Kitabı oku: «El tesoro oculto de los Austrias», sayfa 3

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Finalmente, el monarca se retiró hacia el monasterio totalmente escoltado, sin posibilidad alguna de que nadie se aproximase al cortejo real. A partir de ese día, Isabel fue consciente de que ella por si misma no podría acceder al monarca. Por consiguiente, tendría que esperar hasta que Álvaro alcanzase los 18 años de edad, para que fuese él quien accediese al soberano.

La falta de éxito para restaurar su relación con el rey no fue óbice para que año tras año, todos los veranos Isabel y Álvaro se desplazaran hasta El Escorial para alojarse en la misma casa que allí tenían los agustinos. Buscaban el frescor de la sierra y siguieron siendo fieles a sus reiteradas excursiones a la Silla de Felipe II.

Desde la privilegiada situación que les proporcionaba la vista que tenían frente a ellos sentados en los asientos de piedra, se deleitaban con la maravilla que suponía, tanto la obra del monasterio que estaba concluyéndose, como el entorno natural que la rodeaba.

Al igual que madre e hijo, numerosas familias de distinta alcurnia y abolengo, acudían asiduamente al robledal que rodeaba la peña donde se encontraba la ya famosa silla, donde no faltaban las fuentes de agua fresca para aliviar la sed que provocaba el calor del verano. Algunas marquesas y condesas, iban acompañadas de sus hijos, otras de sus amigas o damas de compañía, y todas ellas con la correspondiente calesa con su cochero y algún que otro lacayo.

También eran frecuentes por esos parajes los encuentros furtivos de enamorados, que aprovechaban la clandestinidad que proporcionaban algunas rocas o la espesura de los árboles del bosque, para dar rienda suelta a sus pasiones sin la mirada vigilante e inquisitiva de la madre o aya correspondiente.

Por su parte, desde la pérdida de la reina Ana, al monarca le invadió una tristeza que le acompañó hasta el final de sus días. Desde ese momento, siempre se vio al rey enfundado en vestimentas de color negro, y ese atuendo le acompañó durante el resto de su vida.

Aunque su cuarta esposa murió cuando él sólo tenía 53 años, no volvió a casarse y se dedicó en cuerpo y alma a la terminación de su gran obra en El Escorial.

En 1583 se concluyó la Biblioteca, la cual albergó numerosos volúmenes, algunos de ellos censurados por la Inquisición, que se venían acumulando en sus almacenes desde varios años atrás. Anteriormente en 1573 el rey había convocado al médico de origen musulmán, Alonso del Castillo, para que le ayudase a catalogar la colección de libros de El Escorial y elaborase medicamentos de origen árabe. Tres años más tarde, en 1576, Felipe II nombró primer bibliotecario de El Escorial a Benito Arias Montano, quien ya había hecho méritos en 1570, cuando siendo asesor del rey en los Países Bajos ideó un sistema de censura que permitía expurgar textos de los libros sospechosos. De esta forma, una obra podía circular sin tener que censurarse por completo, lo cual el monarca recomendó a la Inquisición para que lo adoptase. Así, el hecho de que un libro no obtuviera aprobación, no implicaría necesariamente que fuera destruido.

Un año después de terminarse la Biblioteca, se concluyó la Basílica y se puso la última piedra del monasterio, concretamente el 13 de septiembre de 1584, algo más de veintiún años transcurridos desde la colocación de la primera. Al año siguiente, se terminaron los aposentos permanentes de Felipe II y el prior del monasterio informó al rey que el inquisidor general, Gaspar Quiroga, había dado su beneplácito para que se quedaran en la Biblioteca numerosos libros prohibidos adquiridos por el monarca.

Los años siguientes transcurrieron sin sobresaltos dignos de mención tanto para Felipe II, que había adoptado el Monasterio de El Escorial como su residencia permanente, como para Isabel Osorio que seguía residiendo en Madrid cerca del convento de los agustinos.

Ella seguía manteniendo muy buena relación con la orden agustiniana, en particular con el prior, que ya no era el padre Guillermo Galdeano por haber fallecido recientemente. Como nuevo prior de la orden agustiniana, había sido nombrado el padre Demetrio Ulloa, quien sentía la misma animadversión por los monjes jerónimos que su antecesor.

