Kitabı oku: «El tesoro oculto de los Austrias», sayfa 2

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No obstante y aunque era consciente, después de varios intentos, de que sólo podría encontrarse con el soberano cuando éste lo tuviese a bien, Isabel seguía visitando regularmente las obras del monasterio cautivada por el avance de las mismas, y siendo consciente de la magnitud de la edificación que día a día iba tomando forma para convertirse en algo realmente colosal.

Aquello se asemejaba a un hormiguero gigante, en el que las hormigas eran la cantidad de artesanos y obreros de los distintos oficios que se contaban por millares. La actividad era frenética y había numerosos artilugios que alguien explicó que se llamaban grúas. Tal y como pudo observar la propia Isabel, servían para elevar los enormes y pesados sillares de granito. Poco a poco, convenientemente colocados unos sobre otros iban conformando la gran y compacta mole granítica que estaba aflorando donde antes sólo estaba la falda de una montaña pelada. La imagen era la de una enorme edificación surgiendo de las entrañas de la tierra, como si los montes circundantes se encargasen de acunarla y protegerla.

Toda la actividad económica, consecuencia de la construcción del Monasterio, inevitablemente trajo asociada al mismo tiempo un submundo de delincuencia, pobreza y degeneración.

En aquellos tiempos, no era extraño ver como se aproximaban a El Escorial numerosos mendigos, algunos de ellos ciegos con sus lazarillos. También afloraron en las calles y tabernas numerosas prostitutas que vendían su cuerpo a cualquiera sin recato alguno. Adicionalmente, aumentaron el pillaje y las borracheras, con sus correspondientes disturbios, los cuales se acrecentaban los días en los que los obreros del Monasterio percibían su salario.

Esa población paralela se fue configurando alrededor de aquellos trabajadores, junto con la instalación de diferentes negocios para dar servicio a los propios trabajadores y a las gentes de la corte. Los cortesanos, se desplazaban a El Escorial cada vez con más asiduidad, y así la pequeña población original se fue convirtiendo en un urbe con actividades políticas, comerciales, artísticas y culturales de unas dimensiones considerables.

Después de dos años de duelo, el rey tomó la firme decisión de volver a casarse, y teniendo claro quien sería su próxima esposa volvió al Parque de la Fresneda para visitar a Isabel Osorio, la cual esperaba impaciente la llegada del monarca, convencida de que había llegado el momento de retomar su relación como amantes e intentar obtener, de una vez por todas, el reconocimiento de la paternidad de su hijo Álvaro.

Como siempre la dama esperó al rey en el exterior de la casa junto a la puerta de entrada, engalanada con sus mejores atuendos intentando como siempre resaltar su sensualidad. Estaba entusiasmada con lo que la visita del soberano podía suponer para ella misma y para el hijo de ambos, al que la nodriza mantenía bien visible entre sus brazos.

Todo estaba sucediendo tal y como Isabel había previsto. Llevaba mucho tiempo preparándose para lo que creía que el rey estaba a punto de comunicarle.

– Querida mía, veo que os mantenéis tan espléndida como siempre, incluso me atrevería a afirmar que la maternidad os ha rejuvenecido– empezó el rey con un cumplido que hizo pensar a Isabel que todo transcurría según sus planes -. Y viendo lo que vuestra criada tiene en los brazos, no me cabe duda alguna que estáis criando perfectamente a vuestro hijo, bastando simplemente con observar el saludable aspecto que presenta.

– Gracias Majestad – respondió una gozosa Isabel para a continuación insistir con su estrategia -. Sin embargo, no todo el mérito es mío, ya que por sus venas corre vuestra misma sangre. Además buena parte de la salud de Álvaro, se debe al favor con que nos obsequiáis permitiéndonos vivir en este paraje sin que nada nos falte.

– De eso precisamente quería hablaros – dijo el rey manteniendo el tono jovial con el que había llegado.

Isabel no cabía de gozo pensando que por fin el rey le pediría que se casara con él, reconocería públicamente a su hijo y le presentaría en la corte como su legítimo sucesor al trono.

– Como seguramente sabréis, próximamente contraeré matrimonio.

– Tarde o temprano tenía que suceder Majestad – dijo Isabel convencida que todo seguía según el guión trazado en su mente -, todo rey debe tener a su lado una reina.

