Kitabı oku: «Walter Benjamin: fragmento, umbralidad, fantasma», sayfa 2
La relación crítica entre Walter Benjamin y Henry James se redujo a la lectura que aquel realizara del unánimemente considerado más célebre de los relatos de fantasmas de la literatura universal, Otra vuelta de tuerca, y a la escueta consignación de esta obra como uno de los libros incluidos en su lista de lecturas, que Benjamin llevara con esmerado cuidado desde su época berlinesa. Sabemos, por una doble referencia en su correspondencia, que su lectura le fue recomendada por Gretel Karplus, quizás la amiga más leal y constante que tuviera, en una carta dirigida desde Nueva York, cuando este se encontraba en precarias y angustiosas condiciones materiales de existencia. En una misiva posterior cruzada desde París a Nueva York, Benjamin dejó constancia de la honda impresión causada por la lectura, afirmando que se trataba de una obra con un contenido sobrecogedor y expresando la ensoñación de poder abordar algún día su interpretación crítica en asocio con su corresponsal y el marido de esta, Adorno. El capítulo V explora las probables razones o las intuiciones que llevaron a formular uno de los juicios más elogiosos jamás otorgados por él, para, a partir suyo, intentar una lectura del relato de James desde los postulados críticos que Benjamin había desarrollado de manera ejemplar en su insuperada aproximación hermenéutica a Las afinidades electivas, la novela tardía de Goethe, cuya comprensión dominante se modificara por entero a partir de su ensayo. Con tal propósito se pesquisan en la obra de James y en autores que lo influyeron los tres ejes que sirvieron para la construcción del relato: los fantasmas o espectros, el ambiguo e inquietante papel desempeñado por las institutrices y la temática del sacrificio del infante. Ello posibilita abordar la obra en cuestión como una pequeña y magistral suma de estos motivos asperjados, a modo de factores dramáticos, en buena parte de su extensa obra, pero puestos ahora en función de develar una refinada estrategia de imposición visual que la narradora sin nombre, utilizada por James, ejerce sobre sus pupilos y sobre el propio lector para finalmente conducir al homicidio por asfixia, dentro de una clara toma de posición política y en una perspectiva anticipatoriamente decolonial de desvelamiento del fantasma como artefacto de sometimiento y destrucción. Los espectros de Marx se correlacionan pues, inesperadamente, con los fantasmas jamesianos, a partir de una situación en la que su empleo multitudinario por el nazismo en la Europa ad portas de caer en sus garras permitió atisbar este subterráneo parentesco releyendo en clave muy distinta a la habitual el texto de James.
Desde sus primerizas narraciones como viajero y memorialista de la Berlín de su infancia, Benjamin desarrolló una peculiar apreciación del umbral, sensorial e intelectiva a la vez. Su empleo como noción inicialmente descriptiva paisajística y de la espacialidad urbana se trasladó a sus reflexiones en torno al color y la fantasía, permeó sus experiencias psicotrópicas, habilitó aproximaciones de crítica literaria y fue de manera progresiva adquiriendo una creciente consistencia y capacidad heurística. Tanto en su tesis doctoral, pero no menos en su monumental obra inconclusa sobre los pasajes y en su texto póstumo con sus tesis sobre la historia, la categoría ganó en complejidad y centralidad al punto de convertirse en una de sus herramientas conceptuales cruciales. Adscrita tanto a una arquitectónica como a una tectónica cultural, histórica y política, la umbralidad como espacio material o inmaterial de indecibilidad ofrece maneras de pensar nociones hoy claves en las ciencias sociales y humanas, como la hibridación, la excepción y la contradicción, desde términos diferenciados y alternativos. El capítulo final se ocupa de esta indagación tanto arqueológica como genealógica, descubriendo una continuidad inusitada en el empleo de la categoría dentro del conjunto del opus benjaminiano. El relevo quizá más significativo en la utilización de la categoría de umbralidad se encuentra actualmente en la obra de Giorgio Agamben, de cuya fructífera aplicación a una diversidad de tópicos se plantean algunos de los modos para su empleo, y cuya pertinencia para nuestra situación contemporánea se esboza en sus presupuestos básicos de partida.