En 1586, Álvaro se había desarrollado físicamente alcanzando la apariencia de un auténtico hombre por lo que, impulsado por su madre, decidió visitar al rey para planear su futuro. El monarca no pudo recibirle porque tres meses antes, concretamente en mayo, había sufrido un ataque agudo de gota que duró más de dos meses y no le permitió ocuparse de sus asuntos con normalidad, por lo que había muchos problemas acumulados que requerían su atención inmediata.

Isabel interpretó la negativa del monarca como un nuevo desprecio, pensando que la enfermedad de gota era una nueva excusa para no cumplir con sus obligaciones como padre natural, por lo que instigó a Álvaro para que lo intentase nuevamente.

– Hijo mío, no olvides nunca que por tus venas no sólo corre la sangre de los Osorio, sino también la de los Austrias.

– No lo olvido madre – respondió Álvaro con cierto hartazgo -, me lo recordáis a diario.

Dos semanas más tarde volvió Álvaro Osorio a El Escorial tras haber solicitado una nueva audiencia al rey. Esta vez, la enfermedad de gota que padecía el monarca, le había dado una tregua y por tanto estaba de mejor humor y salud.

En lugar de celebrar una audiencia cargada de protocolo en los aposentos reales, padre e hijo se dedicaron a tener una conversación más distendida, mientras paseaban por el jardín de los frailes que se encontraba al pie de la fachada sur del monasterio.

Recorrieron las calles trazadas entre las plantaciones atendidas por numerosos jardineros. Durante el paseo, el rey se interesó por la salud de Isabel y le reconfortó saber, por boca de Álvaro, que su madre disfrutaba de una salud excelente y aun conservaba parte de la belleza de antaño.

Después, el soberano preguntó a su hijo sobre la formación que había recibido de los agustinos hasta ese momento. Álvaro hizo una descripción pormenorizada de todas las materias en las que había recibido una instrucción tan precisa como profusa.

A continuación, y tras mostrar su conformidad con lo que su hijo le había referido, Felipe II recomendó a su hijo que se enrolase en el ejército. Ello, lo consideraba el monarca imprescindible para completar la formación del joven, pero advirtiéndole que para ello debía contar con el beneplácito de su madre.

Al escuchar Isabel lo que su hijo le transmitió sobre las ideas que el rey tenía en relación con su futuro, montó en cólera lanzando improperios contra el soberano.

– Es increíble que quiera enviar a su propio hijo al ejército, sin tener experiencia alguna, para que muera en el frente de batalla – dijo Isabel totalmente fuera de sí, ante la preocupación de Álvaro que no esperaba semejante reacción por parte de ella.

– Madre, no creo que sea tan grave – replicó Álvaro que no estaba en absoluto de acuerdo con su madre -, creo que el ejército es la forma más rápida y directa de labrarme un futuro de éxito, y si no, mirad lo que hizo don Juan de Austria.

– Por eso precisamente – insistió Isabel -, recuerda que don Juan murió con tan solo 32 años de edad. No hablaremos más de este asunto, mi decisión es firme y no irás al ejército.

Todo ello supuso un distanciamiento aun mayor entre el monarca y los Osorio, Isabel y su hijo, por lo que Álvaro no volvería a encontrarse con su padre hasta el año 1588.

CAPITULO II

LA HERMANDAD DE LOS CUSTODIOS DEL TESORO – AÑO 1588

En 1588, cuatro años después de haberse colocado la última piedra del Monasterio de El Escorial, Felipe II, estando convencido de contar con el favor divino, tomó la decisión de emprender una nueva gran empresa, para la cual contaba con que su hijo bastardo Álvaro adquiriese un papel relevante. Por tal motivo organizó una jornada de caza en los terrenos que la realeza tenía reservados para esos menesteres, muy próximos al Parque de La Fresneda, a la que invitó especialmente a Álvaro Osorio de Cáceres y por su puesto a su madre Isabel.

Los cazadores, acompañados por ojeadores, lacayos y una jauría de perros, se adentraron en la espesura del bosque que, en aquel entonces, constituía la zona cinegética más importante de las heredades de su Majestad. Mientras Isabel, con la compañía de una sirvienta se acomodó en un pequeño torreón, conocido como el Mirador de la Reina. Tal edificación, tenía como función permitir la observación visual del entorno, ya que se trataba de una torre cuadrada asentada sobre una roca, dotada de altura suficiente sobre el espeso bosque para convertirse en un punto de observación inmejorable.

