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PRODUCTOS Y MERCADOS

En el periodo de estudio se produjo una evolución en los mercados de consumo y, como consecuencia, en la producción. Para comprender esto es necesario insertarse en el escenario más amplio de la historia económica mundial en el siglo XIX. Eric Hobsbawn y, más recientemente, Serge Gruzinski112 han subrayado que en el siglo XIX la globalización de la economía activó a gran parte de los países americanos a producir en gran escala, lo que, si bien con cierta demora, promovió la modernización de algunos sistemas de producción. Chile no fue la excepción.

En el siglo XIX se advierte una convivencia de algunas formas tradicionales con las novedades que arribaban al país, creándose un maridaje peculiar en la región. Las décadas de 1840 y 1850 pueden ser consideradas como etapas de transición, caracterizadas por la apertura de mercados, lo que le dio a la economía chilena un notable dinamismo. Al mismo tiempo, en esos decenios se produjo la incorporación de nuevas especies, tanto vegetales como animales, que cambiaron la imagen de los campos chilenos.

Hacia la década de 1820, como consecuencia de la honda depresión económica posterior a la Independencia, la agricultura del valle central careció de incentivos. No había seguridad en los campos y menos un ánimo de introducir modificaciones en las labores del agro. Aunque era generalizada la percepción de que la agricultura era el motor de la economía chilena, poco o nada se hacía por reactivarla.

Gracias a la relativa estabilidad política y económica, a partir del decenio de 1850 el agro encontró los primeros espacios que permitieron su crecimiento. Cuando se habla de estabilidad, debe entenderse este concepto referido a los contornos capitalinos, pues más allá del Maule la situación era diferente.

Las demandas externas, más la incorporación de innovaciones tecnológicas y de nuevos productos, permitieron encauzar por otra ruta a una parte del agro chileno. Y si a ello se agregan los primeros cambios en la mentalidad de los hacendados, se comprende la evolución en las formas de producción y la inserción de la agricultura nacional en la economía global. Como es evidente —y quedó muy de manifiesto en la Exposición Nacional de Agricultura de 1869 y después en la de 1872, realizada en el Mercado Central, ambas inspiradas y hechas realidad por Benjamín Vicuña Mackenna—, la modernización de las prácticas agrícolas fue un proceso lento, que dependía de múltiples factores, como los mercados, los caminos, el riego y la mayor o menos disponibilidad de mano de obra. Por esta razón, a los predios que podían mostrarse como modelos, como la hacienda de Viluco, de Rafael Larraín Moxó, de la cual dio importantes referencias Julio Menadier, y a los que se pueden agregar los descritos por Eugenio Chouteau en el Norte Chico, se oponía un número considerable de propiedades que continuaban siendo trabajadas en forma tradicional.

Por lo anterior, no sorprende el encuentro y la superposición de viejas y nuevas modalidades de manejo agrícola. Buena parte de la producción de las zonas costeras del valle central fue la heredera de una larga tradición que se remonta a la etapa prehispánica y colonial. Leguminosas, como los porotos, fueron productos clásicos durante todo el periodo. Vicente Pérez Rosales recuerda que el poroto se adaptaba muy bien a las tierras desde Coquimbo por el norte a Talca por el sur113. Ello no indica que se consumiera solo en el espacio citado, pues el mismo observador indicaba que los indígenas de Melipulli, actual Puerto Montt, tenían al poroto entre sus platos predilecto114. La patata fue también uno de los elementos más comunes en la producción de Chile central, aunque se la cultivó a lo largo y ancho del país. Dicho tubérculo, que mostró una fácil adaptación a las temperaturas del valle central, se convirtió en uno de los productos más comunes del consumo interno, e incluso se dirigió a los mercados externos. En efecto, en el año 1850 se exportaron 24 mil 210 fanegas de papas, y al año siguiente esta cifra fue de 20 mil 379. El principal mercado para esos años fue California.

La cebolla y el ají se podían encontrar entre los cultivos de chacras y quintas. Estos, junto con el poroto y la patata, fueron la principal base alimentaria de los chilenos, en especial en los sectores populares115.