Si bien cada capítulo está concebido de manera independiente, se encuentran reflejos y alusiones cruzadas, cuya fugaz correspondencia aspira a intensificar la dilucidación planteada en cada uno de ellos. El motivo seminal de su elaboración se remonta, como en tantos casos, a un encuentro con su tesis de grado hecho de deslumbramiento y estupor hace casi ya un cuarto de siglo, cuyas dos primeras lecturas resultaron tan absolutamente indescifrables como irresistiblemente cautivadoras. El presente texto es una de las consecuencias de este cautiverio cuyos barrotes han sido desde entonces líneas de fuga. Y en estos días, donde vientos neofascistas recorren todas las latitudes geopolíticas bajo vulgares carismas celebrados por los medios masivos, la actualización del sensorio benjaminiano que los detectara precozmente en su primera irrupción histórica hace un siglo puede brindar a este texto un interés adicional.
La matri(x)z cristiano-capitalista: interioridad y culto en Deleuze y Benjamin
Redactados en una etapa temprana del respectivo desarrollo filosófico de cada autor, Capitalismo como religión (1921), escrito temprano de Walter Benjamin,1 y De Cristo a la burguesía (1946), escrito inicial de Gilles Deleuze,2 constituyen sendos textos de un pensamiento apenas en surgimiento, cuyas derivaciones posteriores ampliarían contenidos seminales por parte de cada uno. Un amplio número de rasgos comunes en la génesis e índole de su escritura los vinculan: precocidad, carácter fragmentario, estilo impresionista, densidad intuitiva, relativo olvido posterior, vetas analíticas que marcarían complejas problematizaciones posteriores y, quizá por encima de todos, la enigmática formulación primeriza de un pensamiento que habría de marcar una obra filosófica que, con la fuerza de un tsunami, deshizo todas las reparticiones disciplinares y las fronteras entre las ciencias sociales, consecuentemente marxista pese a todos los ataques, fiel al postulado revolucionario y comprometidamente polémico de cara a las corrientes dominantes en la academia de su época.
Ambos textos están formulados en términos categóricos, con un tono apodíctico apto para su intencionalidad polémica y pensados por alguien con una ilimitada capacidad de provocación. Ambos tienen un carácter sumario que los abre a una multiplicidad interpretativa muy amplia, a una quizás inagotable capacidad de iluminación sobre textos posteriores y a teorizaciones mucho más complejas y sostenidas, es decir, su condición de escritos destinales que fijaron senderos de pensamiento resulta de particular atracción en cada autor como tal y en la constelación que los dos pueden ofrecer. Sin duda, lo anterior no sería suficiente para justificar un ensayo dedicado a estos dos textos casi lacónicos si no se diera una estricta complementariedad temática entre ambos: por un lado, la indagación sobre las implicaciones políticas e históricas que tuvo el advenimiento del cristianismo y la burguesía en la configuración de una subjetividad moderna y, por otro lado, el desciframiento del capitalismo como una religión cultual en sí misma, que ha sido considerada de alcance universal y permanente en los fastos de su puesta en escena.
La primera vertiente explorada en el texto de Deleuze constituye la dimensión interior de la religión cristiano-burguesa, mientras que la segunda es la dimensión exterior. La interioridad de la subjetividad, que como una novísima y perturbadora construcción histórica el cristianismo introdujo en oposición al mundo antiguo, en general, y griego en particular, y la exterioridad ritual, como celebración estatuida en un no menos nuevo ceremonial que en sus trazos y trazas compendiaba y llevaba a un régimen superior el conjunto de las religiones. Adicionalmente, la rotundez de la formulación en ambos casos no hace sino reforzarse si se toma en cuenta lo propuesto en la otra. Es decir, la nueva interioridad cristiana no habría tenido ni la influencia decisiva ni la extrema duración que la definió de no disponer de un ámbito cultual prolijamente construido como una práctica religiosa. Y, en sentido contrario, la dimensión exotérica y visible de esta celebración ritualizada no habría obtenido su amplitud escala de no contar con una interioridad personal subjetiva trabajada en profundidad desde la irrupción de la figura de Cristo hasta la Revolución francesa y su contrato social-burgués.