La torre construida sobre una roca, estaba cubierta a cuatro aguas con un chapitel de pizarra, contando con las respectivas ventanas en tres de sus lados y la puerta de acceso en el cuarto. Se accedía a través de una escalera tallada en la roca berroqueña que servía de promontorio al mirador. Isabel se dedicó, desde el interior de la torre, a seguir los pormenores de la cacería, gozando al mismo tiempo de una vista privilegiada del Monasterio de El Escorial.

La mañana transcurría sin sobresalto alguno y en el silencio más absoluto, por lo que Isabel pensaba que tendría que armarse de paciencia para soportar una jornada en la que imperarían el tedio y el aburrimiento.

Sin embargo, en un momento dado y procedente del interior del bosque, retumbó el sonido de un disparo de arcabuz. El suceso tuvo lugar junto al conocido canto de El Castejón, y el disparo fue realizado por el príncipe Felipe III, razón por la cual su padre ordeno tallar en la roca del mencionado canto la siguiente inscripción: “En 1588 á 22 de abril tiró a esta peña el primer arcabuzazo el príncipe D. Felipe III de este nombre, siendo de edad de 10 años y 6 días en presencia de la Majestad del rey N. Sr., su padre, y de la Serma. Infanta Doña Isabel, su hermana”.

Después de una exitosa jornada de caza, en la que se cobraron distintas piezas entre las que, además de numerosos conejos y liebres, destacaban un venado de seis puntas y tres jabalís, el rey se dirigió al encuentro de Isabel Osorio de Cáceres. La dama esperaba en el Mirador de la Reina y nada más llegar el rey al pie de la escalinata de acceso al promontorio, Isabel descendió por la misma sin saber exactamente lo que el monarca querría de ella.

El odio que sentía hacia el que había sido su amante no había disminuido con el transcurso del tiempo. Muy al contrario, se había convertido en una obsesión el hecho de desear al monarca todos los males posibles. No obstante, teniendo en cuenta que por el bien de su hijo haría cualquier sacrificio, no descartaba la esperanza de retomar las relaciones de antaño.

Tal esperanza, no era baladí, ya que para nadie en la corte era ajeno que habían transcurrido prácticamente ocho años desde la muerte de la reina Ana. Sin embargo, en todo ese tiempo, al soberano no se le habían conocido relaciones con dama alguna, susceptible de convertirse en la nueva reina. Muy al contrario, pareciere que Felipe II guardaría en su corazón luto eterno a la reina Ana, independientemente de mantener el negro como color predominante en su vestuario por ser la etiqueta de la Corte. No obstante, Isabel reprimiendo su odio y tratando de fingir lo máximo posible, no dudó en mostrarse amable y solícita, para intentar ocupar nuevamente el corazón del rey.

– Majestad – comenzó Isabel al terminar de descender haciendo una reverencia ante el monarca -, veo que aun conserváis el atractivo porte con el que conquistasteis mi corazón, el cual a pesar del tiempo transcurrido no ha dejado de perteneceros. No tengáis duda alguna sobre que mi destino está unido a lo que tengáis a bien disponer.

– Os agradezco el cumplido señora, pero tanto mi cuerpo como mi alma murieron en lo tocante al amor el mismo día que desapareció de este mundo la reina Ana – respondió Felipe II sin acritud, pero aceptando su condición física debido a su avanzada edad y al continuo tormento al que le sometía la enfermedad de gota que padecía.

– Entonces – dijo una Isabel ofendida por sentirse rechazada por un viejo con quien lo último que deseaba era compartir nuevamente cama -, ¿para qué me habéis hecho venir?

A continuación, el rey manifestó que la razón de la convocatoria no era otra, que proponerle nuevamente la posibilidad de la participación de Álvaro en una gran hazaña bélica que tenía entre manos, ya que para ello estaba construyendo una potente armada naval, que sería conocida en todo el orbe como la “Grande y Felicísima Armada”, y quería que su hijo formase parte de ella.

