Kitabı oku: «Construcción política de la nación peruana», sayfa 13

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Esto significaba entregar el Perú a los españoles. Por eso, Sánchez Carrión planteó el viejo dilema: de los dos males, el mal menor. “Si es el único medio de salvar la República —dijo— voto por él”126.

El triunfo en esta pugna favoreció, pues, al coronel Riva Agüero, pero dejó abierta una profunda e insalvable brecha entre el Congreso y el Ejército. Luna Pizarro y otros congresistas se exiliaron en Chile y los militares, con el indicado coronel a la cabeza, tomaron el poder127. Después de sufrir esta imposición, la Asamblea fue dócil a las insinuaciones castrenses y confirió, a los pocos días (4 de marzo), no solo el alto grado de Gran Mariscal del Perú al advenedizo Presidente de la República, sino también la potestad “de usar la banda bicolor como distintivo del Poder Ejecutivo”128. Asimismo, se le daba el título de Presidente y el tratamiento de Excelencia, encargándole la administración del Poder Ejecutivo129. De esta forma, Riva Agüero ingresó a la Casa de Pizarro y tomó posesión del legendario sillón, convirtiéndose, históricamente, en el primer mandatario republicano. El hombre que había jugado un papel importante durante la crucial etapa de la lucha independentista, de pronto se hallaba convertido, por la acción de las armas impositivas, en el flamante gobernante130.

¿Qué significado histórico se le puede asignar al “motín de Balconcillo” y a la actitud de Riva Agüero? La rebelión de Balconcillo, incuestionablemente, fue la escena culminante en la vida de Riva Agüero como caudillo y un episodio de hondas repercusiones, no solo inmediatas, sino futuras en la vida nacional, porque en Balconcillo se dio por primera vez el caso (repetido en nuestra azarosa historia) de los alzamientos militares. José de la Riva Agüero y Osma (1965) ha escrito:

Y allí también es donde, con este suceso, se echaron las semillas de la discordia y la rivalidad entre los poderes Legislativo y Ejecutivo, que en el caso particular del presidente Riva Agüero, culminara en una situación de ruptura fatal e irreconciliable. (p. 65)

Jorge Basadre (1968) conceptúa que “el motín de Balconcillo fue el primer choque que hubo entre el militarismo y el caudillaje, de un lado, y el utopismo parlamentario de otro”131 (t. I, p. 28). De este modo, visto desde la distancia del tiempo transcurrido, puede afirmarse que el coronel Riva Agüero colmaba sus ansiadas y un tanto diferidas aspiraciones. Había logrado lo que en su concepto le pertenecía, por su destacada e innegable contribución a la causa independiente. Hasta ese momento su aspiración no había sido satisfecha y probablemente en su espíritu se medían con largueza sus esfuerzos y sacrificios que no concordaban con su figuración de segundo orden en el tinglado de los pro-hombres de la independencia nacional. Sin embargo, ni por un instante pudo imaginarse la amarga sorpresa que el destino le deparaba: castigar su soberbia y exagerada ambición. ¿ Se mereció tremendo veredicto?

En términos estrictamente históricos, hay que decir (sin exculpar su agurrienta conducta de poder) que Riva Agüero emergió en esos momentos como una viva esperanza de muchos de sus compatriotas para poner fin a la crisis que se había generado. Era la hora en que la naciente república no solo soportaba sobre sus frágiles hombros la pesada carga de graves y múltiples desaciertos, sino que era víctima de la terrible confusión ideológica reinante y de su correlato el desconcierto colectivo que siguió al desafortunado mandato de la citada Junta Gubernativa.

Así, pues, hacia fines de febrero de 1823, sin que la guerra de la libertad hubiese concluido, se iniciaba una cadena interminable de golpes militares como expresión de lo, que más tarde, se convertiría prácticamente en una costumbre política en nuestra vida nacional. Cinco meses —repetimos— había durado la Junta Gubernativa; pero en ese tiempo, la incapacidad política de sus miembros no abordó el problema de la guerra, que era el principal. Descendió, más bien, a las minucias, dando la sensación —como dice Mariano Felipe Paz Soldán (1962)— de que se trataba “de una junta de administradores que cumplía mal los encargos del Congreso”. Empezaba, de esta suerte, no solo el sistema de un excesivo autoritarismo, sino también de la terrible y nefasta anarquía devoradora de hombres e instituciones.