En el caso de Deleuze tenemos su primera publicación aparecida en 1946, en la relativamente desconocida revista Espace, compuesta por una docena de páginas, cuando el autor apenas acababa de arribar a su mayoría de edad siendo estudiante de filosofía, y en las difíciles circunstancias tanto materiales como intelectuales de una ciudad como París recién liberada de la ocupación nazi, en cuyo transcurso buena parte de la intelligentsia había sucumbido a la colaboración con el régimen ocupante y donde la resistencia intelectual se ejercía en publicaciones clandestinas con no escaso peligro para sus autores, a través de casas editoriales como Minuit. Esta misma casa se encargaría de la edición de la mayor parte de las obras de Deluze, al menos desde la publicación de su tesis doctoral de primer ciclo, Spinoza y el problema de la expresión, hasta ¿Qué es la filosofía? y las recopilaciones de artículos que aparecieron de manera póstuma. La contemporaneidad de la argumentación en De Cristo a la burguesía, así como la asunción de la especificidad cronológica en la que apareció, puede observarse en su reflexión subyacente sobre el porvenir de la revolución y las dificultades del estado profundo de la situación, que no había cambiado de manera significativa. ¿Cuál era el sentido de excavar las placas tectónicas construidas por el cristianismo durante mil años sobre las conciencias de los buenos burgueses en el momento mismo en que empezaba a despertarse de la pesadilla totalitaria soñada, apuntalada filosóficamente y puesta delirantemente en ejecución durante doce años con el apoyo entusiasta de buena parte de esas mismas conciencias?
En el caso de Benjamin tenemos uno de sus varios textos fragmentarios y breves, nunca publicado en vida, redactado cuando frisaba el final de sus veinte años durante un periodo de extraordinaria fecundidad intelectual, mientras se hallaba preparando la redacción de su tesis doctoral que había concebido como una indagación sobre el drama barroco alemán —un género considerado en poca estima y relativamente menor en el cual, sin embargo, esperaba rendir cuentas de la República de Weimar, desgarrada entre las pulsiones conservadoras del viejo régimen imperial y las quimeras revolucionarias, que habrían de resolverse dramáticamente a favor de la revolución conservadora nacionalsocialista—, perdido durante casi media centuria en desperdigados archivos estatales y cartapacios confiados a amigos, hasta que la empresa de la edición de sus escritos completos lo recuperó para ubicarlo en el tomo VI de esta solo hasta 1975. Para la época de su redacción el fragmento respondía a la necesidad de buscar incursionar en la producción publicada, a fin de procurarse un nombre o una reputación dentro de un medio que ya le empezaba a resultar persistentemente refractario, viéndose algunos años más tarde obligado a publicar bajo pseudónimo. En particular, Benjamin se había acercado al círculo de profesores y figuras nucleadas alrededor de la prominente égida de Max Weber, quizá buscando con dicho texto entrar en diálogo con este, proponiendo tesis que superaban de lejos las del viejo maestro y, al mismo tiempo, sirviéndose de las posibles enseñanzas de su profesor en Berlín, George Simmel, quien en su Filosofía del dinero (1900) apuntaba ya reflexiones sobre su función mediadora en el seno de sociedades modernas.
Los dos términos duros del ensayo de Deleuze están anunciados en el título de este. De un lado, el Cristo apuntalado históricamente mediante el uso del artículo definido que busca disociar ese sustantivo universal de su naturalidad por fuera de la historia, y del otro, la categoría sociohistórica de la clase, pero también de la ideología, propia de ese conglomerado históricamente conformado que se vincula a la modernidad. El ensayo habla de la cristiandad más que del cristianismo, es decir, se refiere a esta como una época, un estrato temporal definido, desde su entonces hasta su ahora, en su realidad de complejo institucional materializado, y no se refiere a ella propiamente como una ideología o una construcción mental. Pero, además, al hacer uso de la terminología utilizada por la propia intelectualidad burguesa europea —recuérdese la combativa identidad esbozada por Novalis bajo el título de Cristianismo o Europa, al inicio mismo de la centuria decimonónica, cuando la revolución había sido reemplazada por el proyecto imperial napoleónico—, el planteamiento polémico del texto irrumpe con mayor fuerza provocadora. Así, la cristiandad es una monumental empresa de subjetivación cuyo efecto históricamente capital no es otro que “la disociación de la Naturaleza y el Espíritu”.3
No resulta demasiado relevante la indagación acerca del estadio anterior a dicha disociación, si tuvo lugar en la Antigüedad o bajo el límpido cielo azul de los griegos. Más aún, no se trata de saber si la unidad se dio en los presocráticos o si logró subsistir antes del pecado original e, incluso, antes del propio psicoanálisis, con su noción del trauma del nacimiento. Tal disociación ha tenido lugar varias veces, en los contextos históricos más diferentes y de la mano de las construcciones mentales aparentemente más dispares, luego se ha reforzado y soldado, de nuevo, sobre la disociación previa. Lo efectivo es su continua producción y el estatuto de dato fáctico para el presente, más que su datación precisa, cuya búsqueda implicaría caer en el mito o en la ideología de los orígenes.