Isabel hizo un gesto a la nodriza para que se retirase con el niño y seguidamente entraron en la casa. Se dirigieron directamente al salón principal, que era el aposento más noble de la estancia, y se acomodaron en sendos sillones que tenían a su espalda un gran tapiz gobelino que representaba una escena de caza.

– Lo que os quería decir Isabel – continuó el rey esta vez con el semblante serio -, es que como vos misma sabéis, mis tres anteriores matrimonios estuvieron dirigidos por razones de estado, y en los dos primeros casos también obligado por mi padre.

Felipe II siguió explicando que se casó con María de Portugal en 1543 para intentar integrar ese reino en el imperio, pero no tuvo con ella demasiado tiempo para el amor, ya que falleció en 1545. Justo cuatro días después del parto en el que dio a luz al malogrado infante don Carlos, quien también había dejado este mundo hacía tan solo dos años.

Después relató como en su matrimonio con María Tudor (María I de Inglaterra) en 1554, prácticamente no hubo relaciones sexuales, en parte por la diferencia de edad existente entre ambos contrayentes, él tenía veintiséis años y ella treinta y siete. También influyó de forma decisiva, la falta de comunicación, ya que aunque ella era hija de española y por ello entendía bastante la lengua de su madre, no la hablaba.

Por consiguiente, aunque permanecieron juntos durante algo más de un año, Felipe II no intervino en los asuntos de Inglaterra. El monarca español dedicó la mayor parte de su tiempo a supervisar en la lejanía las cuestiones políticas que afectaban directamente a Italia, América y España.

– Como todo el mundo sabe, después de un año regresé al continente para asistir a los distintos actos de abdicación de mi padre el emperador, y sustituirle en todas sus funciones. Y ya sabéis que desde entonces no volví a ver a la reina de Inglaterra, quien murió posteriormente en noviembre de 1558.

El monarca continuó relatando como el fallecimiento de María Tudor le permitió contraer un nuevo matrimonio, también con fines políticos. Esta vez para estrechar lazos con la vecina Francia.

– No hace falta que os cuente como fue mi matrimonio con Isabel de Valois – dijo Felipe II mirando directamente a su antigua amante con ternura -. Vos misma lo habéis vivido en primera persona, pues habéis sido objeto en numerosas ocasiones de los menosprecios de la reina. Aunque su muerte fue un trágico accidente, y por ello me apena, he de reconocer que llegué a estar un poco harto de sus caprichos y despilfarros económicos.

En ese momento el rey hizo una pausa estableciéndose entre los dos un silencio que Isabel no se atrevió a romper.

Hasta ese instante, sus planes no se habían visto alterados. Sin embargo, no sabía si la emoción que sentía en ese momento, le permitiría permanecer impasible esperando que el rey finalmente, le comunicase lo que tanto tiempo llevaba esperando, lo cual colmaría finalmente todas sus expectativas.

Repentinamente, el rey se levantó de su asiento y empezó a caminar con pasos lentos pero firmes desde su sillón hasta el de Isabel en dirección paralela al tapiz gobelino. Daba la impresión de estar buscando las palabras adecuadas para lo que a continuación tenía que trasmitir.

Intentando ganar tiempo para ordenar en su mente lo que a continuación se disponía a revelar, Felipe II se dedicó por unos instantes a contemplar la escena de caza del tapiz. En ella se representaba un jabalí recién lanceado, que era rodeado y acosado por una jauría de perros, mientras sendos caballeros contemplaban impasibles la agonía del animal desde sus respectivas monturas.

– Esta vez no hay intrigas políticas ni razones de estado, me caso completamente enamorado – dijo por fin el rey con toda solemnidad, caminando con las manos entrelazadas a su espalda, con la mirada clavada en el suelo, levantándola esporádicamente cada vez que daba la vuelta y se paraba para observar nuevamente la escena de caza del tapiz, pero evitando en todo momento mirar directamente a su antigua amante.

En ese instante, Isabel se levantó de su sillón con la firme intención de abrazar a su antiguo amante.

– ¡Oh, Majestad! – exclamó Isabel -. No sabéis que dichosa me hacéis sentir con esas palabras.