A estos productos tradicionales del campo chileno se fueron incorporando nuevos vegetales y frutales que dieron otro colorido y aspecto a las haciendas y chacras. Hacia 1852 se experimentaba con el cultivo del arroz en la Quinta Normal. Las moreras hicieron su aparición en las tierras colchagüinas y maulinas, como base para la producción de seda, aunque con pobres resultados. Los espárragos sustituyeron el consumo de vegetales locales, como la nalca, es decir, el tallo del pangue116. La remolacha se comenzó a cultivar como hortaliza, si bien se intentó cultivarla con fines industriales por su importancia para Chile, “donde el consumo de azúcar es considerable”; sin embargo, los ensayos para fabricar ese producto a partir de la remolacha no tuvieron éxito117.

En la ganadería se aprecia el interés de los hacendados por contar con razas más especializadas para la producción de leche o de carne —Josué Waddington importó toros Durham—, o buenos animales de tiro para arados y cultivadoras, como los caballos Hackney y los percherones.

La introducción de nuevas cepas de vid fue, sin duda, la principal innovación en la vitivinicultura de Chile central, aunque con un particular énfasis en la provincia de Santiago.

Las cepas peninsulares fueron traídas a América con mucha probabilidad desde las islas Canarias —tal vez, de la variedad listán—, y se extendieron desde California, en el norte, hasta Concepción, en el sur, y a Cuyo, al oriente, con el nombre de cepa país, en Chile, y misiones, en California. Es posible que ya a fines del siglo XVII en Cuyo hubiera cepa italia o moscatel de Alejandría que, traída por los arrieros a Chile, se encontraba en el valle de Elqui a comienzos del siglo XVIII. La cepa país había dado fama a los vinos de Santiago y al vinillo de Penco, pero en los decenios iniciales del siglo XIX estos ya no satisfacían el paladar de algunos chilenos más exigentes. El viajero alemán Poeppig había alabado al vino de Concepción, “muy solicitado en la capital”, pero subrayaba que su elaboración era tan imperfecta que no agradaba a los extranjeros118. Recuperada la región de Concepción de la crisis de la emancipación y del terremoto de 1835, la producción de vinos, que había mostrado un fuerte descenso en el decenio de 1820, inició un sostenido aumento, consecuencia de la política de los hacendados de plantar nuevas viñas. Ya el catastro de 1833 había determinado que Concepción era el principal polo vitivinícola del país, con 9,8 millones de plantas, al que seguían Aconcagua, con 3,3 millones; Cauquenes, con 2,9 millones; Santiago, con 1,3 millón; Coquimbo, con un millón; Colchagua, con 700 mil y Talca, con 400 mil119. No puede sorprender, en consecuencia, que en 1861 el departamento de Chillán produjera más de dos millones de litros de vino, en tanto que Rere anotara tres millones 800 mil litros. Tan elevada producción se explica por la actividad vitivinícola de los grandes propietarios y también de los numerosísimos pequeños agricultores minifundistas, que vendían en sus mismas propiedades o bien lo hacían practicando el “conchabo” en la frontera120. En el decenio de 1870 la viticultura en la zona del Maule había experimentado un notable crecimiento, probablemente porque gran parte de sus terrenos no se prestaba para el cultivo de cereales. Así, en 1873 la mayor cantidad de vino recibido por cabotaje en Valparaíso provenía de Constitución121.