El efecto pertinente en términos de la economía textual de esta inicial toma de posición en 1946 es que el Occidente, al inicio de aquel periodo que vendría a denominarse la posguerra, se encuentra tajantemente escindido entre un afuera y un adentro, mediante un corte cuyos bordes han sido determinados por la cristiandad y, en particular, por el Evangelio de Cristo. Esta constatación es radical y palmaria, sin perjuicio de lo cual, en la forzosa brevedad del ensayo, quedan claramente signados los tres grandes bloques tectónicos en contra de los cuales, décadas más tarde, y casi podría afirmarse, a lo largo de su vida, Deleuze habría de dirigir varias de sus obras filosóficas más importantes: el platonismo esencialista fijado en los arquetipos y la esencia, en contra del cual se librará una incesante guerra encaminada a su inversión, a horadar el gran dispositivo de arquetipos y jerarquización con su horror ante las copias y las virtualidades; la sagrada familia con su hijo redentor del hombre caído tras la salida del paraíso, construida dogmáticamente en la teología agustiniana, que termina imponiendo la universalidad del pecado, su transmisión hereditaria y la absolutización de la trascendencia de la gracia en una suerte de triangulación que, desde entonces, prefigura el modelo edípico. Y, por último, el psicoanálisis, junto con su empresa colonial de recodificación familiarista de los flujos en torno a un Edipo global, en el que Freud actualiza y expande el trabajo disociador de Agustín.
En dicho estadio previo “la naturaleza era espíritu, y el espíritu era naturaleza”,4 y esa unión conformaba el mundo exterior, con lo cual el estatuto del sujeto resultaba, de modo necesario, completamente distinto al conformado después. Deleuze no detalla el estatuto de esta condición del sujeto anterior a la gran subjetivación, salvo para señalar que “el sujeto no intervenía más allá que como un margen de error”.5 Esta indicación que es casi volátil, pues el blanco fijado es el estatuto contemporáneo del sujeto y no las alternativas a este, cuando se lee desde la privilegiada y cómoda perspectiva del corpus deleuziano posterior, permite encontrar ya la signatura de una de las vertientes cruciales de su pensamiento, alrededor de la cual planearían sus hallazgos y formulaciones más propias: las singularidades, las multiplicidades, las preindividualidades cuya praxis se buscará en los primitivos, en los esquizos, en los artistas marginales, como parte de un incesante combate teórico contra el cuarteto de la identidad, la analogía, el juicio y la semejanza.
Esta condición de margen de variabilidad, de rango de dispersión y de franja de error le otorga al sujeto una condición que será demolida bajo la máquina o el gran dispositivo cristiano, cuya especificidad Deleuze es muy cuidadoso en apuntar con toda claridad. Dicha gran subjetivación se lleva a cabo en dos planos. La naturaleza es subjetivada como vida natural, a partir de la cual el cuerpo queda fatalmente sometido al pecado —podría decirse, agustinianamente, bajo la sombra impura y casi repulsiva de la concupiscencia de la carne—. A su vez, el espíritu es subjetivado como vida espiritual, como interioridad, sumisa y obediente, y a partir de ahí se buscarán siempre las nupcias evanescentes y seráficas entre aquella y esta, en una seudoidentidad miserable. La Gran Subjetivación es, pues, una doble subjetivación, una interiorización potenciada que, como tal, en los procesos posteriores, terminará por extraviar la conexión entre una y otra, lo que llevará, además, a una pérdida irreversible del afuera. Ahí es donde se articula el mensaje evangélico que promete una guerra: ofrece una aventura, aferra la espada en lugar de la paz y así propone un cambio.