– ¡Un momento! – dijo el monarca al tiempo que rechazaba con firmeza el abrazo de la dama -. ¿No habréis pensado…? Quizás no me he expresado con suficiente claridad, pero habéis de saber que de quien estoy profundamente enamorado es de mi prima Ana.

Repentinamente, Isabel cambió el rictus de confianza y felicidad, por otro en el que se mezclaban los sentimientos de sorpresa, tristeza y preocupación. Toda la habitación empezó a dar vueltas a su alrededor, no sabía si el monarca seguía hablando, pero ella no escuchaba absolutamente nada. Finalmente, se desplomó en el sillón del que se había levantado súbitamente con la intención de abrazar al rey, lo que le permitió evitar un desmayo inminente, pero sin poder evitar que su mente se centrara en las consecuencias que se derivarían de las manifestaciones del rey.

Felipe II no quiso dar tiempo a que hubiese más interpretaciones equivocadas, por lo que continuó con lo que quería transmitir a Isabel, antes de que ésta perdiese el sentido y no pudiese escuchar toda su alocución.

– Por esa razón he venido a comunicaros personalmente que tendréis que abandonar las estancias del Parque de la Fresneda a la mayor brevedad posible – manifestó el monarca sin abandonar la solemnidad de su tono.

Isabel se quedó totalmente petrificada agarrándose con fuera a los brazos de su asiento. No se atrevió a pronunciar palabra alguna, ya que temía no poder controlarse y romper a llorar desconsoladamente. Lo último que deseaba, era mostrarse como una plañidera ante quien era el padre de su hijo y que, durante mucho tiempo, había sido su amante. Frente al silencio de Isabel, el rey aprovechó para continuar manifestando las decisiones que había tomado.

– Os trasladaréis a Madrid a una casa que he dispuesto con el correspondiente servicio, además recibiréis una pensión que os permitirá vivir con holgura tanto a vos como a vuestro hijo.

El monarca hizo una pausa para observar la reacción de Isabel, la cual se limitaba a escuchar sin mover un solo músculo, impidiendo así que el rey percibiera la rabia y llanto contenidos.

– Por último – continuó Felipe II –, en vista de que vuestra relación con los jerónimos es de todo punto imposible, la vivienda en la que os acomodaréis está situada junto al convento de los agustinos, los cuales se encargarán de la educación del niño hasta que se convierta en un hombre. En ese momento, vendrá a visitarme y en función de sus aptitudes planificaremos su futuro en los quehaceres del imperio.

Tras la última palabra pronunciada, el monarca dio media vuelta y sin mediar despedida alguna desapareció por la misma puerta por la que había ingresado hacía tan solo unos minutos.

Nada más quedarse a solas, Isabel rompió en un llanto desconsolado acompañado con lamentos desgarradores. En ese estado permaneció en completa soledad durante casi una hora. No había pasado desapercibido para ella, que en ningún momento el rey se había referido a Álvaro como hijo propio. Una vez mitigada en parte la rabia contenida y habiendo recuperado el control de sus actos, acudió junto a la cuna del bastardo del rey, que en ese momento dormía plácidamente.

– Juro ante Dios Nuestro Señor – sentenció enjugándose las lágrimas y mirando fijamente al niño -, que dedicaré lo que me reste de vida a que ocupes el lugar que te corresponde. Como hijo natural que eres del rey, heredarás una parte de su vasto imperio.

Al año siguiente, mientras Isabel se había adaptado a su nueva vida en Madrid con un niño de tres años, nació el primer hijo de la reina Ana y Felipe II, el infante don Fernando. Ello, unido a otro suceso ocurrido también en 1571, hizo pensar al rey que Dios le había perdonado por sus anteriores aventuras amorosas y por tanto gozaba nuevamente del favor Divino.

El otro suceso de 1571, fue la mayor batalla naval del siglo, la cual enfrentó en el mar Mediterráneo a dos enormes flotas, que representaban cada una a las religiones imperantes en el mundo. La flota turca contaba con más de 220 buques en los que navegaban un número superior a 50.000 hombres, mientras que la flota cristiana llegaba escasamente a 200 embarcaciones y unos 40.000 hombres.

Siendo Felipe II el mayor contribuyente de la flota cristiana, se acordó que el mando supremo de la misma estuviese a cargo del hermanastro del rey, don Juan de Austria.