Ahora bien, catapulteado Riva Agüero al mando presidencial por el primer golpe militar republicano, se inauguró la Magistratura Suprema de la República. Tuvo un bautizo tumultuoso y de bayonetas y nació apadrinada por el Ejército. El flamante mandatario, sin embargo, iba a ejercer por breve lapso el poder y de manera turbulenta. En efecto, desde el 28 de febrero de 1823 en que llegó a Palacio hasta el 25 de noviembre en que fue expatriado (casi nueve meses) su gestión se vio turbada por una cadena permanente e interminable de tropiezos y desencuentros, donde los odios y las pasiones no estuvieron ausentes. Tan grave fue su desventura política que ella, esquemáticamente, puede sintetizarse en tres instancias sucesivas que, en el fondo, constituían parte de un todo complejo e infausto:

a) La pugna de Riva Agüero con el Congreso Constituyente

b) La pugna de Riva Agüero con Torre Tagle

c) La pugna de Riva Agüero con Bolívar

Al vaivén de esta dificilísima coyuntura, el ex coronel de milicias encaró la administración de la cosa pública con las limitaciones y los inconvenientes que es lógico suponer en momentos tan inciertos como aquellos. En sus Memorias dice: “Colocado al frente de los negocios públicos, procuré tocar todos los resortes para organizar un ejército, equiparlo y aumentar las fuerzas navales, conservar la Plaza del Callao y buscar arbitrios para facilitar fondos y créditos de que carecía la República” (citado por Rávago, 1959, p. 170)132. Inclusive, los agentes principales de la vida nacional mostraron ante él un cierto recelo y resquemor. El comercio, por ejemplo (de origen judío como casi todo el comercio español de las antiguas colonias), hacía esfuerzos para aquietar la intemperancia en las esferas de la alta política; pero —observa Manuel Nemesio Vargas (1903-1940)— no precisamente “para contribuir a salvar la nacionalidad ni los principios de ésta o aquella causa pública, sino para negociar con los caudales del país” (p. 97). Asimismo, el clero y las altas clases de la sociedad limeña anhelaban un gobierno que les salvase sus fueros y bienes. En cambio, los sectores populares no mediatizados y determinados segmentos de la clase política capitalina, mostraron no solo un acercamiento auspicioso al nuevo mandatario, sino también una renovada esperanza en su buen desempeño.

La personalidad carismática de Riva Agüero, su reconocida trayectoria revolucionaria y su enorme popularidad, sin duda alguna, actuaron como factores decisivos y favorables en la definición de esta actitud positiva de carácter colectivo. En carta privada a Bolívar (24 de mayo de 1823), Sucre dio testimonio de la incansable actividad desplegada por Riva Agüero desde el inicio de su gestión:

Cualquiera que haya sido el modo cómo fue colocado el señor Riva Agüero en la Primera Magistrtura; cualquiera que sea su comportamiento respecto a las divisiones auxiliares; cualquiera que sea su buena o mala fe, respecto a nosotros, lo cierto es que él, puesto al frente de los negocios públicos, restableció la opinión, conservó el país y empleó todos los medios de expedicionar sobre los enemigos españoles. Conserva buena armonía con los otros grupos y, lo que es más, no es contrario al pueblo ni es la voluntad de éste cambiar de mandatario cada día. (Citado por Lecuna, 1950, p. 80)

A la larga, la armonía ponderada por el joven e ilustre general se rompió. Pronto, las desavenencias entre los dos poderes del Estado se hicieron presentes. Pero, ¿cuáles fueron las principales manifestaciones de la discordancia entre Riva Agüero y el Congreso?, ¿qué consecuencias políticas se derivaron de ellas?, ¿fue imposible una reconciliación? Estas y otras reflexiones podrían plantearse alrededor de tan delicado y embarazoso asunto. Para empezar, debe señalarse que al forzar Riva Agüero su elección en febrero de 1823, contó con enemigos agazapados en el Congreso Constituyente que nunca le perdonaron su venal comportamiento. Solo esperaban la ocasión propicia para manifestarse. Mientras tanto el flamante gobernante respondía a las gravísimas exigencias del momento, iniciando una administración activa, enérgica y atinada, cuyas miras apuntaban, esencialmente, a la continuación de la guerra por la libertad. En pocas semanas (desplegando una energía asombrosa) organizó un ejército predominantemente nacional cuyo mando confió a Santa Cruz133; adquirió armamento en Chile, uniformes y pertrechos de guerra; tuvo participación decidida en el logro del empréstito de 1 200 000 libras esterlinas pactado en octubre de 1822 por los comisionados de San Martín; consiguió, por medio de representantes diplomáticos, que Bolívar enviara un ejército auxiliar importante; planteó arreglos con Chile y con las Provincias del Río de La Plata para que cooperaran con nuevas tropas a la guerra contra los realistas; reorganizó la escuadra peruana, cuyo mando confió a Guise. El general Guillermo Miller, testigo de esos días, dice en sus Memorias (1975):

