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LA AGRICULTURA EN CHILE CENTRAL
CARACTERÍSTICAS DE LA PROPIEDAD

La propiedad agrícola en la zona central de Chile fue resultado, al igual que en el Norte Chico, de cientos de años de configuración y reconfiguración. En el periodo 1826-1881 se puede observar desde la cuenca de Santiago hasta el espacio de Ñuble-Biobío una evolución bastante singular de la propiedad agrícola en la que factores políticos, económicos, jurídicos y sociales confluyeron en su mantención y transformación. Carmagnani, Góngora y Bengoa han sostenido que la propiedad fue el baluarte a partir del cual el Estado mantuvo su poder, en un primer momento a través de los grupos dirigentes locales, que desde la segunda mitad del siglo fueron desplazados por la elite capitalina, proyectando y sustentando esta última su poder político y económico. Por cierto, no se puede pasar por alto dicha observación, pero tampoco cabe dejar de lado que la estructura de la propiedad indirectamente aseguró un grado de estabilidad tal, que permitió un continuum en el desarrollo político gubernativo.

La propiedad agraria en Chile central recibió diferentes nombres, dependiendo de su estructura y tamaño: hacienda, fundo, chacra y quinta. A pesar de los diversos tamaños, se produjo tempranamente, y como consecuencia de la evolución colonial, un claro predominio de la gran propiedad en el valle longitudinal. Esto, en líneas generales, se mantuvo sin mayores variaciones hasta mediados del siglo XIX. Posteriormente, al compás de los diferentes impulsos externos e internos, se fue generalizando la subdivisión, la cual, si bien no fue homogénea en todo el territorio, muestra los cambios que se estaban produciendo en la sociedad chilena, en una doble dimensión política y económica.

Existe un amplio consenso entre los historiadores en que la gran propiedad fue la preponderante durante el siglo XIX en la zona central. Se ha puesto énfasis en que la vigencia de los mayorazgos hasta la década de 1850 favoreció tal fenómeno, pero, dado el limitado número de estos, es innegable que tuvieron especial importancia otros factores que, como la distancia de los predios a los puertos o a los mercados, el sistema de crédito y la falta de reales incentivos económicos, influyeron en la mantención de la gran propiedad. Además de la exvinculación de los mayorazgos, que permitió la división de varios predios en las zonas norte y central del país —proceso que, como lo subrayaron Borde y Góngora, fue marginal66—, la fragmentación del agro fue acelerada por la aplicación de las normas sucesorias, primero según el viejo derecho castellano y, después de 1857, con la vigencia del Código Civil, cuyas disposiciones no diferían demasiado de las anteriores, pero que en materia de propiedad raíz estaban apoyadas en un sistema de inscripción que le dieron solidez y publicidad al dominio inmueble. También facilitaron el cambio de la propiedad raíz las regulaciones sobre hipotecas y el desarrollo de sistemas crediticios que se fueron haciendo cada vez más formales, con la participación de bancos. Para Borde y Góngora, una parte de la explicación del proceso de fragmentación puede encontrarse en el aflojamiento de las estructuras familiares y en la pérdida de valor simbólico del patrimonio territorial67.

Es probable que lo más determinante en la división predial fuera la apertura de los mercados de California, primero, y de Australia, a continuación, que le dio un sorprendente impulso al cultivo cerealista y a la industria molinera. Con ser breve ese periodo, la apertura del mercado europeo aseguró un nuevo auge al cultivo del trigo. Se debe tener presente que, en forma contemporánea, el desarrollo minero y el de la industria de la fundición, unidos al crecimiento de Santiago y Valparaíso, aceleraron el aumento de una demanda interna capaz de compensar los vaivenes de la externa. Todo esto significó un cambio manifiesto en la agricultura chilena, dirigido a modernizar las técnicas en los cultivos. El veloz incremento del valor de la tierra aconsejó muy a menudo la venta de partes de un predio, lo que, además de facilitar la administración del retazo restante, permitió la capitalización del agricultor. El aumento del precio de las propiedades agrícolas estimuló en la zona central hacia 1840 el cierre de las mismas con alambradas, cercos de zarzamora y zanjas profundas, sistema este último que se mantuvo en boga hasta el siglo XX en Chiloé68.