– Perdonad Majestad – dijo Isabel sin ocultar su enojo -, pero ya sabéis que no estoy dispuesta a perder a mi único hijo en el campo de batalla y menos aun si la batalla se desarrolla en el mar, donde si algo le ocurriese, nadie sería capaz de recuperar su cuerpo para darle, siquiera, cristiana sepultura.

Tras su contundente respuesta, la mujer hizo una nueva reverencia ante el monarca y se retiró sin más. El rey por su parte y a pesar del desaire de la dama, no lo tomó en cuenta olvidando cualquier tipo de represalia. Sin embargo, en su interior lamentó profundamente que su hijo varón de mayor edad no fuese partícipe de la gran empresa que se disponía acometer.

Esa gran empresa no había sido necesaria anteriormente, ya que desde la Batalla de Lepanto en 1571, la supremacía naval del Imperio Español fue incuestionable durante años. Sólo era perturbada ocasionalmente, por los intermitentes aguijonazos que los piratas ingleses intentaban infligir a las flotas, cuando éstas regresaban a España con los tesoros procedentes de las colonias en América. No obstante, con el tiempo, la actividad pirata fue incrementándose hasta tal punto, que los continuos ataques de Francis Drake y el apoyo de Isabel I a los rebeldes de los Países Bajos, empujaron a Felipe II a tomar la decisión de invadir Inglaterra.

Don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, que era el mayor experto naval del Imperio y Alejandro Farnesio que comandaba por aquel entonces los Tercios de Flandes, presentaron al rey el plan de invasión de la isla con 30.000 hombres de Farnesio, que debían cruzar el Canal de la Mancha en barcazas custodiadas por la Gran Armada.

Desafortunadamente, unas fiebres tifoideas acabaron inesperadamente con la vida del marqués de Santa Cruz, por lo que tuvo que ser sustituido apresuradamente como comandante de la Gran Armada por Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia. El nuevo comandante, pese a haber demostrado una gran eficiencia en tierra y contar con amplios conocimientos teóricos en materia naval, carecía de la experiencia suficiente para liderar la gran cruzada que su rey pretendía.

El duque, consciente de sus limitaciones, solicitó varias veces ser relevado de la misión que le había sido encomendada. Sin embargo, otras tantas veces, su solicitud no fue acogida por el rey. Por consiguiente, el 20 de mayo de 1588, tuvo que hacerse a la mar desde el puerto de Lisboa al frente de una armada compuesta por 127 navíos.

Destacaban el San Martín (48 cañones), buque insignia en el que navegaba Alonso Pérez de Guzmán y el San Joao (50 cañones), ambos de la escuadra portuguesa; el Santa Ana (30 cañones) capitaneado por Juan Martínez Recalde, que ya había escoltado con éxito tres flotas de Indias y había rescatado un galeón repleto de oro de la isla de Madeira, el Gran Grin (28 cañones) y el Santiago (25 cañones), todos ellos pertenecientes a la escuadra de Vizcaya; el San Cristóbal (36 cañones) comandado por Diego Flores Valdés, actuando como segundo en la Armada y sustituto en caso de fallecimiento del duque de Medina Sidonia y el San Juan Bautista (24 cañones), que con otros 14 barcos también de 24 cañones y otro más de 12, componían la escuadra castellana.

Desde el día que el rey tuvo conocimiento de que la Gran Armada había partido hacia su destino, todos los días se arrodillaba en el reclinatorio de sus aposentos para orar, y solicitar al Omnipotente la ayuda Divina necesaria para que la misión culminase con éxito.

La primavera llegó a su fin sin que se hubiese recibido noticia alguna sobre la operación de asalto a Inglaterra. El verano fue transcurriendo bajo un calor sofocante que, en cierto modo, en el interior del monasterio se hacía más soportable debido a que los gruesos muros con los que estaba construido mitigaban las variaciones de temperatura que se producían en el exterior del mismo.

Sólo a mediados de septiembre llegaron informes fiables a El Escorial. Y fueron los ministros del rey, Juan Idiáquez y Cristóbal Moura, quienes anunciaron a Felipe II que el mensajero traía malas nuevas que el monarca debía escuchar sin demora.

El mensajero relató, como las dificultades comenzaron desde que la Gran Armada tuvo que recalar en el puerto de La Coruña para aprovisionarse de agua y alimentos, ya que debido al estado de la mar tuvieron que permanecer allí anclados durante varios días.