Contra todo pronóstico, la mañana del 7 de octubre de 1571, la flota cristiana derrotaba en el golfo de Lepanto a la gran potencia musulmana. La batalla terminó para los turcos con un saldo de 30.000 bajas, además de otros 3.000 hombres que fueron hechos prisioneros.

La victoria en esta batalla, fue un revulsivo rejuvenecedor para Felipe II, quien lo interpretó, junto con el nacimiento del infante don Fernando, como un signo inequívoco de reconciliación con su Dios.

En el último trimestre de 1572, cuando Álvaro tenía cuatro años recién cumplidos, empezó su educación de la mano de los padres agustinos que, sabiendo perfectamente de quien se trataba y por quien venía recomendado, acogieron al niño como si de un infante de la familia real se tratase. Ello impulsó aun más la buena relación de Isabel con el padre Guillermo Galdeano, prior de los agustinos por aquel entonces, quien además tenía en común con la madre de Álvaro su animadversión hacia los monjes jerónimos, debido al favor especial con que desde hacía años contaban, primero por parte del emperador Carlos V y ahora de su hijo el rey Felipe II.

Al año siguiente, se truncó la felicidad que había disfrutado ininterrumpidamente el soberano desde su matrimonio con la reina Ana. La pena y la tristeza invadieron nuevamente al monarca debido a la muerte de su hermana menor Juana, a la que estaba muy unido. Cuando cayó enferma fue trasladada al Monasterio de El Escorial, donde permaneció hasta el día de su fallecimiento el 8 de septiembre de 1573, estando Felipe II junto a su lecho en el momento del óbito.

Transcurrieron cinco años más en los que Álvaro fue creciendo y educándose convenientemente con la idea de comenzar la siguiente etapa de su formación al finalizar el verano de ese año de 1578, justo después de haber cumplido los 10 años de edad.

Hasta el comienzo de ese año, Isabel había albergado la esperanza de que Álvaro fuese finalmente reconocido por el rey como hijo legítimo, con lo que ello podría llegar a suponer. Pero sus planes se vieron truncados, cuando la reina Ana dio a luz un nuevo varón. El 16 de abril vio la luz, quien con el trascurrir de los años llegaría a ser el rey Felipe III. La diferencia de edad entre el futuro rey y su hermanastro Álvaro era casi de diez años.

Aquel año de 1578 también llegó a España la triste noticia de la muerte de don Juan de Austria, concretamente el 1 de octubre, cuando contaba 32 años de edad y transcurridos casi siete años después de su gran victoria en la Batalla de Lepanto. Antes de su muerte, don Juan comandaba los Tercios de Flandes en los Países Bajos, y las extrañas circunstancias de su muerte indujeron al astuto prior de los agustinos a elaborar una estratagema. Su idea era intentar poner en una situación delicada al rey, de forma que requiriese la ayuda de los agustinos, la cual estos utilizarían convenientemente para obtener alguna ventaja frente a los jerónimos.

Para llevar a cabo su plan, el padre Galdeano sabía que necesitaría la alianza de alguien que tuviera contactos, y en quien pudiese depositar su confianza. En ese momento se le ocurrió que la persona más adecuada sería Isabel Osorio, la madre de su pupilo Álvaro, por lo que envió un mensaje a la dama para concertar una reunión secreta con ella.

– Señora, supongo que estáis al corriente de la reciente muerte de don Juan de Austria – dijo el prior dando por hecho que todo el mundo en España era conocedor del suceso.

– Por supuesto padre – respondió Isabel -, no se habla de otra cosa estos días en las calles de Madrid.

– Pero de lo que probablemente no se habla es de lo que nadie se atreve a decir, salvo en círculos muy reducidos.

– ¿Qué estáis insinuando?

– Fuentes de la confianza más absoluta, me han informado que don Juan fue envenenado por orden del propio Felipe II - dijo el prior sin titubear lo más mínimo.

– ¿Por qué haría el rey algo así? – preguntó Isabel que no podía dar crédito a lo que estaba escuchando.

El agustino desarrolló su argumento explicando como desde la Batalla de Lepanto, la fama de don Juan había crecido considerablemente, y como cada día aumentaba tras sus éxitos al mando de los Tercios de Flandes.