Es necesario recalcar que el tamaño de la propiedad en Chile central fue bastante más variado que el sugerido por la historiografía. Esto se explica por la necesidad de considerar las características de la tierra, en particular la naturaleza del suelo, si este es de rulo o es de riego, las posibilidades de regadío y la situación latitudinal y longitudinal de la propiedad. Parece evidente, por ejemplo, que un predio con un sector bajo riego y con otro con reales aptitudes para ser regado debía ser más posible de dividir que otro de secano e impedido, por las limitaciones técnicas de la época, de ser puesto bajo riego. Las notorias diferencias entre las grandes y las pequeñas propiedades del valle central ofrecen, pues, una fisonomía histórica marcada por múltiples variables.

Desde muy temprano es posible documentar la existencia de la mediana y pequeña propiedad en las zonas costeras. Desde Pichilemu hasta aproximadamente Chanco no fue un fenómeno aislado la presencia de terrenos que fluctuaban entre las 10 y las 100 hectáreas. Lo contrario ocurrió en la precordillera y en la alta cordillera andina, en donde, por obvias razones topográficas y climáticas, la gran propiedad fue preponderante. La familia Urrutia, oriunda de Concepción, pero con vinculaciones en Maule, poseía hacia 1830, por herencia colonial, amplios terrenos frente a Longaví y Parral, que en promedio sobrepasaban las 59 mil 797 cuadras y que solo entrado el decenio de 1840 comenzaron a dividirse69. A la gran hacienda Longaví, con todo, se le estimó una renta de seis mil pesos anuales, en tanto que a la chacra Bellavista, de Antonio Hermida, de 700 cuadras en Ñuñoa, inmediata a Santiago, se le calculó una renta de siete mil pesos al año70. La chacra de Francisco Fontecilla, de 140 cuadras en Ñuñoa, quedó en el catastro de 1833 con tres mil pesos de renta estimada, al igual que la extensa hacienda Chacabuco —“cuadras, se ignora”—, de Antonio Aránguiz, en la parroquia de Colina71.

Considerando el valle longitudinal como punto central de nuestro análisis, hacia 1830 el tamaño y dominio de la propiedad agrícola, con pequeñas variaciones, fue casi la misma que se presentó a fines del régimen monárquico. La elite decimonónica fue la gran propietaria de la tierra de los valles centrales de Chile en el siglo XIX. El catastro de 1833 y el rol de contribuyentes de 1854 muestran un predominio nominal de las familias de la elite en las propiedades de las provincias de Valparaíso, Aconcagua, Santiago, Colchagua, Curicó, Talca y Maule. Una lectura de ellos demuestra el protagonismo de los apellidos de familias del siglo XVIII y prueba que las propiedades situadas en la provincia de Santiago eran las que presentaban los mayores ingresos. Así, en esta existían, según aquel padrón, 78 haciendas de gran tamaño; en la de Curicó, cinco; en Colchagua, 22, y conjuntamente en las meridionales de Talca y Maule, cuatro72. Las cinco más importantes propiedades rurales del país, según el catastro de 1833, con una renta que superaba los 10 mil pesos anuales, estaban próximas a la capital: Compañía, de Juan de Dios Correa, en Codegua, con 16 mil pesos de renta; Bucalemu, de María Ballesteros de Balmaceda, en San Pedro, con 14 mil pesos de renta; Viluco, de José Toribio Larraín, en Maipo, con 14 mil pesos de renta, y la Dehesa, del Estado, en Ñuñoa, también con 14 mil pesos de renta73. En la antigua provincia de Maule, entre los ríos Maule y Ñuble e Itata, abundaron las propiedades rurales de gran extensión, como Cucha-Cucha, de la familia Urrejola, de dos mil 900 cuadras74; Ranguelmo, en Coelemu, de mil 300 cuadras, adquirida en 1834 por José Francisco Urrejola; el fundo Rafael, del mismo, también en Coelemu, de más de mil 300 cuadras; las haciendas Zemita y Virgüin, ambas de Juan Francisco Rivas, la primera de las cuales tenía 15 mil cuadras75; la hacienda Cañas, de mil 900 cuadras, vendida en 1847 por Manuel María Eguiguren a Nicolás Tirapegui76, y Roble Huacho, en el departamento de San Carlos, con 10 mil 500 cuadras en terrenos de montaña, de Juan Bautista Méndez Urrejola77.