– Continuad – insistió el monarca con cierta impaciencia.

– Finalmente – continuó el mensajero, no sin cierta desazón y temor ante la reacción del rey -, el 21 de julio decidieron hacerse a la mar y sufrieron los embates de un primer temporal que provocó la dispersión de la flota. Tuvieron que esperar varios días para reagruparse frente al golfo de Vizcaya, desde donde se dirigieron directamente con viento a favor hacia el Canal de la Mancha.

– Decid de una vez que ocurrió – apremió nuevamente Felipe II.

– Tras un primer enfrentamiento a la altura de Calais y otro a continuación frente a Gravelinas, los navíos ingleses consiguieron dispersar la flota española – el mensajero hizo una pequeña pausa viendo como su rey se tapaba la cara con sus dos manos, hasta que con la mano derecha hizo un gesto para indicar que continuase -. Los vientos se encargaron del resto impulsando a los españoles hacia el norte, e imposibilitando su vuelta hacia el Canal para escoltar y avituallar a los hombres de Farnesio.

Mientras la tragedia empezaba a tomar forma en la mente del monarca, el mensajero continuó su relato describiendo cómo los barcos españoles tuvieron que bordear por el norte las islas británicas, y explicando como nuevas tormentas a la altura de Escocia e Irlanda completaron el desastre. Aun así 67 embarcaciones, poco más de la mitad de las que habían partido, consiguieron regresar al puerto de Santander.

El Rey, después de escuchar el mensaje totalmente apesadumbrado, permaneció desde entonces encerrado en sus aposentos en completa soledad. Repentinamente, y habiendo transcurridos siete días desde su aislamiento, citó de urgencia al prior de los Jerónimos.

– ¿Que os ocurre Majestad? – preguntó el prior con cierto aire de preocupación- ¿Acaso necesitáis confesión?

– Algo parecido, ya que en realidad he pecado de soberbio al pensar que podría dominar el mundo entero. Y ello, ha provocado que el castigo divino haya caído sobre la que consideraba mi Armada Invencible.

– No debéis atormentaros por ello. Los designios del Señor son inescrutables y no sabemos a ciencia cierta porque ha sucedido esa tragedia. Quizás simplemente quiera hacernos ver que, por grandes y poderosos que sean los hombres, somos muy pequeños frente a su poder.

– Tenéis razón – dijo el rey haciendo ver que ya había superado el tormento -. Os he llamado porque quiero que seáis testigo del agradecimiento que tengo a Nuestro Señor, ya que también es grande su misericordia, pues de otra forma no habrían regresado a puerto más de la mitad de los navíos.

A continuación y estando a solas, realizaron juntos una plegaria en la que el soberano agradecía al Ser Supremo el regreso de los supervivientes.

Después hizo una especie de juramento, por el que se comprometía a que los barcos de la escuadra castellana, que aun se mantuvieran a flote, junto con sus respectivas tripulaciones, se dedicarían a reunir el mayor tesoro que jamás hubieran visto los ojos del hombre.

Era su deseo, que semejante tesoro, fuera ocultado convenientemente y dedicado en exclusiva como ofrenda a Dios Nuestro Señor, de tal forma que nunca fuese destinado a sufragar guerras entre los hombres, pudiendo ser usado exclusivamente en alguna causa que fuese lo suficientemente digna a los ojos del Altísimo.

A continuación Felipe II transmitió en privado al prior de los Jerónimos un escrito con su real voluntad:

“Hoy primer día del mes de octubre del año 1588 de Nuestro Señor, he decidido que todos los hombres que hayan conservado la vida en los barcos pertenecientes a la escuadra castellana de la Gran Armada y los que sea menester reclutar para completar las tripulaciones de los navíos que hayan sufrido merma, dediquen sus esfuerzos a transportar desde nuestras minas en las colonias de Indias tanto oro y tesoros como sean capaces de acopiar en sus bodegas y sea entregado a la Orden de los Jerónimos en El Escorial para su custodia. De todos estos tesoros una parte será dedicada a las pagas y mantenimiento de la flota, así como al socorro de las viudas y huérfanos de los que perecieron frente a las costas inglesas. Los barcos que llegaren con el oro estarán exentos del control de los registradores del Reino y no arribarán por la bahía de Cádiz y San Lúcar de Barrameda para remontar el Guadalquivir hasta el puerto de Sevilla como viene siendo costumbre obligada, sino que recalarán en distintos puertos del Cantábrico y desde allá se transportará la carga hasta El Escorial sin que quede registro alguno de ello. Vos padre prior junto con once de vuestros frailes en los que mayor confianza tengáis, constituiréis una hermandad secreta encargada de custodiar el tesoro y darle un uso digno, si alguna causa fuere merecedora de ello. Todos los integrantes de la Hermandad de los Custodios del Tesoro deberán previamente juramentar el voto de mantener bajo secreto el paradero del tesoro, y no transmitirán fuera de la hermandad información alguna sobre la existencia del mismo.”