Desde la segunda mitad del siglo comenzó en las provincias de Aconcagua y Santiago una notable proliferación de viñas con cepas francesas. Se ha afirmado que ya en el decenio de 1840 la Quinta Normal contaba con dichas variedades, probable consecuencia de la inclusión en ese establecimiento de los terrenos de la viña La Luisa, del francés Vigouroux, donde otro francés, Nourrichet, había plantado cepas de su país122. Cuando en 1848 quien había dirigido la Quinta Normal, el francés Leopoldo Perot, hizo entrega del establecimiento a su sucesor, el italiano Luis Sada de Carlos, el inventario contempló, entre las plantas criadas allí, cinco mil de “viña” y 532 de “viña de parra”, sin mayores distinciones al respecto. Cuando, a su turno, en 1853 entregó Sada la Quinta Normal al nuevo director, el inventario consultaba, “en el cuartel plantado desde hace tiempo”, dos mil 672 plantas del país y dos mil 618 extranjeras, además de 358 “en la viña chica”, 300 en barbecho y 20 mil “parte plantado este año y otra parte en barbecho”, sin indicar si eran cepas país o extranjera123. En todo caso, Claudio Gay informó cuando retornó a Francia, según lo que pudo haber observado en Chile hasta 1841, que Manuel Antonio Tocornal tenía en su viña Mariscal 100 mil plantas de diversas variedades, entre ellas Cabernet, Sauvignon, Malbec, Pinot y Gamet124. Lo anterior indica que la introducción de cepas francesas es anterior al decenio de 1850, en oposición a lo que habitualmente se ha sostenido. Pero, junto al esfuerzo de tener otras variedades, era imprescindible modernizar la elaboración de los vinos. Esto explica la llegada al país de numerosos enólogos. En 1851 Silvestre Ochagavía Errázuriz contrató al viticultor francés Joseph Bertrand, quien trajo diversas cepas. Otros enólogos franceses contribuyeron a modificar la viticultura nacional: Germain Moine, que trabajó en la viña Mariscal; Luis José Bachelet, oriundo de Burdeos, pasó a Chile en 1859, contratado por Ramón Subercaseaux Mercado con el propósito de plantar cepas francesas en la viña Subercaseaux125. Dos hijos de este, José y Germán, continuaron en las labores vitivinícolas, el primero a cargo de la viña Santa Carolina, de Luis Pereira126, y el segundo, como viñatero independiente127. En la viña Subercaseaux también prestó sus servicios Marin Percheux, y Pierre Durand lo hizo en la viña Cousiño a partir de 1885128. George Guyot de Granmaison fue también uno de los primeros enólogos dedicados a introducir mejoras en la producción de vino129. Más tarde, otros, como Paul Pacottet, también oriundo de Burdeos, formaron a un grupo de chilenos en el manejo de viñas y bodegas de cepas francesas. Pacottet se hizo cargo en los últimos años del siglo de los laboratorios de patología vegetal, de viticultura y de enología de la Escuela Práctica de la Quinta Normal130, cargo en que sucedió a Gastón Cornu131.

Los positivos resultados de los ensayos indujeron a muchos agricultores a formar plantaciones de vides francesas, decisión que obedecía a una evidente racionalidad económica: una cuadra de viña tenía una rentabilidad 10 a 15 veces superior a una cuadra de trigo132. La viña Carmen fue fundada por Christian Lanz, quien con 52 hectáreas de cepa francesa producía 500 mil litros de vino. De modo sucesivo se fundó una decena de viñas, como Santa Teresa, de Macario Ossa, en Macul el año 1860; Limache, de José Tomás de Urmeneta, en 1864 —según un comentarista de los vinos chilenos presentados en la exposición de París de 1889, fue el primero que plantó vides francesas con la ayuda del francés Poutays133—; Linderos, en el valle del Maipo, de Alejandro Reyes Cotapos, en 1865; Panquehue, de Maximiano Errázuriz, en 1870, quien llevó los sarmientos y los técnicos franceses de la viña de su suegro Urmeneta134, y donde a partir de 1876 inició una labor de renovación Joseph Bertrand y su hijo135; Santa Carolina, de Luis Pereira, en 1877; Valdivieso, de Alberto Valdivieso, que data de 1879136; Macul, de Luis Cousiño Goyenechea, quien comenzó la plantación de los viñedos entre 1885 y 1886, y Conchalí, de José Joaquín Aguirre. Nuevas viñas se agregaron a las nombradas, como la viña Santa Ana, después Undurraga, en Santa Ana, plantada en 1891 por Francisco Ramón Undurraga Vicuña137. En Talca, Gregorio Correa Albano formó hacia 1875 la viña San Pedro, su hermano Bonifacio, la viña Lontué138, y en 1885, Alejandro Dussaillant, también un enólogo francés, la extensa viña Casablanca139. En la zona de Concepción, no obstante la presencia mayoritaria de la cepa país, plantaron cepas francesas en el departamento de Itata Antonio Aninat en su fundo El Totoral y Guillermo G. Délano en su hacienda Galpón, con muy buenos resultados en cuanto a la calidad de los mostos140.

Actividades anexas, como la importación y fabricación de implementos para la vitivinicultura, se desarrollaron también gracias al aporte de extranjeros. Fueron los casos de Gerónimo Raab, alsaciano establecido en Chile en 1874, fundidor e importador de máquinas como bombas, prensas y vendimiadoras, y del tonelero riojano Eduardo Sáez141.