– Todo ello ha contribuido a despertar en el monarca unos celos hacia su hermanastro, pensando que podría llegar a convertirse en una amenaza para el trono de seguir creciendo su popularidad.

– Y ¿por qué me contáis a mí todo esto? – insistió Isabel con cierto aire de desinterés.

– Porque estoy planeando traer el cuerpo de don Juan a España, para que sea enterrado con los honores que merece por sus hazañas, y como hijo del emperador y hermanastro del rey legítimamente reconocido.

Isabel continuaba sin entender que papel jugaba ella en esa historia, por lo que sin hablar hizo un gesto interrogante para que el padre Guillermo Galdeano continuase con su disertación.

– Vos señora, deberíais ser la primera interesada en lo que me propongo respecto a don Juan. Vuestro hijo Álvaro está viviendo la misma situación que don Juan antes de ser reconocido como hijo legítimo por el emperador. Hasta ese momento, y siendo niño, se le conocía en la corte como Jeromín. Es menester que Álvaro obtenga los mismos privilegios, por lo que su linaje debería ser reconocido en algún momento.

Ahora si que entendía Isabel como sacar provecho del plan que con tanta sagacidad estaba urdiendo el astuto agustino. En ese momento empezó a imaginar a su hijo convertido en un auténtico príncipe real, interviniendo junto a su padre en las decisiones del imperio. No obstante, enseguida salió de su ensoñación, ya que aquello no se le antojaba como una tarea fácil.

– Sin embargo – continuó el padre Galdeano percibiendo que había ganado a su interlocutora para la causa -, la intención actual de nuestro rey es que el cuerpo de don Juan de Austria permanezca enterrado en los Países Bajos. La intención del monarca, es que sus hazañas y su imagen se vayan difuminando poco a poco para que, con el tiempo, el antaño Jeromín quede finalmente en el olvido.

– Ahora os entiendo – dijo Isabel convencida de la oportunidad que se le presentaba, por una parte para desquitarse del repudio que le infringió el rey, y por otra, para cimentar las bases que en un futuro servirían de apoyo para fundamentar la posición de su hijo -, contad conmigo para todo lo que esté en mi mano.

El prior explicó, cómo el cadáver de don Juan debía entrar en España clandestinamente y con todo sigilo, para evitar que los espías del rey le pusiesen sobre aviso y se fuese toda la operación al traste. Además, si les descubrían las consecuencias serían imprevisibles, podían terminar ajusticiados o cuando menos pasar el resto de sus días pudriéndose en una mazmorra.

– Una vez en España necesito que con los contactos que tenéis, hagáis correr la voz de que unos leales transportan el cuerpo de don Juan de Austria hacia El Escorial. De esta forma, si el rey intenta oponerse se originará una revuelta popular, que nosotros los agustinos, a través de nuestras iglesias, nos encargaremos de fomentar si llegare el caso – manifestó el padre Galdeano mostrando la seguridad de quien tiene todo controlado -. Y cuando llegue el momento de apaciguar la revuelta, nosotros seremos más útiles al rey que sus queridos jerónimos.

– Ya veo que habéis planeado todo perfectamente – dijo Isabel entusiasmada con la idea.

Unos meses más tarde, en una noche de luna llena de la primavera de 1579, un grupo compuesto por seis hombres perfectamente escogidos, con todo sigilo y sin que nadie ajeno a la operación pudiese advertirlo, exhumaron el cuerpo de don Juan de Austria, enterrado en Namur, para su traslado secreto hasta España.

Con el fin de evitar ser descubiertos, el cuerpo se cortó por las articulaciones y fue embalsamado y embalado en bolsas de cuero. El transporte se realizó por tierra para evitar el riesgo de su pérdida en una probable tempestad marina. Ochenta de los incondicionales de Don Juan, que combatieron en sus últimas campañas, custodiaron el cuerpo de su comandante durante todo el trayecto.

Una vez en España se dirigieron directamente al Monasterio de Parraces, donde el cuerpo se recompuso nuevamente y se introdujo en un ataúd. Ahora ya, sin ningún tipo de ocultación, y una vez trasmitida la noticia a todos los rincones de la península, se inició la última etapa de su traslado definitivo hacia El Escorial.

