda o en las quintas y chacras anexas a esta. Generalmente no estaba sujeto a un permanente cumplimiento de labores, sino solo a lo acordado con el dueño de la propiedad. En la parte alta de los valles no es fácil encontrar al inquilino, pero sí al peón estable, lo que puede explicarse por el menor tamaño de los predios y por la temprana especialización de sus cultivos, en especial las viñas. El peón de paso para las temporadas de trabajo, conocido como afuerino, recibía un sueldo diario por las labores que se le encomendaban. Después de cumplir dichas tareas, podía desplazarse hacia haciendas vecinas o salir de la región en busca de oportunidades en otros lugares.

En una visita al valle del Limarí, en particular al fundo homónimo de propiedad de la familia Guerrero, Domeyko recordó que las faenas diarias las desarrollaban los inquilinos, quienes, asentados indefinidamente en la hacienda, estaban comprometidos al trabajo que giraba en torno a la recolección, al corte de pastos y a arar. Para ello el hacendado les facilitaba la comida del día, caballos, bueyes y carretas57. En las fechas estivales, las actividades se volcaban a otras áreas, como el rodeo y el arreo de animales hacia y desde las veranadas cordilleranas.

A cambio de la labor de los inquilinos, el patrón les entregaba una porción de tierra para que la trabajaran. De los productos que se extrajeran de ella, como maíz, porotos, sandías y melones, en algunos casos la mitad correspondía al hacendado, que de esta forma cobraba el arriendo de su tierra58. Se sabe de casos notables de enriquecimiento de inquilinos mediante el arriendo de terrenos a sus patrones, estando bien documentado el caso de Alberto Carvajal, inquilino de Pedro Cortés Monroy, dueño de la hacienda Quilacán, convertido al concluir el siglo en importante productor de papas y dueño de varios predios agrícolas59.

Los peones pasaban generalmente la estación de cosecha y rodeo en la hacienda, siendo su permanencia inestable en comparación con la de los inquilinos. El pago a estos, al igual que a los inquilinos, era diario. Por ejemplo, un día común de labores del peón consistía en trabajar desde las cinco de la mañana hasta aproximadamente las nueve de la noche, descansando una hora para desayunar y, a eso del mediodía una hora para almorzar. En la casa principal de la hacienda había una taberna a disposición de los peones, recuperando así el patrón parte de la inversión60.

En 1825, en la hacienda Ocoa, la realidad de los inquilinos y peones era bastante parecida. El horario de trabajo de los peones en verano era de 14 horas; aproximadamente desde las cinco de la mañana hasta las siete de la tarde y, en invierno, de nueve horas, desde las ocho de la mañana hasta las siete de la tarde. En ambas temporadas recibían dos comidas por jornada: el almuerzo al mediodía con dos horas de descanso y, al atardecer, la cena61.

La situación del trabajador de los valles transversales fue bastante particular, a diferencia de sus congéneres del sur, por varias razones. En primer lugar, un porcentaje no despreciable de ellos provenía de otras comarcas, principalmente de la zona central y sur del país; en segundo lugar, solían desempañar una doble actividad: cuando no era conveniente trabajar en la agricultura, particularmente en invierno o cuando bajaban los precios, se dedicaban a la actividad minera. Esto explica que la mano de obra en los valles transversales fuera volátil y, en algunas oportunidades, escasa. Muchas veces, por la necesidad de captar trabajadores para la actividad de la hacienda, era necesario hacerse de peones mediante atractivas y generosas ofertas de trabajo. Pero, en general, el agro estaba lejos de dar remuneraciones parecidas a las otorgadas por la minería. Y lo que un trabajador ganaba en esta era aproximadamente la mitad de lo que podía recibir en las salitreras de Tarapacá o en las labores de construcción de vías férreas en el Perú, razón de la considerable emigración de chilenos en las décadas de 1860 y 1870. Otra peculiaridad de la mano de obra de los valles, en especial en la parte alta de los mismos, en que abundaban las pequeñas propiedades, fue que los dueños de estas y sus familiares ofrecían sus servicios en los fundos medianos y grandes.

LAS INNOVACIONES TECNOLÓGICAS

El desarrollo tecnológico en los valles transversales dependió tanto de la recepción de las nuevas tendencias en el agro, particularmente desde la segunda mitad del siglo XIX, como de la respuesta a las demandas de sus productos. Dentro de ellas, el ya citado sistema de regadío fue uno de los mayores avances en el campo agrícola. Con mayor eficiencia, gracias a los aportes de los ingenieros hidráulicos formados en la Universidad de Chile62, fue posible el aumento de las zonas de regadío que, en promedio, se incrementaron en un 10 por ciento en valles como Aconcagua y Putaendo.

El trabajo de la tierra también se hizo más eficiente y rápido. El viejo arado de madera fue reemplazado desde la segunda mitad del siglo XIX con el arado de fierro o gualeta (vertedera), que permitió a los agricultores romper y preparar la tierra para labores más profundas y anchas63.

El desarrollo del cultivo del trigo obligó a que se consolidara desde la segunda mitad del siglo en adelante la construcción de graneros, principalmente en el valle de Aconcagua, lugar que concentraba la mayor producción de ese cereal en la zona64. En ella los primeros molinos se empezaron a alzar en La Ligua desde 1845. El avance tecnológico que debió ser inducido por el largo ciclo cerealero fue, en cambio, muy modesto. Para 1873 el Anuario Estadístico dio cuenta de la existencia en el departamento de San Felipe de 152 máquinas entre trilladoras, segadoras y para aprensar, cantidad reducida si se considera que el cultivo del trigo cubría alrededor del 30 por ciento de la superficie agrícola total del valle de San Felipe. Como el mayor número de máquinas aparece ligado al cultivo de la vid, del cáñamo y de la alfalfa, y a la chacarería, cabe concluir que la demanda laboral estaba sobradamente satisfecha por una mano de obra abundante y barata65.

Por último, en la producción de pisco en los valles de Copiapó, Elqui y Limarí debe recordarse que la introducción de alambiques de destilación data de 1844. Estos, al desplazar a las alquitaras, transformaron la productividad de la vitivinicultura. También constituyó una innovación de importancia la introducción de vasijas de madera, de vendimiadoras, de prensas y de bombas para el trasiego de los caldos.

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1826 s. 28 illüstrasyon
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9789561424562
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