En relación con los mercados, la demanda interna fue la que marcó el volumen de los productos agrícolas. Si bien en lapsos breves se incrementaron las exportaciones, en líneas generales esto no inclinó la balanza económica, como se suele afirmar.

Entre 1826 y 1840 el mercado interno fue el principal activador de la producción agrícola. Lo paradójico de ello es que en muchas haciendas la productividad estuvo al servicio del autoconsumo. No debemos olvidar que las ciudades más grandes —Santiago, entre ellas— no sobrepasaban las 80 mil almas en la primera mitad del siglo XIX, según lo ha demostrado Armando de Ramón142. Solo situaciones excepcionales, como el auge minero de Chañarcillo desde 1832 y el mercado del Perú, permitieron generar dividendos en algunos sectores. Esto se modificó parcialmente a partir de la segunda mitad del siglo, pues junto a un aumento de la población nacional y la concentración de ella en Santiago, que alcanzó a 129 mil 807 habitantes el año 1857, se asistió a la apertura de algunos mercados externos, lo que dio un breve impulso a la agricultura nacional.

Hacia la segunda mitad de la década de 1840 la economía global estaba tomando una nueva fisonomía, caracterizándose por la apertura de nuevos mercados de consumo, por la modernización de los sistemas de transportes y por el cambio de mentalidad de algunos hombres que deseaban aportar en nuevas áreas para aumentar su patrimonio. En este marco, la agricultura chilena de la zona central exhibió una segunda etapa, caracterizada por su crecimiento y maduración. La apertura de los mercados de California desde 1850 y, más tarde, el de Australia permitieron un crecimiento de la agricultura nacional gracias a la alta demanda de harina seguida por el trigo, siendo los primeros productos chilenos en inundar el puerto de San Francisco con 220 mil 920 quintales métricos y 514 quintales métricos respectivamente143. Si bien fue breve, tan solo de tres años, ese ciclo originó un fuerte impacto en la economía nacional, ya que entre 1851 y 1855 la exportación de trigo y harina representó del 84 por ciento del total de las ventas de Chile al exterior. Un ejemplo de aquel impacto se encuentra en la productividad del cereal, puesto que en 1848 la producción de trigo alcanzó a tres mil 230 quintales métricos, y en 1850 saltó a 276 mil 664 quintales métricos, disminuyendo a continuación, y en tan solo tres años, a 166 mil 117 quintales métricos144. Las expectativas generadas entre los agricultores ante el incremento de la demanda se tradujeron en la expansión de tierras de regadío para el cultivo de cereales. Según las estimaciones de Arnold Bauer, entre 1850 y 1875 los cultivos de trigo aumentaron en Chile desde cerca de 120 mil hectáreas a 450 mil hectáreas145.

Este proceso dio, sin duda, un gran impulso a la agricultura chilena, pues permitió que entre 1850 y 1860 se triplicara el territorio agrícola en Chile central, a lo que contribuyó de manera fundamental, como se ha indicado, la proliferación de canales de regadío. Nuevas regiones, como Maule norte, Ñuble y Biobío, apostaron por sumarse a la agricultura de exportación. La provincia de Santiago daba salida a sus productos por Valparaíso, mientras que Curicó y Talca lo hicieron por el floreciente puerto de Constitución. Chillán y Concepción tuvieron la salida de sus productos por Tomé, Talcahuano y el viejo puerto de Penco. El comercio se vio beneficiado desde la segunda mitad del siglo, y no antes, por el bajo nivel de los precios en los fletes de largo alcance internacional, el alto precio de los granos y por tener las ventajas comparativas de enviar en el más corto plazo el trigo a los destinos del Pacífico. En un plano interno, favoreció este crecimiento la extensión de la línea férrea desde Santiago al sur desde 1874, lo que permitió dar salida a los productos de las zonas situadas al sur del río Maule.