Después de esa declaración privada, el rey ordenó que le trajeran papel, pluma y el sello real para de su propio puño y letra, expedir diversas cédulas reales, que entregó al prior, para que cualquier militar o civil bajo el imperio de Su Majestad se pusiera a disposición de la Orden de los Jerónimos en lo que por estos monjes fuere menester. En otra de las misivas dirigida al comandante de la escuadra castellana, instruía a éste para que sin pérdida de tiempo se dirigiese a las Indias atendiendo en ello los detalles e indicaciones que le fueren transmitidos por los frailes jerónimos.

El prior se reunió en cónclave secreto con once frailes elegidos por su lealtad, inteligencia y condición física. Todos ellos juraron mantener el secreto de la misión que se les iba a encomendar antes de que su prior les revelara el contenido de la misma. La constitución de la Hermandad de los Custodios del Tesoro se celebró en los sótanos del Monasterio de El Escorial, a los que la docena de frailes accedió por una entrada secreta situada bajo la esquina suroccidental del magno edificio.

Aquel lugar, apenas iluminado por cuatro teas de resina, era fresco y ligeramente húmedo, encontrándose adosadas en tres de las cuatro paredes del habitáculo enormes tinajas, conteniendo las correspondientes a dos de los lados vino y las del tercero aceite. El muro libre de tinajas estaba ocupado por diferentes estanques largos y estrechos con distintas alturas decrecientes para facilitar el discurrir de agua de unos a otros y así facilitar su renovación, ya que funcionaban como piscifactoría para la cría de truchas.

En ese ambiente lúgubre donde el silencio dominante era suavemente alterado sólo por el murmullo del agua pasando de unos estanques a otros, los doce frailes allí congregados, hicieron uno a uno voto de silencio hacia el exterior de la hermandad en todo lo referente al objeto de la misma.

Acababa de terminar su juramento el último monje, cuando un escalofriante sonido de ultratumba proveniente de las entrañas de la tierra, hizo que los doce hombres se sobrecogieran sin saber que hacer ni que decir.

Cuando el sonido desapareció para dar paso a un silencio sepulcral, uno de los once elegidos se dirigió al prior.

– ¿Que ha sido eso?

– Parecía como una mezcla de rugido y lamento de un monstruo encerrado – dijo otro al que le temblaba la voz.

– El voto de silencio que acabáis de profesar – respondió el prior -, debe hacerse extensivo al sonido que habéis escuchado y al relato del que a continuación os haré partícipes.

Los once monjes asintieron en señal de aceptación sobre la ampliación del juramento y rodearon a su prior para escuchar lo que éste les iba a revelar.

– Debéis saber – comenzó mirando a todos y cada uno de ellos -, que la ubicación de este monasterio no es casual.

– ¿No es cierto que nuestra orden monástica intervino en la elección de este lugar? – indicó uno de los monjes.

– En efecto, ello fue recomendado al rey por nuestro anterior prior. La razón fue que Lucifer habitó en una cueva situada a los pies del monte Abantos. Y justo antes de que el Todopoderoso lo expulsara al infierno, creo siete puertas en la Tierra para acceder a las tinieblas, y una de esas puerta está precisamente bajo este monasterio.

– Entonces el monstruo que ha emitido ese sonido terrorífico, no es otro que el mismísimo Lucifer – interrumpió uno de los frailes más jóvenes.