Según las estimaciones de Simon Collier, hacia la década de 1850 en Chile central existían mil haciendas, de las cuales 200 eran propiedades selectas, ocupando tres cuartas partes de la tierra agrícola78. Las propiedades cercanas a Santiago fueron las más atractivas y, por consiguiente, las menos proclives a la división antes de 1850. Estos inmuebles gozaban de un conjunto de ventajas: estaban inmediatos al principal centro de consumo, la capital; estaban próximos a Valparaíso, puerta de salida a los mercados externos, y estaban cercanos al Norte Chico minero, con su floreciente demanda de productos. Todo esto aseguraba altos ingresos a las familias propietarias.

Por cierto que esos factores no eran los únicos que explicaban la falta de incentivo para la subdivisión de los bienes raíces. A ellos, según se ha indicado, se deben agregar regulaciones jurídicas como los mayorazgos, que si bien eran solo 28, el conjunto de sus propiedades originó una imagen de estabilidad general de la tierra. A lo anterior se suma el nacimiento de prácticas crediticias institucionalizadas, particularmente desde la fundación de la Caja de Créditos Hipotecarios. Esta empezó desde 1855 a otorgar préstamos con una tasa que fluctuó entre el seis y el 10 por ciento anual, lo que les permitió a los terratenientes extender durante un tiempo la indivisión de sus propiedades. Así, a la muerte del propietario y a la iniciación del proceso de partición de sus bienes, uno de los herederos podía quedarse con el inmueble agrícola obteniendo un préstamo y pagando con él a los restantes herederos el valor de las cuotas que les correspondían en el fundo.

Mario Góngora y más tarde José Bengoa, transitando por una línea similar, han propuesto que no solo la unidad territorial sirvió en beneficio de las prácticas económicas de los hacendados, sino que también le permitió al Estado fortalecer la unidad del territorio cuando este necesitaba hacer realidad su dominio sobre él79.

Universidad Católica de Chile, Santiago, 2005, p. 38.

Muchas crónicas de viajeros extranjeros y chilenos acusan tempranamente el carácter de la propiedad en el valle central. Schmidtmeyer, Graham y, más tarde, Verniory y Orrego Luco dan a entender que la gran propiedad se mantuvo en Chile casi como esta existió en Europa durante la etapa medieval, originando una gran inequidad y frenando el avance social80. Desde otro punto de vista, los mismos viajeros en sus memorias acusan la baja productividad de las haciendas, exceptuando las chacras, que abastecían a la casa patronal y a los villorrios cercanos81.

Desde la segunda mitad del siglo se observan cambios en el dominio de la propiedad. Por ejemplo, se acostumbró a dar en arrendamiento una parte o la totalidad de la propiedad agraria a un familiar o a una persona de confianza. Esto se hacía mediante contratos notariales de arriendo en que se estipulaban entre las partes los montos del alquiler, el plazo del arrendamiento y el uso que se le daría a la tierra. Cuando se ocupaban la casa patronal y los almacenes, el costo aumentaba ostensiblemente. Bauer determinó que generalmente las propietarias mujeres arrendaban sus bienes cuando enviudaban o bien lo hacían algunos varones que, sin mayor vocación por el agro, decidían establecerse en Santiago o pasar largas temporadas en Europa junto a su familia. Los casos más notables en esta línea son Concepción Gandarillas, Dolores Olivares y Carmen Núñez, todas con propiedades en la provincia de Santiago.

Pero, sin duda, el cambio más notable se vinculó a la subdivisión de la propiedad, proceso cuyo lento desenvolvimiento tuvo su punto culminante solo en el siglo XX. Para la etapa decimonónica, la subdivisión de la propiedad se generó en el propio sector de los terratenientes, producto de las necesidades de reinversión de capital y de mayor liquidez. Las consecuencias no se hicieron esperar. Por ejemplo, la vieja hacienda Longaví, otrora la mayor propiedad de la Compañía de Jesús, estaba en el siglo XIX, como se ha indicado, íntegramente en manos de la familia Urrutia Mendiburu. Tras largos pleitos se logró dividir sus 60 mil cuadras en siete hijuelas, cada una de las cuales quedó de aproximadamente seis mil 500 cuadras en promedio82. Esta última situación se produjo antes de 1851, con ocasión del juicio de partición de bienes de la comunidad Urrutia Manzano83. Entre los ríos Maule e Itata había alrededor de mil 540 propiedades en 1820; en el transcurso de la década de 1850, y si confiamos en la información dada por Vicente Pérez Rosales, el número aumentó a cuatro mil 397 predios de menor tamaño84.