Los pasos y actividad de Riva Agüero fueron productivos e infatigables. Alcanzó la cooperación eficaz de los comerciantes más poderosos y de mayor influencia, extranjeros y nacionales; adoptó medidas para hacer efectivo el empréstito verificado en Londres; hizo contrata de abastecimientos, y los preparativos para poner operativos los transportes que habían de conducir la expedición proyectada de Santa Cruz se activaban día y noche. (p. 216)

En una palabra, colocó al país en un verdadero estado de movilización militar134. El Congreso —dice Dávalos y Lissón (1924) no tan afecto a la persona de Riva Agüero— se contagió rápidamente con el ímpetu del vehemente mandatario, compartiendo no solo iguales afanes, sino también prestando su colaboración eficaz a las iniciativas del Ejecutivo135.

Encontrándose en estos estimables afanes, Riva Agüero tuvo noticias de que en Londres habían finalizado las negociaciones entabladas por San Martín para obtener un empréstito directo136. Entonces —dice su mejor biógrafo Enrique Rávago (1959)— engreído por sus innegables éxitos en la diplomacia y por sus visibles méritos de organizador, imaginaba ardientemente dar libertad al Perú bajo su mandato, haciendo exclusión de todo poder extraño que pudiera superarlo o arrebatarle parte de su prestigio y autoridad; para obtener este resultado, deseaba que sus generales batieran cuanto antes a los agrupamientos realistas, enseñoreados en los ricos y extensos territorios de los Andes, que se tornaban más amenazadores y orgullosos, especialmente después de sus rotundas victorias de la Mamacona, Torata y Moquegua. El loable afán nacionalista y el noble entusiasmo patriótico de Riva Agüero, iban a ser la causa de su ruina, pues Bolívar con el fin de presentarse como el salvador del país, iba a envolverlo —como veremos de inmediato— en un estrecho círculo de intrigas y enfrentamientos.

Para el mes de mayo de 1823, un nuevo ejército totalmente peruano como lo quería Unanue, se hallaba listo a reanudar las operaciones militares por Puertos Intermedios. Al frente de las tropas expedicionarias iba a marchar el general Santa Cruz, el mismo jefe del movimiento militar de Balconcillo. Pero estas fuerzas, como las anteriores, estaban de antemano condenadas a fracasar, en vista de que los factores esenciales al éxito de la campaña (el apoyo militar de Chile, la expedición argentina por las fronteras de Potosí, la división auxiliar del Centro, etcétera) no llegaron a efectivizarse. Por esta razón, la Segunda Expedición a Intermedios, como la primera al mando de Alvarado, fracasó estrepitosamente; solo escasos elementos lograron salvarse, perdiéndose en rápidos días el fruto de laboriosos preparativos y, lo que es más importante, la cohesión indispensable para proseguir la guerra (Dellepiane, 1965, I, p. 165; García Rosell, 1978, p. 71).

