Kitabı oku: «La cueva y el cosmos», sayfa 4
De la torre de marfil a la selva amazónica
Con esta formación académica inicié mi primer trabajo de campo en el Alto Amazonas en 1956-1957. Mi intención era ir más allá de la frontera de la colonización occidental para experimentar la vida en una sociedad tribal americana y nativa aún no conquistada. Llegaba un siglo tarde para disfrutar de esta oportunidad en Norteamérica, por lo que elegí América del Sur, y específicamente a los jíbaros o untsuri shuar del Ecuador oriental, célebres por rechazar a los aspirantes a conquistadores a lo largo de los siglos. Mi responsabilidad y propósito antropológico consistía en elaborar una etnografía exacta o descripción de su cultura total, ya que la práctica sensacionalista de «reducción de cabezas» había derivado en relatos morbosos, inapropiados y llenos de prejuicios en lo relativo a su vida e ideas.11
En 1956, poco después de establecerme entre los shuar, descubrí a un hombre que vagaba noche y día por la selva, contemplando a los espíritus y dialogando con ellos. Como yo acababa de descender de las altaneras torres de la academia, pensé: ¡Ajá, aquí tenemos uno! Pregunté si se trataba de un chamán. Respondieron: ¡no, es un loco!
Aunque lo consideraban demente, no creían que tuviera alucinaciones. Después de todo, en aquella sociedad casi todo el mundo había probado los alucinógenos nativos y sabía que los espíritus eran reales porque los habían visto.
Lo juzgaban loco porque era incapaz de desconectar su contacto con los espíritus. No era útil a su pueblo. Sus chamanes, en cambio, elegían conscientemente cuándo interactuar con los espíritus y lo hacían con el propósito definido de ayudar a los demás. Este fue el principio de mi verdadero aprendizaje del chamanismo.
Pronto supe que no solo me encontraba en una sociedad de guerreros, sino también de chamanes. Los chamanes se contaban por cientos y sus acciones terapéuticas y otras actividades impregnaban toda la vida. Me resultaban fascinantes. Me presentaron un concepto de la realidad mucho más estimulante que cualquier otra cosa que hubiera conocido anteriormente.
En gran medida, ese concepto parecía vinculado al uso de plantas y pociones susceptibles de alterar la consciencia. Tanto los chamanes como los no chamanes utilizaban una gran variedad de alucinógenos, o sustancias psicodélicas, para observar e interactuar con espíritus invisibles en una realidad invisible y alternativa.
Tal vez, ningún otro pueblo indígena en todo el mundo ha recurrido a tan amplia variedad de sustancias psicodélicas. Algunas de ellas, muy suaves, estaban destinadas a los bebés: gracias a ellas, los pequeños entraban en contacto con los espíritus propicios de la realidad oculta; había sustancias para los niños, chicos y chicas; las había para los perros cazadores, a fin de que también ellos gozaran de la protección de los espíritus; había una especialmente para chamanes, y otra para la búsqueda de visión. Si un joven manifestaba un mal comportamiento, sus padres podían obligarlo a tomar un alucinógeno para reformarlo; la idea era que respetaría la autoridad de sus padres si descubría que sabían de qué estaban hablando cuando aludían a los espíritus de la realidad oculta.12
Mi proyecto de tesis, por el que había recibido una beca, no tenía nada que ver con el chamanismo o las sustancias psicodélicas, por lo que centré mi investigación en otros asuntos. Durante mi primer trabajo de campo entre los jíbaros en 1956-1957, los chamanes me ofrecieron la oportunidad de tomar sus plantas y pociones en dos ocasiones. La tentación era grande, pero me contuve, preocupado por sufrir algún tipo de daño cerebral, siquiera mínimo. La mente despejada era el recurso más importante del que disponía para escribir una tesis doctoral solvente.