Durante el trayecto, el cortejo fúnebre con el ataúd de Don Juan y sus leales recibió vítores y aplausos de las gentes apostada a los lados del camino. En algunas poblaciones, incluso las autoridades de las mismas recibieron con honores la llegada de la comitiva fúnebre.

– ¿Por qué no he sido informado de la exhumación y traslado a España del cuerpo de mi hermanastro? – requirió un colérico Felipe II.

– Perdonad Majestad – dijo su secretario nervioso -, pero no hemos tenido conocimiento del hecho hasta que ha salido el cadáver del Monasterio de Parraces.

– ¡Alguien perteneciente al círculo más íntimo de don Juan ha tenido que organizar toda la operación, y quiero saber quien ha sido! – exigió el rey sin disimular su enfado.

– Me temo Majestad que no existe una cabeza pensante – expresó titubeante uno de sus ministros -, sino que todo se debe a una reacción en masa protagonizada por los leales de don Juan, que como sabéis no son pocos.

– Y ahora, ¿qué actitud debe adoptar el rey? – preguntó Felipe II dirigiendo una mirada inquisitoria a todos sus consejeros.

Ninguno de ellos se atrevía a sugerir nada al respecto, hasta que el sabio prior de los jerónimos tomó la palabra.

– Creo que lo más sensato e inteligente en estos momentos, es que recibáis el cuerpo de vuestro hermanastro y preparéis un entierro en este monasterio. Y os sugiero humildemente que se haga con todos lo honores que merece un miembro de la Casa de Austria, héroe de la batalla de Lepanto y de los Tercios de Flandes.

– ¿Estáis insinuando que encumbremos aun más su figura después de muerto?

– Exactamente eso es lo que os aconsejo – insistió el monje mientras el resto de consejeros permanecían en silencio en un segundo plano.

– ¡Y qué gano yo con ello! – rugió el monarca.

– Tened en cuenta – continuó el prior con toda la calma propia de su condición – que existe un clamor popular a favor de la figura de don Juan como si de un mártir se tratase. Con un entierro honorable, vos mismo os pondrías al frente de ese clamor ganando para vuestra causa a todo el pueblo.

A regañadientes, el rey aceptó el sabio consejo del prior de los jerónimos, lo cual dejó sin efecto la estratagema del prior de los agustinos para encender la mecha de la esperada revuelta popular.

– Parece que vuestro plan finalmente no se ha desarrollado como esperabais – dijo Isabel al padre Galdeano con cierto aire de frustración.

– Estoy seguro que esa decisión, de no oponerse a la llegada de Don Juan, no se le ha ocurrido al rey. La mente astuta de ese viejo monje jerónimo, ha vislumbrado lo que se podía originar y ha salvado nuevamente a su rey.

Sin más controversias, el 24 de mayo de 1579 don Juan de Austria era enterrado en el Monasterio de El Escorial con los máximos honores.

Aun así, Isabel por su parte quedó bastante satisfecha por la forma en que se habían desarrollado los acontecimientos. Pensaba, que ése era sin duda un hito más para que su hijo Álvaro recibiera algún día, el mismo grado de reconocimiento que había recibido don Juan de Austria. Con ello, tarde o temprano, se convertiría en el infante Álvaro de Austria. Ello, sin embargo, no hizo que en Isabel se aplacase el odio que sentía hacia el monarca y sus queridos jerónimos.

Felipe II sufrió otro duro golpe un año más tarde en 1580. Encontrándose batallando en la guerra en Portugal, recibió la noticia de la muerte de su querida reina Ana. Se produjo en Extremadura debido a una epidemia, y el rey no pudo siquiera asistir a las ceremonias del sepelio, al tener que mantenerse al frente de su ejército. Por otra parte, aunque no sirvió de consuelo para el monarca, resolvió con relativa rapidez el problema portugués obteniendo una victoria contundente sin apenas sufrir bajas en su ejército.

El príncipe Felipe III tenía tan solo 2 años de edad cuando murió la reina Ana, por lo que Isabel deseaba y esperaba que el niño corriese la misma suerte que su madre. De momento había desaparecido la mujer que a lo largo de diez años había sido la causa del distanciamiento del rey, tanto de ella como de su hijo, así como de su expulsión del Parque de la Fresneda. Por ello, a pesar del intenso odio interior que sentía, Isabel volvió a albergar esperanzas de conseguir un nuevo acercamiento al monarca.

