Kitabı oku: «Walter Benjamin: fragmento, umbralidad, fantasma», sayfa 3
Por su lado, Capitalismo como religión es un texto redactado por Benjamin justo al finalizar la década de sus veinte años, cuando acababa de terminar la tesis de habilitación bajo el título de El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán —el equivalente en el sistema universitario francés a una tesis de primer ciclo— que le permitía avizorar un futuro académico como profesor una vez concluyera su tesis de habilitación doctoral —cuyo núcleo ya había concebido y en la que empezaba a trabajar—, en un periodo especialmente productivo de su trayectoria personal, en cuyo transcurso había elaborado una gran cantidad de textos breves, la mayoría de los cuales permanecería sin publicar en vida. Se trata de un texto no mayor de cuatro páginas, lapidario y escueto, con toda probabilidad un esbozo provisorio de algo que se quedaría sin desarrollar. El texto hace parte de una volcánica actividad teórica signada por la profunda originalidad del autor y por su inocultable insatisfacción con el sistema académico, cuyos requerimientos Benjamin perseveraba en satisfacer, como un recurso para asegurar una futura independencia económica, que siempre le resultaría dramáticamente esquiva. Su actividad teórica tenía también una casi vitriólica inclinación polémica que ya le había llevado a confrontar duramente al neokantismo imperante, a descalificar sin compasión a ilustres miembros de la influyente y poderosa escuela esotérica del poeta Stefan George y a satirizar buena parte del profesorado alemán bajo cuyo magisterio había estudiado en Berlín, Múnich y Berna. Benjamin trabajaba en múltiples direcciones al mismo tiempo: literatura, crítica literaria, estética, política, teoría del lenguaje, filosofía, teología y había participado en numerosas tareas de traducción del francés al alemán (por ejemplo, con la obra de Baudelaire y Proust).
Bajo los años huracanados de la República de Weimar, que vivía en medio de una crisis política permanente de su sistema parlamentario, el país se desgarraba de continuo: por un lado estaban las pulsiones del pasado, pues los sectores políticos, nobiliarios y militares poderosos alentaban un profundo desprecio contra la democracia y una nostalgia insaciable del colapsado imperio guillermino, y, por otro lado, estaban las exigencias radicales de avanzar hacia un régimen revolucionario inspirado en el modelo ruso triunfante, exigencias que veían en la implantación de consejos obreros en Alemania la posibilidad de su propia supervivencia. El vertiginoso ritmo de producción cultural, filosófica y artística de los tempranos años veinte ofrecía una riqueza de experiencias irrepetible. Está claro que en 1921 Benjamin produjo otros dos textos de suma importancia tanto para su trayectoria filosófica como para la compresión de su época; estos pueden ser leídos en asocio con el fragmento aquí analizado, cuya densidad refrenda la fecundidad, en ese momento, de su producción intelectual. Los dos textos son Para una crítica de la violencia, en el que Benjamin formulará la crucial distinción entre la violencia fundadora del derecho en contraste con la violencia mantenedora del derecho, y Fragmento ateológico político, en el que intentó saldar cuentas con la pretendida relevancia de lo teocrático para el trabajo político de la emancipación.
Capitalismo como religión puede sintetizarse en una breve serie de proposiciones que agudizan en su encadenamiento la singularidad y el carácter único de esta religión capitalista: el capitalismo es una religión que cuenta con sus propios rituales, su propio panteón y santoral, está provista de sus lugares de celebración y cuenta con sus funcionarios eclesiales; el capitalismo es la única religión que no redime a sus creyentes sino que los embarca en una dinámica de continuo endeudamiento y culpabilización sin término ni límite, que nunca cesa y, por lo tanto, carece de final; el capitalismo es la única religión que no precisa para su funcionamiento de clérigos o predicadores que anuncien el dogma o difundan la buena nueva; por último, el capitalismo es la religión que no cuenta con ningún día de acción de gracias, un sabático o jornada consagrada a su dedicación exclusiva, es decir, es la única religión en la que la divinidad no reposa nunca, ni siquiera al término de su obra creadora. Benjamin va mucho más allá de la tesis de Weber sobre la estructura religiosa del capitalismo, por ello no se trata de que este incorpore lógicas y elementos religiosos, sino que, como tal, es una aparición esencialmente religiosa.