Cristo es un mediador que pareciera proponerse una revolución de ese estado de cosas. De alguna manera, tiende a dañar los arreglos institucionales, ofrece un margen que no se deja asimilar a las reparticiones convenidas previamente, experimenta un sacrificio o una inmolación que será una de sus fuentes de inagotable precedencia, sacude las cadenas causales introduciendo la excepción del milagro, inspirará continuamente palabras que se apartan del dogma y rozan los límites de la herejía. Cristo es el hereje en cuyo nombre se implantará el más letal de los dogmas para aplastar, definitivamente, a todas las sobrevinientes e infinitas herejías. Cuántas revueltas no se iniciarán en su nombre, cuántos movimientos no se inspirarán en su palabra y, en el mismo sentido, cuántos no serán abatidos en nombre de esa misma palabra. Pero es allí donde se introduce una nueva desmarcación, pues el mediador que ofrece esa palabra para restaurar la relación perdida es, justamente, la palabra peligrosa.
La arriesgada oferta de una nueva palabra para encontrar “su relación interior con Dios” aparece, entonces, condensada en la figura de Cristo, que constituye la propia paradoja del Evangelio: la exterioridad que él ofrece es la interioridad. La figura, Cristo, y su mensaje, el Evangelio, son, en la reiterada formulación de Deleuze, no otra cosa sino la “exterioridad de una interioridad”, expresión repetida textualmente en dos frases del ensayo no demasiado separadas una de la otra.6 Casi podría decirse que la máquina monoteísta cristiana consuma una triple subjetivación, pues luego de haber interiorizado la naturaleza (la physis griega) como vida natural —alojándola en una subjetividad despotenciada y amputada de sí misma como singularidad irreductible—, y después de haber interiorizado el espíritu (el pneuma o la psyché) como espiritualidad interior, la máquina procede, mediante la intervención del mediador en la voz y el mensaje —de Cristo y el Evangelio— a presentar la anterior interiorización como una nueva e inédita exterioridad que debe alcanzarse, esta vez, a través de su figura como una primigenia interiorización. Doble subjetivación cristiana e interiorización crística en las profundidades abismales de la psiquis. A la doble vuelta de tuerca inicial corresponde una tercera, cuyo carácter inédito y cuya radicalidad son la propiedad singular de la figura de Cristo. Se trata de interiorizar lo interiorizado bajo el expediente de hacer pasar este como una exterioridad en el alojamiento de Cristo en el interior del creyente, que es el destinatario del nuevo pacto.
Esta es, pues, la consumación de una experiencia históricamente situada, apuntalada teológicamente en centurias de refinamiento argumental e implementada materialmente por imperios y monarcas. Todo ello no es sino la primera parte, la parte de Cristo. Falta hablar de la conjunción con la burguesía, la continuidad o el relevo, pues ese es el objeto de especulación del ensayo. Allí donde siempre se ha visto una cesura o una diferencia irreductible, es decir, una imposibilidad de continuación, Deleuze señala una gran continuidad entre ese Cristo paradojal y la nueva clase advenediza. También en la burguesía hay un corte entre naturaleza y espíritu que no es distinto al agenciado por Cristo, sino que constituye, también, una nueva interiorización de la interioridad concebida como mediación entre ambos términos.
Bajo la burguesía la naturaleza se convierte en vida privada y se espiritualiza bajo la forma de la familia y el buen carácter; por su parte, el espíritu se convierte en el Estado y se naturaliza bajo la forma de la patria. La burguesía, pues, ha llevado a cabo una doble subjetivación interiorizante que se inscribe plenamente en el horizonte abierto por Cristo, el Estado espiritual y la Sagrada Familia, cuyos términos compositivos resultan plenamente reversibles: el espíritu se consuma en el Estado y el Estado recoge todas las fuerzas espirituales; la familia es la institución clásica y su centralidad inamovible es proyección de su sacra configuración. Dicho en términos caros a la política contemporánea, de un lado está lo público y del otro, lo privado, es decir, lo inconfesable. Quizá la diferencia estribe en la incómoda posición en la que esta partición pone a la burguesía, a diferencia de Cristo, que está cómodamente instalado como mediador de los excesos, sin renunciar él mismo a estos. La burguesía teme a la hybris a la que puede dar lugar lo privado, a sus arremolinamientos en los abismos del yo, a esa sobreabundancia de reflexión cogitativa que el Romanticismo hará refulgir en el seno mismo de la Ilustración y del entusiasmo revolucionario burgués; así mismo teme a las potencias de la sexualidad y a sus inabarcables desórdenes encarnados en libertinos y perversos, sádicos y masoquistas, que acechan en los salones ilustrados y en las callejuelas urbanas.