Al llegar el mes de junio de aquel año de 1823 (mes clave en la vida nacional), el cotarro político empezó nuevamente a alborotarse; las relaciones entre el Ejecutivo y el Congreso se deterioraron en detrimento de la institucionalidad del país. ¿El motivo? El inminente ingreso a Lima del ejército realista al mando del general José Canterac, que tuvo lugar el 18 de junio. La Asamblea, de acuerdo a la decisión tomada con anterioridad, se vio obligada a trasladarse (por medidas de seguridad y a sugerencia de Sucre) al Callao; lo mismo hizo el Ejecutivo con Riva Agüero a la cabeza. En aquel puerto, el organismo legislativo adoptó, entre otros, tres acuerdos que actualizarían el conflicto: a) insistir en la invitación a Bolívar para su venida al Perú; b) nombrar a Sucre Jefe Político y Militar del Perú; y c) trasladarse a Trujillo. Con estas medidas (provocadoras e inoportunas) la discordia, latente desde meses atrás, se actualizaba137. En efecto, el nombramiento de Sucre significaba la anulación de la autoridad de Riva Agüero, cuya investidura podía considerarse desde ya meramente decorativa; consecuentemente, la cabeza fea de la anarquía se asomó de nuevo. Pero el Congreso fue más allá. Consideró llegada la oportunidad de vengarse por el ultraje que le había inferido Riva Agüero a través del “motín de Balconcillo” y protegido por las fuerzas grancolombianas decidió no solo declararlo cesante en la Presidencia de la República por decreto de 22 de junio, sino también decretar su expatriación de inmediato. Sucre manifestó su aparente desacuerdo con esta medida violenta y entró en conversaciones con Riva Agüero para apaciguar la situación. Se decidió que este iría a Trujillo detentando su alta investidura y Sucre quedaría ejerciendo el cargo militar en Lima. Riva Agüero, acompañado de un grupo de congresistas adictos a su causa y de sus ministros, se embarcó en la fragata Peruviana con rumbo al norte; desembarcó en Huanchaco y se instaló en Trujillo. Allí tomó el control político y militar de este departamento138. Semanas después (en abierta y violenta represalia a las medidas mencionadas) disolvió el Congreso, desterró a sus integrantes más refractarios y creó (19 de julio) un Senado de diez miembros o vocales

uno por cada uno de los departamentos del Perú, los cuales debían asesorar al gobierno y presentar los proyectos de ley que juzgasen necesarios. Fueron nombrados: Nicolás de Araníbar por Arequipa, Toribio Dávalos por la costa, José Pezet por el Cusco, Rafael Miranda por Huamanga, Justo Figuerola por Huancavelica, José de Larrea y Loredo por Huaylas, Manuel de Arias por Lima, Francisco Salazar por Puno, Hipólito Unanue por Tacna y Martín de Ostolaza por Trujillo. Además, se nombró como secretario, con honores de senador, a Juan Zevallos. (Vargas Ugarte, 1966, VI, p. 282)139

Con ello, Riva Agüero se convertía en el autor del primer derrocamiento de los liberales enquistados en el Congreso140.

Abandonada la capital por los realistas (16 de julio), fue ocupada por las tropas patriotas salidas del Real Felipe. Torre Tagle, quien había llegado por esos días del norte, fue encargado por Sucre de la Presidencia de la República, en tanto durara la permanencia de Riva Agüero en Trujillo141. De inmediato, Torre Tagle (que era en esos instantes el hombre de las decisiones y a quien rodeaban los adversarios irreductibles de Riva Agüero) reunió en Lima a los diputados que no habían ido a Trujillo y restableció el funcionamiento del Congreso142. La Asamblea, en gratitud, validó la propuesta de Sucre de instituir a Torre Tagle como Presidente de la República; con ello, el prestigioso marqués aparecía como “el representante legítimo del poder legislativo constitucional”143. Por acuerdo del Congreso, Unanue (ya reincorporado a este) redactó un Manifiesto que se imprimió en el periódico oficial el 19 de agosto. Es un documento notable por el ardor principista con que está redactado y por la dialéctica apasionada y vibrante que reclaman las grandes crisis nacionales. Entre otras cosas señalaba:

La Historia se encargará de juzgar estos hechos. Existe el Soberano Congreso, y sus fatigas no han sido ni serán otras que las de los hombres libres. Este es el voto general de la nación que siempre partirá del centro del Soberano Congreso y que se dejará oír en el último rincón del Perú, antes que dejar de existir por retrogradar en la carrera de la libertad. Odio a la tiranía y a los tiranos: unión, firmeza, constancia y el fantasma del poder insensato, será derrocado y aniquilado por sí mismo. (p. 2)