Esta proposición radical conduce a afirmaciones que intensifican dicha condición, las cuales serían plenamente reconocibles en el presente en el cual escribe el autor, es decir, la hiperinflación que sacude a la Alemania de Weimar, que pulveriza fortunas y hace infinitos los débitos. La condición de religión de culto, cuya médula cultual la hace la más extrema de todas las religiones hasta entonces surgidas, como quiera que el todo de su existencia material y espiritual se encuentra directamente encadenado a prácticas cultuales en las que se genera o produce su significación. Esa fusión con el culto, al modo de una materialización instantánea y perpetua que se desenvuelve en una incesante escenificación de sus rituales, posibilita a la religión capitalista prescindir de una dogmática especial y de una teología. El utilitarismo que subyace adquiere, entonces, su coloración religiosa y la permanente duración del ejercicio cultual que lo transforma en una celebración ininterrumpida, sans trêve et sans merci (sin tregua ni cuartel).8 Al emplear esta locución francesa de inequívoco talante militar, Benjamin deja entrever el ritmo paroxístico que caracteriza el tipo de celebración de la religión capitalista, su talante de cruzada implacable encaminada a apoderarse de los cuatro puntos cardinales para someter o aniquilar a los cultos opuestos o moderados. En cuanto la dogmática doctrinaria y teológica se ha vuelto superflua en esta transfiguración en puro culto dentro de su pompa ceremonial, la religión capitalista ya no requiere de pausa o día de reposo en la que los creyentes descansen o se les permita su distensión externa. La religión capitalista se ritualiza en el terrible sentido de que despliega su pompa sacra en todo momento. Si la eternidad es, en el tiempo, lo que la ubicuidad es en el espacio, según la fórmula de Melville en su Moby Dick, este ritmo insomne del culto le procura a la religión capitalista una eternidad y un estar en todas partes que son incontestables. La consecuencia que se deriva de esa condición puramente cultual es la posesión de los atributos de ubicuidad y eternidad, pero no en las alturas de la redención o en la hipóstasis del juicio final, sino en el ahora del presente terrenal: es casi una suerte de juicio final escenificado a cada instante.
Esta universalidad temporal y espacial que adjunta un nuevo rasgo único da paso a otro rasgo adicional, que quizá sea el límite conceptual del ensayo, por su carácter extremo. Benjamin se sirve de la demoníaca ambigüedad o la polivalencia de significados que tiene en alemán la palabra Schuld, definida como culpa y deuda a la vez, para desplegar ese nuevo rasgo, que va a conferirle un nimbo monstruoso a la religión capitalista, algo hasta entonces no escuchado. A diferencia de la identificación de los rasgos anteriores del culto capitalista, en cuyos casos Benjamin ha escrito “quizá” o “tal vez” para referirse a cada uno de ellos, aquí emplea la forma adverbial “presuntamente”, que trasluce una certeza mayor: “el capitalismo es presuntamente el primer caso de un culto que no es redentor sino culpabilizante y endeudador”.9 Una monstruosa conciencia de la deuda que, como tal, no aspira a redimirse y se apodera del culto, para que, en él, la deuda no se extinga, sino que se haga universal. Este culto, que lo es todo como contenido de la religión, procede a martillear la conciencia de la deuda y de la culpa para finalmente incorporar al mismo Dios en la culpa y en la deuda.
Si bien en el ensayo no se explora este poder inusitado de martillear en las conciencias, poder que el culto de la religión capitalista adquiere por medio de su carácter doblemente eterno y ubicuo, ello sí anticipa toda una inmensa veta de refinamientos teóricos posteriores sobre el desciframiento de la configuración de los modos de percepción y de las estrategias implementados por el capitalismo mercantil en trance de mundialización. Situado en esta condición, el destino o el futuro de la religión capitalista no pasa ni por su eventual reforma, pero tampoco por su negación o su repudio, puesto que se encuentra en la esencia de su condición de movimiento religioso el mantenerse hasta el fin, es decir, hasta la final y completa consumación del endeudamiento y la culpabilidad en y del propio Dios. El telos de la religión capitalista es la consecución de un estado mundial de desesperanza y desespero (Verzweiflung) que no solo se instala como tal, sino que es deseado y esperado.