Sin embargo, a medida que transcurría mi estancia, mi orientación espiritual fue alterada sutilmente. Empecé a adoptar conscientemente algunos de los supuestos shuar sobre la realidad, entre ellos la existencia de los espíritus. A partir del incidente al cruzar el río, me resultó evidente la importancia de adquirir poder de los espíritus.13 Ahora solicitaba la protección de espíritus guardianes cuando las constantes enemistades, incursiones, emboscadas y asesinatos de los indios suponían un peligro físico. La presencia de los espíritus me parecía tangible y tranquilizadora, aunque seguían siendo invisibles para mí.
Evidentemente, no comuniqué este ligero vuelco en mi Weltanschauung en las cartas que remitía al comité de la tesis doctoral de mi universidad. De hecho, en ese primer año mantuve la distancia «correcta» como etnógrafo, permaneciendo en la posición de observador y no tanto como partícipe. Al regresar a Estados Unidos un año más tarde, las percepciones espirituales personales que había experimentado en el Ecuador oriental desaparecieron paulatinamente de mi consciencia y adoptaron el cariz de recuerdos difusos.
Cuatro años más tarde, en otra expedición al Alto Amazonas para el Museo Americano de Historia Natural, crucé completamente el umbral. En una noche trepidante de 1961, entre los indios conibo del Perú oriental, ingerí una infusión de ayahuasca, la planta psicodélica de los chamanes.14 Los conibo me pidieron que lo hiciera antes de describirme su propia religión y experiencias espirituales. Cooperé, decidido a no repetir el error de no tomar la poción, como hice entre los shuar.
Mis experiencias visionarias no solo resultaron extremadamente poderosas, sino que coincidieron increíblemente con las que más tarde me revelaron los propios conibo. Empecé a descubrir que las teorías culturales que me habían enseñado en tanto estudiante de antropología no eran adecuadas para explicar la coherencia de estas experiencias, aparentemente independientes de la cultura.
Este descubrimiento cambió radicalmente mi punto de vista occidental sobre la realidad y me inició en una verdadera búsqueda de conocimiento. En mi estancia con los conibo, esta búsqueda adoptó la forma del entrenamiento en sus métodos chamánicos, recurriendo a la ayahuasca y las canciones como catalizadores nocturnos para viajar a reinos sagrados e interactuar con los espíritus. Mi vida se abrió a un entusiasmo y realización como nunca había conocido, pues descubría y exploraba una nueva realidad alternativa, la realidad de un universo oculto.
Con el tiempo, tuve que abandonar a mis amigos conibo para regresar a Estados Unidos y trabajar en Berkeley. También dejé atrás a dos misioneros norteamericanos que habían comunicado a su comité de misiones su negativa a enseñar la Biblia a los indios y su deseo de servir exclusivamente como médicos, pues reconocían que las revelaciones cotidianas de los chamanes eran espiritualmente más creíbles que las viejas historias bíblicas. Se trataba de Dick y Dorothy Kendig, que aparecieron con los seudónimos «Bob y Millie» en La senda del chamán.15 Al salir de la selva me detuve en su misión para despedirme. Dick me contó que había estado en la ciudad fluvial de Pucallpa, donde había conocido a un «beatnik» barbudo de Nueva York que había tomado ayahuasca; era Allen Ginsberg. Lamenté no haberme encontrado con él, pues era el único «gringo», que yo supiera, que había tomado la infusión aparte de mí mismo.16 Me pregunté si sus experiencias se parecerían a las mías. Lo busqué al regresar a San Francisco, pero me dijeron que se había marchado a la India. Pasó algún tiempo antes de que comparáramos nuestras experiencias.
En el área de la bahía de San Francisco me vi inesperadamente sumergido en una pequeña pero creciente red de psicólogos aventureros, poetas, músicos, botánicos, químicos y bohemios cuyas experiencias psicodélicas con el LSD, las setas mexicanas, el peyote y la mescalina generaban una gran excitación y controversia. En la cultura occidental surgían personas que empezaban a comprender algo que los chamanes ya sabían. Eran la vanguardia de lo que más tarde sería conocido como los psicodélicos sesenta. Por último, Allen Ginsberg regresó de la India y me dejó asombrado con su pelo largo, pionero en la contracultura americana. En mis visitas a él y a otros en la calle Gough en San Francisco sentí que había encontrado un segundo hogar fuera de la academia.