En el documento, señala el padre Vargas Ugarte (1966):

se delataba el atentado cometido por Riva Agüero que, en opinión de los congresistas, no tenía parangón en la historia del despotismo ni en las épocas de la degradación de la especie humana. Al ilustre limeño se le aplicaban los más denigrantes epítetos: insensato, ambicioso, tirano, déspota, hijo desnaturalizado, bastardo hijo de Lima,; en una palabra, monstruo. Lo firmaron 48 diputados, pero llama verdaderamente la atención que pusiesen su firma al pie hombres como Toribio Rodríguez de Mendoza, Juan Antonio Andueza, Hipólito Unanue, Carlos Pedemonte y Felipe Antonio Alvarado. La insensatez y el odio corrían parejos en uno y otro bando y parecía que libraban un verdadero certamen. (T. VI, p. 282)

De este modo, en agosto de 1823 el Perú estaba dividido con dos presidentes, dos Congresos (uno en Lima y el otro en Trujillo), sin contar la autoridad y el mando territorial que se había conferido a Sucre. Por encima de todos, sin embargo, había un enemigo en común: el ejército español acantonado en la sierra. Por enésima vez, la disputa del poder obligaba a pasar a un segundo plano la lucha contra los realistas; ella, asimismo, abría las puertas a Bolívar para ingresar como salvador de la situación. Manuel Burga (1995) señala algo que es interesante destacar: la progresiva metamorfosis sufrida por los dos ocasionales presidentes. Ante la inminente presencia de Bolívar, ambos personajes se vuelven críticos de los excesos republicanos, del jacobinismo liberal, de la utopía social defendida por Sánchez Carrión y se convierten en moderados defensores de una transición más ordenada, gradual, casi sanmartiniana, combinada con un extraño nacionalismo y una rotunda oposición a la presencia de ejércitos y jefes militares extranjeros.

En síntesis y de acuerdo a lo expresado por Vargas Ugarte (1966), el cuadro que ofrecía la política del Perú a mediados del año 1823 era

fatal bajo todos los aspectos, pues se había iniciado con los desastres de La Mamacona, Torata y Moquegua, y había dado el triste espectáculo de una revolución militar que se impuso a los congresistas alebronados ante el brillo de las bayonetas y tras la desgraciada campaña del Alto Perú o, simultáneamente, con ella, envolvía en las turbias olas de la discordia y de la saña política al primer Congreso y al primer Presidente del Perú. (VI, p. 282)

¿Cuál fue la actitud de Riva Agüero frente a los deseos vehementes de Bolívar de venir al Perú? Históricamente, el dilema de la conveniencia o desventaja de la presencia del Libertador en nuestro territorio, se remonta al instante en que el protector San Martín dimitió y se marchó del país en setiembre de 1822. Se produjo entonces un punto de quiebre entre quienes eran partidarios del arribo de Bolívar y de quienes se oponían a él. El Congreso y la Junta Gubernativa se contaban entre los primeros; muchos peruanos (entre ellos Riva Agüero) pensaban lo contrario144. Sin embargo, las circunstancias (sobre todo políticas y militares) que a partir de aquella fecha conmovieron al país, hizo variar de rumbo las expectativas en torno a la presencia del militar caraqueño. Los innegables éxitos de Bolívar en el norte, sin duda alguna, coadyuvaron también a este cambio de conducta. Riva Agüero (que en lo más profundo de su psique era contrario a la presencia de los advenedizos) al final tuvo que nadar contra la corriente145.

Efectivamente, su primer acto como gobernante fue escribir a Bolívar haciéndole conocer su ascensión al mando, manifestándole la admiración que sentía por él y solicitándole su inestimable colaboración146. Riva Agüero comprendía (al igual que la inmensa mayoría) que la obra de la Independencia era empresa común de los americanos y estando en peligro su proyecto para darle el golpe de gracia al poder español en el Perú, era indispensable recurrir a los países vecinos con el objeto de solicitar su concurso y auxilio147. En tal sentido —escribe Enrique Rávago (1959)— lo primero que hizo fue enviar un comisionado al Libertador, quien se encontraba en Guayaquil con algunos batallones expeditos para combatir a las fuerzas virreinales. Esta circunstancia, tan favorable al Perú, indujo a Riva Agüero a pedirle ayuda a Bolívar, nombrando al general Mariano Portocarrero para el cumplimiento de tal misión, con amplias facultades para tratar las condiciones en que debía traducirse el auxilio colombiano ofrecido por el Libertador meses atrás cuando se hallaba en Cuenca.