Benjamin somete, en estas breves y sentenciosas líneas, a una torsión sin precedentes la concepción tanto de lo religioso como del propio capitalismo. La constatación de lo extremo de sus planteamientos se encuentra en la elección misma de los calificativos empleados en ellos: monstruoso, único, sin precedentes, nunca escuchado, completamente inédito en términos históricos. La religión capitalista no es una reforma del ser, ni aspira a serlo, sino que constituye su trituración y su desintegración o, empleando una oscura palabra, su Zertrümmerung, término que resuena con crepúsculo y con aniquilación. Se trata, entonces, de esperar no la salvación externa ni interna, sino, por el contrario, la expansión de la desesperanza, para que esta se configure como un estadio mundial religioso en el que termina por producirse el colapso de la trascendencia de Dios.
Sin embargo, en desafiante contradicción con Nietzsche —la cual se reitera en otros de sus textos siempre con el propósito de ir más allá de los planteamientos de aquel—, esto lejos de implicar la muerte de Dios entraña su inclusión en el destino del hombre. La afirmación de Nietzsche —como un golpe de maza en la testa de los teólogos y filósofos alemanes, cuya oreja teologal en algún momento siempre habrá furtivamente de relucir— se da de golpe con la aseveración de que este se encuentra más vivo que nunca, secretamente alojado ahora en el destino individual de cada creyente o feligrés. El efecto del culto religioso capitalista no viene a ser algún tipo de exteriorización, sino una sinuosa interiorización del propio Dios, con lo cual queda, al mismo tiempo, excluida la posibilidad del afuera y, con ello, toda posible extinción de Dios. Este tipo de argumentación será enunciado, de nuevo, cuando en horas más sombrías, bajo el shock experimentado por la celebración del pacto de no agresión germano-soviético, Benjamin sostenga la certidumbre de que el capitalismo nunca morirá de muerte natural.
El superhombre nietzscheano, erigido en la soledad de sus cimas nevadas, con su desesperación noblemente asumida, contemplando el abismo a sus pies, viene a ser, de acuerdo con Benjamin, el primer ejemplar de ese tipo que la religión capitalista ha comenzado de lleno a producir. Contraviniendo una frecuente valoración filosófica, el planteamiento polémico radica en adscribir una raigambre a dicho personaje, que no escapa de la matriz capitalística cristiana. Al lado suyo, como figura inmersa en dicha matriz, Benjamin no vacila en alinear a Freud mediante la homología entre la represión y la deuda, en cuanto mecanismos de sujeción, compartiendo con ello la misma postura filosófica que será crucial en el caso de Deleuze.
Las condiciones religiosas del capitalismo y su escenificación contemporánea como religión pueden verse en el culto de las imágenes (la gran condición propia del cristianismo, tan diametralmente opuesto a los monoteísmos judaico y musulmán), en las efigies y en los billetes de banco, con su culto a los héroes, alusiones míticas y cifras esotéricas. Esta desmesura del culto arriba a un estado de endeudamiento sin fondo, que se expande sin fronteras —ni geográficas ni temporales—, ingurgitando a las generaciones venideras, anticipándose al nacimiento mismo de los miembros del culto, culminando en que, bajo estas condiciones, el elemento religioso termine por adquirir una condición puramente parasitaria en el interior de la dinámica capitalista.