Con estos pensamientos en mente, decidió que la única forma era desplazándose a El Escorial. A través del padre Guillermo Galdeano consiguió que los agustinos adquiriesen una casa en las inmediaciones del monasterio, donde ella y su hijo, que estaba en plena adolescencia, pasarían inadvertidos. Así, una vez que la primavera dio paso a los calores del verano, se desplazaron desde la capital hasta el clima más saludable de la Sierra del Guadarrama.

– Padre Guillermo – dijo Isabel una vez instalada en la casa escurialense de los agustinos -, podéis contar con que si consigo reconstruir mi relación con el rey hablaré a favor de vuestra orden.

– Eso espero señora – dijo el prior complacido -, pero no se como conseguiréis acercaros al monarca. Recordad que cuando volvió de la campaña portuguesa, le pedisteis audiencia para trasmitirle vuestras condolencias por el fallecimiento de la reina y sin embargo no accedió. Así que, os será muy difícil penetrar en la fortaleza que suponen los muros del monasterio.

– Lo sé – convino Isabel -, pero no pretendo traspasar esos muros, y por eso e indagado sobre las costumbres del rey extramuros del monasterio.

– ¿Habéis averiguado algo que os pueda ser de utilidad? – preguntó interesado el prior agustino.

Isabel explicó como había llegado a saber que en vida de la reina Ana, Felipe II tenía por costumbre desplazarse hasta una roca situada hacia el sur, a unos tres kilómetros del monasterio, que resultó ser un mirador privilegiado desde donde el rey podía divisar con una amplia panorámica el desarrollo de las obras.

– El pico de la roca fue cortado para obtener una base plana – siguió explicando Isabel tal y como se lo habían trasmitido a ella misma -, excepto en sus dos extremos norte y sur, donde fueron labradas en la roca una y tres sillas respectivamente. En las tres que están enfrentadas a la fachada sur del monasterio se sentaban el rey, la reina y un infante, mientras que en la de enfrente se sentaba el arquitecto Juan de Herrera para dar al monarca las explicaciones oportunas.

– Eso era en vida de la reina – apuntó el padre Galdeano -, pero quizás tras su muerte, el rey no haya vuelto a ese lugar.

– Ya me he informado de ello – dijo Isabel triunfante – y parece ser, que las visitas del monarca a ese lugar, que ya es conocido como “Silla de Felipe II”, son cada vez más frecuentes.

Con su plan perfectamente trazado, Isabel y Álvaro, acompañados por el prior agustino, se desplazaron una calurosa tarde de verano hacia la Silla de Felipe II. Al llegar al lugar, ascendieron hasta el promontorio formado en la parte más alta a través de unos escalones labrados en la propia roca para facilitar su acceso. Una vez en lo alto quedaron maravillados ante la panorámica que se desplegaba frente ellos, resaltada aun más al tener el sol de poniente que se proyectaba como un foco sobre el bosque, que tenían a sus pies, y el colosal edificio de granito que como un gigante resaltaba sobre lo diminutas que a su lado parecían las casas de la población escurialense.

– Ven Álvaro – reclamó Isabel -, siéntate aquí, que es donde se sientan los hijos del rey, yo me sentaré donde solía sentarse la reina, y usted padre Guillermo haga las veces de rey sentándose entre nosotros dos.

El prior se sonrojó ante la propuesta de Isabel y declinó su ofrecimiento desplazándose hasta la silla que supuestamente ocupaba el arquitecto principal del monasterio.

Durante ese verano, repitieron la misma excursión varias veces. Con ello buscaban la coincidencia con el rey, aunque sin éxito alguno. No obstante, no cejaron en su empeño, entre otras razones porque la excursión en esa época del año era por sí misma muy saludable. Teniendo en cuenta la belleza de las vistas que se disfrutaban desde el mirador real, lo tomaban como un regalo del cielo.

Cuando ya no albergaban ninguna esperanza, un día en que los calores del verano resultaban sofocantes, los tres excursionistas habituales intentando llegar a la Silla de Felipe II, se encontraron con que el monarca ya se estaba allí con Juan de Herrera. Sin embargo, la guardia real no permitía el acceso al lugar hasta que el rey concluyese su visita.