Al mismo tiempo, la burguesía no se siente muy confortable con las lógicas estatales que tardarán demasiado en apoderarse de la patria como mascarón de proa para su capacidad ilimitada de subjetivación. Se trata, entonces, de encontrar una mediación sustancializada, en términos de Deleuze, entre el Estado y la familia, ese vínculo que finalmente instaure la convivencia pacífica y equilibrada entre ambos términos. En primera instancia, el vínculo no va a ser otro que el contrato o la propiedad, al igual que la consagración de estos como parte de los derechos humanos. Tanto la propiedad como la familia encuentran un suelo común en el modelo burgués de interiorización de la exterioridad, pues no importa si cada uno se asegura bajo la solemne autoridad de un sacramento o bajo la secularizada práctica de un contrato, ambos rituales de interiorización posibilitan su preeminencia respectiva.
La búsqueda de dicho vínculo y de un suelo natal en el que se consuma la subjetivación dejará la huella de su emprendimiento en los fisiócratas —el suelo patrio engendra riqueza y la titularidad propietarial produce el sujeto tantas veces subjetivado e interiorizado— y en los socialistas, quienes, por su parte, buscarán una suerte de fisiocratismo socializado en el que se reconozca el derecho a la propiedad y el derecho a la ganancia. Puesto en otros términos: tanto la propiedad garantizada por el Estado espiritual como la familia asegurada en la evidencia de la vida natural permanecen desconectados y en la sombra en este primer estadio de la interioridad burguesa, es decir, no están en condiciones de asegurar la tranquilidad suficiente para el cultivo de las virtudes familiares y espirituales.
El vínculo sustancial que ahora entra en escena es el dinero, ese medio fluido, ese flujo decodificador que niega su propia esencia, instaura su propio panteón con su peristilo infinito de fetiches y permite la sustitución de la burguesía de la propiedad por la burguesía de los negocios. El planteamiento de Deleuze sobre el efecto subjetivador de la propiedad es muy sugestivo, pues permite encontrar la fina distinción entre lo interior de la vida burguesa y el interior del domicilio burgués, donde se aloja su secreto, su sucio secretico. Este dispositivo de interiorización de la burguesía encuentra una de sus cifras expresivas más notables en el denominado interior del burgués ciudadano, al que Benjamin dedicó varias anotaciones y referencias en su inconcluso trabajo, el Libro de los pasajes: se trata del salón, del hall o el recibidor, como espacialidad diferenciada y nueva en las viviendas y residencias, en donde se ponen los pequeños aparadores colmados de porcelanas, adornos, bibelots y retratos. La pérdida de experiencia y la participación se compensa con esta permanente exhibición de fruslerías personales y, al mismo tiempo, estas se convierten en cifra expresiva domiciliaria del proceso histórico de subjetivación capitalista en el que el burgués se halla montado. El burgués es dueño y señor de sus porcelanas exhibidas en el sancta sanctorum de su individualidad —propietarial e infinita en los pliegues de su personalidad—. El interior de las viviendas expresa, con toda claridad, el tipo de subjetivación al que ha conducido esta particular recomposición entre la naturaleza y el espíritu, mediada por el vínculo incorporal y aséptico del dinero. El crimen cuyas huellas se ocultan en el interior sustituye el fantasma ululante y espectral sepultado en las sentinas del castillo señorial.