Estos sendos textos, pese a su carácter fragmentario y temprano, roturaron parte de las grandes odiseas filosóficas emprendidas por ambos autores, delinearon tentativamente uno de los escollos duros levantados contra la emancipación, preludiaron una inquebrantable voluntad de resistencia contra los modos convencionales del pensamiento y contra las reverberaciones del fascismo. En esta tentativa sondearon inéditas formulaciones para escapar a las coordenadas del sujeto —la embriaguez y los viajes en Benjamin, los rizomas y puntos de fuga en Deleuze—, sin mencionarlo explícitamente, como tal, horadaron la gran máquina teológico-política —tratando de asir las astillas mesiánicas a las que Benjamin enunciaría como apocatástasis, con la irrupción de la singularidad o la hacceidad inmanente en Deleuze—, trastocarían todas las reparticiones disciplinares desde su estrategia de guerrilla filosófica y se rehusarían a construir una escuela que fuera deudora de su obra o cultivadora de su herencia. Ambos mostraron una testaruda fidelidad al núcleo revelador del pensamiento marxista rechazando sus dogmatismos dialécticos —Benjamin en sus polémicas con Adorno, Deleuze en su temprana ruptura con Kostas Axelos— sin renunciar a su sentido liberador, manteniendo una distancia con los hechizos del capitalismo; ambos pusieron siempre en obra su afinado sensorio político para detectar los fraudes filosóficos de la derecha —Benjamin rebatiendo a Kommerell y al guerrerista Jünger, Deleuze desenmascarando el sainete gálico de los “nuevos filósofos” en patéticas figuras como Bernard Henri-Levy—. Ambos denunciaron las miserias de las guerras que a cada cual les correspondió presenciar en medio de los encantamientos de la nueva tecnología —Benjamin alertando el desenlace europeo en una contienda cuyo material de uso serían las masas— y de los consensos agenciados por la voracidad imperialista infructuosamente enmascarados por el velo humanitarista —Deleuze fustigando como infame y abyecta la invasión a Irak en 1991—.
Ambos sostuvieron con igual denuedo lo que podría llamarse un imperativo de la expresión, que erigiera a esta como la categoría crucial para la comprensión del mundo, en lugar de la dialéctica hegeliana y su versión crudamente materialista, empleada en la pareja de estructura y superestructura. Este imperativo le permitió a Deleuze una aproximación renovadora al inmanentismo de Spinoza develando una complejidad y actualidad hasta entonces no descubierta, mientras que Benjamin pudo exigir, como demanda crítica irrenunciable, la expresión como categoría necesaria para dar cuenta de la correlación entre mercancía capitalista y formaciones simbólicas y culturales en sus casi infinitos aprestamientos teóricos para su Passagen-Werk. En un impulso compartido, ambos reivindicaron la concepción de Leibniz sobre la mónada como aquella unidad en la que el detalle y el universo pudieran encontrarse unidos, como exigencia para arribar a un conocimiento filosóficamente relevante y políticamente emancipador.
Ello los hizo profundamente solidarios de los impulsos filosóficos y estéticos del Barroco: mientras Benjamin se adentró tempranamente en sus laberintos dramáticos para encontrar como una joya olvidada la refulgencia de la alegoría, con su capacidad de resistencia en la más que centenaria contienda por imponer los referentes icónicos en Occidente, dentro de una nunca agotada fascinación por dicha época, Deleuze encontraría en el penúltimo de sus grandes textos, explorando los alambicamientos de una razón desaforada en las exigencias de Leibniz, la potencia iluminadora del pliegue como categoría filosófica para superar las limitaciones binarias de las identidades y las separaciones generalizadoras. Resta el desafío por articular la potencia del pasaje y del pliegue como herramientas para descifrar los misterios de nuestra contemporaneidad en esta aurora o medianoche posmilenaria donde el revisionismo y el languidecimiento del pensar emancipatorio son los ejes reales de la globalización biopolítica. Ambos también, en una secreta afinidad electiva, compartieron una profunda admiración por la figura de Charles Péguy —ese poeta y filósofo caído en las trincheras de la Gran Guerra—, un semejante deleite por la brillantez de su prosa y una común intención de escribir sobre su obra y vida, que jamás llegaría a materializarse.
Es imposible renunciar a la fantasía retrospectiva de un encuentro aleatorio, mutuamente ignorado por sus protagonistas, en la primavera de 1940. El exiliado y apátrida alemán de poblado bigote y raída indumentaria que deambula, parsimoniosa y dignamente, por las calles de una París ad portas de la ocupación por los nazis y que intenta poner a salvo sus escritos se cruza con el joven estudiante de bachillerato, que recorre parajes similares en la gran urbe con su irrenunciable cigarrillo encendido. Sus miradas se cruzan sin reconocerse, anunciando, sin embargo, el profundo parentesco de sus respectivas trayectorias vitales y de pensamiento. En esa esquina imposible pero real donde los dos se entrecruzaron como habitantes anónimos inmersos en la matrix de la multitud, desembocaban, como los ríos, dos calles singulares cuyos nombres, cuidadosamente asignados en el planeamiento urbanístico de su nomenclatura por una administración que, desde Haussman, se había propuesto impedir el desencadenamiento de la revuelta, pero, sin embargo, no podía evitar el estallido alegórico del choque de sus respectivas denominaciones: Rue de la Révolte y la Rue de l’Avenir, en cuyo chisporroteo dialéctico conjunto estallaban otra vez los fulgores de nuevas resistencias. Mientras la barricada se unirá siempre al barroco —la barricada barroca, el barroquismo de la barricada—, el porvenir, como lo nuevo e inesperado, se vinculará a la emancipación y lo inusitado. Ese entrecruce, además, podía estar mecido por la melodía secreta de la célebre composición para arpa que el músico François Couperin escribiera justamente en uno de los momentos del esplendor barroco, Las barricadas misteriosas (1717).