La mayor parte de aquellos compañeros exploradores de la consciencia y las realidades ocultas a principios de los sesenta eran individuos de una elevada educación, inteligentes, creativos y elocuentes, concentrados en la región de San Francisco; construían un entorno para ellos tal como había hecho la generación beat, inmediatamente anterior. Era fascinante estar con ellos y asistir a la rápida evolución del movimiento New Age.
A principios de 1963 impartí una conferencia en Berkeley bajo el auspicio de la Universidad de California: el tema era «Drogas y realidad en el Alto Amazonas». En aquella época, los alucinógenos y sustancias psicodélicas aún no eran un tema académico «peligroso». En la charla expliqué que los shuar (entonces llamados jíbaros) creían que la única realidad verdadera era aquella a la que se accedía mediante la ingestión de la alucinógena ayahuasca, y que la realidad ordinaria cotidiana era, por comparación, un «engaño». Sin yo saberlo, el contenido de la conferencia fue resumido en un boletín informativo que se envió a todos los campus de la universidad.
Como resultado de ello, en la reunión anual de la Asociación Antropológica Americana en San Francisco, en noviembre de 1963, se me acercó un caballero fornido, bien vestido y de aspecto latino, se presentó como Carlos Castaneda y dijo ser un estudiante de la Universidad de California. Quería hablar conmigo sobre el contenido de mi conferencia en Berkeley. Me explicó que tenía dificultades para organizar las notas de campo recopiladas en su trabajo con un indio yaqui y mostró interés en la dicotomía de realidades que yo había apuntado en la conferencia.
Nos retiramos a un rincón tranquilo a conversar. Descubrí que Carlos era el primer antropólogo por mí conocido que se mostraba entusiasmado por los reinos en los que yo había penetrado y que parecía compartir mi respeto por el conocimiento indígena vinculado a ellos.
Durante las siguientes semanas se desplazó reiteradamente a Berkeley desde Los Ángeles para compartir ideas y experiencias. Nuestras conversaciones ayudaron a desarrollar la utilidad del concepto de dos realidades para la mente occidental. En sus futuras publicaciones, Carlos formalizó la dicotomía en dos términos sencillos, realidad «ordinaria» y realidad «no ordinaria», que yo había asociado, respectivamente, con el «estado ordinario de consciencia» y el «estado chamánico de consciencia».17 Animado al conocer al menos a un antropólogo con quien compartir experiencias relacionadas con el chamanismo y los alucinógenos, sentí el estímulo necesario para volver a visitar a los shuar en otras tres ocasiones.18
Carlos tenía un gran sentido del humor y una impresionante sinceridad. Relató sus maravillosos encuentros con el peyote y el hombre yaqui, un brujo llamado don Juan. Sandra Harner y yo lo animamos a narrarlos. En pocas semanas nos presentó el primer relato escrito. Se trataba de una narración etnográfica tan impresionante y presumiblemente exacta que lo animamos a escribir más.
A medida que se sucedían sus visitas y se acumulaban los posibles capítulos resultaba evidente que Carlos había producido un manuscrito con la dimensión de un libro. Le ayudamos a enviarlo a Grove Press en Nueva York, que lo rechazó de inmediato, algo que más tarde su propietario lamentó profundamente, según se dice. Evidentemente, el servicio de publicaciones de la Universidad de California lo publicó en 1968 con el título Las enseñanzas de Don Juan después de muchas dificultades y contratiempos, pero eso es otra historia para contar en otra ocasión. Había algo evidente, sin embargo: la indiferencia popular de Occidente hacia el conocimiento espiritual y filosófico indígena estaba a punto de cambiar.
Un poco antes, tras la publicación en inglés, en 1964, del libro que Eliade consagró al chamanismo en 1951, el interés en la materia creció rápidamente en Estados Unidos, sobre todo en California. Este interés aumentó significativamente gracias al uso generalizado de sustancias psicodélicas como el LSD en los años sesenta.