José de la Riva Agüero y Osma, nieto del presidente —en su libro La Historia en el Perú (1965)— sostiene con acierto que el prócer hizo esto forzado por las circunstancias militares e internacionales y por razones políticas, siendo contrario en lo íntimo a la intervención auxiliar foránea: “El presidente jamás pudo desear sinceramente la participación de Bolívar, pues ella entrañaba, conjuntamente y por fuerza, la anulación del poder presidencial y de la autonomía peruana” (p. 72). No obstante, Riva Agüero llamó a Bolívar y este hecho tuvo —como ocurrió más tarde— un enorme significado en el proceso histórico del enfrentamiento entre ambos. Por otro lado, cualesquiera que hubiesen sido las razones que tuvo el presidente para llamar al Libertador, fingidamente o no, al pedirle su colaboración obviamente comprometía al venezolano no solo con él, sino con todo el pueblo peruano. En el discurso del general Portocarrero a Bolívar se lee que “el primer paso de Riva Agüero fue buscar el apoyo del héroe de América”148 (citado por Rávago, 1959, p. 216). El Libertador, en su contestación al comisionado peruano, reconocía expresamente que

el Perú no podía elegir a un Jefe más digno de su administración que el Presidente Riva Agüero. La suerte de la bella República Peruana está ya asegurada, porque tiene un gobierno de corazón, un ejército peruano y a Colombia de auxiliar. Si: Colombia cumplirá su deber en el Perú149. (Citado por Rávago, 1959, p. 217)

Hay otros historiadores (Manuel Nemesio Vargas, por ejemplo) que opinan que al llamar Riva Agüero a Bolívar procedió con sinceridad e hidalguía; afirma, inclusive, que el mandatario puso especial empeño para no fracasar.

No contento con la formal invitación el presidente comisionó al marqués de Villa Fuerte y a Francisco Mendoza, para que viajaran en el bergantín Balcárcel a fin de apoyar a Portocarrero en la misión de atraerlo. Tal era el optimismo que animaba a nuestro presidente, que dispuso el envío de transportes para conducir al territorio nacional las tropas que Bolívar facilitara. (p. 134)

Por su parte, Bolívar había enviado a Lima a Luis Urdaneta, como su agente diplomático, con la misión de ofrecer, por segunda vez, el auxilio de las fuerzas colombianas.

Cuando Portocarrero arribó a Guayaquil a bordo de la Macedonia, se encontró con un ejército al mando del general Manuel Valdez pronto a acudir en auxilio del Perú. El representante peruano llegó a suscribir un tratado con el general Juan Paz del Castillo, mediante el cual Colombia auxiliaría al Perú con 6000 hombres, en condiciones que antes había rechazado la Junta Gubernativa. El tratado de auxilio celebrado en Lima el 29 de marzo de 1823, estipulaba “que las fuerzas colombianas obrarían al mando de sus jefes de manera independiente, que el Perú pagaría todos los gastos y que al final de la guerra reemplazaría las bajas hombre por hombre” (citado por Rávago, 1959, p. 64); estipulaciones que en 1827 fueron los principales pretextos de la guerra entre ambas naciones. Con las tropas auxiliares colombianas a su mando, venía Sucre como Ministro Plenipotenciario de Colombia para tratar y resolver como delegado del Libertador, todo lo que se refiriera a la división auxiliar en cuanto a la guerra, la política, la diplomacia y la administración militar (Rávago, 1959, p. 66). Con la presencia del lugarteniente de Bolívar, la suerte del presidente Riva Agüero prácticamente estaba echada. Era el comienzo de su fin.

Para concluir con el presente apartado, cabe preguntarse ¿cuáles fueron los principales rasgos vitales de este personaje que tuvo la desdicha no solo de convertirse en un gobernante acosado, sino también de gobernar simultáneamente con Torre Tagle de mala manera?150. José Mariano de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, conde de Pruvonena, nació en Lima el 3 de mayo de 1783, durante el breve gobierno del virrey Agustín de Jáuregui y Aldecoa. Descendiente de una familia muy antigua de España, su padre fue don José de la Riva Agüero y Basso de la Rovere y su madre doña Josefa Sánchez de Aguilar Boquete y Román de Aulestia, natural de Lima y hermana mayor del último marqués de Monte Alegre de Aulestia. Recibió la educación que correspondía a sus antecedentes familiares, siendo enviado a temprana edad a España en donde dirigió su formación moral e intelectual su tío político el marino andaluz Nicolás Bertodano, jefe del arsenal de la Carraca. No siguió la carrera militar ni otra de armas como lo deseaban su padre y sus parientes más connotados y cercanos151.