En un gesto común, transido de grandeza filosófica y sobriedad heroica, quizá más propio de una época previa a la disociación de naturaleza y espíritu, ambos pusieron término a sus vidas voluntariamente: para escapar del aparato de captura nacionalsocialista, en el caso del primero, y de la mortecina máquina médico-industrial, en el caso de Deleuze.
Figura 1. Borradores iniciales del artículo de Passagen para la revista Der Cross
Fuente: Walter Benjamin / Franz Hessel: Frühe Entwürfe zum Passagen-Artikel für die Zeitschrift Der Querschnitt. Akademie der Künste, Berlin, WBA 348/14. Hamburger Stiftung zur Förderung von Wissenschaft und Kultur.
Notas
1 Benjamin, “Kapitalismus als Religion”. En Gesammelte Schriften VI, 100-104.
2 Deleuze, “De Cristo a la burguesía”, Artillería inmanente, abril del 2018. https://artilleriainmanente.noblogs.org/?p=705. Anteriormente publicado como “Du Christ à la bourgeoisie”, Espace, n.o 1 (1946), 93-106.
3 Deleuze, “De Cristo a la burguesía”, párr. 6.
4 Deleuze, “De Cristo a la burguesía”, párr. 6.
5 Deleuze, “De Cristo a la burguesía”, párr. 6.
6 Deleuze, “De Cristo a la burguesía”, párr. 5, párr. 6.
7 Deleuze, “De Cristo a la burguesía”, párr. 19.
8 Benjamin, “Kapitalismus als Religion”, 525.
9 Benjamin, “Kapitalismus als Religion”, 526.
Comunidad antagónica: Walter Benjamin y Carl Schmitt en su aproximación al Romanticismo alemán
La polémica relación intelectual entre autores tan dispares e igualmente influyentes para el pensamiento contemporáneo como Walter Benjamin y Carl Schmitt ha sido objeto de aproximaciones tanto filosóficas como políticas, particularmente debatidas, pese a las radicalmente diferentes trayectorias de ambos pensadores. Temas comunes como la teología política o la teoría de la soberanía, así como su respectivo mesianismo revolucionario y conservadurismo contrarrevolucionario, han sido materia de análisis. Sin embargo, su inicial encuentro con el llamado movimiento romántico alemán de comienzos de la antepasada centuria —que se materializara en sendas obras seminales tituladas El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán, de una parte, y Romanticismo político, de otra— ha permanecido huérfano de una indagación apropiada. El propósito de este capítulo es contextualizar esta común aproximación y efectuar una valoración de su significado e implicaciones en sus respectivas obras y trayectorias vitales, en el contexto de su época.
En media centuria de reflexión académica volcada con pasión y sin limitaciones fronterizas, idiomáticas o geopolíticas sobre las densas y complejas obras de Walter Benjamin y Carl Schmitt (paradigmáticos intelectuales que encarnaron con extrema consecuencialidad una perspectiva revolucionaria y, al tiempo, su diametralmente opuesta tendencia contrarevolucionaria), las convergencias, los puntos de contacto y los entrecruces referenciales entre ambos han sido objeto de una extensa y asombrosa dedicación.1 Con toda razón, los respectivos eruditos en la obra de uno y otro descubrieron estupefactos la carta laudatoria que Benjamin enviara a Schmitt al inicio de la década del veinte, en el contexto de una precaria institucionalidad democrática (en la que los antagonismos políticos de izquierda y derecha desgarraban los frágiles consensos de un régimen cuya subsistencia dependió de un respaldo ciudadano que siempre le fue esquivo), cuya ausencia o fragilidad terminaría por revelarse como decisiva para el trágico desenlace de su destrucción. La célebre carta admirativa que Benjamin escribió a Carl Schmitt estuvo a punto de perderse para siempre debido al celo dogmático de Theodor Adorno, ese ambiguo colega —amigo, pero también celoso centinela, presto a condenar cualquier desviación de la ortodoxia marxista— que negó su existencia por considerar incompatible esa extraña aproximación entre el pensador mesiánico de la revolución y el apologeta del decisionismo autoritario.2 De no haber mediado la intervención de Jacob Taubes, el rabino filósofo encargado de la cátedra de Hermenéuticas en la Universidad Libre de Berlín —admirador de Benjamin e interlocutor de Schmitt, condenado por sus compatriotas—, probablemente la correspondencia benjaminiana se habría visto despojada de una de sus piezas más inquietantes y reveladoras.