Las demandas en favor de la división de la propiedad continuaron en el transcurso de la segunda mitad del siglo. En el afán de enfrentar este y otros problemas, los principales agricultores se reunieron el año 1875 en el primer Congreso Libre de Agricultores, poniendo en debate, entre otras cuestiones, la relativa a la propiedad rústica indivisa85.

EL REGADÍO

La fertilidad y riqueza de las tierras en Chile central se deben no solo al equilibrio climático y a la composición mineralógica y biológica que la constituyen, sino al prolijo trabajo que desde tiempos prehispánicos se destinó a la construcción del sistema de regadío. En términos generales, factores como la morfología del terreno, el clima y la naturaleza de los productos actuaron en Chile central como condicionantes para el establecimiento de embalses y de una densa red de canales de regadío en el valle y en la costa.

No se puede pasar por alto en el análisis del regadío el complejo sistema de distribución de las aguas. En ausencia en la época de estudio de norias, pozos y vertientes naturales capaces de regar grandes extensiones, la extracción de agua se debió casi de modo exclusivo a los escurrimientos cordilleranos. El papel de los ríos desde Copiapó hasta aproximadamente Angol, incluso más al sur, fue en extremo gravitante para el desarrollo agrícola. Tempranamente, ya en los siglos coloniales, se buscó una respuesta para la mejor forma de distribuir el agua. Por las características de los lugares, las medidas variaron de una localidad a otra, pero en general se buscó establecer una regulación legal única al sistema.

En el siglo XIX, el regador, la reguera o teja de agua tuvo un papel destacado. Básicamente era la unidad de medida de la cantidad de agua que desde el río o canal fluía a una propiedad para su irrigación. Por desgracia, las determinaciones del valor del regador hechas en Chile por los ingenieros hidráulicos variaban de manera sorprendente: desde 46,23 litros por segundo, valor dado por Augusto Charme en 1855, pasando por 26,075 litros propuestos en 1856 por Santiago Tagle para el canal del Maipo, hasta 19,18 litros, según el ingeniero Salles, en 1861. En el ya aludido primer Congreso Libre de Agricultores de 1875 se sugirió que la unidad legal de las mercedes de agua fuera el metro cúbico y que las subdiviones de este se hicieran en una unidad de tiempo86.

El volumen de agua variaba de acuerdo a las estaciones y a la demanda, pero siempre se intentaba que la distribución del elemento fuera equitativa87. Desde la segunda mitad del siglo XIX, a lo largo de todo el valle central se comenzaron a aplicar las ordenanzas de repartición de aguas. Entre ellas, las más notables son las de los ríos Chimbarongo, Teno y Guaiquillo, de 1872, y la del río Chillán, de 188688. A partir de 1887 se produjo una normalización del sistema de repartición de aguas, otorgándoseles a los municipios la facultad de fiscalizar la distribución89.

La diversidad del ecosistema, como adelantamos, desempeñó un papel decisivo en el proceso de construcción de sistemas de regadío. Así, por ejemplo, en regiones como Biobío, donde existe una pluviosidad proporcionalmente mayor, la construcción de canales y embalses en el siglo XIX fue mucho menor que en zonas como Colchagua y Santiago, en que la pluviosidad es más reducida, lo que obligó a que en estas últimas se realizaran obras de gran complejidad, que supusieron elevadas inversiones. A esto se agrega que la actividad agraria en el norte de la zona central resultó mucho más intensa que en el sur, pues la realizada en esta última área, agobiada por las continuas guerrillas y malones indígenas, no pudo desarrollarse tempranamente como su contraparte septentrional.

Al igual que lo sucedido en los valles transversales, muchos de los canales y embalses del Chile central tuvieron como punto de partida el interés de los particulares. Debido a sus necesidades de irrigar las haciendas y sacar sus producciones al mercado, los propietarios agrícolas, individualmente o agrupados en juntas, comenzaron a realizar los primeros estudios de viabilidad de canales y embalses. El papel que al Estado le cupo en esta materia fue reducidísimo. En más de algún caso actuó como asesor técnico, prestamista o accionista, pero no se puede considerar a este como un actor protagónico del sistema.