Por distintos motivos viajó por Francia, Inglaterra y otros países de la deslumbrante Europa. Sus inquietudes juveniles determinaron que interrumpiera sus estudios de leyes. Ya en esta época había surgido en él la idea de trabajar por la Independencia habiendo trabado amistad con los principales inspiradores y propiciadores de la libertad de América. Tuvo conexión con el célebre ministro inglés Jorge Canning, a quien propuso planes libertarios que algún interés podrían haberle merecido al país pionero de la Revolución Industrial. Posteriormente, fue agente secreto de las Juntas Separatistas de Buenos Aires y Chile. De retorno a Lima (1810), continuó su labor en búsqueda de la ruptura política, desarrollando una febril e intensa actividad conspiradora. Fue director y fundador de logias y clubes secretos al estilo de los que funcionaban en Europa, hacía algunos años, por la iniciativa y bajo la inspiración de Francisco de Miranda y Pablo de Olavide152. Asimismo, al servicio de la causa lo dio todo de sí, incluyendo sus personales dotes de noble, pues le valía su ascendencia social, sus vinculaciones por lazos de parentesco y de clase con la nobleza, su permanente y estrecho contacto con lo más selecto de la juventud y de los grupos sociales potentados. Vicuña Mackenna (1924) dice: “Riva Agüero entraba en los planes de la Revolución acatando los pergaminos de su alcurnia” (p. 43).

Habiéndose destacado en el Viejo Mundo como prominente americano en la lucha emancipadora, Riva Agüero fue un espíritu rebelde y se resistió siempre al trato que le prestaron las autoridades virreinales. En la antigua capital de los virreyes, sería el blanco de las descargas más iracundas de los recalcitrantes instrumentos de la dominación. No atemperaban éstas ni siquiera los triunfos fugaces que por ese entonces cosechaba el poder hispano en el Alto Perú, Chile, Nueva Granada, Huamanga y Huánuco, siendo Riva Agüero junto con su familia hostilizados por las autoridades del tambaleante dominio español. Afirma el citado Vicuña Mackenna que cuando nuestro compatriota emprendió su regreso al continente, estaba sindicado como uno de los más peligrosos revolucionarios. Buenos informes tendría la autoridad virreinal de sus actividades cuando mereció la celosa y tenaz vigilancia de que fue objeto en todas las etapas de su viaje y en la capital limeña. Riva Agüero confiesa:

Mi ruta de España la había hecho por el Río de La Plata, a donde llegué el año de 1809 y como hubiere atravesado las pampas para llegar a Chile, tuve en todo el tránsito que experimentar los furores de la más obstinada persecución. Lo mismo ocurrió a mi llegada a Lima153. (p. 3)

Pero, ciertamente, Riva Agüero no solo alentó intelectual y cómodamente, desde el extranjero o desde su gabinete, la revolución, sino que de manera paciente y con verdadero valor y patriotismo batalló como auténtico militante de la causa independentista. Desde 1810, o sea, desde que llegó a nuestra capital, el ilustre patriota se convirtió en activo e inmediato agente de la gesta emancipadora. La correspondencia informativa mantenida con gran vigor y riesgo con los rebeldes foráneos y nativos fue abundante y de mérito incalculable para los planes libertarios del Ejército Unido de San Martín. Las múltiples cartas de Neira a García del Río, hablan por sí de la dedicación esforzada y ejemplar de este peruano patriota y revolucionario, que fue el motor indiscutible de la acción independizadora nacional. Con justicia digna de resaltarse, Manuel de Mendiburu dice de él en su Diccionario histórico-biográfico (1931-1933):

Entre los peruanos que trabajaron en promover la Independencia por esos días, puede decirse que ninguno hizo mayores esfuerzos que Riva Agüero. Infatigable en sus maquinaciones contra el poder español, él formaba en Lima clubes secretos y sostenía correspondencia con los gobiernos de Buenos Aires y Santiago de Chile, proporcionándoles noticias importantes y sirviéndoles en Lima de agente secreto; él empleó su pluma escribiendo acerca de los derechos de la América para emanciparse del yugo español, y haciendo imprimir sus producciones en otros Estados. (T. VI, p. 98)

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