Antes de 1964, pocos de aquellos exploradores psicodélicos sabían que estaban redescubriendo un territorio conocido por los chamanes durante miles de años. No es de sorprender que buscaran un marco de referencia para su experiencia en las conocidas tradiciones espirituales de las civilizaciones orientales, especialmente el hinduismo y el budismo tibetano. Hablaban de «incursiones» más que de «viajes», y pocos de ellos habían oído hablar de los chamanes y sus experiencias.
En la misma época en que apareció el libro de Eliade, algo extraño empezó a sucederle a los exploradores psicodélicos «hippies» del distrito Haight-Ashbury de San Francisco. Sus incursiones con LSD y otras sustancias psicoactivas llevaron a muchos de ellos a concluir que eran reencarnaciones de indios norteamericanos fallecidos. En consecuencia, algunos empezaron a exhibir abalorios, piel de reno y plumas. Desde la perspectiva chamánica, probablemente habían vivido la experiencia de fusión con espíritus en el transcurso de sus incursiones, en especial aquellos espíritus que pedían reconocimiento.
Entretanto, yo intentaba transmitir mis experiencias con la ayahuasca y otros conocimientos chamánicos a mis compañeros antropólogos de Berkeley. Se esforzaron por interesarse y mostrarse comprensivos, pero pronto advertí que mis experiencias chocaban con su paradigma secular tanto como con el punto de vista religioso de los misioneros. Abandonando en gran medida mis intentos por comunicar lo inefable, me concentré en los montones de libros de la gran biblioteca universitaria de Berkeley buscando, literal y figuradamente, espíritus afines.
Al principio me centré en investigar los testimonios de uso tribal de alucinógenos que hubieran pasado desapercibidos, en especial los poderosos efectos de la ayahuasca, y más tarde de la datura. Mis experiencias con esas sustancias y el uso de otras plantas en la América nativa del Norte, Central y del Sur me hicieron pensar que las experiencias espirituales humanas debieron originarse a partir del uso de plantas psicotrópicas; en otras palabras, que las plantas eran la fuente fundamental de experiencia religiosa y, por lo tanto, de la religión y el chamanismo. Convencido de que el uso e impacto de ambas sustancias no había sido abordado seriamente por los estudiosos del origen de las religiones, me sumergí en la literatura etnológica e intercultural histórica con gran curiosidad y muchas expectativas.
Encontré considerables pruebas que demostraban que los chamanes de diversas latitudes habían recurrido a plantas psicodélicas para alcanzar la experiencia de otra realidad. Estas plantas también parecían estar detrás de las historias de «brujas» voladoras, hombres lobo, vampiros y zombis. Incorporé algunos de estos descubrimientos a mi artículo sobre el uso de plantas psicodélicas en la supervivencia del chamanismo (entonces «brujería») en Europa a finales de la Edad Media y durante el Renacimiento.19 El artículo formó parte de mi libro Alucinógenos y chamanismo, esencialmente compuesto por artículos leídos en un simposio de la Asociación Antropológica Americana en 1965. Carlos Castaneda participó en el simposio. Su artículo, a diferencia de los demás, nunca fue publicado. Fue decisión suya.
Otros se vieron simultáneamente involucrados en una investigación similar desencadenada por la experiencia de Gordon Wasson con la «seta mágica» entre los mazatecos en México;20 por las publicaciones de Albert Hofmann, posteriores a su descubrimiento del LSD;21 por los relatos de Aldous Huxley, que abordaban sus experiencias con la mescalina,22 y por la presentación de psilocibina que Timothy Leary hiciera a los estudiantes de Harvard.23
Así pues, a principios y mediados de los años sesenta muchos de nosotros creíamos que «era cosa de las drogas», de ahí que se publicaran varios artículos atribuyendo el origen de la «experiencia religiosa» a la antigua ingestión de plantas psicodélicas.24 La extendida experimentación con LSD durante esos años reforzó la opinión de que una sustancia bioactiva ingerida era la llave «secreta» que explicaba la experiencia chamánica de ingreso en otras realidades.