La apresurada incorporación de nuevas tierras a la producción cerealera, en especial en la costa, tuvo efectos inesperados para los propietarios. La limpieza de los terrenos para adaptarlos al cultivo, en general hecha mediante el fuego, aseguraba un elevado rendimiento en los primeros años, pero a poco andar la erosión se convertía en un freno a la actividad agrícola. En algunas localidades, como en la proximidad de Constitución, el fenómeno se vio agravado por el desplazamiento de las arenas del mar y de los ríos, que convirtieron amplias zonas en campos de dunas. El fundo San Francisco, situado a 45 kilómetros al norte de Constitución, de cuatro mil hectáreas, fue limpiado en una extensión de mil 700 hectáreas entre 1850 y 1860 y fue, durante 20 años, un importante productor de trigo. A partir del decenio de 1870 comenzó a ser invadido por las arenas, y al iniciarse el siglo XX unas mil 200 hectáreas estaban cubiertas por ellas146.

Con mucha exactitud subrayó Julio Menadier el visible deterioro generado por la incorporación de las tierras al cultivo de los cereales al aludir a la hacienda Cauquenes, de unas 150 mil hectáreas, buena parte de las cuales correspondía a sectores cordilleranos:

Destruidos allí, como en casi todas las haciendas de la región central, los tupidos bosques, han de pasar largos años hasta que estos vuelvan a encontrarse en su estado anterior, y más tiempo se requiere todavía para ponerlos en estado de explotación metódica y por eso muy provechosa. […] Hasta ahora la explotación de bosques no significaba otra cosa que su devastación completa; en lugar de aprovechar concienzudamente la gran riqueza de árboles idóneos para la construcción, para usos industriales y domésticos, se les ha destruido completamente y sin pensar siquiera en los perjuicios de distinto género que forzosamente habían de desprenderse en lo futuro por esta manera de proceder. […] Varias veces hemos indicado que la tendencia general de la agricultura nacional consiste en obtener una producción rápida y muy remunerativa en el más corto espacio de tiempo, y estos requisitos no se concilian bien con el cultivo forestal…147.

Como es sabido, la exportación triguera a San Francisco, Sidney y Victoria fue breve, pero permitió dejar a la agricultura chilena en buen pie cuando en el decenio de 1860 desde Buenos Aires se necesitó trigo para satisfacer las necesidades creadas por el flujo de inmigrantes. Algo similar sucedió con los puertos ingleses de Bristol y Dover, que desde 1865 fueron receptores del trigo y cebada chilenos. Brasil, por su parte, era mercado para el trigo y la harina chilenos desde comienzos del siglo XIX148.

También existió una moderada presencia de exportaciones no tradicionales a diferentes partes del mundo durante el siglo XIX. Entre ellas, cabe destacar las aceitunas del valle de Santiago, que desde 1844 se exportaron a California149. Otro tanto ocurrió con la cebada, enviada a Alemania y Perú para la producción de cerveza. Algunos derivados de la uva, como el aguardiente, se exportaron a Bolivia y Perú.

LA MANO DE OBRA

La situación de los trabajadores agrícolas durante el siglo XIX ha sido extensamente analizada desde la segunda mitad del siglo pasado. Existe un consenso casi generalizado en que inquilinos y peones, tal como sucedió en el Norte Chico, fueron las piezas fundamentales en el desarrollo de la vida campesina en Chile central, que de un modo u otro es una radiografía de la evolución social del país.

Al igual que todas las categorías de la agricultura chilena que se han estudiado hasta aquí, la mano de obra es el resultado de un proceso largo y complejo que tardó más de 100 años en formarse y que se terminó de modelar en el transcurso del siglo XIX.

Por razones diversas, desde mediados del siglo XVIII el valor de la propiedad aumentó considerablemente en Chile central, lo que ocasionó la disminución de las tierras susceptibles de venta. En estas circunstancias se consolidaron las figuras del inquilino y del peón. El primero, como se ha visto al tratar de los valles transversales, vivía en el interior de la hacienda, generalmente con su familia, y prestaba servicios según previo acuerdo con el dueño de la propiedad. El segundo, también llamado jornalero o afuerino, era un trabajador estacional que no residía permanentemente en la hacienda y que, de acuerdo con sus necesidades, se trasladaba de un lugar en lugar, a veces sin un destino fijo150. A pesar de ello, ya entrada la segunda mitad del XIX, alcanzó en algunos lugares cierta estabilidad, que los transformó, en palabras de Gabriel Salazar, en peón estable151 y que anteriormente ya eran denominados peones sedentarios.