– No debéis alteraros – continuó el prior -. El día que nuestro anterior prior y el entonces secretario del rey, don Pedro de Hoyo, se acercaron a los pies del monte Abantos para confirmar el lugar, fueron recibidos por un viento huracanado, que no les dejaba llegar al sitio lanzando contra sus rostros las bardas de la pared de una viñuela. Aun estando convencidos de que se trataba del soplo de Lucifer, sobrevivieron al mismo. No obstante y para mayor seguridad, la recomendación al monarca fe construir cuanto antes este monasterio, para sellar para siempre una de las siete puertas del infierno.

A continuación, el prior entregó a los frailes las cédulas reales que les permitirían conseguir la ayuda necesaria para el cumplimiento de la misión. Tal y como les explicó, consistía en recaudar el tesoro en Cartagena de Indias y reunirse en la bahía de la Habana con la flota procedente de México. De este modo podrían contar en el viaje de vuelta con una amplia superioridad numérica, frente a los ataques piratas que de seguro sufrirían.

Después debían proseguir viaje hasta la altura de las islas azores donde las dos flotas se separarían, dirigiéndose la de México hacia Cádiz siguiendo su ruta habitual. Los barcos procedentes de Cartagena, con los jerónimos a bordo, recalarían en distintos puertos del Cantábrico. Una vez en tierra y con la carga repartida en partes más pequeñas, para evitar los posibles riesgos tanto del asalto de ladrones como de la avidez de los recaudadores, deberían dirigirse hacia El Escorial para la ocultación definitiva del tesoro.

El 20 de enero de 1589 once frailes jerónimos salieron del El Escorial con dirección al norte de la costa española, lo que constituía el inicio de la misión real que tenían encomendada.

Tras un mes transitando caminos y atravesando diversos pueblos de Castilla, donde aprovecharon para reclutar hombres dispuestos a hacer el gran viaje a las Indias, llegaron al puerto de Santander. Con un ligero bamboleo provocado por el tenue oleaje que ingresaba por la bocana del puerto, se hallaban amarrados los navíos supervivientes de la Gran Armada. Fray Pedro de la Serna encabezaba el grupo formado por los once frailes más 162 hombres y varios carros tirados por parejas de bueyes, cuyo contenido oculto por lonas debía ser pesado en exceso a la vista del esfuerzo que los mansos hacían en el tiro.

Antonio Alvear había sido ascendido a comandante de la escuadra castellana, tras la retirada del cargo a Diego Flores Valdés, quien había sido arrestado por sus desavenencias con el duque de Medina Sidonia en el fallido asalto a Inglaterra. El comandante se encontraba en su navío cuando fue advertido que un fraile jerónimo, llamado Pedro de la Serna, con un mensaje del mismo rey Felipe II, le esperaba en tierra.

El nuevo comandante, ávido de noticias pues llevaba más de cuatro meses esperando instrucciones, se apresuró a desembarcar en busca del misterioso fraile.

– Fray Pedro, soy Antonio Alvear, comandante al mando de los navíos que aquí podéis ver y que sobrevivieron a los temporales que sufrimos frente a las islas británicas.

– Comandante, por esta misiva real entenderéis lo que se precisa de vos. Y a fuer de no perder tiempo, os ruego lo leáis en este instante para iniciar sin más dilación la misión que Su Majestad nos tiene encomendada – dijo el fraile sin titubeos.

– Pero…- leía don Antonio sorprendido -, me temo que para ese viaje no contamos con la marinería necesaria, pues perdimos una cantidad considerable de hombres en las tempestades. Como podéis observar necesitamos marineros y artilleros para esos 15 barcos, en los cuales hay que atender 14 de ellos con 24 cañones cada uno y aquel que yo capitaneo de 36 cañones – terminó señalando con orgullo al San Cristóbal.

– No debéis preocuparos por ello, ya que conmigo y mis hermanos vienen 162 hombres dispuestos a hacer la travesía, donde tendrán tiempo de aprender los oficios de artillería y marinería. El resto de hombres que sean necesarios nos los proporcionará el alcalde de esta ciudad a través de la correspondiente recluta – dijo con total aplomo.

Continuó explicando fray Pedro de la Serna, que en tierra permanecerían seis de sus hermanos jerónimos y los arrieros que conducían los carros que esperaban a la entrada del puerto. El comandante preguntó intrigado por el contenido de los carros, a lo que el jerónimo respondió que estaban cargados con adoquines de piedra que transportarían a las Indias.