En 1968, los primeros libros de Castaneda se sumaron a la opinión general,25 como había ocurrido con la obra Mushrooms, Russia, and History de Wassons, de 1957, en la que las experiencias visionarias de los chamanes siberianos se atribuían a la ingestión de la seta agárica psicodélica (Amanita muscaria).26
No obstante, como resultado de mi investigación intercultural, al finales de los sesenta yo estaba llegando a la conclusión de que los chamanes integrados en la mayor parte de las culturas indígenas de todo el mundo realizaban su labor sin un consumo apreciable de estas sustancias psicodélicas. Me resultaba de una obviedad incuestionable que, a lo largo y ancho del mundo la percusión, especialmente el tambor, estaba mucho más extendida entre los chamanes indígenas que las sustancias psicodélicas. Sin embargo, era difícil aceptar la posibilidad de que el uso chamánico del tambor pudiera alterar los estados de consciencia.
Admitiendo el poder del tambor
Ya en 1948, en Zuni Pueblo, en Nuevo México, me sorprendió el efecto del repetitivo tambor ceremonial en un contexto sagrado; de hecho, tuve una verdadera experiencia religiosa en aquel lugar. A principios de los años cincuenta, me expuse a los efectos de los cascabeles mohave y cahuilla, y de los tambores de pie en las ceremonias sagradas «circulares» del Norte de California.27
Más tarde, en los años sesenta, descubrí que la percusión era utilizada en un contexto específico de sanación chamánica entre los salish costeros del estrecho de Puget en el Oeste del estado de Washington, aunque no se practicaba el viaje espiritual. Progresivamente, mis lecturas interculturales sobre chamanismo me obligaron a concluir que en la mayoría de las culturas del mundo los chamanes no ingerían plantas psicotrópicas para alterar su consciencia.
En los sesenta compré un tambor doble estilo Pueblo y decidí experimentar con él a fin de inducir viajes a otras realidades. Para mi sorpresa, descubrí que la percusión firme y reiterada alteraba inmediatamente mi conciencia. ¡Podía realizar viajes chamánicos sin sustancias psicodélicas! No debería haberme sorprendido, sin embargo. Como es habitual, los chamanes sabían lo que hacían, y se beneficiaban de miles de años de experimentación.
En una fase temprana de mis experimentos descubrí que un redoble firme y monótono de unas 205 a 220 percusiones por minuto era lo más eficaz para inducir el viaje. En aquella época, no disponía de información que me confirmara si esa era la misma frecuencia utilizada por los chamanes de Siberia en sus propios viajes. Unos años más tarde, me pasaron una grabación pirata de una percusión chamánica siberiana procedente de la Unión Soviética, donde el chamanismo era ilegal. (Véase lámina 2.) Me entusiasmó comprobar que su redoble registraba la misma frecuencia que el mío.
Pasados unos años, en mi primera visita a la Unión Soviética en 1984, Yuri Simchenko, etnógrafo ruso que había invertido 28 temporadas de trabajo de campo en Siberia, me contó que los verdaderos chamanes siberianos normalmente solo usaban el tambor para alterar su estado de consciencia, en lugar de la seta psicoactiva Amanita muscaria. La seta, me informó Simchenko, era el recurso fundamental de los no chamanes que no habían logrado viajar solo con el tambor. También me dijo que normalmente es difícil mantener la disciplina necesaria para la tarea chamánica cuando el espíritu de la Amanita se apodera del cuerpo.