A lo largo del siglo XIX no hubo una legislación concreta en torno al mundo rural y particularmente en relación con sus vinculaciones laborales. Debido a ello, el trato de palabra se sobrepuso en algunos casos al legal152 y, por lo mismo, la situación del trabajador no era exactamente igual en todas las haciendas. El papel de los inquilinos dependía del convenio que se pactaba con el propietario, motivo por el cual las actividades que estos desempeñaban eran muy variables. Por ejemplo, los inquilinos pagaban la renta de la tierra que utilizaban en productos cosechados, como trigo, animales y en ocasiones con herramientas. Ante este sistema, el diputado Manuel Cortés presentó en 1823 un proyecto para acabar con lo que consideraba un abuso153. En Rancagua, hacia 1823, la renta por pagar consistía en dos fanegas de trigo por cuadra154. Años más tarde, en 1840 en las comarcas de Parral el arriendo se pagaba con cinco fanegas de trigo155.

El trabajo en el campo era desarrollado por el inquilino en dos áreas: en las tierras que arrendaba y, además, en las tierras del hacendado. En cuanto a estas últimas, sabemos acerca de ellas por una cartilla de campo que circuló en su primera versión entre 1846 y 1867. En esta se indica que actividades como la trilla, la vendimia, el cercado de tierras, el rodeo y el trabajo en las tierras, cuando se necesitase, eran actividades propias de los inquilinos como uno de sus deberes hacia el hacendado156. En cuanto a las propiedades que arrendaban, generalmente se dedicaban a sus plantaciones y ganado, si poseían animales. Estos eran los principales recursos económicos del inquilino, que le permitían vivir el resto del año.

De acuerdo al trato que se celebraba con el dueño o administrador de la hacienda, los inquilinos podían alcanzar, si se lo proponían y con algo de suerte, una vida de cierta holgura, ya que no pocos lograron arrendar mayores extensiones de tierra o comprar un terreno próximo a una villa o ciudad.

Hacia la segunda mitad del siglo, el inquilinaje sufrió una evolución en cuanto a sus derechos y deberes, al menos en la forma. En una memoria de prueba de la Facultad de Leyes del año 1867 se deja constancia de que los inquilinos tenían obligaciones específicas, según la estación del año. En invierno debían asistir a las araduras; en primavera, a los rodeos y trasquilas; en verano, a riegos, cosechas y trillas, y, en otoño, a la vendimia y poda157. Del mismo modo, parece comenzar a distinguirse algunas subcategorías del inquilinaje, de acuerdo a su posición social y a sus funciones dentro de la hacienda. En consecuencia, había inquilinos de diversas clases. Así, estaban los del norte, los verdaderos inquilinos, que gozaban de libertades, y los del sur, que se caracterizaban por ser muchos de ellos propietarios158. Un autor, Santiago Prado, estableció solo dos: los de a caballo y los de a pie. Los primeros, compuestos por vaqueros, capataces y mayordomos, tenían un salario, y a ellos generalmente se les encargaba el cuidado de potreros, plantaciones y peones, mientras que los segundos trabajaban diariamente en la hacienda y entre sus obligaciones tenían la de echar peón, es decir, poner un trabajador, el obligado, a sus expensas, con un sueldo de 50 centavos al día159. Muy frecuentemente, el obligado era hijo del inquilino. Por último, en algunos casos existía el llamado inquilino de patio, que tenía por función servir en la casa patronal a cambio de recibir un jornal de 18 centavos al día más habitación, alimentación y seis fanegas de tierra160. A menudo, el inquilino podía, mediante un contrato de mediería con el patrón, convertirse en un productor de cierta envergadura e, incluso, en propietario161. Cabe advertir que habitualmente las familias de los inquilinos proveían de personal femenino para el servicio doméstico de los patrones, tanto en el campo como en la ciudad.

Parece difícil probar la hipótesis propuesta por Salazar de que los propietarios comenzaron a desconfiar de los inquilinos por la “empresarialidad independiente” exhibida por estos, a lo que habría ayudado la tecnificación de las labores agrícolas, que obligaba a contar con trabajadores más especializados. Sin perjuicio de las probables tensiones entre unos y otros, que a menudo llevaba a la expulsión de los predios de los segundos, si la indicada actitud era generalizada y si la maquinaria era capaz de reemplazarlos, parece evidente que el inquilinaje habría desaparecido al concluir el siglo XIX. Ello no ocurrió, y aunque el número de estos trabajadores agrícolas en los campos es bastante menor que el habitualmente aceptado por la historiografía, como el propio Salazar lo subraya —para mediados del siglo XIX dicho autor calcula entre 10 mil como mínimo y 15 mil como máximo—, muchas haciendas de la zona central tenían 100 o más familias de inquilinos162. Esta situación se mantuvo hasta el siglo XX, según lo detalló Carlos Celis para la década de 1920163.