En la cuenca de Santiago fueron cruciales el río Mapocho en un comienzo y el Maipo, más adelante, para la irrigación del amplio intervalle que hoy ocupa la ciudad90. El intento de construir el canal del Maipo a principios del siglo XIX se vio suspendido por el proceso de la emancipación y en la década de 1820 siguió estancado por las devastadoras consecuencias económicas de la Independencia. Constituida en 1826 la Sociedad del Canal del Maipo, se reanudaron los trabajos en 1843, modificándose el trazado original. Así, en noviembre de 1844 el canal Nuevo del Maipo pudo regar desde el piedemonte andino a gran parte de las haciendas que estaban en la zona oriente de Santiago91. Algunas de ellas, como Los Leones, Ñuñoa, Lo Hermida y las de Macul, y la parte sur hacia San Bernardo y Puente Alto, sector antes conocido como Llanos de Lepe y, más tarde, como Llano del Maipo, fueron las beneficiadas de su paso por Santiago92. También del río Maipo, y de su ribera sur, nació el canal de Pirque, construido por Ramón Subercaseaux Mercado a partir de 1834 para regar su hacienda del mismo nombre93. Diseñado por el ingeniero Antonio de Gorbea, la necesidad de labrarlo en sectores rocosos hizo que los trabajos demoraran cuatro años94.

Ediciones, Santiago, 2015, p. 137.

El área situada al sur de Curacaví recibió el riego gracias a dos obras hidráulicas de gran magnitud, que llevaron hasta allá las aguas de los ríos Mapocho y Maipo. Por iniciativa de Manuel Montt y Domingo Matte Messía, respectivos dueños de las haciendas Las Mercedes e Ibacache, se diseñó en 1854 un canal para llevar los sobrantes de las aguas del río Mapocho después de vaciarse en él los derrames recogidos por el Zanjón de la Aguada, y regar la zona poniente de Santiago, como Pudahuel, Lo Prado, Lo Bustamante y, más al poniente, hasta llegar a las tierras de Curacaví. En 1872 se asoció al proyecto el entonces diputado José Manuel Balmaceda95. La construcción de la obra duró casi 30 años, originó innumerables pleitos y produjo serios quebrantos económicos a sus impulsores. El canal de Las Mercedes, de 120 kilómetros de longitud, pasa bajo la cuesta de Barriga por un túnel de un kilómetro y medio de largo, cruza por otros dos túneles de 300 y mil 200 metros, sigue por el valle de Curacaví, sobrepasa el estero de Puangue por un puente acueducto de 700 metros y llega hasta la Rinconada de Ibacache, dando riego a ocho mil cuadras96. El canal de Mallarauco, de unos 40 kilómetros de longitud, que también atraviesa por un túnel de tres kilómetros el cordón montañoso que separa Pelvín de Mallarauco, fue iniciado en 1873 por Patricio Larraín Gandarillas y, por las innumerables dificultades técnicas y económicas que este hubo de vencer, solo fue concluido en 1893. Dividido en dos brazos al llegar a la rinconada de Mallarauco, sigue por la falda de los cerros y riega cinco mil cuadras97.

En el decenio de 1860 Juan Guillermo Gallo Goyenechea, dueño de la hacienda Requínoa, construyó el canal El Gallino98. Hacia la misma época, y para regar su fundo Cunaco, Ignacio Valdés Larrea dispuso la construcción del canal Cunaquino desde el río Tinguiririca99. El canal Común, también proveniente de ese río, permitió el riego de 18 propiedades agrícolas. Muy notable fue, por sus resultados, el trabajo de poner bajo riego las tierras de Almahue y del Huique, lo que supuso cavar las rocas del Portezuelo del Peral para llevar el agua hacia ellas. La iniciativa, que se debió a José Manuel Ortúzar Formas, tuvo como resultado regar más de nueve mil cuadras. Ella permitió, asimismo, que los pequeños propietarios de Larmahue pudieran elevar el líquido mediante las llamadas ruedas de agua o azudas, colocadas sobre el canal y que se mueven con la corriente, y que todavía están en funcionamiento100.

Ltda., Santiago, 2005, pp. 186, 200 y 212.

En el secano costero se conoce la iniciativa de Fernando Tupper Zegers para regar 100 cuadras de la hacienda Mallermo mediante la construcción de un embalse101.