Se sabe que los chukchi de Siberia oriental a veces ingieren amanitas. Sin embargo, en 1907 el gran etnólogo ruso Waldemar Bogoras escribió en su clásico sobre los chukchi: «El único medio empleado por los chamanes chukchi, tanto neófitos como experimentados, para la comunicación con los “espíritus” es el canto y el redoble de tambor».28
Cuando los chamanes siberianos empiezan a tocar el tambor en la primera etapa de su viaje, se trata de un ritmo firme y monótono que tiende a ser sustituido por una frecuencia percusiva más irregular cuando el chamán se funde con espíritus específicos en su viaje y participa en aventuras en la realidad no ordinaria.29
Muy pronto llegué a la conclusión de que el sonido de percusión monótono, o «inmersión auditiva (o “sónica”)»,30 en conjunción con los métodos chamánicos, podía brindar resultados comparables en muchos sentidos a los obtenidos con las sustancias psicodélicas. Por ejemplo, las sanaciones chamánicas de extracción basadas en la ayahuasca, con las que me familiaricé en el Amazonas, eran igualmente practicadas por los pueblos indios de la Costa Oeste de Norteamérica solo con la inmersión auditiva, recurriendo a «claquetas» de madera y báculos en el Norte de California,31 o mediante la percusión, como en el área del estrecho de Puget, o a través del uso reiterado de campanillas, como ocurre entre los indios shakers de Oregón y Washington.32
Esta conclusión constituyó un descubrimiento personal fundamental, ya que significaba que las experiencias espirituales chamánicas no podían desestimarse como producto del efecto de las drogas. En realidad, las implicaciones eran enormes, pues sugerían que la percusión y las drogas eran puertas diferentes para entrar en los idénticos reinos espirituales.
Respecto al viaje chamánico a otros mundos, en la Norteamérica occidental aún no había encontrado a nadie que utilizara el tambor u otro instrumento auditivo para este propósito. Más tarde supe que algunos pueblos atapascas canadienses usaban la percusión para la ascensión chamánica.33
A lo largo y ancho del mundo, parecía que el vehículo más común para el viaje del chamán era la inmersión auditiva en forma de sonido percusivo simple y monótono. Aunque era normalmente producido por el tambor, en algunos lugares se recurría a otros instrumentos de percusión, como las baquetas utilizadas por la mayoría de los pueblos aborígenes de Australia. En el sudeste asiático, los chamanes suelen usar gongs y brazaletes de metal en lugar de tambores.
En algunas regiones del mundo, como ocurre en algunas zonas de Norteamérica, México, Sudamérica y Siberia,34 se utilizan las sonajas para crear sonidos percusivos monótonos, a veces en conjunción con la ingestión de una sustancia psicodélica suave como el peyote, o rapé de Piptadenia psicoactivo y ciertas variedades de tabaco.35 Era evidente que en el chamanismo la inmersión auditiva adoptaba muchas formas, además del uso del tambor.
Una de estas formas era el arco musical, o su pariente de metal, el birimbao: ambos producen un sonido percusivo vibrante y repetitivo. Los actuales chamanes de Mongolia y Siberia prefieren el birimbao, y los shuar del Alto Amazonas aún utilizan el arco musical (véase lámina 3a). La cuerda de fibra del arco musical se pulsa en la boca abierta del chamán, que sirve como caja de resonancia para el sonido percusivo del arco.
A menudo, el arco musical es prácticamente inaudible para los demás, pero su percusión reiterada resuena en el interior y permite al chamán shuar alterar su consciencia. Los arqueólogos reconocen a una figura semihumana, supuestamente un chamán fusionado con un espíritu bisonte, tocando el arco musical en las pinturas rupestres de la célebre cueva del paleolítico superior de Les Trois Frères en Francia (véase lámina 3b). Si la pintura representa lo que un chamán hacía dentro de una cueva, el silencioso arco musical puede haber sido una buena opción comparado con el tambor, a fin de evitar el desprendimiento de rocas del techo.