Sin embargo, aquello que ha sido descuidado por la crítica posterior, y a lo cual el presente escrito busca aproximarse a partir de la tensión entre ambos pensadores, es justamente el hecho de que las dos primeras producciones intelectuales de ambos autores se orientaron exactamente a la misma veta filosófica producida por el pensamiento alemán: el Romanticismo finisecular del siglo XVIII, surgido en Weimar y Jena. Ese poderoso movimiento intelectual, a modo de un cometa vertiginoso, irrumpió en el tempestuoso paisaje de su época para producir un estremecimiento cuya conmoción contribuyó a forjar el pensamiento y a rescatar la identidad de una nación hechizada entre la admiración y el repudio suscitado por la Revolución francesa —tanto como políticamente liquidada por la invasión napoleónica—. En este movimiento se habría de fraguar el idealismo absoluto filosófico a partir de las cenizas de la crisis del sistema imperial romano-germánico.
El interrogante central consiste en dar cuenta del significado que tenía para un filósofo y un jurista, ambos con inmensas apuestas intelectuales —quizás el viejo nombre de eso que hoy pomposa y vanamente llamamos interdisciplinariedad— y lúcidamente conscientes del sentido político que se jugaba en las disputas de su tiempo, acto de acudir o dirigirse, en un movimiento de pensamiento estrictamente común, a las formulaciones teóricas de una corriente que hasta entonces había permanecido en el cerrado coto de especialistas literarios y académicos universitarios. ¿Cuál era el sentido de abordar justamente el periodo romántico alemán y una pléyade de idénticos autores cuyos planteamientos podrían considerarse exógenos a los urgentes debates políticos propios de la República de Weimar? ¿Y cuáles fueron las estrategias conceptuales para el examen de dichos contenidos desde sus respectivas ópticas teóricas? Al mismo tiempo, esas interrogaciones no pueden ser cabalmente respondidas si no se toma en consideración el papel que los contenidos conceptuales ganados o producidos en dicho abordaje teórico desempeñarían en los respectivos trazados intelectuales y en las obras posteriores de cada uno.
La pertinencia e inquietud de esta interrogación se agudiza aún más por la circunstancia temporal en la que se enmarcan ambos trabajos teóricos tempranos, El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán, que Benjamin publicó en 1919, y Romanticismo político, que Schmitt dio a la imprenta un año después, aunque la redacción se remonta en ambos casos, por lo menos, a dos años atrás. Por una parte, su carácter seminal e iniciático las configura como verdaderos reservorios de la mayoría de temas y autores que posteriormente serán la materia prima de los desenvolvimientos teóricos de ambos autores, por lo cual constituyen una primera formulación in nuce sobre el problema de la secularización, el Estado, así como las corrientes políticas surgidas bajo el impulso de la Revolución francesa (en el caso de Schmitt) o las nociones cruciales de crítica, fragmento, autonomía estética y mesianismo político (en el caso de Benjamin). Por otra parte, está su estricta simultaneidad temporal, dado que ambas obras fueron concebidas, escritas y publicadas al final de la Primera Guerra Mundial, en medio de los acontecimientos que alumbraron la República de Weimar, pero también de cara a la reciente Revolución bolchevique, cuya posible extensión y continuación en Alemania se experimentó con ansiedad como un posible escenario de la respectiva coyuntura histórica, en la que ambos autores se encontraban sumergidos.