En la región del Maule, cuyo impulso agrícola tomó forma más tarde que en Santiago y Colchagua, solo desde mediados de siglo se empiezan a observar sistemas complejos de regadío. Una vez más, los recursos procedentes de la minería se emplearon para mejorar la agricultura. Así, el empresario minero Juan Garín adquirió la hacienda Huemul, para cuyo riego construyó un canal desde el río Teno. Otro tanto hizo el minero José Bruno González, que del río Maule sacó un canal para regar la extensa hacienda Mariposas, en San Clemente102. Vicente Correa, propietario de tierras en la zona intermedia entre Curicó y Talca, solicitó estudios de viabilidad para construir un canal al ingeniero Martín Droully, proyecto que se hizo realidad con el canal Cumpeo, desprendido del río Lontué, muy cerca de la cordillera, y que, con 40 kilómetros de extensión, regó casi cinco mil hectáreas de las lomas de Cumpeo y parte de la hacienda Pangue103. La obra, que significó grandes movimientos de tierra, demoró 18 años. En 1850 Diego Vergara Albano, que había formado una gran estancia en Alico, hizo construir el canal Queri desde el río Maule104. Muy cerca de las tierras de Vicente Correa, Javier Larraín Aldunate inició las obras del canal Purísima, que sacaba sus aguas del río Claro105. Otro tanto hizo el agricultor José Manuel Donoso, quien construyó en las cercanías de Talca, en la comuna de Río Claro, el canal Galpón106.A Manuel Ossa Ruiz se le debe la construcción del canal de Longaví, cuya bocatoma estaba en el río de ese nombre, para el servicio de la hacienda El Porvenir, en Parral, de su padre, el célebre minero José Santos Ossa, y que permitió el riego de vastas extensiones de esa localidad. Manuel Bulnes, por su parte, construyó un canal para el riego de la parte baja de la hacienda Canteras, y Manuel Arístides Zañartu sacó agua del río Laja para regar parte del fundo Colicheo107. Del río Ñuble nació el canal Rivas, extensa obra de ingeniería que permitió el riego de las haciendas Zemita y Virgüin, de Juan Francisco Rivas, quien también hizo su fortuna en la minería108. Cabe hacer notar, como expresión del veloz crecimiento del sistema de regadío, que en el departamento de Chillán, en 1873, había 214 canales alimentados por los ríos Chillán, Ñuble, Gallipavo y Diguillín109.

El proceso de convertir las extensas zonas de secano en tierras regadas no se agotó con la construcción de las grandes obras indicadas, pues de ellas derivaban canales menores y acequias, con sus correspondientes marcos partidores, que permitían llevar el agua a los diversos predios próximos a aquellas, lo que formó una extensa y cada vez más densa red de acueductos, en cuya gestión fueron determinantes las juntas de canalistas.

En el esfuerzo por irrigar el valle central se construyeron muchas obras, y algunas de ellas con resultados fructíferos, como las recién citadas. Otros proyectos, en cambio, nunca llegaron a hacerse realidad, pero por su magnitud conviene recordarlos. Entre ellos se encuentra el gran canal del Maule, que, ideado por Cayetano Astaburuaga, tenía la finalidad de drenar los principales ríos de la región para distribuir el agua por toda ella. Esto suponía unir los ríos Lontué y Claro por el norte, y el Ñuble con el Perquilauquén por el sur, desembocando sus aguas en el Maule. Para ello convenció al gobierno sobre la necesidad de iniciar los estudios de rigor, y en 1842 el ministro Ramón Luis Irarrázaval, con el informe favorable del ingeniero Andrés Antonio de Gorbea, autorizó las obras. Una ley de 12 de septiembre de 1846 sancionó dicho proyecto, pero dos estudios sucesivos acusaron su inviabilidad110. Cabe observar que este proyecto fue originalmente concebido para crear una red de canales navegables y poder transportar los cereales a Constitución, propósito similar al perseguido originalmente, 20 años antes, por los asociados del canal Bellavista, en La Serena, que debía servir para el transporte de minerales hasta el puerto de Coquimbo.

Estudiar el sistema de regadío en el país es estudiar el desarrollo de la ciencia nacional. La Universidad de Chile, en sus innumerables publicaciones, discutió el camino y los procesos de construcción y diseño de diques, embalses y canales. La escuela de ingenieros agrícolas del Instituto Agronómico de Chile, ligado a la Sociedad Nacional de Agricultura, estuvo esencialmente volcada a la formación de especialistas en la construcción de canales111.

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