Mi descubrimiento personal de la eficacia de la percusión en el viaje chamánico era, evidentemente, un redescubrimiento de lo que los chamanes han sabido desde hace milenios. Por ejemplo, el tambor recibe el nombre de «caballo chamán» en el pueblo soyot en Tuva, en la frontera sur de Siberia, debido a su habilidad para ayudar a los chamanes a volar a los Mundos Superior e Inferior:36 el redoble del tambor se asemeja al sonido de los cascos de caballo.37 La percusión no solo ayuda al viaje chamánico, sino que también estimula las experiencias visionarias. Así pues, el pueblo sami («lapones») de la Escandinavia septentrional llama literalmente al tambor «la cosa de la que brotan imágenes» (gåvadas).38
Empecé a llamar al estado alterado que acompaña al redoble (y también a las sustancias psicodélicas) estado chamánico de consciencia (ECC). No se trata de un estado alterado de consciencia ingenuo, sino de un estado que incluye el conocimiento de la disciplina y propósito chamánicos, como aquel que resulta imprescindible para ayudar y sanar a los demás. El ECC presenta diferentes intensidades, desde la más ligera a la más profunda, y puede tener efectos diversos, especialmente si se utiliza un alucinógeno poderoso y adecuadamente preparado, como la ayahuasca (yagé).39 Desde la perspectiva chamánica, los espíritus de estas plantas no solo tienen poder, sino que también poseen sus propias personalidades y mensajes, que inciden significativamente en la naturaleza de la experiencia. En muchos sentidos, la inmersión auditiva no implica esas influencias.
En los años setenta, al buscar la literatura científica que explicara los efectos mentales de la percusión solo encontré tres publicaciones significativas en inglés. Esto resultó a un tiempo sorprendente y decepcionante, ya que en el mundo occidental, como todos sabemos, el tambor sigue usándose con vistas a alterar el propio estado de consciencia para el entretenimiento y la diversión, las procesiones de duelo y las marchas militares. Tal vez la percusión ha formado parte de nuestras vidas hasta el punto de faltarnos la distancia psicológica para preguntarnos el porqué.
Dos de las tres publicaciones eran obra de Andrew Neher, que a principios de los años sesenta fue pionero en el estudio científico de los efectos de la percusión en los patrones de las ondas cerebrales. Como resultado de su investigación de laboratorio, concluyó que la percusión produce cambios inusuales en el sistema nervioso central. Lo llamó «inmersión auditiva»,40 a la que yo doy el nombre alternativo de «inmersión sónica». Señaló dos factores especialmente importantes: 1) un redoble de tambor contiene muchas frecuencias y, por lo tanto, estimula simultáneamente diversas regiones sensoriales y motoras a nivel cerebral, y 2) un redoble de tambor está fundamentalmente compuesto por frecuencias bajas y, por lo tanto, puede sonar con gran intensidad y desencadenar una gran energía sin causar el dolor y el daño que resultaría de sonidos de alta frecuencia de similar amplitud. Neher también propuso una conexión con la experiencia ceremonial y religiosa.41
La tercera publicación era obra de un psiquiatra, Wolfgang Jilek, que había estudiado los efectos terapéuticos de las danzas espirituales chamánicas de los indios salish de Washington y la Columbia británica. Junto a un colega, descubrió que los tambores de piel de ciervo de los salish sostenían de cuatro a siete redobles por segundo durante los procedimientos de iniciación chamánica. Señaló que esto se incluía en el registro de frecuencia de la onda theta en el electroencefalograma, registro «que resulta muy eficaz en la producción de estados de trance».42 Era una velocidad superior al tempo que me había parecido eficaz para los viajes a otras realidades, pero ambas prácticas compartían un redoble intenso y monótono.
A pesar del trabajo de Neher y Jilek, el efecto de la percusión en la alteración del estado de consciencia continúa siendo objeto de controversia entre los estudiosos, y últimamente se ha puesto de moda criticar los hallazgos de Neher, como ha hecho Gilbert Rouget, cuya postura ha sido criticada a su vez por Gabe Turow.43 La nueva investigación científica de Melinda Maxfield y Sandra Harner apoya la idea de que la percusión chamánica desencadena significativos efectos psicológicos y fisiológicos.44
En cualquier caso, las personas interesadas en practicar el chamanismo no necesitan esperar el resultado de los debates académicos y la investigación científica. Solo tienen que escuchar la percusión chamánica en sus viajes para descubrir su importancia por sí mismos. La eficacia de la inmersión auditiva o sónica para acceder a otras realidades fue solo uno de los innumerables descubrimientos realizados por los chamanes y otros indígenas. Más tarde volveremos sobre el uso de la percusión en el viaje chamánico.