El trasfondo del Romanticismo en la obra inicial de Benjamin y Schmitt: revoluciones francesa y bolchevique
Planteado en otros términos, ambos pensadores, desde las extremas orillas de su sensibilidad y de sus orientaciones políticas, claramente antitéticas, se dieron a la tarea de enfrentar filosóficamente el colapso del orden imperial alemán que, fundado bajo la égida de Guillermo I y bajo la conducción inicial de Bismarck, condujo al desastre de la Primera Guerra Mundial. Y, de manera especial, ambos afrontaron, en términos teóricos, el inherente vacío de poder a tal desfondamiento y la pasajera (pero no menos crucial) coyuntura de la posible implantación de una república proletaria, en sustitución del viejo orden que fugazmente se encarnó en los consejos revolucionarios espartaquistas. La experiencia revolucionaria, lejos de ser un referente lejano, fue una evidencia real y casi íntima, dado que el ímpetu logró que los consejos obreros, instalados en territorio alemán, ejercieran durante algunos días el poder en ciudades como Múnich. Justamente, en la capital bávara, Benjamin cursó un año de sus estudios filosóficos, en la universidad muniquesa. Esta coyuntura histórica —que momentáneamente puso de presente la inusitada inminencia del advenimiento de una república roja en el corazón de un país militarmente vencido e interiormente desgarrado entre los sectores conservadores militaristas, nostálgicos de la monarquía, y los movimientos obreros, activamente comprometidos en el establecimiento de una dictadura proletaria— constituyó, sin duda, un paisaje convulsionado que marcó de manera indeleble a toda una generación de estudiantes alemanes. Esta generación, educada bajo el imperio y que concluyó sus estudios bajo un régimen democrático, sería la misma que en su madurez productiva enfrentaría o se adheriría al régimen nacionalsocialista.
Los efectos, o lo que podría llamarse las implicaciones cognitivas, de la Revolución bolchevique (cuyas posibilidades de extensión al resto del continente europeo llegaron a adquirir una inminencia casi fatal y no se clausurarían sino hasta finales de 1920, con la derrota del Ejército Rojo ante las puertas de Varsovia) tienen un interesante paralelo con el tipo de conmoción intelectual que la Revolución francesa suscitó, un poco más de una centuria atrás, en la joven generación de artistas, profesores universitarios y consejeros de los pequeños reinos alemanes. Ellos debieron enfrentar teóricamente, en medio de una profunda agitación existencial, las consecuencias inducidas por este cambio de época que trastocaba por completo las coordenadas hasta entonces familiares del mundo clásico europeo.3 Si bien la variedad de posturas adoptadas por sus figuras mayores y en ciernes no puede ser tratada en el presente texto, la profundidad y variedad de las huellas dejadas (desde la fidelidad a ultranza de un Kant que no dejaría de encontrar en el fenómeno revolucionario una contundente prueba histórica del progreso y el arribo de la humanidad a su mayoría de edad, hasta el alejamiento y la censura de los excesos jacobinos en figuras como Goethe, Schiller, Fichte y Hegel) puede cotejarse con los efectos que, a su vez, la Revolución soviética dejaría en figuras como Bloch, Adorno, Cohen, Kantorowicz y una docena de intelectuales, entre ellos, Benjamin y Schmitt.
En el contexto inmediato de la Revolución francesa, que se viera acompañada del desmantelamiento completo de las estructuras políticas de Alemania cuando Napoleón creara la Confederación del Rin, la joven generación de cabezas pensantes había respondido con la formulación de un nuevo horizonte en las dos coordenadas cruciales de la filosofía y la estética. Por una parte, está el ambicioso programa de la absolutización del pensamiento y la poetización del mundo esbozado por la exaltación y el entusiasmo de los hermanos Schlegel y Novalis, programa que supuso un giro conceptual de enormes consecuencias en la estética y la política y que fue plasmado en los manifiestos, apuestas teóricas y lecciones contenidos en las páginas de una publicación que no sobrepasó los dos años de existencia, pero cuyas repercusiones habrían de modificar para siempre el paisaje intelectual de su época: el Athenaeum. Por la otra parte, está el inmenso desarrollo del idealismo absoluto como proyecto filosófico capaz de superar las contradicciones e insuficiencias del kantismo, que se materializaría en Fichte, Schelling y Hegel.