El interior burgués es la apoteosis del propietario, más que la apoteosis de la mercancía, la cual será, sin duda, epitomizada en las instalaciones de las exposiciones universales iniciadas en el periodo mismo de la Restauración. En el desciframiento de ese interior siempre refulgirá, misteriosamente, el barrunto de un crimen, cuya investigación engendrará la novela de detectives y la serie negra (género del que Deleuze se ocuparía desde una perspectiva filosófica). El burgués va a caracterizarse, entonces, por una estrategia dual, que asegure su equilibrio entre los polos de lo público y lo privado: al fraude y la interpretación. El fraude o la trampa es la confirmación de su autonomía y libertad, la interpretación, por su parte, es la lectura que le permite distinguir entre el sujeto privado y lo impersonal o lo público, como aquello que es constitutivo de lo político; entre lo real y sus conceptos, como aquello constitutivo de la ciencia, y entre el pecador y el sujeto espiritual como nivel de lo religioso. El auténtico crimen teológico viene a ser el cheque sin fondos y la mediación pasa a ser la fiadora de su estabilidad. Esta recomposición del sujeto, en su condición burguesa, combina el rasgo de la vida espiritual cristiana que le hace un mártir para superar el pecado, reconciliarse con Dios y responder a la persecución del Estado, aceptando su inmolación.
En la medida en que subsista la división entre el sujeto privado y el Estado, cualquier profesión de ateísmo no permitirá salir de lo religioso. Situado ya en el marco del contrato social, “ese intento magistral por reducir el hombre interior a ciudadano”,7 en cuya invención participaron con pasión semejante el autoritario Hobbes y el democrático Rousseau, el burgués, que en el ínterin ha participado tanto de la trampa como de la indiferencia, reencuentra de nuevo a la divinidad en la voluntad general. Todo ello confirma la honda continuidad, la correspondencia entre la división introducida por el cristianismo, mediante su mensaje evangélico, y su puesta en acción actualizada por la burguesía. Ello implica un cuestionamiento de fondo al momento histórico en que se formula este planteamiento de Deleuze. Así, la reciente liberación de Francia y las nacientes promesas revolucionarias que surgieron en el momento preciso en que se había derrotado al fascismo (esa fue la lectura inicial que los hechos permitieron) encuentran la lúcida señal de advertencia de un veinteañero que muestra la gran máquina o el megadispositivo, diríamos hoy, de la configuración cristiano-burguesa, cuyas premisas de permanecer incontestadas tornarían imposible tanto la emancipación como la secularización. La retórica revolucionaria del sacrificio y el cambio emplearía mejor sus recursos y tropismos si desmantelara la gran máquina de la subjetividad cristiano-burguesa. Deleuze explora el efecto de ambas divisiones como un resultado que se descubre, pero cuyo proceso de conformación no se indaga como tal. El inmenso piélago de los mecanismos y dispositivos puestos en movimiento para tal empresa de largo aliento histórico no son objeto del ensayo. Buena parte de su obra posterior se dedicará a su examen y sacudimiento desde las categorías filosóficas que le fueron inherentes, pasando por las formaciones estatales en las que se apoyó y arribando a la propuesta de una nueva práctica de la filosofía, una distinta manera de pensar.
En su primer ensayo publicado siendo casi un adolescente, el filósofo de quien Foucault vaticinara —su acierto no es relevante, sino la potencia allí intuida— que proporcionaría la signatura a nuestro siglo perfila ya con toda clarividencia la vastísima fortaleza de la doble interiorización a la que el sujeto occidental ha sido sometido, anunciando los bloqueos y sin salidas derivados de ello para el pensamiento, la emancipación y la vida. Medio siglo de actividad filosófica a partir de entonces consistió en la cuidadosa e incansable tarea de dinamitar sus cimientos conceptuales —quizá, especialmente, en Diferencia y repetición, con su pragmática de singularidades preindividuales e intensidades prepersonales, en una puesta patas arriba de la filosofía—, de pulverizar el bastión familiarista con su triangulación imperial y reductora, en la cual la burguesía y el capitalismo celebran sus nupcias impúdicas —como en El Antiedipo, con sus máquinas deseantes, el plano de la inmanencia y un esquizoanálisis en el que el sujeto se ha desvanecido—, y de perforar el aparato de captura estatal junto con sus sujetos normalizados —como en Mil mesetas de devenires, líneas de fuga, cuerpos sin órganos y acontecimientos—.