Los peones, que en comparación con los inquilinos han sido menos estudiados, cumplían, como ya se ha indicado, con una función estacional en la hacienda, originada por la mayor demanda de mano de obra ante el aumento de las cargas temporales de trabajo, que era el caso de las cosechas.

En la primera mitad del siglo XIX el peón se caracterizó, en general, por provenir de otras comarcas, por lo que, junto con ser llamado jornalero, se le denominó forastero o afuerino. Generalmente, se desempeñaba en el trabajo pesado de la hacienda, como labrar la tierra y mantener y resguardar a los animales. Los horarios de trabajo a los que estaba sujeto eran bastante similares a los del inquilino: en verano trabajaba desde las cinco de la mañana hasta aproximadamente las cinco de la tarde, con dos recesos al desayuno y al almuerzo. El sueldo promedio de los peones era, en las provincias de Santiago y Valparaíso, de cuatro a cinco reales el jornal y el peón viñatero recibía cuatro pesos al mes164.

Por diversas razones, entre las que se contaron el ser ellos más rentables que los inquilinos, que se establecían y vinculaban a la tierra, durante la segunda mitad del siglo XIX los peones abandonaron la movilidad que los caracterizó en la primera. Así, muchos de ellos, sin perder su categoría, se establecieron en ranchos a orillas de las haciendas o simplemente lo hicieron en las villas cercanas. De ahí surgieron los denominados peones sedentarios o estables.

Las remuneraciones de estos variaban según las actividades que desempeñaban y también de acuerdo a las haciendas en donde trabajaban. En Pirque el salario de los peones era en 1871 de 50 centavos sin alimentación, mientras que los de Viluco recibían no solo un jornal, sino también una casa con media cuadra de terreno, alimentación diaria y talaje, de manera que el caballo, si lo tenían, podía pastar en los terrenos de la hacienda165.

En 1872 en la hacienda Vichiculén se pagaba 20 centavos por día al peón166. Y en el fundo San Pedro de Romeral, cercano a la ciudad de Curicó, los segadores ganaban tres pesos por cuadra sin derecho a ración167.

En 1875 Manuel José Balmaceda publicó un texto que tuvo una amplia difusión entre los hacendados chilenos del valle central. El Manual del hacendado presentó, con gran detalle, la estructura jerárquica de una hacienda de gran extensión, con las obligaciones de cada uno de sus integrantes. La encabezaba el administrador, quien debía estar al tanto de todo lo relativo al personal y a la producción del predio. En una segunda línea estaban el mayordomo, que se encargaba de los animales y aperos, y a continuación el capataz, quien debía comunicar las instrucciones a inquilinos y peones168.

La compleja jerarquización de los inquilinos ofrecida por el Manual del Hacendado, así como las rutinas del trabajo, ampliamente utilizadas por la historiografía, deben, sin embargo, ser manejadas con cautela, pues dicha obra, más que ofrecer un cuadro de lo que en verdad sucedía en el agro, constituye una suerte de modelo de lo que habría de ser la hacienda, objetivo muy propio de la singular personalidad de su autor.

III, 10, 1872, pp. 183 y ss.

No solo los hombres cumplían funciones en la hacienda; también lo hacían las mujeres y los niños. Generalmente las primeras se dedicaban a la casa, cuidaban de huertos si es que los había, como también de la ordeña de las vacas y de la producción de quesos. Durante gran parte del siglo XIX ellas se encargaron de elaborar las vestimentas que se usaban en el campo: fue común el hilado para la confección de las diferentes ropas del hogar y el tejido de mimbre para enseres y chupallas. Los niños se insertaban tempranamente en el campo laboral acompañando a sus padres al trabajo o simplemente iban en imitación de ellos.

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1826 s. 28 illüstrasyon
ISBN:
9789561424562
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